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Avatares del cuerpo en el cine contemporáneo

I

Ya es de sobra conocido el hecho de que, con la aparición del cine, la figura humana adquiere una dimensión antes insospechada. El plano entero, el medio, el plano ¾ o el primer plano vienen a proporcionar un realce anatómico que se convertirá poco a poco en una de las señales más notorias y más atractivas de un medio de comunicación (y un arte) antropocéntrico como ningún otro. Así se va creando el star system y con ello el culto al intérprete que es, en primerísimo lugar, culto a la figura física, al rostro, a la apariencia exterior sin voz hasta que aparece el cine sonoro. La evolución posterior no es otra cosa que una búsqueda creciente de potenciación corporal por diversas vías: mediante el color, la pantalla ancha; en los diversos géneros, en los estilos de actuación, en la apertura de la permisibilidad por mucho tiempo muy restringida, etcétera.

Más adelante, los sucedáneos mediáticos, como es el caso de la televisión, el video analógico y la misma imagen informática en sus primeros tiempos, no logran superar la rotundidad que las figuraciones corporales tenían en las pantallas de cine. Ahora las cosas están cambiando y los soportes digitales remplazan a la vieja tecnología fotoquímica, aunque la línea genealógica persiste con mayor fuerza visual en los predios de las pantallas de mayor dimensión. Por una cuestión de tamaño y amplitud que, sin duda favorecen el lucimiento corporal y, también, claro, por el grado de resolución óptica que ha ido en aumento y que permite ver hoy en día las imágenes digitales sin diferencias notorias con las imágenes fílmicas.

Las representaciones del cuerpo han ido cambiando a lo largo de la historia del cine y lo que antes estaba oculto o muy restringido a la mirada del espectador se va haciendo progresivamente más visible, hasta llegar al casi total destape. Dos han sido los principales campos en que tal visibilidad se ha puesto de manifiesto: 1) el del erotismo y la sexualidad; 2) el de la violencia sobre el cuerpo. Digamos que los reinos de Eros y Tanatos se han ido asentando de una manera mucho más manifiesta y perturbadora a medida que las restricciones, que durante varias décadas pesaron considerablemente sobre los límites de lo representable en el cine, se resquebrajaron o casi desaparecieron.

II

Que no se cante victoria desde las posiciones libertarias. Nos acabamos de enterar de las dificultades que enfrenta Nynphomaniac Vol. I, la última película del danés Lars von Trier, para ser exhibida comercialmente en su metraje integral que incluye la mostración de actos sexuales explícitos, con profesionales de la pornografía remplazando a los actores en los planos más acotados. Como ya lo hemos señalado en el especial sobre el erotismo (número 10), los tiempos actuales no son muy pródigos en los despliegues eróticos que abundaron, por ejemplo, entre los años setenta y ochenta, si exceptuamos, por cierto, la floreciente industria de la pornografía, cuya sede principal está en el valle de San Fernando, California, abocada principalmente a la televisión por cable. El universo cinematográfico, en cambio, ha visto reducida considerablemente esa cuota, y no hablamos ya de pornografía, sino de la exposición más amplia y abierta de la sexualidad humana (la pornografía recorta la actividad humana a la esfera pura y simple del acto sexual), como si se hubiese producido una cierta saturación del estímulo libidinal en la pantalla. Sin embargo, unas cuantas excepciones notorias han aparecido recientemente en Europa: una es Nynphomaniac, que ya mencionamos. Otras son La vie d’Adèle (La vida de Adele), de Abdellatif Kechiche, que ganó la Palma de Oro de Cannes del 2013, historia de una relación lésbica y L’Inconnu du lac (El desconocido del lago, 2013) de Alain Guiraudie, en torno a un vínculo homosexual, ambas bastante gráficas en el tratamiento de sus motivos centrales, pero en absoluto reductibles a un asunto de mera sexualidad, pues comprometen a los seres humanos que protagonizan las historias de un modo más integral. Incluso, se viene hablando de un cine francés du corp que, además, de los filmes de Kechiche y Guiraudie, incluye de manera prominente algunas películas de Bruno Dumont, de Claire Denis y de Catherine Breillat, aunque esta última es la única que privilegia de manera acusada la presencia de la sexualidad en prácticamente toda su filmografía. Como también se viene hablando del ‘porno de autor’, sobre todo a propósito de Nynphomaniac, lo que es ciertamente muy discutible.

