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¿Por dónde se mueven las olas? Miradas sobre el cine de los últimos cinco años

LA MAR NO ESTÁ SERENA

¿Qué tanto ha cambiado el cine en el último lustro? Depende de cómo se vea y desde dónde se le mire. En su dimensión más pública, conocida y glamorosa, sigue siendo la vitrina de una industria hollywoodense ya habituada a los super hits de la taquilla. El soporte de la proyección se ha ido haciendo cada vez más digital, al punto de que los proyectores fílmicos están siendo descuartizados o, en muchísima menor escala, se convierten en objetos de museo. Un poco más adelante serán vistos seguramente, igual que las moviolas, como la versión avanzada de los juguetes ópticos del siglo XIX.

No va por ahí, sin embargo, la línea central de este texto, aún cuando no cabe la menor duda de que ese cambio de soporte tiene efectos directos en los resultados expresivos del uso de las nuevas cámaras, de los efectos especiales y de los modos de la edición no analógica. Es decir, efectos en lo que vemos y oímos en las pantallas y, también, en el modo en que lo vemos. Esto sería materia para otro artículo. Lo que nos interesa señalar ahora son algunas de las vías por las que transcurre el cine que se ha venido haciendo en estos años y que, en una cierta medida (pequeña o mediana), se diferencian de lo que se venía haciendo antes. Porque no estamos ante cambios bruscos que obligan a reordenar totalmente el panorama. Hay continuidades y, a veces, pueden ser enormemente significativas las pequeñas variaciones que se encuentran en un lapso determinado y que requieren de una distancia mayor para ser procesadas en toda su dimensión. Es difícil ‘escribir caminando’, dar luces más o menos claras sobre lo que está en marcha, pero algo podemos intentar para contribuir a entender lo que está circulando en las imágenes.

Se sigue hablando del nuevo cine de aquí o de allá, pero lo que se puede comprobar es que en ninguna parte hay algún movimiento parecido a los de antaño ni tampoco proclamas o manifiestos que, de pronto, pudiesen surgir en Europa (para poner un ejemplo; también podría ser en otros continentes) al calor de los movimientos que han nacido de la ‘indignación’, como el triunfante Syriza en Grecia o Podemos en España. Ha habido películas hechas con el espíritu de los ‘indignados’, las del francés Sylvain George, entre ellas, pero no se puede hablar de un movimiento. Hay, igualmente, grupos generacionales que de pronto irrumpen como el del cine corbobés reciente, pero no se trata de algo similar a las ‘nuevas olas’ de antes. Por eso es que aquí no vamos a mencionar las olas en el sentido de grupos o movimientos sino, en todo caso, de tendencias estilísticas o expresivas amplias y abarcadoras y más allá de fronteras. A eso se aplica en este texto la metáfora de las ondas de la superficie marina.

LAS OLAS AGITADAS

Pues bien, elijo el tópico de la acción violenta, que no necesariamente está desligado de otros tópicos, para indagar cómo es que se han venido comportando los tratamientos audiovisuales en estos últimos cinco años. Donde se ha hecho más insidiosa, retorcida, ‘excesiva’, ‘orgiástica’ o pantagruélica, para decirlo en el término que patentó François Rabelais, es en el cine oriental, especialmente en el del Japón, Hong Kong y el de Corea del Sur. Allí están, como muestras recientes, Drug War, de Johnnie To, 13 asesinos, de Takashi Miike o Why Don’t You Play in Hell?, de Sion Sono. Claro, eso viene de antes, pero se acentúa hasta cierto punto una ‘carnavalización’ de la violencia, una acentuación de la pulsión de muerte que, a menudo, se asocia con las coreografías de los enfrentamientos y los lances. No es casual que diversos cineastas orientales (John Woo, Justin Lin, Kim Jee-woon, Park Chan-wook) puedan adecuarse sin dificultades a los retos de la incorporación a la maquinaria hollywoodense, lo que no ocurre necesariamente con otros que aspiran a estilos más reposados o a elaboraciones visuales más sofisticadas (Chen Kaige, Wong Kar-wai).

