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Introducción 1. Las imprecisiones de una noción

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En los años sesenta el paisaje del cine latinoamericano deja de ser lo que había sido hasta ese entonces, al menos en sus líneas principales, las que provenían de los estudios mexicanos y argentinos. La presencia de películas latinoamericanas había sido constante y, en ciertos momentos, creciente, desde los años treinta, de modo que el público que asistía a las salas (a las de estreno y a las de barrio) estaba habituado a ver, en mayor o menor volumen, cintas producidas en esos dos países. Ese estado de cosas empieza a cambiar en los años sesenta, en los que se reduce la circulación de filmes argentinos y los mexicanos van perdiendo pantallas, mientras que la política de géneros dentro de esas cinematografías se va modificando.

En rigor esas industrias atraviesan por una etapa de crisis que no remontan en términos económicos y que permitirá la aparición de realizadores con propuestas distintas que apuntan a las estructuras económicas y organizativas, a los estilos fílmicos y a la misma función social del cine. El reclamo de un cine independiente, frente a las empresas fílmicas relativamente cerradas en sí mismas, está en el origen de la renovación que se intenta impulsar, incluso desde el interior mismo de esas empresas.

Hubo con anterioridad producciones independientes o intentos de apartarse de lo más o menos establecido. Pero durante casi tres décadas, la producción de los estudios mexicanos y, en menor medida, argentinos marcó pautas, modeló géneros y subgéneros, potenció figuras y temas, y ganó un mercado continental relativamente sólido. Ese predominio se ve debilitado en el curso de los años sesenta, aunque ya venían de antes algunos de los factores que producen el debilitamiento. En este contexto de crisis industrial se genera un nuevo cine que también tiene antecedentes y cuyo principio podría incluso situarse unos años antes. Si no lo hacemos así, es porque en la década del sesenta se va constituyendo una pequeña constelación que hace uso expreso de esa noción y que aspira a crear una suerte de corriente regional.

La expresión “nuevo cine latinoamericano”, que tiene tras de sí esa aspiración de un cine independiente, se hace conocida a fines de los años sesenta y alude en buena medida a las películas de carácter más abiertamente crítico y cuestionador del orden establecido que se hacían en diversos países. Ese nuevo cine aparece en oposición al tradicional, al viejo, al industrial; en otras palabras, al que había tipificado, especialmente en los países con mayor producción fílmica de la región, la imagen o las imágenes que se tenían de lo que era el cine hecho en América Latina. Pero también en algunos países con escasa producción y sin una tradición fílmica propia hay expresiones de un cine de denuncia que se asimilan a la tendencia que se va configurando.

Sin embargo, el abanico cubierto por la noción de nuevo cine latinoamericano era bastante amplio y sus límites no quedaron del todo establecidos, pues en rigor no se llegó a definir con un mínimo de precisión un territorio suficientemente delimitado en el que la noción pudiera aplicarse. Se vivía en ese entonces una etapa político-social muy agitada, y de alguna forma parte del cine hecho en esas circunstancias se veía atravesado por ese estado de agitación. Un cine de esas características no tenía precedentes, como tampoco los tenía la historia de la región, sacudida en la década del sesenta por los ecos de la revolución cubana y por un proceso de radicalización política creciente.

Como no había ocurrido antes, una fuerte ideologización se arraiga en la posición conceptual y en la práctica de muchos cineastas, y no solo de la región. Basta con recordar que a finales de los años sesenta el franco-suizo Jean-Luc Godard se adhiere a una posición maoísta y se aboca a realizar un cine de carácter político no ajeno a la vocación por la experimentación, que desde sus inicios asumió el cineasta. De ese impulso surge más adelante el grupo Dziga Vértov y la elaboración de trabajos audiovisuales bastante herméticos si se comparan con otras propuestas más didácticas de esa misma época. Lo menciono a modo de ejemplo relevante de lo que se hacía en el periodo del posmayo francés y que, de alguna manera, formaba parte del “aire del tiempo”.

David Bordwell y Janet Staiger afirman:

El más famoso de todos los colectivos militantes probablemente sea el grupo Dziga Vértov, compuesto por Godard, Jean-Pierre Gorin y quizá algunos otros miembros. Este grupo celebraba la muerte del cine de autor y afirmaba que en las producciones del grupo todos los trabajadores cobraban lo mismo y cada plano era sometido a una discusión política. Las películas del grupo Dziga Vértov, rodadas en 16 milímetros y con equipos de sonido muy limitados, ‘partían de cero’ deliberadamente. Trabajando a partir de imágenes y sonidos inicialmente simples y comparándolos entre ellos con propósitos políticos (Bordwell, Staiger y Thompson 1997: 431).

