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Оглавление1. El estudio de la forma en la historieta: la viñeta
El auge de la historieta en determinadas épocas del siglo XX y su conversión en un arma contracultural en los años sesenta y setenta en el contexto europeo fomentó el deseo de debate en torno al medio. Primero fueron algunos historiadores los que intentaron desentrañar el desarrollo y las tendencias del medio. Más tarde, las escuelas de dibujo empezaron a asumir la tarea docente y establecieron algunos de los elementos constitutivos tomando como modelo la labor de grandes autores y fomentando, asimismo, una norma narrativa implícita y dominante. Finalmente, aparecieron algunas aproximaciones disciplinares y la historieta fue sometida a un progresivo despiece para buscar sus unidades y su naturaleza. Sin embargo, el grueso del análisis de las viñetas se orientó hacia el territorio de la semiótica y hacia la reflexión en torno a la adscripción cultural del tebeo, pero raramente se integró el debate dentro de la tradición de los estudios sobre la narración por una parte y en la historia del arte, por otra.1
Quizá por esta suma de circunstancias, cuando en La imagen visual: su lugar en la comunicación (1972) E. H. Gombrich se lamenta por la ausencia de una tradición de estudio de las complejas convenciones iconográficas de la historieta, lo hace, a la par, de la ausencia de una atención primera hacia su forma, hacia los elementos que, de un modo objetivo, integran el medio y sostienen sus códigos. Si la ficción constituye un discurso representativo que evoca un universo de experiencia, entonces sus mecanismos íntimos se organizan en torno a la actorialización, la espacialización y la temporalización, y en su centro aparece la veladura que muestra un universo coherente y, por consiguiente, capaz de cobijar el misterio. Pero para sostener ese misterio, se necesitan en primer lugar una serie de mecanismos formales, en segundo lugar una agrupación de técnicas narrativas y en tercer lugar los procedimientos relacionados con el modo de mostrar, es decir, aquellos que estudia la iconografía.
Siguiendo la recomendación de Gombrich, convendrá estimar en primer lugar los elementos formales que constituyen la historieta para iniciar un viaje al principio del cual cabe situar la idea de morfología, que, según Goethe, posee la propensión de constituir una ciencia particular y que, en su afán por la disección de las partes, constituye el punto de partida de las tentativas formalistas. Es un formalista, Boris Eikhenbaum, quien señala de un modo más sintético la necesidad de delimitar la noción de forma para poder definir el objeto analizado: «Con la evolución de la técnica y la concienciación de las múltiples posibilidades del montaje, se estableció la distinción —necesaria y específica de cada arte— entre material y construcción. En pocas palabras, surgió el problema de la forma».2 La forma es el motivo de investigación que resurge con mayor insistencia a lo largo del conjunto de los trabajos formalistas, desde Yury Tynianov hasta Adrian Piotrovski o Víctor Sklovski.
El punto de partida que toma Sklovski cuando decide evaluar la noción misma de forma es la definición que Kant ofrece de la música como forma pura, «constituida por una serie de sonidos diversos por intensidad y por timbre, es decir, de sonidos altos y bajos que se suceden alternadamente. Estos sonidos están reunidos en grupos, y entre cada uno de esos grupos se establece una determinada relación. En la obra musical no hay nada más» (Sklovski, 1971: 28). Conforme a esta referencia, Sklovski decide comparar literatura y cine, del mismo modo que un siglo y medio antes y en otros términos Lessing había comparado poesía y pintura. La singularidad de la propuesta de Sklovski es que, bajo su punto de vista, la especificidad de cada forma de expresión no estriba tanto en elementos estructurales como materiales, cuestión en la cual coincide con muchos literatos, como por ejemplo Victor Hugo, para quien lo difícil no es dominar el arte de la rima, sino «rellenar de poesía la distancia entre las rimas», es decir, dominar el material específico de la forma expresiva.3
Pero ante la imagen, la secuencia de imágenes y la secuencia cinematográfica, Sklovski se encuentra con un problema fundamental: por lo general, la expresión precede al signo. Esta circunstancia, que se acusa todavía más en el caso del cine a causa del vínculo ontológico que este guarda con la realidad, constituyó un escollo productivo para la teoría formalista, ya que animó a teóricos como Tynianov a investigar el salto que media entre el material y la sintaxis. Para comprender el salto entre el material y los mecanismos de la expresión, acuñó las nociones de construcción y principio constructivo, y afirmó que aquello que caracteriza a cualquier representación es la desvinculación del objeto representado de su base de reproducción material en la realidad: «En una narración, Chejov muestra a un niño que dibuja un gran tipo y una casita. Tal vez es así cómo procede el arte: la dimensión es desvinculada de su base de reproducción material para transformarse en uno de los signos semánticos del arte».4 El interrogante que surge de inmediato tras esa afirmación es cómo se produce la ruptura en cada medio y, por lo que respecta al presente estudio, en aquellos que parten de la secuencia como modelo de configuración.
La historieta, como la pintura y a diferencia del cine, no reproduce la realidad mediante un artificio técnico. Tiende, en consecuencia, hacia una codicidad más fuerte, que Gombrich, tomando como referencia la búsqueda formalista de la especificidad de cada medio, ha intentado delimitar en Expresión y comunicación (1962: 57): «La expresión de la emoción se produce mediante síntomas (tales como el rubor o la risa) que son naturales y no aprendidos; la comunicación de la información, mediante signos o códigos (tales como el lenguaje o la escritura) que se basan en convenciones […] Nuestra habla hace uso de símbolos convencionales que han de aprenderse, pero el tono de voz y la velocidad de pronunciación sirven como salida para algunos síntomas de emoción que pueden ser captados incluso por niños pequeños o animales […] Si queremos mirar el arte desde el punto de vista de la comunicación y la expresión, debemos empezar, pues, por colocarlo en algún punto entre esos extremos. Los símbolos y emblemas tradicionales que hallamos en la pintura religiosa pertenecerían a uno de los aspectos; los síntomas de emoción que creemos detectar en las pinceladas del pintor, al otro aspecto».
Tynianov y Sklovski coinciden en señalar que el material que sustenta la secuencia cinematográfica es el movimiento-acción, una definición que prefigura la noción de imagen-movimiento merced a la cual el filósofo Gilles Deleuze (1984, 1987) trabara un complejo sistema de aproximación filosófica a la secuencia de imágenes eligiendo el tiempo como núcleo central de toda su meditación. El movimiento-acción constituye, pues, el material sobre el que se establece la forma, y esta genera su propio contenido. Los caracteres ideológicos o simbólicos, no excluidos del formalismo, son puros fenómenos de la forma. De acuerdo con teóricos neoformalistas como David Bordwell y Kristin Thompson, este modo de concebir la forma expresiva se encuadra en el marco histórico de las aportaciones de Eisenstein, Kulechov, Dziga Vertov y la vanguardia soviética, y definen el criterio general que rige su metodología teórica como un punto de vista que no se basa en la estética sino en la técnica (techné-centered), en los materiales básicos de la labor artesanal, «the basic materials of the artisan’s craft» (Bordwell y Thompson, 1993: 112).
1.1. El modo de imitación
Conforme a la perspectiva basada en la técnica, la historieta se caracteriza por emplear materiales muy semejantes a los del dibujo y la ilustración, por situarse en un estado intermedio de codificación como el que postula Gombrich para la pintura. La sintaxis de sus recursos expresivos se organiza, además, en función del criterio del movimiento y la acción. No obstante, en un nivel de profundidad mayor aparece sustentada por la configuración visual secuencial, cuyos condicionamientos no admiten ser abordados desde una perspectiva exclusivamente centrada en la forma, aunque sí en la técnica, si se concibe esta noción de un modo amplio. En cualquier caso, los diferentes rasgos formales del dibujo y la pintura se reiteran en la historieta conforme a un principio constructivo elemental y discernible, si bien se hace necesario integrar la aproximación formal a la historieta en un doble marco: el que ofrece su propio modo de imitación, basado en la articulación de imágenes discontinuas, y la configuración de normas históricas para paliar la discontinuidad.
Para definir este concepto, resulta indispensable retrotraerse hasta las fuentes platónicas. Por imitativa, Platón entiende la poesía que depende de leyes propias de verosimilitud y no de verdad, y marca un rechazo hacia todo punto de partida imitativo. Al distinguir tres grados de imitación —en primer lugar, la esencia del objeto; en segundo lugar, la realización material del objeto, y en tercer lugar, la imitación de la realización material, que es responsabilidad del artista y se resuelve en pura apariencia—, Platón subraya sobre todo que crear una imagen es seleccionar algunos rasgos de la realidad y no realizar un duplicado. En la historieta, esa cuestión acrisola un valor más importante, si cabe, que en la pintura, ya que es necesario que esa selección llegue al máximo posible, para que «la acumulación de trazos» no estorbe a la narración. Por eso, y siguiendo a Aumont (1992: 107), resulta necesario distinguir entre la representación, la duplicación, la ilusión y el simulacro para alcanzar, finalmente, a aproximar el modo de imitación de la historieta.
