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Érase una vez dos hermanas

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Londres, 1913

Florence Morland nunca había llorado en público. Al menos no desde que podía recordar.

No lo hizo cuando perdió a su adorada hermana Felicity, siendo ambas todavía niñas; tampoco tras la muerte de su madre ni cuando falleció su padre, dejándola huérfana. Ni tan siquiera cuando enterró a su marido hacía ya cinco años.

Sin embargo, no mucho tiempo atrás descubrió que le resultaba harto saludable llorar durante algunos minutos en la soledad de su habitación. Era por eso por lo que, desnuda frente al espejo ovalado de nogal que reflejaba su cuerpo por completo, se permitió su dosis diaria de lágrimas. Solo un minuto. Con ese tiempo le bastaba para poner el contador a cero y deshacerse del molesto nudo que acostumbraba a anidar en su pecho.

Solo un minuto.

No necesitaba más.

Ni siquiera tenía claro por qué lloraba. Tal vez echaba de menos a Daisy, su hermana menor, que estaba a punto de regresar de un viaje por el continente. Aunque la verdad era que, en su ausencia, la vida de Florence se había vuelto bastante más tranquila y ordenada. De hecho, si en esos días había algo que consiguiera alterarla, era pensar en su regreso.

Aquella tristeza bien podría deberse a que, desde que había delegado la mayoría de sus responsabilidades para con la fábrica y sus otros negocios en la eficiente señorita Gaskell, su presencia en la oficina se había vuelto poco más que decorativa y, de repente, la embargaba una sensación desconocida para ella: se sentía inútil.

En realidad no tenía razones para apenarse. Precisamente aquel era el motivo por el que había contratado a Emily Gaskell y había confiado en sus maravillosas aptitudes de gestión: para poder tomarse un descanso de la responsabilidad que suponía administrar el legado de su padre y de su marido. Hacía tiempo que Florence soñaba con tener tiempo para disfrutar y evitar así envejecer tras pilas y pilas de documentos por firmar, con la única distracción de ir a ver, muy de vez en cuando, a la encantadora Lily Elsie en alguna comedia musical.

O tal vez lo que le pasaba realmente era que se sentía sola. Tal vez se mentía a sí misma cuando decía que no necesitaba a nadie a su lado. Tal vez echaba de menos una caricia, unas palabras de ánimo, una conversación hasta altas horas de la madrugada…

Su matrimonio no podía haber estado más lejos de ser perfecto; sin embargo, a veces se le hacía duro pensar que no volvería a compartir su vida con nadie.

Florence se soltó el cabello y echó un último vistazo al reflejo de sus rotundas caderas en el espejo, fijándose sobre todo en aquel punto especial cerca de la ingle derecha, donde la marca de nacimiento en forma de espiral se iba dilatando y volviéndose más clara con los años. Inspiró de forma pausada para borrar de su cabeza todos aquellos aciagos pensamientos y se cubrió con el fino camisón de muselina que la doncella había dejado sobre la cama. Hacía meses que, si bien a veces requería de su ayuda para vestirse, ya no solicitaba sus atentos servicios al prepararse para dormir. En los últimos tiempos, había empezado a desistir del uso del corsé en favor de una simple faja, e incluso aprovechó su último viaje a París para aprovisionarse de varias piezas más sencillas y livianas de Gaches-Sarraute, que podía ceñir y desabrochar ella misma.

Se introdujo con suavidad en las frescas sábanas de algodón egipcio y comenzó a mover brazos y piernas hasta recorrer cada pulgada del amplio colchón. Había llegado a acostumbrarse a volver a dormir sola. A no sentir la calidez del cuerpo de James a su lado, así como tampoco los suaves ronquidos que se acompasaban con el movimiento del pecho en el que Florence recostaba la cabeza, y que se habían convertido en una nana que la calmaba y la ayudaba a conciliar el sueño. Sin embargo, ahora su cama estaba tan vacía y tensa como ella.

