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7. Los desplazamientos en el espacio audiovisual

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En el curso de los años cincuenta, el cine comienza a dejar de ser lo que había sido a medida que la televisión va tomando una posición cada vez más significativa en el ámbito casero y familiar. Es decir, el cine deja de ser el único espectáculo audiovisual y comparte ese lugar con la imagen electrónica todavía en blanco y negro, y con una calidad visual precaria. Aun así, la televisión le resta público al cine, y a partir de esa década se inicia un proceso gradual de disminución de la asistencia a las salas que no ha cedido con el tiempo. Ese proceso comienza en Estados Unidos y en Europa, y es más lento en América Latina. Los años cincuenta, al respecto, son bastante prósperos para el espectáculo cinematográfico en los países de la región, atraídos por las novedades que vienen de los estudios de Los Ángeles y las nuevas condiciones de las salas (pantallas anchas, estereofonía). Incluso, en términos cuantitativos, el volumen de la producción local es muy elevado en México, que alcanza 136 largometrajes en 1958, la más alta de su historia (García Riera 1985). Pero ya en ese entonces iba creciendo la semilla de lo que vendrá más tarde.

Salvo en unos pocos países como México, Brasil y Cuba, donde la televisión se instala relativamente temprano, en 1950, o en Argentina al año siguiente, en la mayoría se incorpora ya muy avanzados los años cincuenta o a comienzos de los sesenta, y, en todo caso, es en la década del sesenta en que se va afirmando una producción local en diversos registros, desde los espacios noticiosos y de opinión hasta la producción de espectáculos musicales y de telenovelas, que se suman a los telefilmes y otros programas procedentes de los estudios de Hollywood, cada vez más dedicados a elaborar material para la pantalla chica. Por otra parte, de manera progresiva se va incrementando el horario de programación, al inicio reducido a unas pocas horas al día. No están fuera de la pantalla de televisión las películas hechas para la pantalla grande. No todas, pero sí muchas, por ejemplo las del catálogo de la Warner de los años treinta y cuarenta protagonizadas por figuras de la talla de Humphrey Bogart, Bette Davis, Errol Flynn, James Cagney, Ida Lupino y otras, que se exhibieron con amplitud en los canales de diversos países de la región.

A diferencia de lo que ha ocurrido en España y en otros países europeos, donde la televisión se insertó socialmente como una institución pública, en América Latina, con la excepción de Chile, donde la televisión nace cultural, en los demás países su origen ha sido comercial, con algunas variantes e intermitentes énfasis nacionalistas… lo predominante ha sido una televisión comercial, aliada con y protegida por el poder político, que en algunos países, como México, se ha caracterizado por ser precisamente una televisión comercial-gubernamental” (Orozco 2002: 16-17).

En forma creciente, entonces, la televisión en nuestros países se va haciendo de una porción cada vez mayor y, sobre todo, cada vez más diversificada de la oferta audiovisual, hasta convertirse en la industria más poderosa de lo que Román Gubern llama la “iconósfera contemporánea” (Gubern 1987)13. Hacia 1970 ya no hay vuelta de tuerca posible. A pesar del atractivo que la pantalla grande sigue ejerciendo, el desplazamiento parcial de la imagen de la gran sala a la de la pequeña sala resulta incontenible. La industria fílmica hollywoodense —lo sabemos— sobrevivió a esa amenaza y a varias otras que vendrían después, pero el estatus de privilegio que mantuvo por varias décadas se vio inevitablemente mellado, y esa fractura contribuye a que empiece a ser “pensado” de otra forma. Me explico: hasta los años cincuenta las industrias cinematográficas de todas partes, y América Latina no fue la excepción, dispensaron el patrón excluyente de gratificación audiovisual de las expectativas del público, el que venía a través de los modelos genéricos y de las incitaciones a la emoción violenta, a la risa, al llanto, al miedo, al sentimiento amoroso, etcétera.

En otras palabras, además de ser la única pantalla, se consideraba el cine como un medio de entretenimiento y de evasión de las preocupaciones y rutinas cotidianas, y poco más que eso. La pérdida del protagonismo audiovisual único facilita un cuestionamiento de ese supuesto profundamente arraigado en la mentalidad de los públicos. La idea de que el cine puede ser algo más que un medio de entretenimiento se extiende en ciertos círculos. Eso no era una novedad, pero la experiencia de la primera vanguardia de los años veinte, y la de otras posteriores, era prácticamente desconocida, así como el trabajo de John Grierson y de otros documentalistas, o los intentos del llamado cine de arte. Se va abriendo, así, un espacio de intervención en la actividad fílmica que se percibe como relativamente novedoso, alimentado por la crítica, los cineclubes y otras instituciones, que alienta el surgimiento de los nuevos cines.