En todo caso, estamos ante una veta en la que la mirada de la cámara se asoma de un modo más bien seco o directo, y sin mediaciones poetizantes, a los pliegues del cuerpo, no siempre librados a los juegos del placer, pues como se puede observar en La humanidad (1999) y Hadewijch (2009), de Dumont, también la anatomía violada o sin vida pasa por el ojo implacable de la cámara. Hay algo de observación clínica y forense en la perspectiva visual de Dumont, que no obstante no opaca la poesía que emana de las imágenes, por crueles que estas sean.

III

En cuanto a la violencia sobre el cuerpo, podemos verla de manera preferente en los thrillers de acción y en diversas modalidades del horror, es decir, en un terreno genérico en el que casi no se ha desplegado el erotismo, que más bien se asienta en el cine de autor europeo u oriental. Un género como el de la comedia en la versión escatológica que Hollywood viene ensayando con los hermanos Bobby y Peter Farrelly, Judd Appatow, Greg Mottola y otros, es menos una comedia del cuerpo (que, por cierto, no deja de ser) que una comedia de situaciones donde la lubricidad proviene del diálogo, de las alusiones verbales, de la gestualidad y de algunos equívocos. Véanse, por ejemplo, ¿ Quién *&$%! son los Miller? (2013), Ted (2012) o cualquiera de las partes de ¿Qué pasó ayer?, de Todd Phillips, que incluye las laceraciones corporales más que en otras comedias semejantes. Incluso en estas últimas, el humor asociado al sexo, pasa bien por el castigo corpóreo y no por las satisfacciones físicas. Es una corriente cómica que, en buena medida, inhibe el logro de las gratificaciones placenteras, las excluye o las posterga, con lo que ofrece un cariz más bien antierótico. No en todas las películas, claro está, pero sí en una proporción significativa.

Los thrillers han reducido considerablemente el peso que la corporalidad tenía en los años setenta y ochenta, cuando se asientan las anatomías de los superhéroes que interpretan los ahora veteranos Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude Van Damme y otros. Ahora, ya lo adelantó el austriaco Schwarzenegger en sus representaciones de Terminator (1982) y otros, se vive la euforia de los héroes de la Marvel y afines, es decir, los héroes ataviados o enmascarados al modo de Batman, Superman, X-Men, el Hombre Araña… Ataviados o prácticamente acorazados. Terminator y Robocop (1987) fueron dos de los precursores. En estos tiempos, la exaltación tecnológica inunda las fantasías asociadas a los superhéroes, y son las máquinas al estilo de Transformers o los héroes mecanizados como el Iron Man que encarna Robert Downey Jr., quienes dominan el panorama.

Más que sobre organismos, la destrucción es maquinística. Fuego, metal y esquirlas se multiplican en desmedro de las tensiones corporales. La energía física se traslada a los movimientos, enfrentamientos y choques de robots y demás figuraciones metálicas, un poco como en la línea de los thrillers automovilísticos, como en la serie Rápidos y furiosos (The Fast and the Furious), son los vehículos de diversas dimensiones los que se invisten de un poder similar.

