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Caminos cruzados

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—¿Ya os conocíais? —preguntó Daisy mientras los miraba a ambos con desconcierto. El otro hombre se había apartado un poco de la escena, apoyándose en la ventana, por la que se podía ver desaparecer el andén y la estación.

—Sí —contestó él.

—¡No! —respondió Florence al mismo tiempo, con las mejillas arreboladas y el gesto contrariado, mientras le soltaba la mano como si quemara—. Yo conocí hace años a un tal Tristan Campbell. Claro que no pueden ser la misma persona, ¿no es así?

—Sí. Quiero decir, no —titubeó él. Usó la mano recién liberada para recolocarse el cabello, intentando calmar su frustración—. Ni siquiera sé lo que estoy diciendo… Es verdad que soy Tristan Campbell.

—¿Lance? ¿Qué está pasando? —quiso saber Daisy. Parecía confusa y a punto de echarse a llorar por haber visto estropeado el esperado reencuentro.

—Campbell es el apellido que he usado prácticamente toda mi vida. Me lo cambié por Hamilton cuando lord Artherton me permitió usarlo —aclaró él.

—¿Y el nombre?

—Me llamo Lancelot Tristan. —Su acompañante, que había permanecido apoyado en la ventana, ahogó una carcajada que consiguió distender el ambiente y que el que hablaba prosiguiera con una sonrisa—. A mi madre siempre le ha fascinado el ciclo artúrico. Uso Tristan para el trabajo, aunque la familia siempre me ha llamado Lance. Mi buen amigo aquí presente puede confirmar que todo cuanto digo es cierto.

—Me temo que sí. —El otro hombre se acercó al grupo con una radiante sonrisa—. Señora, señorita, Phinneas Van Ewen a su servicio. Les diría que pueden tomarse la libertad de llamarme Phinn, pero creo que ya hemos tenido demasiadas charadas con los nombres por hoy.

—Necesito beber algo —anunció Florence justo antes de salir al pasillo, huyendo de aquel pequeño y opresivo espacio.

—Ya voy yo —concluyó Daisy frenando con la mano el movimiento casi automático de Lance, que parecía dispuesto a ir tras ella. La muchacha recorrió dos vagones en pos de su hermana, que parecía haberle tomado bastante delantera—. ¡Florence, espérame! ¿Se puede saber a dónde vas? El vagón restaurante ni siquiera está en esa dirección.

—Yo… me he despistado.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? ¿De qué conoces a Lance?

—Lance, Tristan, o comoquiera que se llame, era un viejo amigo de James; por lo que recuerdo habían estudiado juntos, de niños. Coincidimos con él hace años, en Miconos, durante nuestra luna de miel —añadió sin poder disimular su turbación—. Siento muchísimo haber actuado así, pero por un momento he pensado que estaba tratando de tomarte el pelo.

—¡Ay, mi hermana querida! —exclamó Daisy mientras la abrazaba y, sonriendo divertida, depositaba un fugaz beso en su mejilla—. Siempre tratando de protegerme. Venga, volvamos y pidamos que nos traigan una botella de champagne.

—No sé si podré volver ahí dentro. —Florence se sonrojó. Parecía avergonzada.

—¡Si solo ha sido un malentendido! No le des más importancia de la que tiene. Seguro que Lance no lo ha hecho.

—Supongo que tienes razón. —Tragó saliva con dificultad e intentó esbozar un amago de sonrisa—. Solo ha sido un malentendido.

***

—¡Menudo numerito! —se burló Phinneas, todavía con una sonrisa en sus gruesos labios—. Digno de un vodevil. —Su gesto cambió en cuanto vio que su amigo se sentaba resoplando y aflojándose la corbata con una mano al tiempo que se pasaba la otra por el ondulado cabello—. ¿Me he perdido algo?

—¿Qué? ¡No! Claro que no.

—¿Y por qué pareces Sísifo empujando la piedra?

—Ha sido un reencuentro inesperado, eso es todo.

—¿Cambia esto en algo tus planes?

—En absoluto. Voy a casarme con Daisy, tanto si le gusta a su hermana como si no.

—¿Y de qué conoces a esa mujer? Si es que puede saberse.

—¡Ya estamos aquí otra vez! —Como si hubiera sido invocada, la muchacha apareció seguida por Florence—. ¿Nos han echado de menos, caballeros?

—Por supuesto, querida —aseguró Lance tras ponerse en pie, sonriente y sereno. Una vez recuperado de la impresión, parecía una persona completamente diferente a la de unos segundos atrás—. Creo que le debo una disculpa a tu hermana.