Cerró los ojos, separó las piernas y empezó a subirse el camisón por los muslos con deleitosa suavidad, mientras imaginaba que el roce de la delicada tela eran caricias que le erizaban la piel. Sus dedos recorrieron el resto del conocido camino hasta dar con aquello que deseaba y que era lo único capaz de proporcionarle unos segundos de liberación. Ahogó sus gemidos para no perturbar el silencio de la casa y, al terminar, se sumió en un merecido sueño reparador.

***

—¿Quiere que le sirva el té, señora, o esperamos a la señorita Daisy? —preguntó de repente la doncella, sacándola de su ensimismamiento.

Florence dejó sobre la mesita el libro que había estado leyendo con avidez y echó un vistazo al reloj de plata situado en la repisa de la chimenea.

—Mejor tráelo ya, Phillys. No podemos confiar en la puntualidad de un tren. Y muchísimo menos en la de mi hermana.

—La cocinera ha preparado scones de los que tanto le gustan a la señorita. Ya sabe, para celebrar su regreso.

—No puedo decirle que no a eso —declaró mientras la boca se le hacía agua—. Dígale que los reserve para el desayuno, pero, por favor, súbame uno o dos.

La doncella desapareció del salón con aquellos pasitos tan suyos, cortos y rápidos, como los de un pequeño roedor, con los que rara vez llegaba a anticipar su presencia. Apenas habían dejado de oírse por el pasillo cuando el desagradable bramido de un automóvil captó la atención de Florence, que espió la calle a través de las gruesas cortinas damasquinadas hasta ver a su hermana apearse del coche de los Coddington entre fuertes risotadas.

Phyllis reapareció en ese momento, con la bandeja en las manos y la cara brillando de excitación.

—¡Ya está aquí, señora! ¡La señorita Daisy ha vuelto! —La campanilla de la entrada empezó a sonar con insistencia, así que la muchacha dejó el servicio sobre la mesa y corrió a abrir el portón.

—Creo que todo Eton Square se ha percatado de ello —puntualizó Florence, sirviéndose ella misma el té y haciendo caso omiso a la algarabía que se había formado en el recibidor, hasta que Daisy irrumpió en la sala como una niña en la mañana de Navidad.

—¡Hermana! ¡Cuánto te he echado de menos!

Entró con un desbordado torrente de energía y salvó con rapidez la distancia que la separaba de su hermana mayor. Llevaba desabotonada por completo la chaquetilla del traje de viaje color rosa pálido, como si acabara de llegar de completar una ardua gesta en lugar de un corto viaje en coche desde la estación.

Florence recibió su abrazo con genuina calidez, aspirando el delicado olor a flores que desprendían los mechones cobrizos y rebeldes que se habían desligado del intrincado peinado de la muchacha, cuyo sombrero ahora colgaba exangüe de su mano.

—Bienvenida a casa.

—¡He echado de menos todos y cada uno de los objetos de esta casa! —exclamó Daisy tras separarse de su hermana y empezar a dar vueltas por la habitación, parándose junto a cada uno de los elementos del mobiliario—. Diván, te he echado de menos. A ti también, alfombra. ¡Cuánto te he echado de menos, casa!

—Deduzco por tu efusividad que el viaje no ha sido tan placentero como me relatabas en tus cartas.

—Oh, Florence… ¡Lo ha sido aún más! No te haces una idea. ¡Tengo tantísimo que contarte! —Se dejó caer en el canapé y echó mano de la bandeja que había traído la doncella—. ¡Oh, la señora Eckhart me ha preparado scones! ¡Qué detalle! —Untó mermelada en uno de ellos utilizando el pequeño cuchillo con la precisión de un cirujano. Se lo llevó a la boca y puso los ojos en blanco.

—¿Vienes en ayunas desde Francia? —quiso saber la hermana mayor, atónita ante tal despliegue de glotonería.