La representación, en términos estrictos, es el proceso por el cual se instituye un representante que, en cierto contexto limitado, ocupará el lugar de lo que representa. Así, se puede entender que, una vez establecido ese pacto inicial, sea posible leer historietas experimentales como las de los grupos Bazzoka o OuBaPo, en las que un objeto puede asumir el papel protagonista. Asimismo, ese mecanismo intrínseco de la representación es el que sostiene historietas como The Long and Unlearned Life of Roland Gethers (1993), donde Shane Simmons teje todo un relato de más de siete mil viñetas a partir del diálogo entre dos pequeños puntos. Atendiendo a ciertos casos límite como el mencionado pero dentro del ámbito de la pintura, Nelson Goodman refuta en Los lenguajes del arte (1974) el carácter motivado de la representación, y sostiene que se trata de un fenómeno esencialmente arbitrario. Aparece, además, como un problema derivado de la denotación y, en última instancia, de la simbolización.
La ilusión, por otra parte, es el límite de duplicidad al que tiende la representación entendida en un sentido estricto como mímesis. Se trata de la cualidad que durante siglos se atribuyó a pintores como Zeuxis, pero por encima de cualquier otro a Apeles, el pintor de la corte de Alejandro Magno, elogiado por Plinio el Viejo y del cual no se ha conservado obra alguna. La era del cine y la fotografía ha permitido ordenar todas esas cuestiones en torno a otra noción: la analogía, que inviste a la imagen del valor duplicado del espejo y de la cualidad de mapa, ya que la imitación de la naturaleza pasa por esquemas mentales múltiples. A diferencia de los autores más antiguos —Wölfflin, Riegl, Berenson— y enfrentado a problemas nuevos, Gombrich ha evaluado una cuestión que ostenta una estrecha relación con las anteriores y que posee una importancia determinante para la historieta: la cualidad sustitutivo-material de la imagen.
Así, en «Meditaciones sobre un caballo de juguete o Las raíces de la forma artística» (1998), Gombrich parte de la reflexión acerca de un caballito de madera para desarrollar un trayecto teórico que deja atrás tanto la noción que postula la imagen como una estrecha reproducción de la realidad como la contraria, en la que el artista es señor de todas las cosas y no adeuda nada a la realidad. El caballo de juguete, una tosca cabeza labrada en la punta de un palo de escoba, no reproduce la forma externa de un caballo, tal como requeriría la definición que los diccionarios ofrecen de imagen y de representación. El niño que juega con ese objeto y lo denomina caballo es consciente de que no reproduce con fidelidad al animal, y por supuesto no lo contempla dentro de la clase de los caballos. «El palo no es un signo que signifique el concepto caballo, ni es el retrato de un caballo individualizado. Por su capacidad para servir como sustitutivo, el palo se convierte en caballo por derecho propio» (Gombrich, 1998: 2). André Malraux (1947) se ha referido de un modo similar a las representaciones religiosas, donde el fenómeno es más obvio, ya que el artista medieval era consciente de que el crucifijo no era Jesucristo ni un muerto, cuando formaba parte de una tumba, sino que lo representaba con un grado de sustitución igual al que comenta Gombrich.
A causa de su inherente condición narrativa y su disposición secuencial, la tensión entre representación y sustitución en la historieta difiere de la que caracteriza a la imagen única. Su valor se desplaza, de modo natural, hacia la mostración. Por consiguiente, apenas existan unos trazos, manchas o volúmenes reconocibles, aunque su figuración no sea muy acusada, el lector tendrá la sensación de asistir a una escenificación dinámica, como en el ejemplo mencionado de Shane Simmons. Pero las viñetas no solo registran una natural tendencia hacia la diegetización, sino también hacia la pura ilusión transparente. Tanto es así, que resulta muy difícil subrayar o hacer conscientes ciertas convenciones, como la de los globos o filacterias, que, a primera vista, pueden parecer muy artificiosas. En una historieta dibujada por Greg y titulada «Pour faire une bonne bande dessinée, que faut-il?», el célebre y orondo personaje cómico Aquiles Talón requiere la ayuda de un accesorista, versado en las filacterias, para que corrija la suya.5 El atrecista se acerca con una escalera de mano, descuelga el bocadillo de Talón y lo recorta de tal manera que mantenga las proporciones y se acomode al estilo visual del relato.
Componer los globos como piezas sólidas en el estudio parece ser, como señala de un modo cómico Gennaux en L’homme aux phylactères (1987), el secreto para cocinar una buena historieta. Este juego expresivo, que Thierry Groensteen (1990) ha denominado «travestismo del código», subraya los propios rasgos de la historieta a partir de la reproducción, distanciada y humorística, de un mecanismo teatral o cinematográfico. Gracias a él, Greg expone una característica de gran relevancia en la historieta: la suspensión de la incredulidad adquiere en ella un régimen particularmente severo de absorción del lector. Aunque la selección de rasgos a la que se refiere Platón sea extremadamente depurada, la ilusión y la duplicidad se sobreponen a cualquier otra percepción. Así, en la plancha del 14 de julio de 1940 de Bringing Up Father, del dibujante George McManus, el divertido padre de familia que la protagoniza y le da título pasea por la casa, aburrido y con insomnio. Y, antes de volver a la cama, concluye mirando al lector: «He telefoneado a McManus, pero todavía no se ha despertado! Así que no sé qué hacer…».
También uno de los padres de la historieta europea, Alain Saint-Ogan, el maestro de Hergé en cuestiones de estilo gráfico, emplea esta permeabilidad entre la ficción y la realidad. En una de sus planchas de 1928 se presentaba a sí mismo como personaje, diciéndole al protagonista de la tira, Puce: «Monsieur Puce… C’est moi qui raconte vos aventures dans Dimanche Illustré. J’espère que vous voudrez bien me donner quelques détails inédits». Esta idea de que el mundo posible de la historieta se extiende mucho más allá de los espacios entre viñetas la han sabido plasmar con particular acierto el guionista Christian Godard y el dibujante Ribera en un tebeo de ocho páginas titulado «Je suis un héros de bande dessinée» (1970). En ella, describen la labor cotidiana del historietista como una rutina, que cada mañana le conduce a unos estudios poblados por técnicos, iluminadores y encargados de vestuario. Allí, los actores posan durante horas, estáticos, mientras el dibujante concluye la viñeta, y algunos encargados se ocupan de las filacterias, globos o bocadillos que contienen los textos que surgen de la boca de los personajes.
Esa misma idea de infiltrar realidad y viñetas y de utilizar excusas como el código cinematográfico para hacer posible que la historieta se enfrasque en sí misma ha permitido al guionista Tiziano Sclavi desarrollar una extraordinaria serie, con ayuda del dibujante Atilio Micheluzzi: Roy Mann (1987) tiene como protagonista a un dibujante de historietas que posee el poder de incorporarse a sí mismo a los tebeos que dibuja para la revista Historias Increíbles, pero la discontinuidad obra como un trampantojo a medio camino entre historieta y cine. El marco de la viñeta, en todos estos casos, simula otro código, o se traviste con los atributos de otra forma expresiva, la de la cámara cinematográfica, y apela en consecuencia a la analogía. Uno de los ejemplos más bellos y sutiles de esta simulación analógica se encuentra en el álbum Rencontres (1984), una historieta del detective Alack Sinner a cargo de los argentinos José Muñoz y Carlos Sampayo. En el interior de una viñeta aparecen representadas, una junto a la otra y sobre la misma línea de fuga, dos escenas simultáneas: un asesinato que tiene lugar en la calle y la mano del dibujante, que reproduce el dramático acontecimiento mientras tiene lugar ante sus ojos, sobre la superficie de la página.6
Muñoz-Sampayo, Alack Sinner, Encuentros y reencuentros (1984).
La historieta, sin embargo, no mantiene ningún vínculo fotográfico con los objetos reales, ni tampoco posee la capacidad de reproducir el movimiento en el curso de su duración, como hace el cine. Este conserva y embalsama situaciones que imponen su propio tiempo, un tiempo ya acontecido que, a través de la proyección, convierte las apariencias en figuras de la ausencia, en espectros rescatados del reino de las sombras, tal como dijera Máximo Gorki del cine tras ver una primera proyección en 1896.7 Por el contrario, las viñetas no tienen tiempo propio sino que se confían al que les otorgue el lector, y casos como los anteriores —bien se trate de rebeliones de los personajes dignas de dramaturgos como Luigi Pirandello o Samuel Beckett, bien de simulaciones de la analogía foto-cinematográfica— muestran que ha tendido a priorizar la ilusión y la duplicidad por encima de cualquier otra cualidad, sobre todo en el marco de los modos históricos que serán descritos en el siguiente apartado.
