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Regreso a Des Bienheureux
ОглавлениеEl trayecto en automóvil desde Calais hasta el Grand Hôtel de Cabourg no fue muy diferente al del ferri. Florence permaneció taciturna y Daisy temió por la arruga perenne que se le había instalado en el entrecejo. Al no poder ir en el mismo coche de alquiler que Lance, se preguntaba qué tal estaría llevando él toda aquella situación y, lo que era más importante, si la reticencia de su hermana acabaría animándolo a deshacer el compromiso.
Finalmente, atravesaron los jardines de entrada del hotel y los automóviles pararon frente a la puerta del fastuoso edificio de espaldas al mar. La muchacha esperó a que su hermana, tan diligente como siempre, desapareciera tras las puertas de entrada para acercarse a él mientras descargaba su maleta.
—¡Creía que no llegaríamos nunca! —exclamó mientras estiraba las piernas con un contoneo poco decoroso—. ¿Me has echado de menos?
—Claro que sí —afirmó él con una de sus sonrisas torcidas.
—Al menos tú habrás estado distraído con el señor Van Ewen. Yo en cambio he hecho todo el trayecto en un silencio sepulcral —se quejó—. Siento muchísimo el trato que te está dando mi hermana —susurró Daisy a su prometido—. Imaginaba que se escandalizaría un poco, no que estaría enfurruñada todo el viaje.
—No te preocupes por eso, querida. Nací como hijo ilegítimo, estoy acostumbrado a los desplantes —bromeó Lance.
—Florence no es así. Jamás te trataría mal por eso. ¿Crees que pudiste hacer algo en el pasado que la molestara? —Había dudado antes de formular la pregunta, temiendo la respuesta.
—No. No lo creo.
—¿Y eso es todo? —inquirió con curiosidad—. ¿No me lo vas a contar?
—¿A qué te refieres?
—De pronto descubro que ya os conocíais y ninguno de los dos me da más detalles.
—Tampoco hay mucho que contar. Me habían mandado a Grecia a cubrir una revuelta en Creta y decidí quedarme un tiempo para hacer un recorrido por las islas. Una noche, cuando volvía a mi hotel en Miconos, me encontré con un viejo amigo: James Morland, tu cuñado. Ahí fue cuando conocí a Florence. —Miró a su alrededor para asegurarse de que seguían solos, y sus brillantes ojos se entornaron con una gravedad que Daisy nunca le había visto, a pesar de que gesticulaba con las manos tratando de restarle importancia al asunto—. Pasamos juntos algunos días antes de que ellos reanudaran el itinerario de su luna de miel. Y eso es todo.
—Pues no sé qué decir. Florence puede ser bastante rígida, aunque esa actitud tan huraña es impropia de ella.
—Está preocupada por ti y me temo que no le caigo muy bien —dijo riendo y consiguiendo sacar una sonrisa a su prometida—. Te prometo que conseguiré que cambie de opinión.
—¿Aún quieres casarte conmigo? —preguntó con coquetería.
—¡Señorita Daisy! —Phyllis recorrió con sus pasitos vivaces la distancia entre la escalinata del hotel hasta donde se encontraba la pareja—. Su hermana me ha mandado a buscarla para decirle que la señorita Coddington también se encuentra ya aquí.
—Gracias, Phyllis, voy enseguida. —Daisy se volvió hacia Lance, esperando a que este le diera una respuesta, pero la doncella se había quedado plantada junto a ellos y no parecía tener la intención de marcharse.
—Será mejor que vayas entrando. Estarás deseando reunirte con Millie. Creo que voy a dar un paseo por la playa. Ya seguiremos hablando luego. —Tras una última sonrisa, Lance se metió las manos en los bolsillos, dio un puntapié a un guijarro y se alejó en dirección opuesta a la puerta de entrada.
***
La hora del té en el Grand Hôtel no tenía mucho que envidiar a la de cualquier refinado salón de Londres, más bien todo lo contrario. Los enormes ventanales orientados a la playa filtraban a través de sus cortinas los cálidos rayos del sol de media tarde, que jugueteaban con las filas de caireles de cristal de las lámparas de araña. Una buena parte de la alta sociedad europea se daba cita entre aquellas lujosas paredes, atraída por el ambiente distendido del casino y los maravillosos beneficios del balneario y sus baños de mar.
