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4. La historia oficial

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A fines de los años sesenta, al consagrarse la noción del nuevo o los nuevos cines en América Latina, y como suele ocurrir en estos casos, se produce de inmediato una cierta resonancia periodística que se extiende por diversos países y llega a América del Norte, a Europa y, en menor medida, a otros continentes. Es verdad que ya el cinema novo había abierto la trocha y el documental cubano y otras expresiones como el nuevo cine argentino de comienzos de esa década, por ejemplo, contribuyeron en mayor o menor medida a proyectar una imagen de novedad a unas cinematografías antes prácticamente reducidas al espacio complementario de la producción de Hollywood, a la dosis “hispana” proporcionada por las industrias nativas de la región en las pantallas del continente, que sin duda era significativa (entre el 10 y el 20 por ciento de la cobertura de salas). Los espacios minoritarios de las páginas de espectáculos estaban dedicados a la pequeña esfera de las pocas “estrellas” y de otras figuras populares, salvo en México y Argentina (o, también, en Brasil), los principales países productores. Escasas eran las críticas favorables o los textos que ponderaran, desde una mirada no farandulera, el panorama o las tendencias de lo que se hacía.

La resonancia periodística de esos nuevos cines, en todo caso, no tuvo el alcance de la que se concedió al boom literario, entre otras cosas, porque, mientras las novelas de Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, etcétera, circularon por todas partes, no ocurrió lo mismo con esas películas que, en su mayor parte, apenas se conocían de oídas, incluso (no todas, claro) en sus mismos países de origen. También porque el prestigio de la literatura estaba mucho más extendido en el medio periodístico, cultural y social que el del cine, todavía en la percepción mayoritaria un simple entretenimiento de fin de semana, cosa que —hay que decirlo— no ha dejado de ser en la actualidad, cuarenta y pico años más tarde o, en todo caso, se ha extendido a ser un entretenimiento de cualquier día y a cualquier hora, gracias al DVD y a la bajada de películas en la pantalla informática.

De cualquier manera, a esa “novedad” aportó mucho la situación de inestabilidad política que se vivía en la región, acicateada por el triunfo de la Revolución cubana y el discurso político a favor del pueblo y en contra de la burguesía y del imperialismo. Como que nacía el cine que se unía a esa lucha en contra del viejo cine de la región, pero también del cine estadounidense hegemónico. Y aun cuando casi no se vieran esos nuevos filmes, se fue instalando el supuesto de tal novedad, y a ello contribuyeron periodistas, críticos de cine, intelectuales y, ciertamente, los mismos cineastas, y de manera especial los que tuvieron más tribuna para hacerse notar: Glauber Rocha, Fernando Solanas, Octavio Getino, Jorge Sanjinés, Miguel Littín, entre otros.

No se puede desconocer, tampoco, y sería injusto ponerlo en duda, que esa afirmación de novedad cinematográfica tenía un sustento legítimo, porque para casi todos, si no para todos quienes lo hicieron, ese nuevo cine significaba el rescate de varias cosas, en principio, muy valiosas: la libertad de expresión en un medio tan comercial y regimentado como el de la industria fílmica y en el de sociedades bastante conservadoras en el orden de las representaciones permitidas; la reivindicación de las fuentes consideradas más legítimas de las propias historias y tradiciones locales; el rescate de la dimensión social del cine entendido como un estímulo a la conciencia del espectador frente a temas sensibles o controversiales; la defensa de opciones expresivas o políticas que antes no habían tenido posibilidades de desarrollo o, si lo habían tenido, de forma muy precaria.

Sin la menor duda, todo eso constituía una aspiración legítima y un avance en términos culturales y políticos, una promesa de cambio en las estructuras de las industrias constituidas o de la creación de otras nuevas, así como de formas distintas o alternativas de comunicación. Además, ya podemos adelantar que eso no solo fue un buen deseo o una aspiración, pues esos nuevos cines produjeron un número variado de películas expresivamente valiosas que contribuyeron a establecer opciones que, también en otras latitudes, pugnaban por hacerse de un lugar en esa misma época.

Sin embargo, desde esos primeros años, se constituyó no en la totalidad de esos nuevos cines, pero sí en varios de sus representantes más notorios, y de muchos otros voceros y epígonos, una suerte de discurso cerrado y excluyente, casi un conjunto de mandamientos o prescripciones que nos podrían hacer denominar a ese movimiento como el Dogma de los sesenta, por analogía con el Dogma 95 de los cineastas daneses. La dimensión fuertemente ideológica y política que el movimiento alcanzó hizo que se identificara con una modalidad superior de arte, como una categoría ética, política y estética por encima de cualquier otra en el campo del cine. A esa imagen de “superioridad” contribuimos muchos, y no me excluyo de ese empeño al que, desde hace mucho, no puedo ver de la misma forma como lo veía en el momento de su nacimiento y desarrollo, y en el contexto que entonces se vivía.

A partir de esa época se fue instalando una versión no ya afirmativa, sino triunfalista, apologética, indiscutible, de la absoluta validez de las teorías y de las prácticas. Los problemas y las dificultades que el movimiento confrontó provenían de la represión política, del imperialismo estadounidense, de la exclusión que hacían los canales de la exhibición comercial, etcétera. Es decir, la autocrítica casi brilló por su ausencia, y no se discutieron y siguen sin discutirse suficientemente, sobre todo por los iniciadores y principales representantes de esos nuevos cines, las limitaciones que podían tener sus formulaciones, la validez o pertinencia de ellas, los problemas de comunicación con el público, etcétera.

Por eso se ha creado una “historia oficial” del nuevo cine latinoamericano, la que se sigue reproduciendo —como hemos visto— con muy pocas excepciones, y eso en una época de mucha mayor apertura de la que había, no digamos ya en los años sesenta, sino en los mismos setenta y ochenta, en los que intentar un balance crítico, desde una perspectiva no complaciente, al nuevo cine latinoamericano se consideraba casi un acto de alta traición o de favorecimiento de los intereses de los enemigos de la revolución latinoamericana. Es la hora de terminar, y desde hace un buen tiempo, con esa historia oficial, como con cualquier otra de esa naturaleza, y eso pasa por la revisión, el cotejo y el análisis. Las visiones del pasado no pueden ser inmovilistas ni se pueden imponer sobre ellas artículos de fe. A esa revisión quiere contribuir este trabajo.

La primera parte tiene —como se verá— un carácter más informativo. El primer capítulo se dedica a los antecedentes históricos y a los factores contextuales que rodearon la aparición de esa corriente. El segundo pasa revista a las expresiones fílmicas renovadoras en los países en que ello ocurrió. A pesar del énfasis informativo, no dejan de incluirse en ellos reflexiones sobre las circunstancias y sobre los resultados, y se cotejan posiciones y discrepancias. Los capítulos tercero y cuarto, que corresponden a la segunda parte, plantean el debate en torno a las teorías y a las “filiaciones”, tanto fílmicas como literarias. La tercera parte es más propiamente analítica y constituye, hasta donde conozco, la principal novedad en textos dedicados a ese periodo en los que el asunto de la modernidad fílmica y la pertenencia a una constelación mayor en el contexto del cine mundial casi no se han tratado a propósito de las películas latinoamericanas. Como se verá, hay allí un acercamiento diferenciado a los documentales y a los relatos de ficción.

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta

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