Más excepcionales resultan casos en los que la autorreflexividad no se encarna en el simulacro de otro código, sino que juega con la propia materia de la expresión de la historieta. Se trata, de hecho, de casos de despojamiento del código en el sentido que daban a esta expresión los formalistas rusos y que preserva Thierry Groensteen (1990): un alejamiento puntual entre los procedimientos expresivos y su motivación habitual o, como quería Benveniste, una falta de coincidencia entre la historia y el discurso a causa de la pérdida de transparencia y transitividad de este último. Un ejemplo de las muchas modalidades que posee ese despojamiento lo ofrecen Alfredo Castelli y Alessandrini & Filipucci en una de las más singulares entregas de la serie Martin Mystère. Il mystero delle nuvole parlanti es una historieta concebida para conmemorar el centenario oficial de la historieta, en 1996, en la que se produce un efecto fantástico de vaciado del código y de separación entre la historia narrada y el discurso creado cuando Martin y su fiel compañero Java, un neandertal rescatado de las fauces del pasado, transitan por una acumulación de viñetas que homenajean historietas históricas, desde Hogan’s Alley (1894), de Richard Felton Outcault, hasta Batman (1939), de Bob Kane, pasando por Krazy Kat (1913-1944), de George Herriman, o El príncipe Valiente (1937), de Harold Foster.
El encuentro con la sucesión de viñetas se revela, finalmente, justificado por el relato a través de la existencia de un supuesto parque temático llamado Cartoonland, que explica el territorio fantástico por el que desfilan Martin y Java en el prólogo de la historia. Sin embargo, resulta inquietante el protagonismo que el propio código adquiere en ese brillante inicio, pues el único argumento de continuidad son los cuerpos de los protagonistas, frente a una sucesión de ventanas que se abren hacia los mundos posibles de diversas historietas sobre las que se forja, en realidad, un discurso histórico. A esa especie de lección benjaminiana y godardiana de historia discontinua a través de la imagen se le suma la explicación final, no menos inquietante: un parque temático basado en ambientes plenamente discontinuos que únicamente serían hilvanados por el desplazarse de unos visitantes que no sabrían, exactamente, en qué punto irían alcanzando, cubriendo y superando la frontera de la discontinuidad, ese espacio entre viñetas que facilita la transformación y que, para crear el efecto deseado, se acopla al verdadero blanco intericónico de la historieta en la introducción.8
Otro ejemplo, todavía más radical, de ese despojamiento, lo ofrecen Sasturain y Breccia en Dibujar o no (1993), donde la resistencia a que los dibujos cobren continuidad se convierte en metáfora de una dictadura. Y Muñoz y Sampayo, de nuevo en Rencontres (1984), presentan, en la página 109, diversas viñetas consecutivas mostrando un diálogo que encuadra únicamente las filacterias, es decir, deja fuera de cuadro a los interlocutores. El recitativo de la última viñeta, que parece querer invocar el retorno de la imagen, justifica ese procedimiento: «Y eso fue. Sin más testigos que nosotros mismos. ». A pesar del enorme grado de implicación narrativa, el relato gráfico no se contenta con demostrar su habilidad para trastocar las coordenadas de su propio manejo de la realidad, con separar historia y discurso, sino que devuelve al lector su propia mirada y le advierte —como en la pintura y el cine manieristas, como en las obras de Velázquez, Hitchcock o Manoel de Oliveira— que está a merced del narrador, pues de este último depende su condición de voyeur; a él se debe la gestión de la información diegética o, visto desde la perspectiva opuesta, la selección de la mímesis.
La autorreflexividad puede tomar una infinidad de formas en la historieta. Un pionero como el dibujante Ramon Escaler experimentó con ella en tan temprana fecha como finales del siglo XIX, dando por ejemplo forma de epístola a una de sus entregas en la publicación barcelonesa La Velada, empleando técnicas muy innovadoras para la época e introduciendo un deliberado factor de discontinuidad para relatar la construcción de una historieta: Escaler se pone en escena a sí mismo ante una enorme página, escanciando una serie de puntos sobre el blanco inmaculado de su superficie que, merced a la imaginación, cobran vida en una serie de viñetas que establecen una serie paralela con respecto a las que escenifican su labor. De un modo todavía más incisivo, la serie Krazy Kat, de George Herriman, fue, desde principios del siglo XX, el espacio más fértil para que cundiese toda una poética de la metarrepresentación, con una cantidad de derivaciones, incursiones e indagaciones enorme en todas las posibilidades del medio.
Arriba, a la izquierda: George Herriman, Krazy Kat, página dominical del año 1939. A la derecha, la página correspondiente al 5 de enero de 1905 de Dreams of the Rarebit Fiend, de Winsor McCay. Abajo, y también de McCay, la plancha del 24 de septiembre de 1905 de Little Sammy Sneeze, donde McCay ensaya un modelo de gag heredado de los zootropos y praxinoscopios del siglo XIX y una estructura constante alrededor de la irreprimible tendencia a estornudar del protagonista.
En Metamaus (2012), Art Spiegelman reflexiona sobre el proceso de producción de su obra más conocida, Maus (1977-1991). En Le défi (avec l’abbé Pierre) (1994), Baudoin encapsula una historieta dentro de otra, como proceso de investigación que plantea los límites y la disposición de la expresión discontinua para aprehender la vida.
La fotografía y el cine, que en una obra como M. (2008) (a la izquierda), de Jon J. Muth, toma como modelo la película homónima de Fritz Lang, se incorpora directamente en el caso de El fotógrafo (Le photographe, 2005), donde Guibert intercala sus viñetas con las instantáneas realizadas en Afganistán por el fotógrafo Didier Lefèvre.
Una de las planchas de Krazy Kat correspondiente al año 1939 muestra al travieso ratón Ignatz que, tras hacerse con un pincel y un bote de tinta, traza un segundo cuadro en el interior de la viñeta en la que se encuentra. Allí se dibuja a sí mismo con un ladrillo en la mano, que lanza sobre la gata Krazy. Puesto que el delito ha sido cometido dentro del espacio de la representación, el policía Ofissa Pupp no puede detener a Ignatz. Pero sí puede —y de hecho lo hace— arrebatarle el pincel para encerrar al doble del ratón tras las rejas de una prisión dibujada. Este mismo artificio ha sido reproducido por Jerry Dumas y Mort Walker en una de las tiras de la serie Sam, en la que el personaje protagonista decide dibujarse mejor y, para ello, le arrebata el lápiz al propio artista.9 El dibujante Walthery, además, ha sabido extraer el drama de una situación similar al relatar la lucha de un pequeño personaje, cuyo esbozo ha quedado inconcluso, por dibujar sus propias piernas.
Pero todos estos ejemplos, aunque se sitúan dentro de una ficción secuencial y en un desarrollo espacializado, solo explican un aspecto de la mímesis: el que entronca con la pintura o, por decirlo de un modo más anecdótico, el que se desarrolla sobre la lógica representativa de la profundidad de campo. Es posible ratificar que en ninguno de los casos expuestos de travestismo y despojamiento del código aflora a la superficie la naturaleza discontinua del viñetado. Pueden extraerse, además, las siguientes conclusiones: 1) que la historieta posee una fuerte tendencia hacia la diegetización, hacia la creación de universos de ficción pregnantes; 2) que la elucidación de los códigos es excepcional y se enmascara bajo apariencias cinematográficas o vindica los artificios miméticos propios de la pintura; y 3) que bajo el punto de partida de la sucesión gráfica, la mímesis, pautada por los espacios entre viñetas, persigue conseguir una continuidad a priori inexistente. Para poder hacer salir a la superficie esa discontinuidad es necesario acudir a ejemplos donde se encuentran el despojamiento del código y la heterogeneidad estilística.
Por heterogeneidad estilística cabe entender el cambio de registro visual dentro de una misma historieta o la coexistencia de documentos visualmente heterogéneos o irreductibles sobre la página. Aunque el manga, por ejemplo, suele recurrir a la diferencia de estilos en algunas series de fondos realistas y personajes estilizados —procedimiento que tiene su ejemplo más radical en la obra de Shigeru Mizuki—, su uso habitual no le hace ser motivo de ruptura diegética y no es causa de una evidenciación de la discontinuidad. Por esa razón, conviene examinar el mismo fenómeno en tebeos donde la heterogeneidad de estilos empaña por completo la ventana de la mímesis. Autores tan diversos como Crespin y Druillet en los años setenta, Fernando de Felipe en los ochenta y Dave McKean en los noventa o Emmanuel Guibert e Yslaire en el siglo XXI han incorporado fotografías a sus historietas, y el colectivo Bazzoka (Olivia Clavel, Kiki, Picasso y Lulu Larsen) hizo del collage su principal arma gráfica.10 Pero uno de los historietistas que más sutilmente ha sabido jugar con la heterogeneidad como forma de subrayar la discontinuidad es, muy probablemente, Josep Maria Beà.
