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El cine de autor en los años 2010-2019: hacia una mayor densificación narrativa

La nota sobre la marcha del cine de autor de ficción en el primer quinquenio de la segunda década del siglo que escribí en el número 13 con el título ¿Por dónde se mueven las olas?, terminaba señalando que las películas Copia certificada (2010) y Como alguien enamorado (Like Someone in Love, 2012), ambas del iraní Abbas Kiarostami, apuntaban a una mayor complejidad en la carga narrativa, a una composición más elaborada de los personajes y a un mayor espesor dramático de las escenas, frente a la radical economía narrativa de las tendencias ‘sustractivistas’ predominantes en la primera década del siglo.

¿Hasta qué punto se ha asentado esa tendencia? Por lo pronto, hay que decir que, curiosa y paradójicamente, la carrera de Kiarostami, fallecido en el 2016, se cierra con una obra póstuma, que es una vuelta a ese mínimum narrativo que esbozó en Five (2003), con solo cinco tomas en cámara fija, 10 x 10 (10 on Ten, 2004), una extensión de la anterior, y Shirin (2008), centrada en los primeros planos de rostros de más de un centenar de mujeres viendo una obra de teatro. La obra póstuma 24 Frames (2017), notable instalación cinematográfica, formada por planos que se alimentan de fotografías y pinturas, termina siendo la radicalización de los postulados implícitos en esas tres obras que no componen historias y apelan a un reduccionismo expresivo extremo.

DEL REDUCCIONISMO A LA APERTURA

Sin embargo, ese reduccionismo llevado al límite por Kiarostami en 24 Frames y que, con variantes, define la obra de otros creadores del cine más reciente, como es el caso del norteamericano James Benning, el mayor minimalista del cine contemporáneo (13 lagos, Ten Skies, Small Roads), del catalán Albert Serra (Historia de la meva mort, La mort de Louis XIV, Roi Soleil) o el de Tsai Ming-Liang de la serie Walker (2012-2014), no es el que reconocemos de ese mismo modo en la obra de otros cineastas que simplifican, contraen o aplanan la materia narrativa en función de un tipo de representación más concentrada o depurada, pero con una mayor dimensión iconográfica o reflexiva. Por ejemplo, en la obra del portugués Pedro Costa (Cavalo Dinheiro, Vitalina Varela), del norcoreano Hong Sang-soo (La cámara de Claire, The Day After, Hotel by the River) o del chino Jia Zhang-ke (Plattform, Mountains May Depart). Este último ha pasado de contar historias de resonancias amplias como las de The World a otras que, sin menoscabo de sus implicancias sociales, están más acotadas, como las de Un toque de violencia o Ash Is Purest White. Costa, por su parte, trasciende el ámbito del barrio lisboeta de Fontanhas en su mirada a la condición marginal.

A Hong Sang-soo, que cultiva un estilo muy llano y directo de conversation pieces, nadie podría atribuirle escasez de sustancia dramática. Incluso realizadores latinoamericanos que habían hecho bandera de la austeridad expresiva avanzan en una dirección de mayor elaboración visual y narrativa, como es el caso de Lisandro Alonso en J auja, de Lucrecia Martel en Zama, de Carlos Reygadas en Post Tenebras Lux y Nuestro tiempo. Mayor elaboración visual y narrativa no indica en estos casos retomar al menos en parte una narrativa tradicional o clásica, pues Jauja, Zama y las más recientes películas de Reygadas siguen postulando modalidades muy personales de articulación del material dramático notoriamente diferenciadas de cualquier precedente.

Igualmente, el lituano Sharunas Bartas parece adentrarse en una representación menos escueta y lacónica en Frost (2017), si la comparamos con las que se exponen en Pocos de nosotros, La casa o Libertad.

