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Hitchcock: La ventana indiscreta y otras escenas iniciales con y sin ventanas

EL ENCUADRE SUBJETIVO EN EL CINE HITCHCOCKIANO

Tal vez en ningún otro realizador que haya hecho del encuadre subjetivo uno de los recursos más recurrentes en el funcionamiento narrativo de sus películas se perciba, como en Alfred Hitchcock, esa clara superposición de la mirada del realizador, como si la mirada del personaje que revela el encuadre subjetivo estuviese invadida o traspasada por la del director. Por ejemplo, las miradas de Scottie (James Stewart) al retrato de Carlota o a Madeleine en el restaurante en Vértigo. El punto de vista subjetivo, como se sabe, es una convención narrativa: el personaje ve lo que ve porque el realizador (y el guion previo, claro) lo han decidido así. Lo que ocurre en las películas, ocurre en los mecanismos novelísticos: se trate de narración en primera o tercera persona, el escritor ‘habla’ a través de sus personajes. Pero esas convenciones están hechas para funcionar, naturalizando hasta cierto punto el desenvolvimiento del relato, de modo que el espectador, o el lector en el caso de la obra escrita, asuma lo que está viendo (o narrando) el personaje como algo que realmente ocurre así. El punto de vista subjetivo del que, vuelvo a decirlo, Hitchcock ha hecho uno de sus signos estilísticos distintivos, es uno de los procedimientos más extendidos en la tradición narrativa del cine.

¿Por qué en las películas de Hitchcock ese recurso está tan fuertemente mediado por el autor? Lo está, principalmente, por una suerte de efecto de imantación que produce el temple de sus movimientos de cámara de acercamiento, seguimiento o de retroceso. Para aclarar lo anterior, escojamos tres ejemplos de encuadre no subjetivo. Uno, el travelling back que muestra a Cary Grant subiendo la taza de café por la escalera en Tuyo es mi corazón, con las sombras ominosas que se reflejan en la pared lateral. Otro, la cámara que sigue a Tippi Hedren (todavía no sabemos quién es) con cabello negro y con una cartera amarilla entre el brazo izquierdo y el cuerpo al comienzo de Marnie. El tercero, la escena de Frenesí en que la cámara asciende en travelling siguiendo a la pareja que sube (el asesino y la víctima) hasta verlos ingresar a la habitación al frente, un poco más allá del final de la escalera, para inmediatamente después hacer el recorrido inverso, retrocediendo lentamente en travelling back hasta llegar a la calle y detenerse por unos cuantos segundos a varios metros de la puerta, mientras los ruidos ambientales ocultan el posible grito de la víctima.

No hay mayor diferencia entre esos travellings canónicamente considerados objetivos con, por ejemplo, los que se realizan en Psicosis, cuando Vera Miles se acerca a la mansión gótica de Norman Bates, o los de Tippi Hedren aproximándose desde el bote a la costa en Los pájaros, que corresponden a la categoría de encuadres subjetivos, a no ser que en los primeros ejemplos no hay nadie que mire y en estos últimos sí lo hay. Sin embargo, lo que se vislumbra en esos desplazamientos es una suerte de indiferenciación entre el encuadre objetivo y el subjetivo, pues el efecto emocional que se produce es el de una mezcla de expectación, extrañeza y deslumbramiento, más allá de si hay o no un personaje que esté avanzando ‘en el lugar de la cámara’. En otras palabras, la perspectiva visual está atravesada siempre, haya o no haya un personaje que active con su mirada lo que se va a mostrar en el plano siguiente, por la ‘energía’ de la mirada del realizador y por ese poderoso plus emocional que se transmite, se trate o no de encuadres subjetivos. Este es, desde luego, uno de los principales recursos que traslucen la presencia de Hitchcock detrás de la cámara y constituyen una manifestación de lo que David Bordwell llama la ‘autoconciencia narrativa’, esa que rompe con la ‘transpariencia’ del lenguaje clásico y que, de modo más notorio, hallamos igualmente en la obra norteamericana de Orson Welles, y también en la que no lo es, por supuesto.

