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4. COMPARTIR LO ÍNTIMO

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¿Cómo explicar la falta de pudor en la Red? El refugio que ofrece el anonimato sería una respuesta fácil, pero no siempre es así. En los programas de telerrealidad —muy poco reales, por cierto—, sujetos anodinos escarban sin recato en sus miserias en su esfuerzo por alcanzar el estrellato. Luego, de la fama al olvido en un instante, ¿quién recoge el despojo de los sujetos expulsados? El exhibicionismo de unos se alía con el sadismo de otros, pero hablar tan frívolamente de psicopatología es una forma de poner distancia a un fenómeno que quizá nos atañe más de lo que nos gustaría reconocer; ¿cómo explicar si no los récords de audiencia de ese tipo de programas? A su través, ciudadanos anónimos actualizan el fenómeno catártico que ponía en marcha el teatro en la Grecia Clásica: vivir las pasiones a través de otro.

En el espacio virtual, los contenidos de sexo o violencia de los que se jactan los protagonistas delante o detrás de las cámaras se tornan en su contra cuando se deslizan ya sin control. Individuos de usar y tirar, sometidos voluntariamente a todo tipo de presiones, transformados en personajes. En cuanto a los espectadores, perplejidad en unos, cinismo en otros… hay muchos ropajes para oscurecer interrogantes sobre los derroteros actuales del gran teatro del mundo.


Exclama sin recato ni rubor la nueva versión de dama del XIX o del caballero ancho de boca y estrecho de intenciones. La desvergüenza no es nada nuevo, no hay más que echar un vistazo a nuestros clásicos para disfrutar picardías con las que atraer al público o eludir a los censores. Se dice que Cervantes perfiló a su Quijote a partir de la descripción que el médico y filósofo Huarte de San Juan —actual patrón de la psicología en España— realizó de los cuatro humores en su Examen de ingenios para las ciencias. Así, le adjudicó un temperamento caliente y seco: muy pocas carnes, duras y ásperasánimo, soberbia, liberalidad, desvergüenza y hollarse con muy buena gracia y donaire.

Podríamos rastrear todo tipo de desvergonzados en los escritos de nuestro Siglo de Oro; por ejemplo, en Lope de Vega o Tirso de Molina1 amoríos y humor cargado de equívocos entre damas y rameras. Bretón de los Herreros (1856) subraya el costado embustero en su poema joco-serio «La desvergüenza»; en esa línea Zorrilla aborda al cínico…

En suma, la falta de sonrojo siempre acompañó a la farsa, la burla y el engaño del pícaro, a la desenvoltura o la irreverencia. Es la rebeldía frente a las «buenas costumbres» impuestas por una clase privilegiada. Don Quijote aconseja discreción a Sancho en Barataria, ¡qué molinos contra los que arremeter detectaría en el marasmo informático que nos envuelve! La búsqueda suprema del control se agrieta…

Claro que habría que discernir si esta desvergüenza tiene algo que ver con la falta de pudor que denunciábamos en las Redes. ¿Somos cada vez menos vergonzosos? Y, si fuera así, ¿qué peculiaridades en el desarrollo alientan ese debilitamiento de la autocensura, la lasitud superyoica? Tras la vergüenza siempre parpadea la imaginaria mirada de un otro que juzga. En la infancia, la desencadena el temor a ser indigno del cariño parental —por un ideal demasiado exigente, por sentimientos como la envidia o acciones como la trastada de turno, por ejemplo—. La culpa toma luego el relevo y, enredada con violencia y cobardía, condena a torpezas o aislamientos que se retroalimentan. La herida narcisista tiene mucho que ver con la vergüenza…

El celoso duda, está excluido de la escena que contempla pero se incluye en otras relaciones; el envidioso no conoce la dinámica del conflicto, de la ambivalencia, un solo sentido gobierna sus afectos y se ve condenado a una soledad en la que ni él mismo es buen compañero (I. Sanfeliu, 2000, p. 6).

Es la diferencia entre el conflicto neurótico y el déficit que depara sensación de orfandad. Las redes se ofrecen para paliar ese vacío, pero engullen y se devoran sin alimentar —carencias en etapas muy tempranas dificultan el arraigo de nutrientes narcisistas—, con lo que la frustración no hace sino crecer.

Sin llegar a ese extremo, el hecho de pensar o sentir distinto siempre se vio acompañado por el temor a dejar de ser reconocido por el grupo de pertenencia. Lo diferente se necesita y da miedo; también inquieta sentir odio, un odio que se enarbola o se acalla, difícil convivir con él. Siempre cuesta asumir la ambivalencia, aquí se trata de aceptar al extraño sin catalogarle como víctima o agresor, sin humillarle ni sentirse humillado. Quizá en la actualidad el hecho de establecer conexiones con grupos cada vez más dispares puede contribuir a atenuar la connotación peyorativa de ser diferente.

Un precario narcisismo alienta y desboca aspectos paranoides que llevan a endurecer la frontera con los otros. Por eso nos preguntamos: ¿dónde se nutre el narcisismo de la generación Z?, ¿cómo resiste los vaivenes a los que somete la dinámica de las redes?

Hilos que tejen la RED

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