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Prólogo

Intento pararme para ayudar, pero él lo impide. El exuberante sudor que desciende desde mi frente se torna helado. Miro su rostro, muy dubitativo. Él está conmigo y eso es en extremo improbable.

Con sus esqueléticos dedos, me recoge un mechón de cabello que reposa en el centro de mis cejas; luego, angustiado, transporta sus entumecidos y pálidos labios hacia los míos.

Recuerdo que, al empezar el viaje, mi apreciación sobre la ética y la idiosincrasia familiar, aunque disparatada, me era reconfortante... Hoy, no tiene incidencia en mí. Por experiencia sé que si alguien se burla de tu dignidad, es insano acomplejarse y no defenderse: ¿será de valientes retar a los infames y desfogar tempestad por la piel cuando suceda? A pesar de que me lo he repetido constantemente, la cobardía me ha echado de menos, y hace no mucho me solicitó una tregua.

Su inquisidora mirada nos manifiesta que somos dos pervertidos y despreciables humanos, que encomiendan su vida al arma de fuego que oscila en su trémula mano izquierda. Después, una risa maliciosa se auto invoca de sus temibles fauces, mientras aprieta el gatillo.

Cuando dispara el primer tiro, los nervios finalmente emergen, y las fisuras de mi corazón se multiplican: constituye una arcaica advertencia de que él no está jugando, y que me matará como lo había prometido tiempo atrás.

Es incierto mi destino… el de los tres. Y con el ardor que flamea en el costado de mi pantorrilla, claramente es más arduo liberar los pensamientos.

¿Y si no lo salvo?

¿Habrá perdón?

¿Habrá olvido?

¿Me castigará la culpa?

Los recuerdos, ¿me castigarán en cada amanecer?

Si bien es cierto que le prometí que jamás lo abandonaría, hoy estoy seguro que no podré cumplir con mi promesa. En este momento su vida corre peligro, y es mi culpa, otra vez. No tengo dudas. Él lo sabe muy bien, quizá por eso no ha dejado de mirarme con escepticismo.

El asesino, sin embargo, aún sigue de pie al otro lado de la playa, sosteniendo y apuntándonos con descaro su arma; sabe que debe rescatarlo de mis manos, de mi carne y desunirlo de mi alma. Es una inventiva de su absurdo pensamiento, que nuestro amor lastimosamente no ha podido destruir.

Una nueva bala asesta en el pico de la roca que está debajo de la palmera. Nuevamente y por alguna razón el oleaje se paraliza. Le coloco su sombrero favorito no sin antes sacudir la arena de la copa. Él sabe que lo amo demasiado… Ambos lo saben.

Decidido, tomo un enorme respiro, aplaco los nervios y me entrego a su afrenta. Hago el mayor esfuerzo para borrar todo el dolor que me aqueja, y que en mi rostro se puede denotar. Así pues, cojeando, me apresuro a apartarlo, puesto que se acomodó delante de mí; pero con entereza él despliega el más cálido de sus abrazos, lo que involucra que mi corazón peticione concordia. Cuando cierro los ojos, los disparos atinan en mi corazón.

Amar o morir

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