LA VENTANA INDISCRETA Y OTRAS VENTANAS

La ventana indiscreta, todos lo sabemos, se ha convertido en una de las cumbres del encuadre subjetivo en la historia del cine. Con frecuencia, Hitchcock los aplica con la cámara en movimiento a partir de la mirada de un personaje que se desplaza en sus películas, pero en este caso (y en muchos otros, también), lo hace desde un emplazamiento fijo, el que corresponde al lugar donde se encuentra sentado James Stewart, convalesciente de la fractura de una pierna. Desde allí vamos viendo, con frecuentes paneos o variaciones de distancia óptica con el teleobjetivo, lo que acontece (o no acontece) en el otro frente del condominio observado desde la ventana trasera (la rear window del título original) del departamento de Stewart.

Aunque en este filme, sin duda, el procedimiento del subjetivo se acentúa más que nunca en la filmografía de Hitchcock, pues ninguna de sus otras películas está organizada en su integridad desde la mirada de un voyeur, no deja de sentirse esa otra mirada que es la del director, diseñando una pequeña geografía visual y narrativa en la que no parece estar ausente el menor dato significativo. En una cierta medida, La ventana indiscreta es en la obra de Hitchcock su discurso del método, es decir, la película que concentra de manera clara y ostensible su aproximación al relato cargado de fricciones, que fue lo propio de su hacer.

Como para relativizar aún más la idea del imperio del encuadre subjetivo, las primeras imágenes de La ventana indiscreta muestran en paneos el espacio frontal que va a ser luego el centro diegético de la representación. Todo indicaría que estamos ya ante la mirada de un personaje que aún no hemos visto observando lo que tiene al frente, entre lo cual una rubia con prominentes nalgas que, después de agacharse, se coloca un corpiño con la espalda inicialmente desnuda, de un erotismo muy avanzado en esa época. Esos movimientos iniciales culminan mostrando al protagonista, con lo que se hace claro que no se trata de movimientos de cámara subjetivos, lo que, visto en perspectiva, parece contradictorio con la constante posterior de la mirada del protagonista que se vale solo de la vista o de los binoculares y del lente de aproximación de la cámara fotográfica.

Ese inicio, entonces, se deja sentir como la afirmación de una voluntad que hace notar que ha visto antes lo que el personaje va a ver después. Sin considerar, por otro lado, que la mecánica narrativa tiende, luego, a disolver un tanto esas fronteras entre el punto de vista subjetivo y el objetivo, por la conversión del subjetivo en la norma dominante al interior del relato y aun cuando no existe en rigor ningún encuadre objetivo a no ser los que muestran al protagonista y a su entorno familiar. Igualmente, en otras escenas iniciales con ventanas, el punto de vista no es subjetivo. Una de ellas es la de La soga, donde en ángulo picado vemos la esquina de una calle para luego aproximarnos a un ventanal en un edificio que se traspasa bruscamente para mostrar a tres hombres jóvenes, uno de los cuales, todavía de pie, acaba de ser ahorcado por los otros dos, que culminan el crimen casi como quienes están en el clímax de un orgasmo. Por cierto, La soga es, en cierto modo, el polo opuesto a La ventana indiscreta. Tienen en común esa radical concentración espacial, mayor en La soga por situarse, con la excepción del encuadre inicial, en el interior de un departamento, pero tanto los encuadres sin movimiento de cámara como aquellos móviles corresponden al punto de vista objetivo. No hay subjetivos en La soga y, no obstante, no es que se perciba una gran diferencia con La ventana indiscreta, dicho no en términos argumentales, sino en el sentido en que los encuadres poseen esa fuerza magnética que tiende a indiferenciar si la mirada de la cámara corresponde o no a un personaje.