—Soy yo quien debería disculparse —reconoció Florence. Era incapaz de mirar a los ojos de aquel hombre mientras se dirigía a él. Ojos del color del mar Egeo. Ojos que la transportaban a noches de verano y a amaneceres con olor a sal—. He sido grosera.

—Por mi parte está todo olvidado. Me alegro de que volvamos a encontrarnos. —Lance tomó su mano para depositar un rápido beso en ella y luego, de forma inconsciente, fue incapaz de soltarla—. ¿Se unirá James a nosotros más tarde?

—Me temo que no —respondió Florence librándose del agarre y tomando asiento antes de que el estremecimiento que sentía por dentro se hiciera evidente. Los demás la imitaron—. Mi marido murió hace cinco años.

—Yo… no sabía nada. —Su rostro había demudado por completo en un gesto tan sorprendido como triste—. Lamento muchísimo tu pérdida. Era un gran hombre.

—Sí. Lo era.

—Me siento muy avergonzada —dijo Daisy de repente, llamando la atención—. Ahora me doy cuenta de que este malentendido ha sido culpa mía. Si bien le conté a Lance que tenía una hermana mayor, ni siquiera llegué a decirle tu apellido. A lo mejor así él habría atado cabos. ¡Estábamos tan centrados el uno en el otro que nos olvidamos del resto del mundo!

—Es lo que suele pasar cuando haces las cosas de forma tan precipitada —replicó su hermana intentando disimular la mordacidad de sus palabras con una media sonrisa.

—No te angusties, querida. Florence y yo tendremos tiempo de sobra para ponernos al día. —Lance dirigió su mirada hacia la joven viuda que, de alguna forma, consiguió reunir el valor suficiente para corresponderle.

Durante todo el camino, Daisy no permitió que la conversación decayera. Cuando se trataba de contar chismes e interesarse por temas que hasta ese momento le eran desconocidos, no tenía rival. Phinneas tampoco le iba a la zaga. Aquel hombre era, según contaba, un pianista de bastante renombre, a pesar de que ninguna de las hermanas había oído hablar de él, y casi no había ciudad en el mundo en la que no había protagonizado alguna anécdota escandalosa de la que hacer partícipes a sus compañeros, para deleite de la muchacha. Lance, por el contrario, no estaba muy conversador y solo intervenía cuando sus dos compañeros más habladores le preguntaban algo de forma directa. Por su parte, Florence se dedicó a sonreír de soslayo cuando consideraba que el tema guardaba algún tipo de relación con ella, aunque su actividad principal consistía en contar los nudos de la madera que forraba el vagón, el número de borlas que pendían de las cortinas de terciopelo verde y las veces que pillaba al prometido de su hermana lanzándole miradas furtivas.

—Me pregunto por qué no hemos tomado el barco a Caen. Tengo entendido que está más cerca de nuestro destino —quiso saber Phinneas con curiosidad.

—Así es, señor Van Ewen —confirmó Daisy—. De hecho, mi querida amiga, Millicent Coddington, cogerá ese camino mañana y nos reuniremos con ella en Cabourg. El caso es que me temo que mi hermana tiene un secreto inconfesable.

—¿Cómo? —preguntó la interpelada, que había estado distraída, y la mirada se le fue de forma instintiva hacia Lance.

—No te avergüences, Florence —continuó Daisy, divertida—, tener miedo al mar no te hace débil. En todo caso te hace parecer humana.

—Es cierto —admitió ella con voz vacilante—, lo confieso. El trayecto en barco de Dover a Calais es bastante más corto y prefiero volver a tener los pies plantados en tierra firme cuanto antes.

—Recuerdo tu cara al bajar de aquel pequeño barco en Delos —intervino Lance sonriendo ante aquel recuerdo. Florence palideció.

—¡Vaya! No me habíais dicho que os conocierais… tanto. —Daisy no había borrado su sempiterna sonrisa, a pesar de que el tono de su voz escondía un pequeño atisbo de recelo.

—¡Ya estamos llegando a la estación! —anunció Phinneas rompiendo el espeso silencio que se había formado en el vagón—. Imagino que nos acompañarán esta noche a cenar en el hotel, ¿no es así?

—¡Claro! —se apresuró a responder la más joven.

—Me temo que estamos muy cansadas —contestó al mismo tiempo Florence, reprendiendo a su hermana con la mirada—. Pediremos que nos suban algo frugal a la habitación. —El tren había estado aminorando la velocidad hasta detenerse entre chirridos y fuertes toques de silbato—. Nos veremos mañana, caballeros. —Y, sin mediar ninguna otra palabra ni esperar a su hermana, que se despedía de ambos con gesto contrariado, se levantó y salió al pasillo deseosa de escapar de allí antes de perder los papeles.

