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Capítulo 4

ELLIOT

Han pasado cuatro meses, o eso sospecho. Las versiones que he escuchado en los pasillos no han sido del todo entendibles. Por alguna razón que desconozco, David, tampoco me lo aseveró cuando se lo pregunté.

Aarón no llega. Debió olvidarme. No sé con qué terminar primero, si con mis esperanzas o con mi vida. A pesar de los golpes, las pastillas, los castigos y la inanición, sus memorias no se borran de mi día a día. No hay un lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado o domingo que no piense en él. Sus «te amo», me persiguen en cada amanecer.

Debería darme por vencido.

Aún recuerdo el rostro de Aarón sin dificultad: una simetría triangular perfecta; sus ojos asiáticos, así no sonrieran, me ofrecían el calmante más poderoso cuando mi vida corría peligro. Aarón, tal vez no sorprendía con su altura; me pregunto dónde cabía tanta dulzura. Era un atleta innato, por cierto, sobresaliente en el baloncesto. Si había la oportunidad, él se calzaba sus Jordan a mitad del terreno de juego para retarme a un partido; de vez en cuando discutíamos pues me hacía ganar adrede. Su perfume amaderado se percibe aún en al aire. Era el hombre perfecto para mí... aún lo es.

Aarón, solía codificar sus dedicatorias de amor en cartas (su mantra), y solo yo podía interpretarlas. Era necesario. Servía para confundir a mi padre. Pese a que la entrega de las cartas se tornaba complicada, él siempre se las ingeniaba para hacérmelas llegar; la palabra “imposible” carecía en su vocabulario. Aarón, decía que no se inspiraba para escribir, más bien, obraba por transpiración. Para un enamorado como yo, sus mensajes eran algo así como canciones, que solo yo podía escuchar. Ahora, sigo sentado y sordo, a la espera de que su corazón mande una señal.

Desde que llegué a este lugar, tuve el presentimiento de que nuestro vínculo emocional se desconectó, por ello trato de conservar la poca fe que me sobra, pensando en que algún día él volverá.

A diario, los “enfermeros” persisten con drogarme. Son ambiciosos si creen que me curaré con esos sedantes amargos. No sé cuánto tiempo más tendré que aguardar a que uno de ellos gane la apuesta. Nadie lo sabe, pero la única cura que puede salvarme de mi padecimiento está en alguna parte de la ciudad, allí afuera, lejos, pero aquí, dentro, cerca.

Quién sabe si papá aún lo mantiene vigilado, o si desistió ya de sus maquiavélicos planes. Mi vida es incierta. No sé una mierda y eso me aterra.

El cuarto es frío, como todos los de aquí, parece una nevera. Los barrotes herrumbrados de la cama que está en medio de la habitación, me queman la piel siempre que me recuesto; parecen hielos, y el aire nauseabundo que merodea la clínica dificulta mi respiración (aunque prefiero referirme a ella como todos aquí la han nombrado: “instituto”. Así es más fácil no sentirse como uno más de los enfermos). La habitación es estrecha, de alguna manera, alimenta mi claustrofobia; solo la escasa luminosidad que se incorpora a través del tragaluz roto, de vez en cuando me trae calor y serenidad.

Soy el número diecisiete de veinte, es desagradable cómo han atinado con mi edad. Cuando llegué éramos veinticinco; los números varían muy seguido. Sí, somos muchos los de la mala suerte. Nuestros padres nos repudian y no hay nada que podamos hacer. Los que quedamos somos una familia, o al menos lo fingimos si hay la posibilidad. Según las versiones de la mayoría de mis compañeros, nos internaron con la excusa de tratar nuestra adicción a las drogas y el alcohol, por lo general es la mentira más efectiva que los padres utilizan, así se libran de las averiguaciones de la familia y los colegios. Mi caso es distinto porque no recuerdo cómo llegué a este sanatorio. Solo desperté tirado en el suelo, atado de manos, con un plátano enfrente de mi boca y un recipiente sucio con agua.