—¡Por supuesto que no! Es que es imposible resistirse a esta delicia —exclamó Daisy, divertida. Con una sonrisa cogió un segundo dulce. Su joven y delicado cuerpo, al contrario que el de su hermana, podía permitírselo—. ¡Oh, Florence, querida! ¡Me han pasado tantas cosas! No sé ni por dónde empezar…

—Señora, señorita —interrumpió Phyllis—. ¿Qué he de hacer con los baúles y las maletas de la entrada? Me temo que yo sola no puedo subirlos a la habitación de la señorita Daisy.

—¿Baúles? —preguntó Florence extrañada—. ¡Si solo te llevaste uno!

—Mi querida hermana —añadió la muchacha con tono burlón—, no esperarás que pase varias semanas en París y no encargue unos cuantos vestidos.

—¿Tantos como para necesitar un baúl nuevo?

—No me riñas —contestó haciendo un mohín—, también he traído varios regalos para ti.

—Phillys, por favor, ve a casa de los vecinos y pídeles que manden a alguien para que te ayude. —La doncella asintió con la cabeza, azorada por la posibilidad de poder realizar aquella tarea junto al agraciado mozo de la casa contigua.

—¿Y dónde está el chófer? ¿No puede hacerlo él?

—Desde que la señorita Gaskell se ocupa de la dirección de la empresa, he decidido que lo mejor es que tenga nuestro coche a su disposición.

—Ahora yo también estaré en casa. ¿Qué pasará si necesito que me lleven alguna parte?

—Pues le diremos que, a partir de ahora, vuelva a casa en cuanto deje a Emily en la oficina.

—Pero ¿y si lo necesito cuando la esté recogiendo a ella?

—¡Ya está bien, Daisy! —la reprendió—. Hace apenas cinco minutos que has regresado y ya tengo dolor de cabeza. Hablaré con Emily. No creo que ponga ningún reparo. De hecho, el otro día comentó que quería hacerse con un automóvil propio.

—¿Y puede permitirse contratar a un conductor? Parece que le pagas bien.

—Le pago lo que le corresponde —añadió Florence con un suspiro—. Y, para tu información, no va a contratar a nadie. Se comprará su propio automóvil y lo conducirá ella misma.

—¿De veras? ¡Brindo por la señorita Gaskell! —Y, tras alzar un tercer scone en el aire, le pegó un buen mordisco.

***

—¿Se puede? —preguntó Florence tras golpear el marco de la puerta con los nudillos.

La habitación de Daisy era tan alegre, luminosa y desordenada como su dueña. La colcha y las cortinas estaban salpicadas de flores bordadas, y en el tocador no cabía ni un solo afeite o bote de perfume más. La muchacha había comenzado a deshacer el equipaje y toda la estancia estaba repleta de vestidos, sombrereras y paquetes diseminados por cada rincón, a los que trataba de buscar acomodo bajo la rutilante luz que emitían las cinco bombillas de la lámpara de araña y que, cuando atravesaba las lágrimas de cristal, se convertía en una miríada de colores.

—¡Claro! Pasa, por favor. Si es que puedes —pidió la muchacha con una risita nerviosa tras echar un vistazo al estado de la habitación.

—¿Te ha sentado bien el baño? —quiso saber su hermana—. Has llegado muy excitada.

—Estaba muy nerviosa por mi regreso.

—No entiendo por qué. Aquí todo sigue igual que siempre.

—Todo no. Tú has dejado tu empleo —puntualizó Daisy.

—No lo he dejado. Lo he delegado, que no es lo mismo. —Florence se acercó a la cama y se sentó en el único hueco libre que encontró—. Llevo cinco años dedicada en cuerpo y alma a la fábrica y a todo lo que conlleva; creo que me merezco algo de tiempo para mí. Y tú no tienes que preocuparte por nada. Ni por la herencia ni por tu asignación.

—No estoy preocupada. Sé que los negocios de papá no podrían estar en mejores manos que en las tuyas. —Se sonrieron.