En un lugar de la mente (1981), La esfera cúbica (1982) e Historias de la taberna galáctica (1979), de Beà, consiguen crear una histerización de la mímesis a través de la fragmentación de estilos y sin necesidad de emplear fotografías. Cuentos de Peter Hypnos (1976) y Mediterráneo (1985) simplifican el fenómeno de heterogeneidad al reducirlo a dos estilos de fondo: el arte óptico en el primer caso —que se halla en la línea de otros historietistas de la época, como Guido Crepax o Enric Sió— y la fotocopia degradada en el segundo. Pero donde mejor se aprecia el fenómeno de la discontinuidad es en la brevísima historieta Mi primer libro.11 Beà, a la manera de las Novelas en imágenes de Max Ernst, descompone cada una de las dos páginas que la integran en seis viñetas iguales, a modo de damero, y las ocupa con una serie de figuras grotescas, realizadas con collages de ilustraciones de la Enciclopedia, y de frases inconexas —«sesito come el karswito; qué bonita es mi abuelita; nos pasean en un cesto; mi mamá me mima; mi hermanito está llenito»—, como si de un absurdo catálogo de balbuceos se tratase.
Las viñetas de la historieta de Beà crean sentido por adición, conservan su valor individual y, en cierto sentido, eluden la continuidad narrativa de un modo que parece anunciar la labor que Carlos Nine ha desarrollado con posterioridad. Además, permiten verificar algo que en los ejemplos de autorreflexividad anteriores permanecía encubierto, pues a primera vista en ellos el fenómeno de la sustitución no parece poseer características diferentes a las que tiene en la pintura. Al eliminar la ilación entre viñetas, Beà lleva a su límite la propia noción de historieta, y pone de relieve que la configuración secuencial del tebeo es una forma de aprehender una doble ausencia: a) la de la memoria de un relato, que es una ausencia compartida por todas las formas de expresión narrativa; b) la de la experiencia del movimiento en el tiempo. Esto es lo que diferencia al fenómeno de la sustitución en la pintura y la historieta: la propia disposición en secuencia de las imágenes estáticas es el sustitutivo que facilita la recomposición de la doble ausencia y la hace evidente.
A diferencia de la pintura, las viñetas de una historieta no constituyen una serie de ventanas —aunque Beà y otros autores jueguen en ocasiones con esa tensión—, sino un conjunto mimético y una suma de restituciones y reproducciones. De esta manera, la voluntad de ocupar la página con viñetas y de espacializar el tiempo conforme a la figura retórica de la hipotiposis o ekfrasis, que define la traducción de las percepciones espaciales en el texto verbal mediante la dilatación del tiempo del discurso y la expresión con respecto al tiempo de la fábula —su voluntad es, por lo general, descriptiva—, es lo que caracteriza el modo que la dialéctica entre mímesis y sustitución adopta en la historieta. Los ejemplos expuestos demuestran, además, la dificultad que el abismo de la autorreflexión interpone a la plasmación de este fenómeno sustitutivo, como Greg ha demostrado en la mencionada «Pour faire une bonne bande dessinée, que faut-il?». El personaje, que da una charla sobre la historieta, revisa los conceptos de cuadro, viñeta o personaje como si fuesen ajenos a sí mismo, pero cuando llega a la noción de filacteria, después de que el atrecista la recorte, se ve obligado a constatar: «Voy a hablar por todas partes excepto en el bocadillo, que está aquí para explicar que es dentro de él donde yo hablo».
Probablemente, la dimensión mágico-sustitutiva de la representación historietística no ha sido nunca mejor expresada que en las palabras de Federico Fellini. Este cineasta, que en los comienzos de su carrera trabajó como dibujante de historietas, decía que el carácter físico y material de las viñetas se asemeja a las mariposas muertas, cada una de ellas fijada con un alfiler y dispuesta en un orden estricto. Lo que consigue la mirada del lector, al recorrerlas, es devolverles el aleteo, restituir en ellas el aliento del tiempo. Todos los mecanismos de adquisición del sentido se acomodan en la historieta a esta doble naturaleza sustitutivo-mimética: la lectura y el análisis paradigmático y sincrónico de las viñetas, el análisis sintagmático de las tiras y la lectura tabular de las planchas, la encarnación del sentido en la forma de los cuadros, el ensamblaje de textos y filacterias, el choque de elementos yuxtapuestos por el montaje visual, las elipsis temporales, la composición de las imágenes y la textura del trazo, el color o su ausencia.
Así pues, si la forma de la historieta se cifra en la secuencia, la funcionalidad de las convenciones de la norma dominante va encaminada a encubrir el sistema de restitución, que pertenece al propio material expresivo de la historieta, bajo la apariencia de una mímesis continua. De esta manera, se entiende que el escritor norteamericano Paul Auster, al referirse a la adaptación en forma de historieta que David Mazzuchelli ha realizado de su novela Ciudad de cristal (City of Glass, 2004), afirme que el resultado se asemeja al guion gráfico de una película, pero, a la vez, es mucho más satisfactorio, porque «las imágenes del cómic son a tal extremo abstractas que aquellas que tenemos en la cabeza consiguen permanecer intactas» (Charest, 1995). Esta cuestión parece ser el eje y fundamento sobre el que el propio Mazzuchelli ha trabajado en Asterios Polyp (2012) al abordar, en torno al itinerario vital de un profesor de arquitectura, un auténtico compendio de recursos que hacen realidad la idea, formulada por Art Spiegelman al respecto del clásico Dick Tracy (1931-1977), de Chester Gould, de que construir una historieta no es ilustrar una historia sino, ante todo, gestar diagramas narrativos que contengan tiempo.
Tanto si se trata de una cuestión de selección como si se integra dentro de los fenómenos de denotación, la combinación de mímesis y sustitución en la historieta implica un aparato de restitución trabado en torno a la discontinuidad. Si bien semióticos como Ricardou (1978), Baetens (1993, 1998), Jean-Claude Gagnon (1988) u Olivier Deprez (2001) concluyen que la consecuencia de esa característica es que la historieta acaba teniendo como tema principal el registro de su propio proceso, su integración en el debate acerca de la mímesis que se remonta a Platón y Filóstrato da cuenta de cómo, a partir de la discontinuidad, se erige una serie de sistemas cuyo objetivo es crear una ilusión de tiempo a partir del espacio. Las normas, sobre las cuales se establece cualquier clasificación, permiten no solo acotar la definición de los elementos formales de la historieta, sino también verificar cómo estos se ponen al servicio de un objeto de lectura que implica mecanismos mentales específicos y con un importante valor de cooperación y restitución del lector.
De arriba abajo: Carlos Nine, Los tangos de Keko (1991); Federico Fellini, Gepi, la bomba atómica (1940); Auster-Mazzucchelli, Ciudad de cristal (City of Glass, 2004); David Mazzuchelli, Asterios Polyp (2012).
En Dibujar o no (1993), Juan Sasturain y Alberto Breccia construyen una alegoría sobre las dictaduras a partir de una incursión en la reflexividad sobre el código. «Había una vez un país muy dibujado […] con un gobernante marino […] despótico y brutal, que no sabía dibujar. Despótico y brutal porque no sabía dibujar. Y la gente del pueblo vivía pobre y oprimida. Pero dibujaba. Y dibujaba todo siempre», con ese comienzo, la historieta presenta los efectos de la prohibición militar y del dibujar, los asesinatos selectivos, la represión sobre los propietarios de las superficies dibujadas y, finalmente, la muerte del propio dictador a manos de sus fieles cuando, a punto de violar a una joven, descubre su torso tatuado.
1.2. Las normas: modos históricos y elementos constitutivos
En el conjunto de los estudios dedicados a la historieta, existen aproximaciones históricas generales, como las de Blanchard (1974) o Peeters (1993), monografías sobre ámbitos geográficos e históricos concretos, como los libros sobre el manga de Fredéric Schodt (1988), y sobre la historieta estadounidense de Thomas Inge (1990) y Nicky Wright (2000), y acercamientos disciplinares, en particular desde la semiótica. Destacan, además, los estudios sobre el sustrato mitológico, los procedimientos de lenguaje y sus implicaciones culturales de autores como Gino Frezza (1978, 1987, 1995, 1999). Sin embargo, no es posible reseñar la existencia de ningún trabajo que aborde la historia del tebeo delimitando categorías históricas desde un punto de vista formal. En vista de la necesidad de establecer, aunque solo sea demarcándolas y sin entrar en la minuciosa tarea de describirlas de manera prolija, algunas de esas categorías, conviene explotar la noción «modo de imitación». En efecto, esta categoría, que arraiga en las normas estéticas del estructuralista checo Jan Mukarovski (1964, 1977), puede facilitar algunos asideros mínimos a la hora de reconocer grandes escuelas con una serie de rasgos estables en la prolija, vasta y plural producción que ha alumbrado la historia del tebeo.
