Читать книгу Desde la ventana indiscreta - Isaac León Frías - Страница 16
ОглавлениеErotismo: los vientos soplan desde el Oriente
¿Qué hay de nuevo o de diferente en el abordaje del erotismo en el cine de los últimos tiempos? Tal vez menos de lo que cabría esperar de las pantallas, cuya permisividad fue en aumento entre los albores de la década de los sesenta y los 30 años siguientes. Es verdad que el erotismo estuvo siempre presente de una u otra manera. Algo agazapado y más bien elusivo durante la vigencia del código Hays en la industria norteamericana, aunque en los años cincuenta hay un destape al menos parcial. Lo demuestran Marilyn Monroe, Carroll Baker, las voluptuosas Jayne Mansfield, Mamie Van Doren, Anita Ekberg y otras blondas luminarias de la época de explosión del color. También, en el rubro masculino, Marlon Brando, Paul Newman, James Dean. El cuerpo empieza a mostrarse de un modo distinto y en ello tanto las técnicas interpretativas del Actors Studio como la potenciación mediática de la anatomía femenina asociada al cabello rubio, principalmente, ponen fuertemente lo suyo.
En Europa, en esa misma década, se cargan las baterías erógenas. Las francesas Martine Carol y, luego, Brigitte Bardot, pero también Françoise Arnoul, Dany Saval, Mylène Demongeot, así como en el frente masculino, Gerard Philipe o Henri Vidal, forman parte protagónica de la avanzada liberalizadora en lo que se refiere al terreno de eros. Italia no se queda atrás con las célebres maggiorate (Sofia Loren, Gina Lollobrigida, Silvana Mangano, Silvana Pampanini, etc.) y la puesta en primer término de escotes, piernas, caderas y otras redondeces. Los musculosos héroes de los péplums, por su parte, resaltan pechos y brazos como no se había hecho antes.
No olvidar que fue en esa década que Louis Malle rompe el tabú del sexo visto en pantalla en Los amantes (Les amants, 1958) con la escena del acto que interpretan Jeanne Moreau y Jean-Marc Bory. Es cierto que, en buena medida, la escena se concentra en el primer plano de la Moreau, con Bory fuera de campo, pero el cine de la industria no había llegado a tanto en ninguna parte.
De allí en adelante no hubo punto de retorno. La industria se fue liberalizando progresivamente, las nuevas olas y el cine de autor pusieron lo suyo. Al Ingmar Bergman de El silencio (Tystnaden, 1963) y a su compatriota Vigot Sjoman (por la dupla Yo soy curiosa azul y amarillo – Jagar ny fiken, 1967 y 1968) se les acusó de pornógrafos, cuando la pornografía no había sentado sus reales y estaba lejos de convertirse en el emporio que es ahora, alimentando canales de cable y ya prácticamente fuera de las pantallas grandes (las salas X o XX) en las que se asentó en las décadas de los setenta y ochenta. Ahora la pornografía está excluida de los multicines y casi no se ve más en público. Como que encuentra su razón de ser en estos tiempos en los espacios privados y ya no más en salas de visión compartida.
En el cine norteamericano más reciente el erotismo ha perdido intensidad, pues en la comedia escatológica resulta incluso marginal como tal, a pesar de que en ella las apelaciones verbales o el punto de partida de muchas escenas abunde en referencias amatorias. En las mismas historias de amor no se suele mostrarlo como hace un tiempo se veía en Reto al destino (An Officer and a Gentleman, 1982), de Taylor Hackford o Mujer bonita (Pretty Woman, 1990) de Gerry Marshall o en los psicothrillers Atracción fatal (Fatal Attraction, 1987), de Adrian Lyne, o Bajos instintos (Basic Instinct, 1992), de Paul Verhoeven, los que tampoco están a la orden del día. No hay una equivalente de la turbadora Sharon Stone en los tiempos que corren, como tampoco hay una Laura Antonelli en el cine italiano. En todo caso, el erotismo más cargado tiende a asociarse a historias de auscultación u observación de conductas obsesivas o maniáticas como en Deseos culpables (Shame, 2011) de Steve McQueen. Algunos autores europeos como el portugués João César Monteiro han ofrecido, por su parte, entradas relativamente novedosas a las representaciones de la sexualidad, como en La comedia de Dios (A comedia de Deus, 1995), una de las más originales aportaciones a las inclinaciones fetichistas y al sexo ‘contranatura’, pero sin la carga culposa de Shame y, más bien, con esa extraña indolencia con la que Monteiro observa a sus personajes.