—Bueno, te dejo para que termines de arreglarte antes de la cena. Phyllis debe de estar a punto de subir.

—En realidad —titubeó—, me gustaría poder hablar contigo antes. —Florence, que ya se había puesto en pie, volvió a sentarse mientras Daisy jugueteaba nerviosa con los dedos—. ¡Aún no te he dado tus regalos!

Tardó un rato en encontrar los paquetes correctos, una caja redonda y otro envuelto en papel de seda.

—No tendrías que haberte molestado.

—¿Crees que ir de tiendas me supone una molestia? Estos los compré en Normandía, en una boutique diminuta con unos sombreros divinos.

Florence desenvolvió con delicadeza una sencilla chaqueta de punto adornada con un cinturón del mismo tejido color crema.

—Es… original —acertó a decir.

—¿No te gusta? —preguntó Daisy con una arruga de preocupación en el entrecejo.

—Sí, claro. Solo necesito acostumbrarme.

—En Deauville es la última moda para hacer deporte o pasear por la playa. La vi tan práctica y sobria que me pareció perfecta. ¡Absolutamente todo en la tienda de Mademoiselle Chanel parecía diseñado para ti! Ahora verás… —Abrió la sombrerera y sacó un cannotier de paja con una gruesa cinta negra que colocó sobre la cabeza de su hermana—. ¿A que tengo razón? —dijo mientras señalaba el reflejo de ambas en el espejo—. ¡Te queda de maravilla!

Florence estaba de acuerdo. Pensó que le daría un toque divertido al combinarlo con sus habituales blusas y corbatas. Y, en honor a la verdad, divertido no era un adjetivo que los demás acostumbraran a relacionar con ella.

Con James, su marido, había sido diferente. Él sí había sabido apreciar su sentido del humor. Se llevaban tan bien que llegaron a convertirse en la envidia de todos sus conocidos. Era curioso porque, a pesar de tener tantas pasiones en común, no eran capaces de compartir la más común de las pasiones… Florence cerró los ojos durante un segundo y meneó la cabeza para desterrar todos aquellos pensamientos antes de seguir hablando con su hermana.

—Nuestras amistades tendrán material suficiente para el chismorreo en cuanto me vean aparecer con esto puesto.

—¿Y desde cuándo te preocupa eso? —Daisy abrazó a su hermana y le plantó un tierno beso en la mejilla—. Aún no hemos llegado a lo mejor.

—¿Más regalos extravagantes? —bromeó Florence, provocando en la más joven una adorable mueca de exasperación.

—Este viaje me ha proporcionado dos nuevas e increíbles amistades de las que quería hablarte —comentó—. Verás, hace unos días, en Cabourg, coincidí con la señora Siddell.

—¿Siddell? ¿Te refieres a Geneva Siddell?

—¡Sí! Curioso, ¿verdad? Resultó ser una vieja conocida de la señora Coddington, y se acercó a nosotras al vernos en el hotel. Al principio yo no sabía quién era. Entonces le dijeron mi nombre y se puso muy contenta. Me contó que fue ella quien te compró la propiedad de la tía Diana. ¿Es eso cierto?

—Así fue. En realidad yo tampoco llegué a conocer a la señora Siddell, ya que toda la operación se hizo a través de nuestros abogados. Fue una transacción bastante rápida y beneficiosa, la verdad. Quería hacerse con toda la propiedad de Des Bienheureux: la manoir, las tierras, la pequeña isla… Se quedó incluso los muebles.

—¿Y no quisiste recuperar nada de la tía Diana? Yo nunca la conocí, pero tú estuviste en aquella casa de niña, ¿no es así? A lo mejor había algún recuerdo de ella que quisieras conservar.

—¿Y para qué iba yo a querer un montón de trastos viejos? Se tasó todo cuanto había en aquella casa y Geneva Siddell pagó hasta la última pieza de la cubertería. Es lo que suele hacerse con este tipo de propiedades.