Por ese lado de la coreografía, asimilada a la velocidad, a las persecuciones, colisiones, a las volcaduras espectaculares, la serie Rápidos y furiosos (a propósito, Justin Lin ha dirigido ya tres títulos de la serie, y de los mejores) ha venido haciendo una contribución importante. Que, después de 30 años, se haya retomado la serie Mad Max no hace sino ratificar una tendencia a la que en su momento la trilogía concebida por el australiano George Miller perfiló con fuerza, aportando una cuota de furia bárbara, tribal, ‘primitiva’. Ese efecto de violencia reloaded se va infiltrando en otros géneros, en otras modalidades narrativas de la acción espectacular (thrillers diversos, aventuras fantásticas y de todo tipo, parte del horror y del bélico), en procura de lograr sensaciones cada vez más físicas a las que contribuyen dispositivos como las pantallas más grandes, la tercera dimensión, un sonido cada vez más envolvente, butacas que se aproximan a los simuladores de los parques temáticos. La experiencia del cine se va acercando por estas vías a la de los juegos de movimiento y vértigo, como si en alguna medida se quisiera ‘voltear’ al espectador y poner la cabeza en el lugar de los pies. Es la búsqueda simultánea del observador que está a la vez fuera y dentro del espectáculo, que mira y escucha, pero cuyo cuerpo se ve también potencialmente atacado por lo que ‘salta’ o amenaza saltar desde la pantalla.

Publicado en el 2009, el libro La pantalla global. Cultura y cine en la era hipermoderna reflexiona en torno a esas tendencias. Bajo el título de la imagen-exceso, Gilles Lipovetski y Jean Serroy mencionan allí la extensión de las duraciones (el límite de las dos horas se franquea con frecuencia), las imágenes de choque, el ultramovimiento, la aceleración del relato, la imagen-profusión, la ultraviolencia. Es decir, cada vez más, la violencia, la persecución, la agitación, los estallidos y explosiones operan como estímulos en sí mismos, casi desprendidos de la materia narrativa, convertidos en un mecanismo de estímulos sensoriales incesantes.

LOS REMOLINOS

El tópico de la política en su versión ‘indignada’ recorre parte del documental, como en el caso del ya mencionado Sylvain George, cuyos Qu’ils reposent en révolte (Des figures de la guerre), Les eclats y Vers Madrid: The Burning Bright, sobre la represión a la emigración africana en Francia, los dos primeros, y sobre las protestas en contra de la situación económica en la España reciente, el tercero, son exponentes del renacimiento de lo que antes se llamó un cine de urgencia. En esta línea se encuentra Agua plateada, autorretrato de Siria, una producción franco-siria, que se vale de una enorme cantidad de registros visuales tomados con todo tipo de cámaras para elaborar un retrato implacable sobre la represión del gobierno sirio durante las protestas y el inicio del levantamiento armado. El norteamericano Joshua Oppenheimer ha filmado dos testimonios inclementes sobre el genocidio en Indonesia luego de la caída del régimen de Sukarno en 1965, entrevistando a los mismos que viven en la impunidad, en The Act of Killing y The Look of Silence. No es el documental de urgencia, a la manera de los anteriores, pues se formula a partir de la reflexión y el análisis, incluso utilizando procedimientos de reconstrucción espectacular un tanto brechtianos, en esas zonas intersticiales que unen la no ficción con la ficción.

Uno de los iniciadores de la veta que explora Oppenheimer, y uno de los documentalistas más notables de estos tiempos, es el camboyano Rithy Panh, que se hizo conocido con S21, la máquina de muerte del Khmer rojo (2003), y que en estos últimos años ha realizado otros dos poderosos testimonios en torno al genocidio perpetrado en Camboya en la segunda mitad de los años setenta. Ellos son Dutch, el maestro de las forjas del infierno y La imagen perdida.

LAS OLAS QUIETAS

En el número 1 de Ventana Indiscreta pergeñé en el texto El cine de autor al inicio del milenio una suerte de caracterización estilística a partir de ocho constantes rastreables en las obras más características del cine estéticamente más radical o extremo en la línea de la máxima economía narrativa o el reduccionismo de los componentes expresivos; lo que corresponde grosso modo al llamado minimalismo. No voy a discutir aquí el alcance o la pertinencia de esa calificación que se ha convertido un poco en cajón de sastre y que apenas mencioné en ese texto. De lo que no cabe duda es de que podemos encontrar una continuidad en los últimos años de esas pistas formales y de sentido esbozadas en el primer semestre del 2009, tal como se podía prever en ese entonces, pero con ciertos recodos novedosos, aunque al menos parte de esas olas quietas no lo están tanto como podemos comprobarlo en alguno de los ejemplos que vienen a continuación, como es el caso del primero que reseñamos.