Desde que estoy aquí nadie me ha visitado, ni siquiera mis padres. Quisiera contarles que este lugar no es lo que aparenta, que experimentan con nosotros, nos privan el alimento y nos golpean si les apetece entretenerse. Es doloroso saber que tu propia familia se avergüenza de ti, y te ha abandonado en la puerta de unos desconocidos. Estoy seguro que mi familia invirtió mucho dinero para que me olvide de él y me sane, como si yo fuera una enfermedad que hay que tratar. ¿Y si lo soy, pero no me he dado cuenta? Creen que aún soy joven para enamorarme. Aunque a diario me quieran lavar el cerebro, abusaré con mis plegarias para que todo en algún tiempo, o en alguna otra vida mejore.

—¡Hey, puto! Amaneció de nuevo. ¡Qué lástima!, sigues igual.

Es Andrés. Mi nuevo apoderado.

—Pensando en qué… ¿en tu miserable vida?

El odio que me tiene solo sabotea mi recuperación. Estoy acostumbrado.

—¡Hey, putito!, ¿no escuchaste? ¿Acaso no quieres curarte?

Me desentiendo de sus improperios y le concedo a la pared una alianza.

—Así que quieres jugar.

Escucho arrastrarse por el espacio que hay entre el suelo y la puerta, la bandeja de plástico con la botella de agua más la medicina.

—Te ayudaría a tomar tus pastillas, pero estoy seguro que si entro me pasarás la mariconada —despotrica y golpea con su macana los barrotes de la puerta. Sigo sin hablar. Mis infructuosos esfuerzos no servirían de nada— ¡Bah! Pero qué más da.

La puerta se desliza y el estridente sonido anuncia la presencia del homófobo. Encauzo la mirada a los sables de luz que se meten por la rendija del tragaluz, cierro los ojos y sonrío.

—¡Hey, tú, marica! ¡Te estoy hablando! —Andrés, hala mi cabello para sentarme. Con rudeza, aprieta mi cuello hacia atrás, y con mirada inquisidora se dirige hacia mí, como si no supiera que estoy indispuesto—. No te pido que te tomes esas malditas pastillas, maricón… ¡Te lo estoy exigiendo! Es que ya no soporto estar aquí. No quiero que me contagies, sidoso. ¡Apresúrate!

Andrés toma impulso, me da un puntapié en el cachete y con su macana me roza con disimulo el ano. Lástima que la camisa de fuerza impida el reflejo de mi incalculable enojo. Solo le regreso a ver con odio.

—¿Tratas de amenazarme? Ja, ja, ja. Como si pudieras. Esa mirada lo delata. ¡No me mires, puto! —impera.

Andrés, presiona los cerrojos de mi camisa y me sienta.

—A ver... A ver… ¡Abre la maldita boca! —retuerzo mi rostro para zafarme, pero la brutal fuerza de sus gigantescas y hediondas manos no me deja—. Pero cuidado con chupármela, ja, ja, ja… Traga, marica, quizá te cure la enfermedad —nuevamente intento zafarme, pero fallo—. Abre más, putito… para el agua.

La boca de la botella golpea bruscamente en mis incisivos, incluso así contengo el dolor. Simulo tragar las pastillas, pero las escondo debajo de mi lengua. Para Andrés es un espectáculo, así que finjo mi más sobresaliente actuación bebiendo el agua que más quepa.

—Así nos entendemos mejor, putito. Así me gusta, que no andes de resabiado.

Prosigo con mi pantomima y con la mirada en la pared me recuesto de nuevo.

—Bye, bye, putito.

Cuando Andrés sale, lentamente me muevo hacia la entrada, me percato que está lo suficiente lejos, me paro aprisa sobre la cama, apunto la boca hacia el tragaluz, y con energía disparo las dos pastillas; ambas se pierden en el horizonte.

Es complicado no llorar. Todos los días es lo mismo. Han experimentado conmigo como todos aquí. Quieren doblegar mi espíritu y abrir más las heridas de mi alma. No se cansan. Dios se ha olvidado de mí, me ha abandonado como todo el mundo.

Amar o morir

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