Читать книгу Amar o morir - Israel Moreta - Страница 7

Оглавление

Capítulo 3

Boca arriba, contemplo la alborada que envuelve la ciudad; es un cuadro hermoso, con sus ocres y anaranjados, que se amalgama con una poderosa brisa que sopla a mi alrededor.

Estiro mi cuello encima del balde de la camioneta para ver si estoy cerca. El vehículo se dirige al norte, por lo que me es familiar todo el trayecto.

Después de diez minutos la camioneta se detiene. Si llegué hasta aquí, qué más da si el chofer me llama la atención. Desembarco en el semáforo y, en efecto, el claxon del auto me informa que él estuvo al tanto de mi presencia. Me ruborizo un instante.

Aunque he tenido muy buena suerte, presiento que la incertidumbre embota mi voluntad de seguir con mi plan. Debe ser porque antes nunca me había escapado de casa. ¿Podré seguir a costa del galimatías que mi mente crea como medida de prevención y autoprotección? Es comprensible que en mi travesía la confusión me quiera contener. Dar la vuelta y regresar quién sabe me ayude demasiado. Tal vez aún esté a tiempo de recuperar la carta y romperla, intentar con mi nueva vida, alentarme a descubrir si es posible volver a empezar. ¿Lo será?

Siento excesiva culpa por ser diferente, ya que esa ha sido la causa de mis desgracias hasta hoy. Quizá esa particularidad tenga un propósito más adelante y lo desconozco, o tal vez mi razonamiento solo esté nublado. Así es nuestra naturaleza: sentirnos culpables de no poder pensar con libertad.

Elliot ya no vive allí. Me cuesta enlazar la mirada al hogar que nunca lo vio nacer. Prefiero mirar con incomprensión, los frívolos aposentos de los santos, que nos han castigado por ser incompatibles con las leyes naturales de la vida. Aprieto los brazos de la mochila, trago un agónico suspiro, curvo a la derecha y sigo las peligrosas ideas de mi cabeza.

Cuántas veces más vagaré por lugares como este, en donde el amor se conoció. Cuántas veces más lo escucharé hablar con mi corazón.

La estación del tren sigue allí, su ambigüedad se empareja con mis incorpóreos y peculiares recuerdos. Al pasar por debajo de las herrumbradas vigas que sostienen el arco de la taquilla, me doy cuenta que es difícil borrar lugares como este: es difícil borrar recuerdos que encajan todavía en el corazón. Cuando estoy al otro lado del pasaje, miro cómo un vagón fenece lentamente entre las hediondeces del acero oxidado y el tiempo.

Debo armarme de valor, buscar una solución para el embrollo que germina en mi cabeza, olvidarme de los malos consejos y establecer una tregua con mis miedos para utilizarlos a mi favor; después de todo, echar la culpa a todo el mundo cada vez que me siento mal es inútil. Me relajo sin antes comprender que mi mejor arma para madurar es aprender de mis lecciones.

El sol de esta mañana persigue mi angustiado paso, tanto que no espera para cocer mis cachetes. Todo sigue siendo tan real hasta ahora, si no fuera por el tono beige de la vegetación. Circunspecto, deambulo en el paisaje que vio madurar nuestro amor, cuando abrazados nos balanceábamos de un lado a otro cazando nubes e, intencionalmente, sobrellevando la pareidolia; aquellos días reíamos sin parar, e indagábamos sobre qué hacer a diario, para dar con alternativas que nos salvasen de aquella malaventurada relación. ¡Bah!

Me cuelo entre los matorrales que crecen hasta el pecho y elevo la quijada para ver. El agua del manantial sigue siendo tan clara, así como mis recuerdos, que se van tejiendo como las enredaderas colgantes de aquí.

Como un saltamontes, desciendo por el improvisado graderío que el tiempo derrumbó. La ternura del lugar me recibe como si no fuera ajeno a ella.

Él está sentado a mi derecha. Me sonríe como diciéndome “Adelante, mor. Métete al manantial. No seas miedoso”. ¿Podría contraponerme a tan perfecta y fiel expresión? ¡Jamás! De igual forma, sus ojos me presumen el poder que tienen sobre mí. Sin oponerme, tomo posición entre sus brazos. Él es más alto que yo, por lo que es fácil escuchar los murmullos de su corazón cada vez que me acerco a su pecho. Quisiera que el momento perdure eternamente, pero es inevitable pensar en las complicaciones. Por ahora, solo me entrego a su sonrisa, que emerge de la nada dándome la vida.