Jauja, del argentino Lisandro Alonso es, de entrada, una producción de cierta envergadura y con un actor internacionalmente conocido como Vigo Mortensen en el rol protagónico. A diferencia del casi mutismo de sus cuatro primeros largos, aquí, en una construcción en tres segmentos muy claros, hay una primera parte en la que se intercambian diálogos y se trenzan vínculos, entre los cuales es especialmente significativo el del Capitán Dinesen (Mortensen) y su hija Ingeborg, daneses ambos, como que se profieren en danés diálogos y la narración en off, lo que le aporta a una cinta ambientada en la Patagonia argentina un cierto aire de irrealidad. El segundo segmento, el mejor de todos, recupera el mutismo e instala la ‘prolongación’ de la mirada del realizador en espacios abiertos y soleados en los que se siente una suerte de suspensión del tiempo. El tercero, en Dinamarca, se abre a una región más notoria del sueño o la imaginación. En todo caso, y ante esa radical sequedad narrativa de sus películas previas, Jauja aporta una mayor elaboración y accede a mayores niveles de significado.

El caballo de Turín, del húngaro Béla Tarr, se confina en un espacio muy acotado (básicamente, el interior de una casa-granja en un lugar aislado y sus alrededores cercanos) y en dos personajes, un anciano y su hija, a los que se puede agregar el caballo del título, inspirado en un texto de Nietzsche. Un relato con una extraordinaria banda sonora que hace de los ruidos ambientales el centro acústico de la representación y, en segundo lugar, los acordes musicales de aire pesaroso, prescindiendo casi de la voz humana. Un relato hecho de acciones rutinarias y de repeticiones (la papa hervida como único alimento) que se llevan casi hasta la extenuación, en una obra agónica que Béla Tarr anunció como la última de su filmografía.

Stray Dogs podría ser también la última película de Tsai Ming-Liang, al decir de su director, aunque en este caso la afirmación no parece ser tan rotunda como la de su colega húngaro. De cualquier modo, y luego de esos ejercicios de virtuosismo estilístico un poco de laboratorio que fueron No Form, Walker y Journey to the West (el contraste del lento avance del monje budista con la dinámica urbana de los puertos de Taipéi, Hong Kong y Marsella, respectivamente), Stray Dogs se conecta con esos retratos de la desolación individual que trazó en cintas como The River, The Hole o Goodbye, Dragon Inn. La primera de sus películas en soporte digital, el filme, que muestra más que nunca las ruinas de la gran ciudad (Taipéi), posee un tono de responso y de acabamiento que parecen abonar a su presunta inclinación a dejar el cine.

En Cavalo Dinheiro, Pedro Costa vuelve al barrio marginal lisboeta de Fontainhas, el que constituye el entorno de la llamada, justamente, Trilogía de Fontainhas (Ossos, Na Quarto de Vanda, Juventude em Marcha) y, en una delgada línea entre la ficción y la no ficción, que algunos han llamado ‘ficción documental’, retoma a Ventura, el viejo africano que tiene el rol principal de Juventud en Marcha. Ventura recuerda su vida de migrante originario de Cabo Verde y sus experiencias en el Portugal que va de la Revolución de 1974, la llamada Revolución de los Claveles que terminó con la larga dictadura militar y el dominio colonial portugués, hasta la actualidad. Como no se trata en absoluto de un reportaje, la intervención de la voz del personaje es muy libre y por tramos sencillamente no hay voz, y en los diálogos no necesariamente el interlocutor está en el cuadro y el reconocimiento de los lugares se hace impreciso, debido a la iluminación sombría, a los colores fríos oscuros y a la tendencia a verticalizar la composición del encuadre, propia del estilo de Costa.

Una de las experiencias límites en el registro de la casi inmovilidad se encuentra en Epilepsia blanca, del francés Philippe Grandieux, donde apenas si, a lo largo de una hora, un actor va haciendo leves contorsiones corporales, en un formato de proyección alargado que contrae fuertemente el límite espacial del encuadre. Las alteraciones del formato están presentes en otras experiencias, como la de la misma Jauja, que empieza con el formato estándar tradicional para luego abrirse a la imagen panorámica.