—Si te soy sincera, pensaba que mis padres no me permitirían venir. —Millicent Coddington dio un diminuto bocado a su sándwich de pepino mientras sonreía con malicia—. Solo pusieron dos condiciones: que regrese a Londres antes de que termine el verano y… a la tía Martha. —Ambas muchachas miraron a la mesa contigua, en la que la tía solterona de Millie tomaba el té con Florence, sin cruzar una sola palabra—. ¡Esta aventura es muy emocionante! Quiero regresar a casa con un noviazgo precipitado y furtivo como el tuyo. ¡Es tan romántico! Me muero de envidia.
—Mi compromiso no es ningún secreto.
—Tal vez, aunque tampoco lo habéis hecho oficial. ¿Te ha entregado ya el anillo?
—La verdad es que no —se lamentó Daisy—. Creía que, en cuanto lord Artherton y mi hermana lo supieran, podríamos gritarlo a los cuatro vientos, pero ahora no estoy tan segura. Lance está muy raro y Florence parece que lo odie.
—Tu hermana nunca ha sido el summum de la simpatía. Creo que ni siquiera yo le agrado mucho.
—¡Qué tontería! Te tiene muchísimo aprecio —mintió—. El caso es que se suponía que este iba a ser un viaje de ensueño y está resultando una pesadilla. Me he pasado casi todo el camino charlando de trivialidades con el señor Van Ewen.
—¿Con quién?
—Phinneas Van Ewen. Lance lo ha invitado.
—¿Es atractivo?
—¡Ya lo creo! Es músico.
—¡Tanto mejor! —Ambas rieron tan fuerte que el salón entero las miró reprendiéndolas, lo que no bastó para sofocar sus risas, sino solo para que se cubrieran la boca en un vano intento de disimularlas.
Habían quedado en que la señora Siddell se reuniría con el grupo allí para partir todos juntos hacia Des Bienheureux. Incluso el director del hotel, del que Geneva era una clienta habitual y muy respetada, les había informado de que tendrían uno de los automóviles del establecimiento a su disposición; sin embargo, las horas pasaban y su anfitriona aún no había hecho acto de presencia ni había dejado ningún mensaje para ellos.
—Es imposible contactar vía telefónica con la finca —informaron a Florence en recepción tras disfrutar del té de la tarde—. Al parecer, algún tipo de avería ha cortado la línea.
Tras un par de horas más de cortesía y en vista de que el anochecer se les echaba encima, Florence se dirigió de nuevo al mostrador con Phyllis a la zaga para intentar que les preparan las habitaciones pertinentes. A pesar de su poder de convicción, la gestión estaba resultando bastante complicada, ya que el hotel estaba al completo en aquella época del año.
Seguía enfrascada en su cometido, apretando las tuercas al personal, cuando vio llegar a un hombre que entraba en el vestíbulo resoplando y con el paso acelerado. Al situarse junto a ella, el desconocido se recompuso el flequillo rizado, que debía de haber perdido verticalidad a causa de la carrera, y le lanzó una mirada descarada tras sus gafas de montura de carey.
—Buenas tardes —saludó lanzándole una amplia y blanca sonrisa a la que Florence correspondió con un escueto movimiento de cabeza.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor Townsend? —Uno de los empleados de recepción se dirigió con cierta familiaridad al recién llegado.
—Muy buenas, Alfred. Vengo a recoger a los invitados de la señora Siddell. Me temo que se me ha hecho un poco tarde.
—Creo que hace rato que lo esperan. De hecho, la señora Morland, aquí presente, confiaba en que se quedara libre alguna habitación para poder pasar la noche. —Ella se giró hacia ellos con gesto circunspecto.
—Señora Morland, le ruego que me disculpe —dijo aquel hombre acentuando la picardía de su sonrisa—. Mi nombre es Sterling Townsend, y tenía que haber venido a recogerlos hace horas.
Al verlo más de cerca, Florence percibió que era aún más joven de lo que le había parecido en un principio. Debía de tener una edad similar a la suya, rondando la treintena, aunque su cara resultaba aniñada y risueña, incluso detrás de aquellas gafas.
—Nos ha extrañado no haber recibido ningún mensaje de la señora Siddell —contestó, todavía reticente.