Es también curioso, y en parte coincidente con la tendencia que apuntamos, que nada menos que Philippe Garrel, a quien consideramos, en un texto publicado en el número 1 de Ventana Indiscreta sobre el cine de autor en la primera década del siglo, como uno de los cineastas puente entre los nuevos cines de los años sesenta y setenta y los que asoman en las últimas décadas, haya dirigido A la sombra de las mujeres (L’ombre des femmes, 2015) y Amantes por un día (L’amant d’un jour, 2017), por primera vez con guiones de Jean-Claude Carrière, lo que es un dato muy significativo, con una tónica comparativamente más amable o, incluso, liviana que aquella que predomina en el conjunto de su obra. Más amable o liviana no quiere decir que Garrel haya cedido a ningún tipo de facilismo, pues sigue siendo el hombre que domina un registro intimista muy cerrado, pero son relatos menos atravesados por esa onda interna perturbadora tan propia del cineasta francés.

LA DENSIDAD NARRATIVA

Más que la concentración espacial o temporal, más que el vagabundeo o el extravío, propios de una buena parte del cine de autor de los primeros años del siglo, lo que se traza ahora es un relato concentrado y más complejo, una geografía más heterogénea, con tintes emocionales que transitan por el dramatismo, el humor, la irrisión o la melancolía, como podemos observar en los cineastas rumanos Cristi Puiu (Aurora, Sieranevada), Cristian Mungiu (Beyond the Hills, Bacalaureat) o Corneliu Porumboiu (Comoara, La Gomera); en los portugueses Miguel Gomes (Tabú, la trilogía de Arabian Nights) o João Pedro Rodrigues (Morir como un hombre, El ornitólogo, La última vez que vi Macao, esta última codirigida con Rui Guerra do Mata); en los italianos Matteo Garrone (Gomorra, Realidad, Dogman) y Paolo Sorrentino (Il divo, La grande bellezza, Youth, la trilogía Loro sobre Silvio Berlusconi); en los franceses Claire Denis (Un beau soleil interieur, High Life) y Bruno Dumont (Hors Satan, P’tit Quinquin, Jeanne).

Por no hablar de los relatos de mayor aliento narrativo y con un mayor anclaje en las tradiciones fílmicas de sus respectivos países en los también franceses Arnaud Desplechin (Un conte de Noël, Trois souvenirs de ma jeunesse, Les fantômes d’Ismaël), Olivier Assayas (L’Heure d’été, Personal Shopper, Nubes de Sils Maria) o Pascale Ferran (Lady Chatterley, Bird People); del alemán Christian Petzold (Barbara, Phoenix, Transit); del japonés Hirokazu Kore-Eda (De tal padre, tal hijo, Shoplifters), del británico Terence Davies (The Deep Blue Sea, Sunset Song), del ruso Andrei Zvyagintsev (Elena, Leviatán, Loveless); del taiwanés Hou Hsiao-hsien (Le voyage du ballon rouge, The Assassin) o de los surcoreanos Lee Chang Dong (Poetry, Burning) o Bong Jon-ho (Madre, Okja, Parasite).

También el argentino Gustavo Fontán (El árbol, La casa, El limonero real), cultivador de un minimalismo puntillista, afronta un relato (distendido y muy laxo, sí) en La deuda, que establece un punto de inflexión con su obra previa. Otros argentinos que abonan el terreno de las narraciones de mayor envergadura son Pablo Trapero (Carancho, Elefante blanco, El clan) y Adrián Caetano (El otro hermano). Y entre los brasileños, Kleber Mendonça Filho (Aquarius, Bacurau) y Karim Aïnouz (El sol en la cabeza, La vida invisible de Eurídice Gusmão).