Termino este apartado haciendo mención de la obra de un realizador surcoreano muy prolífico, Hong Sang-soo, que se diferencia de todos los anteriores, pues formula una propuesta de relato con pocos personajes y escasos escenarios, pero con caracterizaciones más precisas y una continuidad narrativa que se sigue sin dificultad. De su ya abundante filmografía, seleccionamos aquí Tale of Cinema, Night and Day, Woman on the Beach, Oki’s Film, In Another Country, Our Sunhi o Right Now, Wrong Then como variaciones perfectamente moduladas de un arco argumental que se anuda como en un juego de piezas que no se repite nunca. Lo que hace Hong Sang-soo con maestría es retomar un poco el esquema de los ‘cuentos morales’, de Eric Rohmer (el mismo estilo rohmeriano ha sido invocado al respecto), con un registro dialogal más llano, pese a que las conversaciones son frecuentes, y con mayor apego aún a una cotidianidad que se revela en el escaso glamour de sus personajes y escenarios, en el tono monocorde y distendido de las acciones y en esos súbitos y leves acercamientos en zoom a modo de minisacudidas que se hacen notar por lo poco que aparecen, dentro de una progresión dramática sostenida casi sin fisuras.

DESVÍOS

Hemos asistido en estos últimos cinco años a la aparición de algunas películas notables que, sin romper del todo el paradigma previamente dominante, apuntan a flexibilizarlo algo más, incorporando componentes narrativos más dilatados en el tiempo o en el espacio o acentuando la red de vínculos entre los personajes. Dos notables películas portuguesas apuntan en esta dirección. La primera, Tabú, de Miguel Gomes que, luego de un prólogo, se divide en dos partes, una primera Paraíso perdido, situada en la Lisboa de nuestros días; y una segunda, Paraíso, en el Mozambique de los años sesenta. Como en Cavalo Dinheiro, los ecos de Tabú se abren a la historia portuguesa del siglo XX y a la herencia colonial africana, pero en este caso con una versatilidad expresiva que contrasta con el rigor extremo de Pedro Costa. La otra película portuguesa es Sangre de mi sangre, de João Canijo, que argumentalmente es la más tupida y, a la vez, la más clara y elocuente, por cuanto bebe de las fuentes del melodrama y del registro realista, pero posee una extraordinaria puesta en escena basada en planos secuencia de larga duración y un magistral trabajo con el espacio fuera de campo.

Norte, the end of History, del filipino Lav Diaz, es otra de las más valiosas películas del periodo y, aun cuando tiene una duración de seis horas, hay solo tres personajes que cuentan y unos pocos escenarios, lo que no excluye que Diaz reprocese componentes genéricos como el melodrama (también lo hace Gomes en Tabú), el criminal y otros, así como referencias a la historia política de su país, frecuente en los cineastas filipinos.

En Un toque de violencia, el chino Jia Zhang-ke compone otro fresco coral, en la línea de sus primeros filmes (Plattform, Unknown Pleasures, The World), pero con la diferencia de que aquí se parcela en cuatro episodios, en los que diversos marginales en la sociedad china contemporánea viven infortunios. No he visto película más dura sobre la contracara del ‘milagro’ económico chino, aquí con un timing menos distendido del que Jia solía modular en sus películas.

Finalmente, dos títulos del iraní Abbas Kiarostami, de producción francesa el primero, Copia confirmada, y franco-japonesa el segundo, Como alguien enamorado. Luego de algunos títulos en los que Kiarostami trabajó sobre la fijeza y duración de los planos (10 x 10, Five, Shirin), en Copia certificada hace una relectura del Viaje a Italia rosselliniano y conecta en su cine los polos del clasicismo y la modernidad, lo que reaparece en Como alguien enamorado. El arte de la dirección de actores y del manejo de los diálogos como también los giros del relato y las revelaciones inesperadas.

Estas últimas películas son exponentes, unas más que otras, de una mayor acentuación y complejización de la carga narrativa, en una composición más elaborada de los personajes, y en mayor espesor dramático de las escenas, así como en las referencias históricas y metalingüísticas. Es muy probable que por aquí se bifurquen algunas de las experiencias que se emprendan en lo sucesivo, hasta que volvamos a hacer un balance similar dentro de cinco años. Veremos qué es lo que cuenta.

(Ventana Indiscreta, n.° 13, primer semestre del 2015, pp. 4-9)

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