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ОглавлениеCapítulo 2
El mutismo de la ciudad me da mucha desconfianza. Miro a los costados, atrás, adelante y viceversa; aunque la visión esté empañada por la niebla, estoy seguro que nadie me sigue.
Doy con el pasaje que queda detrás de las instalaciones del colegio. Con cierto resquemor, pego mi espalda a la pared de la vivienda adyacente y camino, tratando que las lámparas de la calzada no me localicen.
Enseguida converjo delante de un altísimo muro de bloques de hormigón, masco el miedo y lo escupo junto a una pila de escombros.
Pasmado, estudio la distancia que hay del suelo a la cima del muro, de manera que, la afasia me domina. Solo el croar de los sapos me distrae de cierta manera. Tomo un respiro hondo y dispongo ambas manos en posición.
Algunos agujeros del muro me sirven de peldaños y presas de escalada, de modo que, como si se tratase de un rocódromo asciendo. A la mitad del trayecto, con una mano desato de uno de los tirantes de la mochila el gancho de cuatro puntas, mientras que, con la otra mano, me sostengo del agujero más ancho. Tomo impulso y arrojo el gancho a la cima con mucho brío. Al tercer intento jalo la cuerda para cerciorarme que precisé en mi objetivo. Desencolo mi palma izquierda del hoyuelo, y con ambas manos sujeto el tronco de la soga. Decidido y para nada temeroso, comienzo a escalar el muro, pegando y despegando un pie, a la vez que alterno mis manos.
Jadeante, llego hasta la cúspide, donde para equilibrarme reposo ambas palmas; con esfuerzo sobrehumano retengo mi cuerpo en el aire, y con los pies amortiguados, me elevo levemente encima del muro. Tomo asiento para descansar y observar por tres segundos el vasto panorama de la academia, que está cubierto de otra espesa capa de niebla; luego, sin vacilar, coloco en dirección opuesta la rastra de pozo y desciendo. Intento no bufar demasiado, debido a la tensión que ejerce en mis muñecas la cuerda.
A un metro de mí, veo el césped de la cancha de fútbol. Me suelto y con un trampolín alivio el golpe. Zarandeo la cuerda, la halo hacia mí para recuperarla, pero fallo. ¡Bah!, cuando la encuentren ya me habré ido. A pasos gigantes y silentes, cruzo el terreno de juego que confluye con el despacho de Rosy.
Llego al salón y lo primero que hago es una inspección visual del lugar. La puerta principal por razones obvias está cerrada. Arqueo las cejas y frunzo el ceño demasiado irritado. Rodeo el despacho para llegar a la parte trasera, en donde hay un huerto escolar y una ventana grande.
Saco de la mochila un rollo de cinta adhesiva de doble cara, desprendo uno de los adhesivos y lo coloco por encima de toda la ventana. Repito el ejercicio cuatro veces, cubriendo con mayor precisión los marcos circundantes. Con un martillo puntiagudo de goma, doy varios golpes en el centro del cristal, y, tal como lo vi en algunos vídeos de YouTube, una secuencia de venas blancas se dibuja sin ningún ruido; por suerte, los pedazos de vidrios rotos se adhieren al papel adhesivo. Bien hecho. Saco unas tijeras, ensarto el filo en el espacio que hay entre los vidrios cuarteados, y recorto meticulosamente por debajo de los marcos. Es por la premura que recorto solo la mitad de la ventana. Con cuidado, desuno el papel adhesivo junto con los cristales pegados y los dejo en el suelo. Boquiabierto, visualizo el enorme hueco negro enfrente de mí.
Sin pensarlo dos veces entro en el cuarto, enciendo la mini linterna que escondí en mi bolsillo trasero y redirijo mi atención al escritorio de la esquina; abro el cajón secundario de la derecha y rebusco en el interior. Apunto con una mano la linterna y con la otra desocupo varias hojas del curso de nivelación, una calculadora y tres marcadores de pizarrón. Abro más el cajón y reviso en el fondo. Cuando doy con la cajita, la destapo para ver si sigue ahí. Sonrío.
—¿¡Quien está allí!?
Mi corazón se petrifica y mi pulso se acelera; no obstante, guardo la caja en mi mochila y cierro con muchísimo cuidado el cajón. Sigiloso, escapo por la única salida no sin antes apagar y guardar la linterna.
Me adoso a la pared del despacho, y en cuclillas me traslado hasta llegar a una de las esquinas del salón. Saco mi cabeza por un borde de la pared, y en cuanto diviso al conserje y a su sabueso inspeccionando la cuerda colgante, me pongo más nervioso.
—Vaya, vaya, Max. Parece que tenemos a un ladronzuelo rondando por aquí. Tal vez esta noche tengas suerte y consigas algo de comida extra —dice el conserje, con voz muy ronca.
Ni bien comienzo a elaborar algún tipo de plan en mi mente, los vidrios que olvidé recortar colisionan contra el piso. A continuación, se me paraliza la respiración.
—¡Por allá, Max! Este tipo no es tan astuto después de todo.
No hay tiempo para planes. Me alisto a correr una vez que los enfurecidos ladridos se tornan más fuertes. Cuando salgo despavorido por detrás del despacho, los gritos del conserje atenúan mi valentía.
—¡Allá va, Max! ¡Atrápalo! ¡Atrapa a este sinvergüenza!
Corro buscando la salida, con afán de que el perro no me alcance. Esquivo varias hortalizas sembradas en U en medio del camino, y salto varios asbestos voluminosos como un deportista profesional. A diez metros de llegar al portón, giro a la izquierda a toda velocidad, me meto entre la espesura del jardín y el aula del cuarto “D”.
Los ladridos se potencian. No lo medito y salto para alcanzar el primer brazo del árbol que crece próximo a la cerca de piedra que rodea el colegio. El perro muerde la basta de mi pantalón, así que con escalofríos muevo atolondradamente el pie derecho de un lado a otro, hasta que se este desune de mí.
Trepo para llegar al segundo brazo del árbol. Calculo unos dos metros hasta la cerca. Esta vez tampoco lo medito. Reúno las energías necesarias, y de otro espontáneo impulso salto. Jadeo fatigado, mientras cuelgo del filo de la cerca.
—¡Por acá, Max! Carajo, dónde están esas malditas llaves. ¡Max! ¡Max!
El conserje y su perro están reclamando mi cabeza de nuevo.
El portón tarda en abrirse, así que aprovecho para trepar. El asfalto está a unos seis metros de donde estoy, pero es tarde para medir el efecto de mis acuciantes decisiones. Doy con el concreto y me aturdo por un ligero instante. Me apoyo con las rodillas, pero estas requetiemblan. Con el mayor de los esfuerzos, muevo las piernas para alejarme lo más pronto del colegio. Cuando estoy en la autopista mi suerte se cosifica.
Todavía pávido y con las fuerzas restantes, me agarro de la compuerta posterior de la camioneta que se entrecruza con mi ser desertor, y doblo mis rodillas en el parachoques para agazaparme. Apenas la camioneta voltea en la primera esquina, me despido entre dientes del conserje y Max, que están desconcertados buscándome.
Una vez la oscuridad se condensa, inclino mi cuerpo encima de la compuerta, reposo, con mucha cautela, mi rodilla derecha sobre el balde de la camioneta, y hago un medio giro en el aire. Tal parece que el chofer aún no se percata de mi presencia. Eso me alienta en buena medida.