Despierto cuando presiento que una lágrima se desliza hacia mi barbilla. Mi alucinación ha equilibrado de cierta manera mi estado emocional.

Advierto a mi corazón que se normalice, en tanto descubro y desenmaraño el mensaje que esconde una flecha, dibujada en la pared, que crece en el centro del manantial. Con pavor echo la mochila a un lado, desanudo los cordones de mis viejos zapatos, me despojo de mis calcetines y hago un doblez simple hasta las rodillas con la basta de mis pantalones. No lo pienso dos veces y meto mis pies desnudos en el agua para indagar de qué se trata.

A contracorriente, camino por el manantial que me llega más arriba de los tobillos. Me introduzco en un túnel, donde la luz escasea y las lianas enroscadas se alzan hasta dos metros desde mi cabeza. Es un túnel sombrío. Los alrededores están compuestos de ramificaciones, bejucos, algunas flores de loto, y toda variedad de telas de araña. No pierdo de vista ningún detalle de cada rincón.

A mitad del trayecto, a más de mis pensamientos, solo me acompaña el murmullo del agua. ¿Eh, puede ser? Los escasos rayos de luz que se introducen entre las lianas, apuntan hacia un objeto conocido. Apresuro más el paso y, absorto, piso tierra.

No es posible.

Uno de los sombreros favoritos pork pie que solía usar Elliot, cuelga dentro de una funda transparente, sobre una estaca de madera que está clavada en el suelo. La duda me incapacita y la impresión por supuesto que transmuta la cordura en paranoia.

Con un sacudón, me desahogo de las hojas secas y las basurillas de la copa. El sombrero tiene una banda negra que no había visto antes: ¿Será una pista? Por otro parte, la estaca está pintada de blanco, y cerca de ella, hay una vasija de barro enterrada boca abajo, la misma que tiene una segunda flecha blanca dibujada encima, ¿eh?; me muerdo los labios, la destapo, y ni corto ni perezoso, el olor a moho penetra en mi nariz. Hay otra funda transparente, que contiene más envolturas dentro, como si de una protuberancia se tratara; me agacho a recogerla y despego todas las cintas adhesivas. Saco una grabadora.

Sujeto con mi axila el sombrero y guardo la funda de plástico en un bolsillo de las hombreras de la mochila. Regreso por donde vine.

A estas alturas no puedo cauterizar el dolor, sigo pensando en él y eso es suficiente para lastimarme de nuevo. Elliot, sabía que vendría, sabía que no lo iba a abandonar. Me conocía perfectamente. Ahora bien, no sé si estoy a tiempo, si el tratamiento funcionó en él, o si en mi búsqueda encontraré singulares sorpresas que me estremezcan como estas.

Sin antes calzarme los zapatos, asciendo por el graderío derruido. Tomo asiento sobre el césped, coloco el sombrero de Elliot más la grabadora a un costado, abro la mochila y saco la caja negra; pienso en ella y gruño cuando la miro. Saco el celular de la caja y aplasto el botón de encendido. Murmuro retahílas de hechizos con el objetivo de contar con la batería suficiente.

Trago saliva cuando la pantalla se enciende y el logo de la operadora destella. Cuando el indicador de cobertura móvil se activa, el celular se sacude en la palma de mi mano. Chequeo la pantalla del celular algo entusiasmado, luego presiono un botón y los números se acrecientan.


Mi ritmo cardiaco se desactiva. Aún no estoy preparado para una nueva aventura, pero el tiempo se agota. Oprimo el botón de la bandeja de mensajes, y leo desde el más antiguo:



Todo coincide a la perfección. Me pregunto qué más no sé. Los mensajes son claros; de hecho, me informan lo que nuestro amor ya ha revelado: cascada, donde hallé su carta de auxilio; manantial, nuestro primer escondite; flecha, incluso el tiempo se ha negado a borrarla; banda, ¿acaso será la del sombrero?

Coloco el celular sobre los hierbajos, y palpo el sombrero en busca de algún significado que pueda asociar con el mensaje. Con más atención, examino la banda con mi dedo pulgar, entonces una turgente presencia me impide actuar con naturalidad. Ofuscado, rebusco debajo y encuentro una nota. Desdoblo el papel y comienzo a leer:


Amar o morir

Подняться наверх