Sin embargo, donde se ha asomado un filón distinto es en la producción oriental y no en las exploitation movies, sino en los predios del cine de autor por los que transitan diversas vertientes de esas cinematografías como la japonesa y otras con escaso pasado internacional. En ella el erotismo puede tener un carácter placentero y distendido como en Blissfully Yours (Sud sanaeha, 2002), del tailandés Apichatpong Teraseetakhul, asociarse a la violencia criminal como en Crimen de romance (Koi notsumi, 2011), del japonés Sion Sono, o revestirse de acentuaciones necrofílicas, como en El sabor de la sandía (Tian bian yi duo, 2005), del malayo-taiwanés Tsai Ming-Liang, en la escena, por ejemplo, en que el actor porno penetra compulsivamente a su partenaire desvanecida. A propósito de Sion Sono, en Love Exposure (Ai no mukidashi, 2008), un muchacho se especializa en lograr rapidísimas panty shots, tomas fotográficas por debajo de las faldas de chicas que caminan por las calles, en una versión de trazos deportivos del impulso voyeurista.
De cualquier modo, y pese a la variedad en el abordaje erótico que incluye las prácticas de iniciación de Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera, del coreano Kim Ki-duk, el erotismo se asocia mayormente en el cine oriental a ambientes turbios o cargados, a solicitaciones sadomasoquistas, a exploraciones llevadas al límite. No olvidarse de ese ya lejano antecedente (desde 1976 han pasado 37 años) que fue El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima. En la producción de los últimos años se potencia una atmósfera erógena turbadora, como si se tratara de ‘humedales’ en los que la transpiración de los cuerpos y el calor que se advierte en el aire, sobre todo de interiores, en lugares casi siempre deteriorados o empobrecidos, aporta una de las notas más inquietantes en algunos filmes. Entre ellos se pueden citar Masahista (2005), del filipino Brillante Mendoza, Happy Together (Chun gwong cha sit, 1997), del hongkonés Wong Kar-wai, y de modo especial algunos títulos del malayo-taiwanés Tsai Ming-Liang tales como Adiós, Dragon Inn (Goodbye, Dragon Inn, Bu san, 2003), El sabor de la sandía y No puedo dormir solo (Hei yan quan, 2006).
En Goodbye, Dragon Inn, una vieja sala de cine ofrece su última proyección, una película de artes marciales del legendario King Hu. La épica del relato no impide que deambulen lentamente por los pasillos y rincones de la sala individuos que buscan encuentros sexuales rápidos en escenas que, de modos distintos pero con mucho en común, han sido tratadas en años recientes por el francés Jacques Nolot, en La Chatte à deux têtes (2002), y el mexicano Julián Hernández, en Rabioso sol, rabioso cielo (2009), concentrados ambos en las pulsiones del deseo homosexual.
El sabor de la sandía es un insólito musical (la única de las cintas nombradas ajena a escenarios decrépitos) y de notoria simbología genital en el que, a contrapelo de un tono ligero y despreocupado, se vislumbra un erotismo promiscuo. Por su parte, No puedo dormir solo, la más intimista de las tres, hace de la atracción de los cuerpos uno de sus motivos centrales.
Como el cine que viene de Oriente es una permanente caja de sorpresas, es muy factible que se sigan diseñando allí esas curiosas e idiosincráticas variaciones sobre el erotismo que en Occidente no encuentran correspondencias, salvo incursiones aisladas, como las del mexicano Carlos Reygadas en Japón (2002), Batalla en el cielo (2005) y Post Tenebras Lux (2012), que perfila escenas inéditas violentando los hábitos de percepción habitual en la contemplación del sexo, como la que muestra el encuentro íntimo del visitante y la anciana campesina en Japón, al chofer con la adolescente y con su mujer en Batalla en el cielo, y la sesión pornográfica en Post Tenebras Lux, que aporta una visualización y un tono nunca antes vistos en una escena de sexo grupal.
El erotismo en las películas de Reygadas asume, aunque no siempre, la confrontación carnal con cuerpos viejos y ajados y con prominencias abdominales u otras, sin la magnificación del físico joven y atractivo que suelen mostrar las escenas eróticas. Reygadas dirá que no es feísmo lo que él pretende hacer y, en efecto, se puede concordar en que la mostración de esos cuerpos, atípicos en la geografía fílmica del erotismo, está hecha sin la menor acentuación grotesca, pero es evidente que hay una complacencia en la ruptura de las que podríamos llamar ‘normas de compostura erótica’ y un cierto afán por épater, para decirlo a la manera de los franceses. Ese afán no está presente, por ejemplo, en la película alemana Nunca es tarde para amar (Wolke 9, 2008) de Andreas Dresen, donde se muestran los vínculos eróticos a cuerpo descubierto de dos ancianos muy a tono con las vicisitudes de una historia de amor. De cualquier modo, ningún otro cineasta en América Latina ha mostrado, como Reygadas, esa capacidad para sorprender (y, además, hacerlo bien) en un terreno en el que pareciera que ya no hay más por descubrir y que seguramente nunca dejará de ofrecer nuevas miradas.
(Ventana Indiscreta, n.° 10, segundo semestre del 2013, pp. 4-10)