***

Faltaban escasos minutos para que partiera el ferri, y Florence seguía agarrada con fuerza a una de las barandillas de la cubierta. Retrasaba el momento de volver a reunirse con sus compañeros de viaje, a los que había conseguido esquivar hasta ese momento bajando a desayunar a primera hora. Después había dejado a su hermana con Phyllis y se había marchado antes del hotel, utilizando la excusa de querer asegurarse de que embarcaban bien todo el equipaje. Necesitaba pasar algo de tiempo a solas, ordenando sus ideas y rememorando episodios de su pasado que creía haber enterrado a gran profundidad y que pugnaban por salir a la superficie.

Daisy se había pasado la mañana atormentándola con sus protestas por haberla obligado a madrugar, y tampoco estaba contenta por privarla de pasar más tiempo con su prometido. Hacía ya un buen rato que Florence los había visto desde lejos mientras llegaban juntos al puerto entre escandalosas risas, confirmando que el disgusto de su hermana parecía haberse diluido como una gota de tintura en agua.

Miró con atención el mar, que para su alivio estaba bastante calmo. Tuvo que respirar hondo varias veces y armarse de valor para afrontar aquel trayecto. No eran las aguas en sí las que le causaban aquel temor, sino la desconexión con la tierra que suponía encontrarse en una embarcación a merced del oleaje.

—¿Asustada? —Una voz masculina la sobresaltó, haciendo que su cuerpo temblara más aún que ante la perspectiva de cruzar el canal a nado.

—No soy tan fácil de amilanar —contestó con bravuconería.

—De eso estoy seguro.

—¿Qué se supone que debo hacer ahora, Tristan? ¿O debería llamarte Lance?

—Puedes llamarme como prefieras, Florence —pronunció su nombre con templanza, tomándose su tiempo y saboreando cada sílaba—. Te juro que no sabía que Daisy era tu hermana. Apenas se refirió a ti un par de veces desde que nos conocimos. Me contó que vivía con una hermana viuda y poco más. —Otearon el horizonte durante algunos segundos, evitando que sus miradas se cruzaran—. Por cierto, siento muchísimo lo de James. Hace años que vivo de aquí para allá y solo piso Londres si me pilla de paso. No me llegó la noticia de su muerte.

—Eso ya lo dijiste ayer. —Ambos continuaron mirando el mar, permitiendo que el sonido del batir de las olas contra el casco del barco llenara el silencio que se había instalado entre ellos—. ¿Y qué es lo que piensas hacer?

—¿A qué te refieres?

—A tu compromiso con Daisy, por supuesto.

—Es que estás pensando en… ¿contárselo?

—¡No! ¡Claro que no! Aunque es obvio que no puedes casarte con ella —sentenció Florence.

—Bueno, yo no lo veo tan claro como tú.

—No sería tan sorprendente. Al fin y al cabo, todo ha sido muy rápido. Nadie se extrañaría de que hubierais cambiado de opinión. Además, aún no lo habéis hecho público, lo que juega a nuestro favor. Conozco a mi hermana, estará disgustada un tiempo y luego se le pasará.

—No pienso romper el compromiso —declaró él con solemnidad.

—¿Cómo dices?

—Voy a casarme con Daisy. Lord Artherton está de acuerdo y, además, ya le he dado mi palabra a ella.

—Ya veo. Estás… —acertó a decir Florence, dejando una pausa que aprovechó para tragar saliva junto al nudo que se le había formado en la garganta— ¿enamorado de Daisy?

—¿Cómo no estarlo? Reúne todas las virtudes admirables en una buena esposa.

—Soy su tutora, podría oponerme.

—Es mayor de edad. Y, además, no creo que quieras hacerla infeliz.

—Será infeliz si se casa con un hombre al que apenas conoce —sentenció ella tratando de mantenerse impasible.

—¿Eso lo dices por experiencia? —contratacó él, lamentándolo al instante.

Florence alzó la mano para abofetearlo, pero él la sujetó antes de que lo consiguiera. Aquel gesto había llamado la atención de algunos de los pasajeros que se encontraban junto a ellos, por lo que Lance, en lo que vino a ser un intento de salvar la situación y, con seguridad, de alterar aún más a su acompañante, depositó un suave beso en el dorso de la misma. Florence se zafó contrariada y se marchó a ocupar su asiento justo antes de que aquella máquina que le causaba tanto recelo iniciara su travesía.

Una visita inesperada

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