—Me pregunto para qué querría todas aquellas cosas usadas. Esa mujer está podrida de dinero. Se ve a la legua.

—Escribió una emotiva carta explicando sus razones. Si no recuerdo mal, decía que ella y la tía Diana habían estado muy unidas en el pasado. Supongo que lo hizo por algún tipo de sentimentalismo. O tal vez se dedicó a revenderlo todo después, ¡quién sabe! —exclamó Florence sonriendo—. El caso es que, gracias a ese dinero, tú has podido permitirte todas estas compras.

—Deberías haber oído a la señora Siddell; no hacía más que hablar de la casa y de lo preciosa que es la finca. ¿En algún momento pensaste en quedarte Des Bienheureux?

—¡Por supuesto que no! —contestó con una sonora carcajada mientras se ponía en pie—. ¿Te imaginas tener que estar también pendiente de una propiedad en otro país y que por seguro no tendría tiempo de visitar nunca? No sé si tía Diana tenía otros planes cuando me la dejó en herencia, pero no me cabe duda de que venderla fue la mejor decisión. Y ahora espabila; la cena se servirá dentro de quince minutos.

—Verás… Es que tengo algo para ti. —Daisy sacó un sobre del bolso y se lo tendió a su hermana. En el sello de lacre color verde oscuro Florence pudo reconocer la silueta de un insecto, casi seguro que se trataba de alguna especie de polilla nocturna. Justo encima estaba escrito el nombre de Geneva Siddell con una caligrafía intrincada y hermosa.

—¿Qué es esto? —preguntó extrañada.

—Una carta.

—Eso ya lo veo.

—Es una invitación. Para pasar el verano en la manoir Des Bienheureux.

—Bueno, es todo un detalle —dijo Florence mientras doblaba el sobre por la mitad—, mañana escribiré una respuesta agradeciendo la deferencia que ha tenido con nosotras y rechazando su invitación.

—Yo ya he aceptado —confesó Daisy con una timidez poco habitual en ella.

—¿Cómo?

—No pongas esa cara.

—No estoy poniendo ninguna cara —replicó la mayor de las muchachas con gesto adusto—. Esta es mi cara.

—¿Lo ves? Es la que pones cuando alguien no sigue tus órdenes…

—Me parece ridículo que hayas aceptado sin consultarme.

—¡Es que Geneva se ha portado tan bien conmigo durante estos días! Es una mujer fascinante e inteligente, y le gusta rodearse de gente estimulante.

—¿Ella usó esa palabra? ¿Estimulante? —repitió Florence con chanza.

—Todos los veranos organiza un retiro en su casa e invita a algunos amigos —continuó Daisy, ignorando los comentarios de su hermana—. Me ha estado hablando del lugar, y me parece de ensueño. ¡Y ella es maravillosa! Creo que te encantaría conocerla.

—Pues dile a tu nueva amiga que se pase a tomar el té cuando venga a Londres —escupió intentando sonar sarcástica.

—No seas mezquina. No te queda bien.

—¡Acabas de llegar a casa! ¿Acaso piensas volver a empacarlo todo y marcharte?

—Sí. Más o menos.

—¿Y qué hay de la temporada? Ya te has perdido el principio y creía que estabas deseando poder participar este año. ¡Llevas meses volviéndome loca con los detalles! Dijiste que necesitabas ir a París para hacerte con un nuevo vestuario. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Es verdad que tenía ganas —confirmó Daisy bajando la mirada—. Lo que pasa es que ya no lo veo necesario.

—¿Ya no quieres encontrar marido? Porque hasta donde yo sé llevas planificando tu boda desde los diez años.

—Digo que no es necesario porque ya lo he encontrado. —Realizó una pausa dramática mientras intentaba controlar su entusiasmo y disimular su sonrisa—. ¡Estoy prometida!

Una visita inesperada

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