Desde este punto de vista, y tomando como referencia la labor que David Bordwell ha desarrollado para establecer los grandes modos históricos de narración cinematográfica, cabe discernir tres grandes modos históricos de narración en la historieta: el clasicismo estadounidense, el clasicismo francobelga y el manga. Cada uno de esos modos ofrece un conjunto de opciones sintagmáticas formales y narrativas a los autores que desarrollaron su labor dentro de ellos o que todavía la toman como referencia de su trabajo fuera del contexto histórico preciso en el que dichos modos cundieron. La tendencia al establecimiento de una norma, previa incluso a la definición de esos tres grandes modos históricos, es algo que se aprecia en tan temprana fecha como los primeros años del siglo XX, cuando, por ejemplo, Forton, en Les pieds nickelés (1905), consigue que los protagonistas —Croquignol, Filochard y Ribouldingue— no solo resulten anárquicos por lo que puedan hacer o decir, sino porque sus movimientos, su lenguaje de argot, sus gestos y su presencia en la viñeta vulneran una serie de usos más o menos institucionalizados a los que se puede ligar, por ejemplo, el meloso carácter de Bécassine (1905), de Caumery (Maurice Languereau) y Pinchon (Émile-Joseph Porphyre), o el tipo de aventuras publicadas en revistas francesas coetáneas, como La Semaine de Suzette, que ya en los primeros cinco años del siglo había establecido un conjunto mínimo de normas estables.
No obstante, es posible tener la percepción de que esa serie francesa vulnera una serie de convenciones precisamente porque respeta otras y no realiza una propuesta vanguardista desde su origen como la que sustenta Little Nemo in Slumberland (1905-1914), de Winsor McCay, Krazy Kat o Wee Willie Winkie’s World (1906-1907), de Lyonel Feininger, en la historieta estadounidense de principios de siglo. Es obvio que toda apreciación que excede lo formal para ahondar en formas de narrar más o menos institucionalizadas en la época desborda el territorio de la forma y entra, de lleno, en el de la norma. Por esa razón es necesario introducir la noción de forma dominante. Esta categoría se identifica con el modo de narrar más extendido y, por circunstancias históricas, supone una consolidación más o menos sincrónica de la ontogénesis de los lenguajes expresivos de la historieta y el cine.
Tanto en el ámbito europeo como en el norteamericano, la estabilización de las normas que integran esa forma dominante guardó una estrecha relación con la solidificación del sistema de narración del clasicismo hollywoodiense, cuyo objeto principal es la transparencia. Conviene aclarar, en todo caso, que existió un leve decalaje entre la consolidación de las normas en Europa y en los Estados Unidos, donde el lenguaje de transparencia orientado a suplir la discontinuidad intrínseca del medio cristalizó con cierta anterioridad, sobre todo a partir de obras como A. Mutt (1910), de Bud Fisher —esta serie, que Duchamp homenajeó en su célebre urinario, constituye, con su temática de un padre aficionado a las apuestas, el más remoto y exitoso antecedente de Los Simpson de Matt Groening—, The Katzenjammer Kids (1897), de Rudolph Dirks, Happy Holligan (1899) y Alphonse and Gaston (1900), ambas de Frederick Burr Opper, la folletinesca Hairbreadth Harry (1906), de Charles W. Kahles, o, sobre todo, las series de Outcault y de George McManus, cuya mítica Bringing Up Father (1913)12 se convirtió, también, en puntal de referencia para esa moderna historieta europea surgida a partir de la figura de Alain Saint Ogan, padre estético de Hergé.
La formulación de una forma dominante, sobre la cual se desarrollan normas diferentes, ha sido y es una cuestión polémica a lo largo de la historia del arte. En primer lugar, no se debe olvidar que, como cualquier lenguaje, es algo artificial y que, por lo que respecta a las artes plásticas, las aportaciones de algunos teóricos desembocaron en el siglo XIX, cuando el uso que los arquitectos y decoradores hacían de las formas de estilos anteriores fomentó la idea de que los estilos se reducían a un compendio de características morfológicas fácilmente reproducibles. Frente a esa posición, la tendencia más esencialista sostenía en esa misma época que estilos no-clásicos, como el gótico o el barroco, constituían sistemas completos y, en último extremo, filosofías propias que invocaban un espíritu de los tiempos (Weltanschauung). La crítica a ambos extremos desarrollada por la iconografía y por la ciencia de la cultura desarrollada por Aby Warburg a caballo entre el siglo XIX y el XX trata de restituir la complejidad del objeto de estudio, y se hace particularmente apropiada al acercarse a un medio narrativo y basado en la asociación y el montaje de imágenes como la historieta.
En efecto, tanto en la historieta como en el cine, no es posible optar por polaridades radicales que oscurezcan la aproximación al objeto, desde los rasgos formales hasta su contenido narrativo. Una auténtica morfología debe sustentarse sobre dos pilares: por una parte, una historia de las formas y, por otra, el desarrollo de una escala, es decir, un espectro de configuraciones que reconozca grados y los asocie con otros valores. Un ejemplo puede resultar ilustrativo: el estudio de la evolución del uso de la línea en las diferentes etapas por las que atravesó el Flash Gordon (1934-1944) de Alex Raymond carecería de sentido si se redujese a un análisis exclusivamente formal y aislado de cualquier otra implicación. El teórico Daniele Barbieri, sin embargo, lo convierte en una aproximación interesante al valorar toda una constelación de aspectos que afectan a la naturaleza de esa línea y que implican tanto las normas históricas coetáneas como la forma dominante en la que se integra su configuración (Barbieri, 1993: 41-51).
Barbieri delimita una escala comparativa de los rasgos del trazo pero no se limita únicamente a plasmar la evolución del autor y las implicaciones narrativas que el uso de la línea comporta, sino que contextualiza la serie con respecto a tres factores de referencia: la influencia de la ilustración en los años treinta, el inicio de la edad dorada de los cómics de aventuras en esa misma época y la falta de una tradición asentada tanto con respecto a estos como respecto a la ciencia ficción fantástica que se estaba forjando en aquel momento —a excepción, tal vez, del dibujo pobre del Buck Rogers (1929) de Philip F. Nowlan y Dick Calkins, serie rebautizada en algunos países de lengua española como Rogelio el conquistador. El sistema de narración clásico, en sus inicios y en tanto que norma de referencia, exige ser tenido en cuenta como patrón de inteligibilidad del estudio de la línea, y llega a determinar incluso su evolución posterior en lo que, desde una perspectiva tradicional, se denominarían estilos anticlásicos. De tal modo, en el análisis de la línea no solo confluyen aspectos estrictamente formales, sino que estos son el inicio de un trayecto de estudio que implica la tradición, la historia y el contexto, y aventura una honda interconexión con el resto de elementos considerados.
Es posible tratar de construir un esquema de aspectos formales que serán considerados, siempre a la luz de una norma que adquirirá un desarrollo ulterior. El primer factor que hay que considerar es la viñeta, dentro de la cual cabrá distinguir un apartado dedicado a las características del dibujo —la línea, su modulación, el relleno, los materiales y las técnicas—, el uso del color, la trama de convenciones iconográficas e incluso, en términos generales, las limitaciones y los condicionamientos impuestos por los medios de reproducción industrial. En segundo lugar, se trata de concebir la viñeta misma como fenómeno de figuración, determinada por el marco, los usos estereoscópicos de la profundidad, el recorte temporal, la intersección de fuera de campos, la incorporación del texto y las rítmicas internas que eso auspicia. En tercer lugar, es la plancha el lugar donde todas esas características figurativas de la viñeta se proyectan hacia la descomposición del movimiento, el uso del blanco intericónico, la puesta en página y el montaje o articulación. Y finalmente, a partir de la comprensión del álbum como fenómeno espacial, espacio narrativo y «santuario» gráfico, la imagen de la viñeta se integra en un doble fenómeno de constelación y sustracción liberadora.