En América Latina, las opciones expresivas se abren al formato de 16 milímetros, bastante extendido en el cine “alternativo” de otras regiones, que con cámaras más livianas y grabadoras sincrónicas (la combinación Arriflex-Nagra) hacen más accesible el manejo de una tecnología asociada todavía a las cámaras grandes y pesadas, a los estudios y a la parafernalia de una producción compleja y cara. Las cámaras de video analógico no constituyen aún un recurso disponible, y será en el curso de los setenta cuando pasen a formar parte de la aparatología audiovisual estándar, después de su utilización en prácticas eminentemente televisivas en el curso de los sesenta.

Ya podemos ver desde aquí que no hay una coincidencia de propuestas, pues algunos cineastas elaboran sus películas en 35 milímetros, dirigidas al público de las salas comerciales. Quienes las hacen en 16 milímetros las amplían a 35 milímetros, en algunos casos, en función de las pantallas de salas de cine, o en otros apuntan a audiencias más restringidas (obreros, universitarios, militantes de partido, sindicatos, comunidades campesinas, etcétera) en salas más pequeñas equipadas con proyectores de 16 milímetros. Esta es, desde ya, una de las divergencias que singularizará el periodo de lanzamiento de la noción de “nuevo cine latinoamericano”. Por un lado, una producción concebida para el circuito comercial, aunque de características muy distintas a las tendencias de la producción previa o simultánea, porque las cinematografías mexicana y argentina siguen discurriendo por los derroteros genéricos, aunque sin la solidez de otros tiempos. Por otro, una producción hecha fuera del sistema, donde había sistema, para un público que no es el de las salas comerciales.

Con esa flexibilidad, la idea del nuevo cine prende y se arraiga cubriendo las películas cubanas; las del cinema novo; las del boliviano Jorge Sanjinés; El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín; Valparaíso mi amor, de Aldo Francia; Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz; La hora de los hornos, de los argentinos Solanas y Getino, entre otras procedentes de Colombia, Venezuela, México y Uruguay.

Fuera de las circunstancias y condiciones puntuales en que esas películas se producen, hay un hecho notorio: la escasa circulación que alcanzan, incluso dentro de sus propios países en algunos casos. Con una Cuba expulsada de la Organización de Estados Americanos (OEA) y sin relaciones diplomáticas con los países miembros de esa comunidad, con la excepción de México, sus películas no se exhiben sino en los espacios alternativos; es decir, auditorios de universidades, sindicatos, comunidades agrarias, etcétera. Las películas del cinema novo tienen magros resultados en la taquilla de las salas brasileñas y prácticamente no se conocen en el territorio sudamericano. Más bien se exhiben, y con relativo éxito, en festivales europeos y en salas de París. Parte de ese cine se exhibe también en Cuba.

Entonces la idea de ese nuevo cine latinoamericano tiene en esos años algo de clandestino, de transgresor e, incluso, de subversivo. No obstante, la expresión se extiende y se convierte poco a poco en una categoría que se acepta sin discusión, pese a la insuficiencia de su definición y de sus alcances. No solo una categoría, por vaga que sea, sino también un membrete, un rótulo y una bandera. Incluso ella se continúa usando durante la década siguiente, cuando buena parte de América del Sur estaba caracterizada por la instalación de dictaduras militares muy represivas, que imponen severas restricciones a la posibilidad de un cine como el hecho en años anteriores. Con la bandera de un nuevo cine se contribuye, incluso, a una ilusión que durante un tiempo trasciende las fronteras de la región: la ilusión de un cine en lucha y con espacios crecientes de exhibición, alentada incluso por intelectuales de Estados Unidos y Europa, cuando en verdad, y salvo la producción cubana, es un segmento más bien minoritario, cuando no claramente tangencial, con escasa incidencia en las salas de cine, casi monopolizadas por las cintas de las distribuidoras estadounidenses.

Ascanio Cavallo y Carolina Díaz afirman:

Aunque tuvo el indiscutible beneficio de otorgar un lugar al cine del continente dentro de los muy breves recuentos que le han dedicado los ‘textos mayores’…, el concepto de ‘nuevo cine latinoamericano’ merece una profunda revisión teórica. La heterogeneidad de sus prácticas, las inmensas divergencias entre sus postulados y las todavía mayores distancias entre sus resultados de mediano y largo plazo imponen esa obligación a los estudiosos del cine del continente (Cavallo y Díaz 2007: 265-266).

El Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, cuya primera edición se desarrolla en 1979, hace de esa categoría una suerte de work in progress: la estabiliza, la vuelve permanente, aun cuando en ese tiempo ya no correspondía mantenerla, si con ello se aludía a lo que previamente se había querido delimitar, como la eclosión de diversas expresiones fílmicas en el marco de los años sesenta y comienzos de los setenta.

La noción que instala el festival termina por flexibilizar en exceso lo que, en rigor, cubre un lapso más o menos acotado, asumiendo en definitiva lo nuevo como un contínuum, como lo que va surgiendo año a año en los espacios más diferenciados de la producción de cada país y ni siquiera siempre, porque se incluyen propuestas muy conservadoras desde el punto de vista del estilo o del abordaje del material, sea en el campo de la ficción o en el de la no ficción. En otras palabras, ese nuevo cine latinoamericano, al que alude el Festival de La Habana, no es el de los años sesenta y comienzos de los setenta, que es objeto de tratamiento en este estudio, sino el que se hace a partir de fines de los setenta, que ya no es igual ni se inscribe en el mismo marco histórico.

El uso del término como recurso de identidad del festival alusivo a un universo tan diverso, como es el cine de tantos países (casi todos, además, muy variados en su interior), se aplica en una etapa de la historia en que las posibles afinidades del periodo que va, aproximadamente, de 1965 a 1975 ya no existen. Ahora, si por nuevo cine se quiere aludir a lo actual o reciente, y a la vez a lo original o distinto, mal se usa el término, pues lo mismo podrían hacer todos los festivales del mundo con el material que exhiben en las secciones competitivas, cosa que resulta absolutamente prescindible, pues eso está implícito en la plataforma de cualquier festival que como primer objetivo muestra lo más relevante del cine de la actualidad. Entonces estamos ante un asunto de marketing político más que otra cosa. Ya son más de treinta años de Festival de La Habana y de invariable “nuevo cine”.

Hay que señalar que, junto con la actividad fílmica, hay también elaboración teórica, pero ninguna que tenga un propósito totalizador. Glauber Rocha escribió algunos textos, mayormente, sobre el cine de su país y, de forma específica, sobre el cinema novo. Sanjinés teorizó sobre el significado de sus películas en el marco boliviano y andino. Solanas y Getino formularon la propuesta de un “tercer cine”, la más extrema entre las que se hicieron en esos tiempos y la de mayor alcance, pues no se limitó al espacio argentino. Julio García Espinosa, por su parte, escribió también un ensayo sobre lo que llamó el “cine imperfecto”, que generó debate. Esos y otros escritos tienen que considerarse un intento de comprensión del fenómeno, en el carácter, digamos, complementario (y más que eso, en realidad) que tienen en relación con algunas de las manifestaciones puntuales que se agrupan en la expresión del nuevo cine latinoamericano.

Sin embargo, y como ocurre casi siempre, es en las películas, mucho más que en los escritos, donde se pueden rastrear no solo la impronta de una época y las tensiones de un momento histórico, sino sobre todo esas marcas narrativas y estilísticas que permiten dar cuenta de las afinidades y de las particularidades propias de un corpus fílmico con límites no siempre precisos. Hay que aclarar que la imprecisión de los límites podría excluir a títulos que merecerían ser considerados para efectos del trabajo y, por otro lado, hay películas que se han perdido o que por diversas razones no son accesibles. De todas formas, y como se verá más adelante, atenderemos con la mayor amplitud posible a esa flexibilidad que supone aplicar el término.

En general, es aún escaso el trabajo de investigación de carácter comparativo aplicado a los cines de América Latina, y eso se percibe, asimismo, respecto a la etapa que queremos cubrir. La mayor parte de los textos se concentra en el marco de una cinematografía determinada, de la obra de un autor o de una temática. Hay poquísimas visiones de alcances integradores. Paulo Antonio Paranaguá afirma: “La historiografía latinoamericana se ha desarrollado casi enteramente dentro de un marco nacional” (Paranaguá 2003). Eso, sin duda, dificulta una mejor comprensión de esa etapa tan significativa, que constituye un “parteaguas” entre el antes y el después del cine de la región. Pero, a la vez, es un estímulo para asumir esa tarea.

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta

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