LA HIPERDURACIÓN

Un componente que se ha venido acentuando es el de la duración. En los años noventa el húngaro Béla Tarr le dio siete horas y media a su filme Satantango. En años recientes, el filipino Lav Diaz llega a las ocho horas en Canción de cuna para un doloroso misterio (2016) y el argentino Mariano Llinás pasa de las cuatro horas de Historias extraordinarias (2008) a las trece horas y media de La flor (2018). Esta última es una de las propuestas más originales del periodo, no tanto por su duración (ciertamente, inusual) sino porque ensaya una suerte de filme serial que puede ser de aquí en adelante uno de los prototipos de narración al interior de las cadenas de streaming. No es práctica de cara al espectáculo de salas públicas una extensión tan dilatada, pues dificulta la programación. En cambio, el espacio electrónico digital se presta para la división y el corte en una sucesión de capítulos. Precisamente, La flor se organiza en seis capítulos con el agregado de una diversidad genérica y de modalidades narrativas que, claro, no son la marca distintiva de las series televisivas en boga, pero que evidencian una posibilidad de un cine de autor en el espacio del streaming.

A Lars von Trier lo hicieron dividir Nymphomaniac, de cinco horas, en dos partes y a Sion Sono le recortaron las seis de Love Exposure para su difusión comercial en salas, pero el espacio del streaming abre la posibilidad de que allí se encuentre ese ámbito, si no negado, sí fuertemente condicionado por la política de la exhibición en salas. Lo demuestra el caso de El irlandés (2019), de Martin Scorsese, que tendría serias dificultades para contar con un vasto público en las grandes pantallas por su duración de tres horas y media y por el propio carácter de un relato que no es el de El padrino, y por eso ni la Paramount ni ninguna otra gran productora accedieron a ofrecer la suma de 100 millones que se requería y fue Netflix la que asumió el desafío.

La dilatación temporal puede, claro está, asociarse a la fijeza o concentración espacial y al minimalismo expresivo, pero sin menoscabo de esa opción, es muy probable que se tienda a ligar con lineamientos narrativos como los que pergeña Llinás en Historias extraordinarias y La flor.

Otra experiencia innovadora, no propiamente en la hiperduración de la película como tal, pues alcanza solo dos horas 45 minutos, sino en el tejido de la historia narrada y la peculiar cronología que se instala, es la de Boyhood, de Richard Linklater. Aquí la novedad está en el hecho de que el realizador registró escenas a lo largo de doce años, siguiendo el crecimiento de su protagonista Ellar Coltrane desde la infancia hasta la juventud y, simultáneamente, el avance en edad de los otros personajes (e intérpretes). El mismo Linklater ha anunciado el inicio de un nuevo proyecto que le tomará 20 años. Propuestas de estas características pueden encontrar, asimismo, un espacio en la construcción serial para las cadenas de trasmisión en la línea de Netflix.

SALDO PROVISIONAL

En esta tarea de escribir caminando, es decir, de ir señalando tendencias sobre la marcha y que se fijan con mayor claridad cuando se tiene una perspectiva de tiempo mayor, solo caben observaciones de acompañamiento, miradas al paso. El cine de autor se mueve y se seguirá moviendo fuera de programas y de cronogramas y un pequeño balance, inevitablemente parcial y limitado, no puede darle orden a un universo muy variado. Por eso no aspiro sino a dar cuenta de algunas tendencias que se vislumbran y que, por cierto, no son las únicas. Lo que viene a continuación es todavía incierto, pero se puede especular en que la legitimación cultural del streaming, que alcanzó un primer reconocimiento con Roma, de Alfonso Cuarón, y que se ha visto al menos parcialmente fortalecida con algunos reconocimientos (que no el Oscar) por El irlandés, puede conducir a un refuerzo significativo de la franja autoral en las pantallas de recepción individual o familiar. Seguramente, el balance que haremos dentro de cinco años nos permitirá comentar si ese impulso se consolida y qué efectos produce en el panorama audiovisual, así como también si esa tendencia hacia una mayor densificación narrativa se hace más prominente aún de lo que es ahora. Aunque es previsible que las búsquedas y los caminos expresivos —y qué bueno que sea así— seguirán abriendo el abanico de posibilidades que ofrece la estética cinematográfica y que nos siguen y, sin duda, nos seguirán sorprendiendo.

(Ventana Indiscreta, n.º 23, primer semestre del 2020, pp. 4-9)

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