En esta lista de características constituyentes de la historieta es posible observar cómo el debate entre norma y forma afecta a otros muchos aspectos. Las divisiones que el lector hallará dentro del apartado El dibujo y sus características pueden satisfacer una perspectiva exclusivamente formalista, pero es necesario tener en cuenta que, además, al dividir el apartado mencionado en secciones como El lápiz y el entintado, La modulación de la línea o El relleno, se acepta como patrón de referencia un aspecto histórico-normativo: la división del trabajo que el sistema de estudios de la edad dorada del cómic de aventuras norteamericano consolidó.
Ese sistema se perpetuó en las grandes editoriales norteamericanas de historietas de superhéroes como Marvel o DC, que han conservado hasta hoy la división del trabajo entre dibujantes, entintadores y coloristas. Dicho reparto corresponde a las fases sucesivas en el dibujo clásico: lápiz, tinta y color. Y, de hecho, hasta los años setenta, la mayor parte de dibujantes, tanto americanos como europeos, respetaron esas etapas, que podían ser desarrolladas por un mismo individuo o por diversos colaboradores —como en el caso de Hergé, para quien trabajaba todo un equipo integrado por grandes dibujantes como E. P. Jacobs, Bob de Moor, Jacques Martin, Roger Leloup o Baudoin van den Branden, para quienes la división del trabajo se ampliaba con categorías como la de desarrolladores de escenografías y fondos. El resultado de estos métodos, en el caso de los comic-books norteamericanos, se acomodaba bien a las exigencias técnicas de una reproducción que acababa reduciendo los colores a tramados elementales y diluyendo los matices de grosor de la línea.
Dicho patrón, aunque resulte útil metodológicamente, no da cuenta de una configuración general de la historieta. Como Pierre Masson (1985) ha subrayado, en la historieta todo análisis debe tener en cuenta el hecho de que los diferentes parámetros de la expresión son, a la vez, elementos constitutivos del medio e ingredientes de una norma y un estilo. Para los primeros trabajos de Fresnault-Deruelle (1972a, 1972b, 1972c, 1977a, 1977b), ese principio de heterogeneidad no resulta central, y el referente fundamental es la historieta norteamericana y, dentro de esta, los Sundays o páginas dominicales. Pero en la aproximación que en los años noventa realiza a Tintín — Hergé ou le secret de l’image: essai sur l’univers graphique de Tintin (1999)—, opta por subrayar el productivo bagaje aportado, durante los años ochenta, por la crítica de Les Cahiers de la Bande Dessinée (1971-1990) y de teóricos como Groensteen o Masson. Para este, como para Fresnault-Deruelle en sus más recientes trabajos, estilos como los de Hergé, Moebius, Tardi o Yslaire han generado, por sí mismos, una metodología de trabajo y una norma imitada por otros muchos autores.
La secuencia «1) boceto, 2) dibujo a lápiz, 3) entintado, 4) rellenos y tramados, 5) color plano de cuatricromía» puede ser quebrada por el uso de otras muchas técnicas, como muestran los trabajos de Baudoin, Barbier, Calligaro, Eberoni, Friedman, Mattotti o Spiegelman. Teule, Crespin, Druillet o Boîlet, por ejemplo, utilizan materiales fotográficos, collages y todo tipo de técnicas gráficas. Tanto los trabajos de Dave McKean como las historietas de Renato Calligaro trasladan el universo de la vanguardia pictórica a la página de historieta, y Lorenzo Mattotti, surgido, al igual que el anterior, del Nuovo Fumetto Italiano y el clima intelectual y vanguardista suscitado en torno al Gruppo Valvoline y la revista Frigidaire, conjuga hábilmente recursos, técnicas y procedimientos propios de la pintura con una cadencia narrativa propia del cine, que se proyecta sobre la obra de autores más jóvenes, como Gipi, Manuele Fior y Grégory Panaccione. Es difícil imaginar que cualquiera de ellos realice primero un dibujo a lápiz, luego lo entinte y finalmente emplee el color como relleno. Al margen de los bocetos que puedan realizar, pintan directamente con óleo o acrílicos, o bien a partir de la agrupación y manipulación de recortes gráficos, cuando no directamente con medios informáticos.
Además, el debate entre norma y forma adquiere otra formulación cuyo análisis puede resultar todavía más productivo. Así, categorías como la profundidad, el marco y el contorno de la viñeta constituyen un elemento que la norma ha ido convirtiendo en forma. Es decir, apenas se puede entender la historieta sin viñeta, aunque en ocasiones desaparezca o adquiera extrañas configuraciones. Es una norma que puede ser subvertida, pero que define al medio. Sin embargo, el uso del marco, los criterios de composición y la utilización narrativa de la profundidad, aunque sean parte de la forma, provienen de una norma: la de la pintura renacentista y académica y la noción del marco como ventana al mundo formulada por Alberti en el Renacimiento. Así, cuando el mencionado Calligaro, por ejemplo, elimina la profundidad y trabaja a partir de manchas y con elementos que subrayan la materialidad de la página, está llevando a sus límites la forma de la historieta y entroncándola con otra norma, la de la pintura de vanguardia, aspecto sobre el que él mismo se ha encargado de teorizar (Calligaro, 1986: 62-64).
Algo semejante sucede cuando se trata de analizar la construcción gráfica y la composición de la página o la armonía y el ritmo en la secuencia, cuestiones que obedecen a normas desarrolladas en los campos de la pintura, el grabado o la ilustración. Las nociones dominantes del uso del ritmo y las cadencias de la página se relacionan, asimismo, con criterios compositivos propios de la narrativa oral y escrita, la música y el cine. Existen historietas como The Katzenjammer Kids (1935) de Dirks en las que cobran forma los rasgos que Paul Valéry atribuía a la literatura oral. Y, como en el caso de esta, es una función la que determina la forma: la serie de Rudolph Dirks estaba dirigida a las enormes masas de emigrantes europeos en Norteamérica, cuyo dominio de la lectura del inglés era limitado, y para quienes esta historieta reunía diversas funciones: el entretenimiento, la cohesión lingüística y el consuelo de reconocerse en las dificultades lingüísticas de otros personajes así como en la traducción sobre el papel de un determinado imago mundi, el del emigrante desplazado.
Por otra parte, los trabajos de autores como Dino Battaglia y los hermanos Alex y Daniel Varenne, del mismo modo que los de Tardi, arraigan en la literatura escrita. En el primer caso, los referentes atañen al imaginario de los siglos XVIII y XIX y, en particular a la narrativa gótica y a la obra de autores del siglo XIX como Edgar Allan Poe, Stevenson, Hoffmann o Guy de Maupassant. En el segundo, la literatura del siglo XX, y en particular la vanguardia y el género negro, son el germen de sus indagaciones estéticas y narrativas.13 Pero lo que más interesa no es la pura relación de referencias entre medios, sino la capacidad de concitar elementos que la historieta ha desarrollado a través de una conjunción tan elemental como la que depara el encuentro entre el texto y la imagen: el «libro que habla directamente a los ojos, que funciona mediante la representación, no mediante el relato verbal», tal y como indicaba Töpffer (1799-1846) en Essai de Physiognomonie (1845). A diferencia del cine, la página no posee la capacidad de reproducir sonido. Sin embargo, tiene una facilidad para la sinestesia que todas las normas se encargan de aprovechar.
Tanto en la viñeta como en la tira y la página se produce una integración dinámica de los elementos normativos señalados hasta el momento. Se concilian, también de un modo continuo, términos opuestos: la figura y el fondo, el dibujo y la letra, el desarrollo del relato y la imagen detenida, la sucesión de las viñetas y la simultaneidad de la página, la distancia narrativa y la sinestesia, la figuración y la convención, la mímesis y el fetiche —la dimensión sustitutiva, física, casi de exvoto de la viñeta. Solo el encuentro de la norma y la forma, en la viñeta, proporciona esa especial cualidad que acrisola el modo en que trabaja la discontinuidad: la capacidad de dar cuenta del avance progresivo de una historia y, a la vez, de la simultaneidad visual de los momentos que la componen. Hay en ello un principio tan esencial como es el de la yuxtaposición interna y externa a la viñeta. Sobre esos caracteres se alzan las diferentes corrientes de las que surgen las configuraciones de normas que constituyen los modos históricos de narración.
Aunque más adelante se intentará incorporar la fenomenología de la experiencia lectora y la construcción de la emoción, conviene subrayar que, sobre la capacidad innata del lector para formar esquemas, se traba la adquisición social de prototipos, esquemas y procesos específicos que integran la comprensión de un determinado conjunto de normas en el relato secuencial. Como señalan Mukarovsky y David Bordwell, la motivación realista depende de lo que parece natural a alguien versado en convenciones específicas. Del mismo modo, la tensión entre la imagen sincrónica y la secuencia pertenece a un estrato profundo del pensamiento, un mecanismo que arraiga en la relación figural entre el individuo y el tiempo; el formato de historia canónica se aprende, en apariencia, de la propia experiencia con la realidad, y las expectativas sobre el modo en que la narración puede manipular el tiempo y el espacio están determinadas por las probabilidades de tradiciones específicas.