—Ya me imagino —añadió él sin perder el gesto risueño—. Un árbol ha caído y se ha llevado por delante las líneas de telefonía de Des Bienheureux y de todo el pueblo. Hemos intentado que lo solucionen, pero por lo visto no podrán arreglarlo hasta dentro de un par de días. He acudido en cuanto he podido.
—Agradezco que haya venido hasta aquí para avisarnos. Imagino que ya no son horas para emprender el camino.
—¡Tonterías! He traído mi coche y Geneva reservó uno de los del hotel. La finca no está muy lejos; iremos algo apretados, pero no se darán ni cuenta. —Sonrió—. Saldremos en cuanto lo tengan todo listo.
—Pero… ¡ya casi está anocheciendo! No podemos aparecer en la casa en mitad de la noche. No sería decoroso.
—Le aseguro que no será ningún problema. Voy a pedir que vayan cargando sus maletas, usted avise a los demás.
Daisy montó en el coche alquilado con Millie y Martha Coddington. Phyllis iría delante, junto al chófer. En el otro vehículo, Florence prefirió sentarse junto al señor Townsend, mientras que Tristan y Phinneas ocupaban los asientos traseros.
Sterling Townsend parecía manejarse tan bien al volante como con las palabras, ya que estas no paraban de brotar de su boca y conseguían cubrir cada incómodo silencio. Cuando mencionó que era abogado, las piezas del puzle encajaron a la perfección, y la joven viuda supo por qué su nombre le había sonado tan familiar cuando se había presentado. Él había sido uno de los encargados de redactar los papeles de la compraventa de la finca.
Las casi dos horas de camino pasaron volando; al menos para Florence, a pesar de que Tristan había permanecido bastante callado y taciturno, haciendo que se preguntara si es que le disgustaba ir sentado tras ella o si estaba afectado por la conversación que le había visto mantener con Daisy al llegar al hotel, cuando ambos pensaban que nadie los observaba.
Atravesaron el primer vallado, una arcaica verja de hierro devorada por la maleza que delimitaba el perímetro exterior de la propiedad. La carretera se convirtió en un camino de tierra flanqueado por densos árboles, y continuó así hasta la segunda cancela, enmarcada por un arco que formaba parte de una preciosa estructura de ladrillo rojo con techos abuhardillados y a través de cuyos ventanales resplandecía la luz anaranjada de una lámpara de mesa.
—Es la casa del guardés, el señor Woodgate. Su esposa es el ama de llaves de la finca —comentó el señor Townsend cuando la atravesaron al ver la curiosidad en los ojos de su copiloto.
—Recuerdo este sitio. Cuando éramos pequeñas creíamos que era el portal del reino de las hadas. En el jardín también había varios pasajes en forma de luna que, para nosotras, eran accesos a otros mundos. Ya sabe, tonterías de crías.
—¿Usted y su hermana Daisy? —preguntó con su sempiterna sonrisa.
—No. Mi hermana Felicity.
—¿Y podremos disfrutar de su compañía estos días?
—No sería posible. Falleció siendo niña —aclaró ella con el tono apático de quien tiene asumida la pérdida—. De eso hace ya muchos años.
—Lo siento mucho. ¡Debo de parecerle tan desconsiderado!
—No se preocupe, no es culpa suya. Yo no debí haberla mencionado. La verdad, no es algo que suela hacer a menudo. Es este lugar —afirmó mirando a través del cristal—; me despierta recuerdos que llevaban mucho tiempo dormidos. —Florence notó un movimiento a su espalda y giró la cabeza de forma instintiva. El señor Van Ewen dormía plácidamente con los labios entreabiertos, a pesar del traqueteo. Tristan estaba despierto y volvió a repetir aquel movimiento al arrebujarse en su chaqueta. Incluso en la cerrada oscuridad que los envolvía, fue capaz de captar el brillo de sus ojos, fijos sobre ella.
A lo lejos empezaban a vislumbrarse las titilantes esferas de las nuevas farolas eléctricas que flanqueaban la entrada a la mansión y que, si bien no realzaban su belleza como podría hacerlo la cálida claridad del sol, le proporcionaban un halo blanquecino que resultaba tan onírico como fascinante.
Los coches se detuvieron junto a la puerta de entrada al mismo tiempo que se abría para que aparecieran por ella dos mujeres cuyo aspecto no podía ser más dispar. Una era alta y regia, con una silueta envidiable a pesar de su madurez, el pelo rubio mucho más corto de lo que dictaban los cánones y la belleza serena de una tarde de verano. La otra era más baja y marcada por voluminosas curvas que copaban el sencillo vestido marrón; los rizos oscuros se le entremezclaban con los canos al escaparse del rodete que le coronaba el rostro en forma de corazón.