Otra escena muy conocida es la de Psicosis, en la que la cámara en gran plano general de la ciudad de Phoenix se aproxima, sin seguir todo el recorrido, hasta la ventana de un hotel por la que atraviesa, lo que es un anticipo de la violenta irrupción posterior en la ducha. Porque esta escena es un ingreso forzado en la intimidad de una pareja en la etapa poscoital (una escena inédita en el cine norteamericano de esos años), una intrusión provocada por la mirada de ese gran voyeur detrás de la cámara. Una irrupción y una mirada coincidente con aquella en la que se inicia la acción de La soga (también poscoital, a su manera), aunque distinta de la que vemos en el arranque de La ventana indiscreta. Por cierto, también la simbología coital está presente en la ‘penetración’ de la cámara por la ventana en Psicosis, como lo está en la entrada del tren al túnel en Intriga internacional. La simbología criminal está, asimismo, sugerida por el súbito ingreso de la cámara por la ventana en La soga.

LA IDENTIDAD EN CUESTIÓN Y EL DESDOBLAMIENTO: LOS PLANOS INICIALES DE PACTO SINIESTRO

Como suele ser lo habitual en su filmografía, los planos iniciales de las películas de Hitchcock suelen condensar un sentido preargumental que será parte sustancial del significado del filme. Es decir, un sentido que no proviene aun de la intriga o de la historia apenas vislumbrada o intuida, sino de los elementos audiovisuales que se anteponen a la puesta en marcha de la historia (los comienzos de La ventana indiscreta o Psicosis, como hemos visto) o la acompañan en ese instante de irrupción súbita y aún imprecisa o desconcertante (el arranque de Vértigo, por ejemplo). En esa línea, los planos que ponen en marcha la acción de Pacto siniestro son realmente ejemplares.

En un montaje alterno se muestran los zapatos de dos personajes que descienden de dos taxis, cada cual con una maleta en la mano, caminan por el andén de una estación ferroviaria, suben a un tren y finalmente ingresan a una cabina y se sientan en una mesa frente a frente. Hasta ahí solo se han visto los zapatos en movimiento de los dos hombres. Todavía no sabemos qué rasgos tienen ni quiénes son ellos, aunque inmediatamente después lo sabremos. Se trata de Guy Haynes (Farley Granger) y Bruno Anthony (Robert Walker), los que se van a conocer en ese mismo momento y más tarde el segundo propondrá al primero el pacto siniestro al que alude el título latinoamericano de Strangers on a train.

Hasta el momento del encuentro frente a frente, nada de eso es conocido, ni siquiera sospechado, aunque es evidente para cualquier espectador atento que hay ahí una asociación que establece términos de relativa igualdad y de intercambiabilidad entre aquellos a los que, a través de la figura llamada sinécdoque (la parte por el todo), aluden los planos de esos pies cubiertos por el calzado que descienden, caminan, suben, caminan otra vez y se detienen hasta que se produce un pequeño tropiezo de los zapatos de uno con los del otro que dará paso a la conversación entre ambos.

Sin embargo, hay un dato diferenciador en esos encuadres iniciales: los zapatos no son intercambiables, pues en un caso son más vistosos, son zapatos de dos colores, mientras que los otros son llanos, sin nada especial que los distinga. La alternancia de los pasos, que es también alternancia de zapatos, produce una confusión. Podrían pertenecer a uno u otro. El montaje y los primeros planos apuntan a ocultar las identidades y a proponer esa dualidad equívoca o ese desdoblamiento que más adelante se revelará como un desdoblamiento criminal. Por otra parte, el recorrido es el mismo, ambos se dirigen a un punto de llegada muy preciso, el tren, y más específicamente a la mesa que ocuparán. Como si se tratara de una cita (en realidad, no planeada), los pies (y los zapatos) parecen impelidos por una fuerza, que es la del montaje, pero también por la simetría estructural que impone Hitchcock y que los conduce a un inevitable encuentro. El terreno está, así, abonado para que emerja el plan criminal y la culpa compartida.

Desde la ventana indiscreta

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