En función de todo lo señalado, es posible concluir que por modo narrativo y, por extensión, modo expresivo, se entiende el conjunto de normas de construcción y comprensión narrativa históricamente distintivas, que además posee un carácter «más fundamental, menos transitorio y más penetrante» (Bordwell, 1996: 150) que la noción de género. La norma, como patrón de referencia concreto y pilar del modo, se puede equiparar con lo que los semiólogos llaman un paradigma, un conjunto limitado de alternativas que en un determinado nivel realizan funciones equivalentes. Por consiguiente, su valor de clasificación o identificación se define en función de la satisfacción que una determinada historieta hace de un estándar coherente establecido por la práctica previa y delimitado por el paradigma. Los formalistas denominan extrínsecas a estas normas, pero existen otras: las secundarias o intrínsecas, establecidas a partir de los estándares alcanzados por el propio texto. Estas últimas están asociadas tanto a la poética de un determinado autor como a la urdimbre narrativa, rítmica y visual de la historieta concreta.
Como todas las normas, las intrínsecas también pueden transgredirse o modificarse; la narración puede desviarse de sus modelos de construcción más probables, y todos los demás aspectos de la forma visual también. Además, la desviación individual del filme o de la historieta de su norma intrínseca puede ser una realización aceptable de una norma extrínseca o al revés. El factor cuantitativo desempeña un importante papel en la definición de una norma, puesto que cuanto más se repita un elemento dentro de una historieta más lo dará por sentado el lector, pero no lo es todo por la dificultad de cuantificar características que, por ejemplo, identifican al sistema clásico: la pregnancia de la motivación psicológica de los personajes o la causalidad centrada en sus acciones. Relacionada con el valor cuantitativo está la noción de prominencia o subrayado, que se define como el realce percibido de una táctica narrativa con respecto a una norma extrínseca, y cuya acumulación fuerza o rompe dicha norma —es el caso de Will Eisner en el clasicismo americano o de Katsuhiro Otomo en la tradición del manga inaugurada por Osamu Tezuka.
El neoformalismo de autores como Bordwell ha señalado que la definición de cualquier sistema clásico de narración visual requiere ser examinada a partir de tres niveles: recursos, sistemas y relaciones entre sistemas, de las que surge el estilo. Una historieta narrativa posee tres sistemas: un sistema de lógica narrativa que depende de acontecimientos de la historia, y de las relaciones causales y paralelismos entre ellos; un sistema de tiempo secuencial, y un sistema de espacio historietístico. El aparato expresivo confunde estos dos últimos sistemas, que quedarán implícitos en la relación siguiente, que, si bien no se limita a un nivel de descripción único, se organiza conforme a un estrato formal primario, el de los elementos constructivos.
El motivo que conduce a este libro a desarrollar algunos aspectos de los mencionados elementos es la interdependencia entre recursos y materiales. Como el teórico del cine Christian Metz ha señalado, «en una película narrativa todo deviene narrativo, incluso el grano de la película o el timbre de las voces».14 De un modo análogo, es posible afirmar que en una historieta narrativa, en términos generales y si sus partes se articulan en un todo con fluidez, todos los elementos devienen narrativos y a la par secuenciales. Todos esos factores acusan, asimismo, la marca de la tensión entre la continuidad y la discontinuidad visual y, dentro de los sistemas de las normas históricas, se ponen al servicio de un aparato de recursos que pretende encubrir la natural discontinuidad del sistema sustitutivo-mimético de la secuencia de viñetas. Conviene, no obstante, renunciar a la exhaustividad y desarrollar, de acuerdo a la premisa inicial, únicamente los apartados más estrechamente ligados a la morfología.
De arriba abajo: Renato Calligaro, Poema barocco (1988); Gaiman-McKean, Mr Punch (1994); Gipi, Unahistoria (Unastoria, 2013); Jean-Claude Carrière–Bernat Yslaire, El cielo sobre el Louvre (Le Ciel au dessus du Louvre, 2009).
1.3. Dentro de la viñeta
El contenido de la viñeta, aislado del contexto de la página, guarda una semejanza estrecha con otras modalidades de la imagen, producidas por la pintura, la ilustración o incluso la fotografía. Algunos autores abogan por composiciones armónicas u ordenadas, como Harold Foster en las series clásicas El príncipe valiente o The Medieval Castle (1944), cuyas características son deudoras de la pintura académica sobre temas históricos, así como de la tradición del dibujo neoclásico de Pierre Paul Prudhon o Ingres. El propio Foster en Tarzán (1929) prioriza la composición, pero acude a otros referentes, como Miguel Ángel, Rafael o Tintoretto, y centra el objeto de su dibujo en el colosalismo de la anatomía del personaje y de los animales selváticos. El sucesor de Foster en esta serie, Burne Hogarth, aproxima todavía más su forma de dibujar a los referentes citados y promueve un tipo de narración a partir de planchas extremadamente cerradas sobre sí mismas, que constriñen la posibilidad de movimiento.
Aunque se enmarcan dentro del clasicismo norteamericano, marcado por el influjo del cine, los procedimientos de encadenamiento dinámico entre viñetas en la obra de Foster o Hogarth son mucho más escasos que, por ejemplo, en las historietas de un precursor como Töpffer. Foster elige deliberadamente un camino que no solo se abreva de fuentes pictóricas sino que, además, adopta el estatismo de la ilustración y, por ello, desvela un vago sentimiento anacrónico. La diferencia entre la ilustración y la viñeta se cifra, según algunos autores como Barbieri (1992), Ulrich Kraft (1978) o B. Duc (1982-1983), en que la primera comenta un texto, mientras que la segunda cuenta por sí misma. La viñeta es el relato mismo. Todos los autores citados consideran arcaico el trabajo de Foster, pero sus afirmaciones toman como modelo de comparación una visión quizá reductiva de la planificación en la narración clásica estadounidense, su patrón de proporcionalidad y focalización o seguimiento de acciones a través del encuadre parcial y la creación de un lector ubicuo. No obstante, las obras de Foster no emergen de esa norma clásica, aunque sus viñetas tiendan al pictorialismo y a las composiciones monumentales y paisajísticas, y, por supuesto, no es posible afirmar que, por asimilar procedimientos del relato ilustrado, tenga menos calidad de historieta que otros ejemplos.
Sin embargo, en general es posible aseverar que las diferentes funciones comunicativas que tienen ilustración e historieta se manifiestan en rasgos formales disímiles a los que se han acogido historietistas diversos al margen de los modos narrativos en los que se amparasen. El encuadre, en el primer caso, privilegia vistas más generales, con mayor información y complejidad compositiva. La viñeta suele sacrificar esa riqueza, así como la profusión de detalles, a la historia. Y su lectura se presume mucho más rápida que la de una ilustración. No obstante, ante determinadas viñetas de Gal, Schuiten, Moebius (Jean Giraud) o Druillet —todos ellos surgidos en torno a la revista Métal Hurlant y el grupo de Les Humanoïdes Associés en los años setenta y ochenta— sería muy difícil sostener estos principios, como el crítico Elvio Gandolfo (1985: 35) ha señalado: «El brillo de los colores y la desestructuración de la plancha clásica dividida en tiras estaba al servicio de una sola idea (humorística o de choque) desarrollada a lo largo de varias páginas […] pasando a segundo plano y a veces a la inexistencia lo conceptual y narrativo».
Esa proximidad entre lenguajes no es un encuentro que forme parte de la evolución del medio y que culmine, por ejemplo, en esos autores, el grueso de cuya labor se desarrolló en los años ochenta. Es, por el contrario, una cuestión que depende del estilo de cada dibujante y se ha ido trabando a lo largo de la historia de la historieta. Así, las láminas de Little Nemo, realizadas por Winsor McCay en la primera década del siglo XX, emplean la composición sobre el plano, los colores y las formas curvas de un modo muy similar al de los carteles de Tolouse-Lautrec y Alphonse Mucha, en configuraciones exquisitas que logran conjugar el equilibrio de cada viñeta con el conjunto de la página. Con todo, es cierto que la ilustración, por motivos históricos, ha tenido un mayor peso en la tradición europea, incluso dentro del modo determinado por el clasicismo europeo, que en la historieta norteamericana clásica. Los valores que afectan estrictamente al dibujo, sin embargo, no siempre son tan objetivos ni permiten diferenciar los territorios de la viñeta y la ilustración. No obstante, en el entramado de las viñetas, la línea o el color tienen una vocación de continuidad entre las diferentes partes que requiere ser estudiada.