Ese nuevo espacio de intervención casi no tiene precedentes en América Latina, a diferencia de Europa o del mismo Estados Unidos, donde ya existía, por pequeño que fuera, y a él contribuye la “renuncia” de un sector del público que deja de ir a las salas comerciales con la frecuencia de antes, y que encuentra en cineclubes y salas de arte un espacio preferencial. Eso facilita que se vaya formando una nueva audiencia, minoritaria pero activa e influyente. Sin ese nuevo público no se podría entender el surgimiento de propuestas fílmicas distintas de las conocidas. Sobre la formación de ese público, Paranaguá señala:

Durante la Segunda Guerra Mundial, los productores tradicionales de Argentina y México intuyeron que el público se transformaba, que una diferenciación creciente se instalaba entre las capas populares más pobres y la nueva clase media. Esos productores trataron de responder y de capitalizar la situación, promoviendo películas ambiciosas, supuestamente más cultas (es decir, más acordes a la noción académica de cultura en vigor, a menudo inspirada en clásicos de la literatura). Pero la auténtica renovación de la mirada y de las exigencias ocurre en círculos restringidos y no en la clase media en su conjunto (Heredero y Torreiro 1996: 282).

Yo agregaría que esa expansión de un sector más amplio de espectadores se produce en mayor volumen en Argentina (especialmente, claro, en Buenos Aires, a la que se puede agregar Montevideo, los dos ejes urbanos del Río de la Plata), en la que una educación pública muy solvente y una tradición cultural, alimentada por el contacto permanente con Europa, sostienen el fortalecimiento de una audiencia muy sólida, lo que ha hecho que durante muchas décadas Buenos Aires haya sido una referencia casi obligada cuando se trata de ponderar la variedad de las carteleras de estrenos y la presencia de títulos que en otras capitales brillan por su ausencia.

En todo caso, el soporte fílmico siguió siendo el material único e indispensable para hacer películas. El video ya se utilizaba en la televisión, pero todavía no se habían explorado sus aplicaciones en función de la pantalla grande. El propio Jean-Luc Godard, que en otras condiciones hubiese tal vez emprendido sus propuestas más radicales en soporte videístico, no lo hizo, ni lo hicieron otros grupos o colectivos militantes. El video no permitía un mínimo de calidad que no fuera para sus aplicaciones en la pantalla electrónica de la televisión.

Entonces los que se proponían usar la imagen en movimiento en función de las pantallas comerciales o de cualquier pantalla que no fuera la de televisión recurrían inevitablemente a las cámaras de 35 o 16 milímetros e incluso al súper 8, entonces de gran expansión como el recurso básico para las home movies. Muy distintas hubiesen sido las cosas de haberse contado en aquel momento con la tecnología de hoy. En tal sentido, y casi por completo cerrados los circuitos televisivos para difundir un nuevo cine, la única opción posible era la de hacer películas (cortas o largas, en 35 o 16 milímetros) para las pantallas y salas en capacidad de convocar a un nutrido volumen de asistentes. Por eso, incluso, las modalidades más radicales no podían prescindir de la cámara, los insumos, el laboratorio y demás que traía consigo la opción fílmica, y ese es uno de los asuntos mayores que se confrontan, pues supone una capacidad presupuestal a la que muchos no tenían acceso.

Las condiciones de cada país, el hecho de contar o no con una industria fílmica, las modalidades y características del cine por hacer y de los objetivos deseados fueron modelando las formas como se utilizan los recursos técnicos. No aplica el mismo uso la tendencia renovadora en el cine de México que las películas que se realizan en Chile al calor de la radicalización política de fines de los sesenta. No es igual, tampoco, el que hace el cinema novo que el de las propuestas del cine de cuatro minutos en Colombia o Uruguay. Unos apuntan a las grandes salas, otros a los auditorios de asociaciones o sindicatos, a salas improvisadas o a proyecciones al aire libre; pero todos tienen en común el soporte fílmico como la base técnica del material por exhibirse. Todavía estaba lejano en esos tiempos (y ni siquiera se vislumbraba) el horizonte digital que viene cambiando y ensanchando el paisaje audiovisual de una manera muy rápida en los años que corren del nuevo milenio.

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta

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