Sin embargo, hay curiosas e inesperadas variaciones, y una serie tan respetuosa de la integridad y de la pulcritud física del héroe como la del agente 007 ha visto en algunas de sus últimas versiones a un protagonista como el que encarna Daniel Craig, que a la vez de aportar matices más sombríos al personaje, sufre torturas y castigos físicos antes impensados, expandiendo el alcance del cuerpo, antes más anclado en el erotismo, el despliegue atlético y la exhibición de luchas, al recibo de torturas y privaciones que alteran el equilibrio orgánico. Por su parte, Quentin Tarantino combina con maestría las turgencias de las anatomías femeninas (las piernas, especialmente) de A prueba de muerte (Death Proof, 2007) con la violencia ejercida sobre ellas.

El horror sigue siendo una caja de sorpresas, aún cuando aquí mismo, el acento se ha desplazado un tanto. En la vertiente, poblada de numerosos títulos, de las casas tomadas por fantasmas diversos y espíritus del más allá, es más la atmósfera de amenaza que la violencia corporal, al estilo de los slasher films de hace un tiempo, la que adquiere mayor peso. Pero allí están las torturas que se prodigan en la serie que inició El juego de la muerte (Saw), en esos relatos de viajes a los parajes europeos del horror al estilo de Hostel o las perversiones de El engendro del mal (The Human Centipede, 2009) en los que nos topamos con mutilaciones o transformaciones orgánicas de mayor refinamiento sádico en la obtención del ‘ciempiés humanos’. Una de las variaciones más logradas en torno a las alteraciones corporales se encuentra en una película de Pedro Almodóvar La piel que habito (2011), un fantastique atípico en el que Antonio Banderas oficia de taxidermista de la piel humana. También los cineastas japoneses y coreanos han puesto lo suyo en la hipertrofia de los modos de torturar o matar como se puede ver en Audición (Ôdishon, 1999) de Takashi Miike, uno de los artífices del horror más visceral, o en Pietá (2012), de Kim Ki-duk.

Sin ser propiamente una imagen de horror, tal vez uno de los encuadres que mejor caracteriza el modo particularmente brutal en que se asume la relación con el cuerpo está en la escena de Old Boy (2003), de Chanwook Park, en la que el protagonista engulle con fruición un pulpo vivo, en un proceso inverso al de esas fantasías de Cronenberg en las que salen del organismo humano tumoraciones, gusanos u otros extraños seres, tal como en la serie Alien y en otras el ‘parto’ de monstruos a cargo de diferentes personajes, hombres en mayor cantidad que mujeres. En el género de horror, ‘parir’ no es un atributo exclusivamente femenino.

IV

La tecnología digital ha abierto un nuevo capítulo a las representaciones corporales. Es decir, las simulaciones digitales abonan el territorio de lo fantástico y multiplican las posibilidades de diseño de seres provenientes de cualquier universo lejano, de mutantes o de representantes diversos del bestiario del horror, incluyendo transformaciones inéditas de la corporalidad humana. Por ejemplo, la llamada estética de la ‘nueva carne’ que tiene en Cronenberg a su fundador y uno de sus principales exponentes, se apoya en prótesis, oquedades e implantes provenientes de la ingeniería digital.

El Gollum, de la serie El señor de los anillos es una de esas criaturas programadas informáticamente (con algunos componentes derivados de seres vivos), ostenta atributos humanos en su afilada anatomía, su mirada torva y sus movimientos sinuosos, todo ello de fuerte carga siniestra. Pero sigue siendo Avatar (2009) el hito más notorio de un proceso evolutivo en marcha porque perfila como pocas películas hasta ahora una fisonomía exterior (la de los neohumanoides navis), a medio camino del físico humano y las figuras de animación con un espesor que el acertado empleo de la tercera dimensión pone de relieve. Se vislumbra, así, en ese maridaje de la síntesis ‘humano-digital’ y el ensanchamiento del espacio fílmico que favorece el 3D, las posibilidades de potenciación de modos de representación del cuerpo que traerán, sin duda, novedades y sorpresas.

(Ventana Indiscreta, n.o 11, primer semestre del 2014, pp. 4-9)

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