—¡Qué alegría que ya estéis aquí! Siento muchísimo haberos obligado a viajar a estas horas. —La mujer rubia se cubría con un chal de seda dorada que brillaba con cada uno de sus movimientos.
—No te preocupes, Geneva. He intentado que el paseo fuera lo más agradable posible para tus invitados —dijo Sterling con familiaridad—. Permíteme que te presente a la señora Morland. Sé que te morías de ganas por conocerla.
—¡Florence! Es todo un honor tenerte aquí. Puedo llamarte así, ¿verdad? Y, por favor, llámame Geneva, como si fuéramos viejas amigas.
—Claro —respondió esta al acercarse a ella y sentir con asombro cómo la cogía de las manos. Todo en Geneva Siddell parecía dotado de gracia: su voz, su forma de moverse, sus facciones… Por un momento Florence se sintió incómoda a su lado. Tosca. Y deseó que los allí presentes no establecieran comparaciones entre ellas, porque sin duda sería ella la que saldría mal parada.
—Fíjate, Emilia —continuó Geneva dirigiéndose a la otra mujer—, ¿no es igualita que nuestra Diana?
—Su cabello no es tan rojizo, pero en lo demás son casi dos gotas de agua. Es un placer, señora Morland. Soy Emilia Woodgate, el ama de llaves. Trabajé en Des Bienheureux hace muchos años, antes de que usted naciera y, ahora, la señora Siddell me ha brindado la maravillosa oportunidad de volver. —Criada y señora intercambiaron una mirada llena de cariño.
—Encantada —contestó Florence, atolondrada—. Discúlpenme, ha sido un día muy largo y estoy bastante cansada.
—¡Geneva! —vociferó Daisy con un enérgico grito que abochornó a su hermana nada más salir del coche. Si la fatiga del viaje había hecho mella en ella, no lo evidenciaba en absoluto.
—¡Mi querida señorita Lowell! ¡Qué ganas tenía de tenerte por fin en mi casa! —exclamó sonriente la anfitriona.
—No me lo habría perdido por nada del mundo —dijo la muchacha lanzándole una mirada de soslayo a Florence—. ¿Recuerdas a mi buena amiga Millie? La acompaña su tía, la señorita Martha Coddington. —Las mujeres se saludaron tras la presentación—. Y aquí está el señor Hamilton —añadió sin intentar suavizar su pícara sonrisa.
—Es un placer volver a verla, señora Siddell. Gracias por su invitación —reconoció Lance, besándole la mano enguantada.
—No tiene por qué darlas. Los… amigos de Daisy son bienvenidos —admitió ella, satisfecha.
—Permítame que le presente al señor Van Ewen. Es el acompañante que le mencioné en mi carta.
—Enchanté, madame. —Phinneas hizo una leve reverencia y se levantó el sombrero de hongo con galantería.
—Encantada. Cuando el señor Hamilton me informó de que traería a un pianista a mi humilde hogar, casi exploto de la emoción. Al fin alguien le arrancará algo de música a nuestro abandonado instrumento.
—Será un placer —respondió él con entusiasmo.
—¿Por qué seguimos todos aquí fuera con la humedad que hace? —vociferó la anfitriona—. Por favor, vayan entrando. No estaba muy segura de la hora a la que llegarían, así que he mandado que les preparen un pequeño refrigerio en el salón para que coman algo antes de acostarse. Deben de estar agotados de tanto trasiego. —Geneva los guio hacia el interior como haría una pastora con su rebaño—. Emilia, querida, indique al servicio las habitaciones en las que pueden ir dejando los equipajes. —El ama de llaves asintió con la cabeza y empezó a dar órdenes a su alrededor.
Cuando rebasaron el umbral, los recuerdos de Florence se avivaron de repente al contemplar el mosaico circular del suelo del recibidor, las coloridas cristaleras sobre puertas y ventanas, y las intrincadas volutas de la balaustrada de la doble escalinata. Aquel lugar estaba envuelto en una naturaleza de hierro y cristal que lo volvía salvaje e irregular.
Había llegado a olvidar lo vivo que parecía todo en aquella casa.