1.3.1. El dibujo y sus características
1.3.1.1. La línea
En Le Vite de’ più eccellenti pittori, scultori e architettori (1550), Giorgio Vasari ha llamado al dibujo «el padre de las tres artes: arquitectura, escultura y pintura». En efecto, constituye la proyección plástica más directa de la idea y, en el sentido platónico, la esencia de la imagen, puesto que también de la manera más sencilla «selecciona, reproduce y privilegia algunos aspectos de la realidad». Solo a partir del Renacimiento tuvo una identidad propia que conviene sopesar como uno de los factores históricos que determinaron las características actuales del dibujo de historieta. Aquello que el dibujo ha perseguido tradicionalmente no es tanto crear imágenes semejantes sino engendrar formas eficaces para satisfacer la función precisa en cada caso. Cabe preguntarse, en consecuencia, si el dibujo de la historieta posee alguna característica específica y distintiva y si, en función de las normas, esa presumible singularidad se ha puesto al servicio de la narración visual, ya sea como apoyo de los sistemas de continuidad, ya como factor de subrayado de la discontinuidad visual de la viñeta.
Los dos elementos que Vasili Kandinsky (1993) convierte en el eje de sus discutidas investigaciones acerca de los elementos pictóricos son el punto y la línea. Si del punto se dice que constituye el elemento pictórico primario, la línea se entiende como su antítesis. Posee, en consecuencia, un carácter secundario y —lo que es más relevante— dinámico, ligado al movimiento y a sus correlatos: la tensión y la direccionalidad. En la historieta, la línea observa una natural predominancia sobre la materia a causa de las limitaciones históricas del medio. Pero además la línea es metáfora de la continuidad entre viñetas y puede adquirir características diversas.
En primer lugar, y atendiendo en este caso al criterio del material, puede estar trazada directamente a lápiz, sin entintado. No es el caso más usual, y en ningún caso pueden encontrarse ejemplos dentro de los sistemas clásicos, donde el entintado y la legibilidad son premisas fundamentales. Fuera de esos modos existen algunas muestras, como Cymbiola (1984), de Claude Renard y François Schuiten, Nova-2 (1981), de Luis García, donde se utilizan entre otras, técnicas combinadas de carboncillo y lápiz, La invención de Hugo Cabret (The Invention of Hugo Cabret, 2007), de Brian Selznick, y Emigrantes (The Arrival, 2007), de Shaun Tan, ambos a medio camino entre el libro ilustrado y la historieta, la serie Detectives Inc., con guion de Don McGregor y dibujos de Gene Colan, o algunos trabajos de Benoît Sokal.
La línea de tinta, la que más frecuentemente da el acabado final al dibujo, puede representar ella misma un objeto, delinear su contorno o crear un relleno (hatch line) —como coinciden Barbieri (1993), la teoría de la gestalt y la psicología de la percepción. En el segundo de los casos, puede a su vez ser pura o modulada. La primera tiene un grosor uniforme que se consigue con rotuladores. La segunda, con una tradición mucho más arraigada y una mayor versatilidad expresiva, es la que hacen posible las plumillas o los pinceles, solo popularizados a partir de los años treinta, inicialmente para agilizar el sombreado. Una ligera presión en el curso del trazo puede aumentar el grosor o acompañarse de leves deformaciones.
La línea pura cifra su función esencial en la capacidad que tiene para delimitar el contorno, pero impide sugerir texturas, relieves, efectos de luz o distancia de los objetos con respecto al punto de vista. Por esa razón, implica al lector en un menor grado que la línea modulada, más rica en información, más expresiva y más dada a animar su emotividad. La evolución en el uso de la línea experimentada por Hugo Pratt resulta, en ese sentido, un caso muy interesante. Heredero de los grandes dibujantes de la historieta clásica Lyman Young o Milton Caniff, Pratt se convirtió en uno de los maestros de la línea modulada en Sgt. Kirk (1953), con guion de Héctor Germán Oesterheld, o en las primeras historietas de Corto Maltés. Sin embargo, con el curso del tiempo, Pratt fue recurriendo cada vez más a la línea pura y sustituyendo los efectos de la modulación por otros artificios, como la mancha de tinta y la utilización de la dialéctica entre superficies planas manchadas y líneas que son límites pero también extrañas filigranas que se prolongan, mediante rimas gráficas, entre viñeta y viñeta, estableciendo continuidades de difícil fractura que sostienen sólidos universos gráficos.
Cabe aventurar que esos cambios formales estén ligados a otros que afectan al contenido de las narraciones creadas por Pratt. La acción, que era la característica principal de sus primeros trabajos, va dando paso, poco a poco, a un tipo de relato que se configura más a partir de espacios mentales, de sueños, de referencias literarias, con una manera de hacer en ocasiones cercana a la de Borges por la referencialidad, y afín a Rulfo por la facilidad para recrear vagos ecos de memoria que se encadenan y se disuelven. Pratt convierte la línea en signo y las formas en arquetipos que le permitan ensamblar narraciones. El héroe deja de ser diurno, solar, dinámico y se hace cada vez más nocturno y reflexivo. La línea no pide ni implicación emotiva ni una observación detenida, que pueda deleitarse. Fluye, por el contrario, al servicio de un relato sólido y mensurado que se convierte en el móvil que anima el conjunto —sin que ello redunde en menoscabo de la visualidad del conjunto, sino justamente todo lo contrario—, como puede apreciarse en algunos de los últimos álbumes de Pratt, como Saint-Exupéry, el último vuelo (Saint-Exupéry, le dernier vol, 1994), Morgan (1995) o las últimas entregas de Los escorpiones del desierto (Les Scorpions du désert, 1969-1992).
Algo semejante le sucede a la evolución de Jean Giraud desde un gran dominio de la línea modulada y del pincel de tinta en la serie Blueberry, nacida en 1963,—y deudora también del trazo de Caniff, así como del de Jijé (Joseph Gillain)—, a un uso también maestro de la línea pura en los universos que bajo su faceta de Moebius ha alumbrado. En El garaje hermético (Le garage hermétique, 1979), Pharagonescia’s Chronicles (1980), Caos (1991) y en todas las series desarrolladas a partir de los años ochenta hasta su póstuma Inside Moebius (2009-2011), adquiere realidad la idea de la línea como desarrollo del punto. Moebius trabaja como los calígrafos extremoorientales, cerrando el contorno en un solo trazo, eliminando por lo general las tensiones impuestas por los cambios de dirección y resolviéndolas gracias a la continuidad suave de las formas. De esa manera, la línea alcanza en algunos casos un valor objectual de alambre. Las figuras dejan de ser tangibles: las tensiones perceptivas entre el interior del contorno y el exterior tienden a borrarse. No es difícil oponer a ese proceder el de aquellos artistas que tratan de subrayar la dureza, la tensión, los ángulos y los cambios de dirección en las líneas.
Con esa finalidad, dibujantes como Marc Caro, Pat Mills, Edmond Baudoin, Igor Kordej, Montenegro, Julie Doucet, Debbie Drechsler o el padre del underground Robert Crumb emplean técnicas diversas que pueden emular, según el caso, las incisiones del grabado y la punta metálica, o bien el carácter prolijo de la plumilla. Así, en todas las historietas de Thomas Ott y en algunas de las de Caro —Jailbreak Hotel, 1983—, Dreschler —Visitors in the Night, 1992—, Christian Montenegro —Lot y sus hijas, 1997—, o Josépé —Vam Boro, 2005— da la impresión, por la saturación del negro, de que se parta de una superficie negra sobre la que se realizan incisiones para descubrir el blanco, al modo de la manera negra o mediatinta, variante del grabado calcográfico surgida en la Europa Central durante el siglo XVII, también llamado grabado al humo.
En ciertos dibujos de Caro o Montenegro, el resultado se asemeja a los libros de grabados a medio camino entre historieta y práctica vanguardista que en los años treinta del siglo XX publicaban el belga Frans Masereel, el alemán Otto Nücke o, sobre todo, la fascinante novela gráfica sin palabras Vértigo (1937), donde el estadounidense Lynd Ward juega con toda suerte de recursos, tanto de recuperación de técnicas antiguas de incisión sobre madera como de elipsis narrativas y diálogo entre páginas.
Esa técnica no tiene nada que ver, por ejemplo, con la de Mills, que trabaja con materiales duros sobre papeles verjurados que provocan un curioso contraste entre el color de acuarelas y los entintados y lápices duros. Finalmente, Kordej, al igual que Miguelanxo Prado —Stratos (1987), Fragmentos de la Enciclopedia Délfica (1985)—, Joe Sacco —Palestina (2002), Gorazde (2001), El mediador (The Fixer, 2001), Reportajes: Palestina, Irak, Kushinagar (2012), Notas al pie de Gaza (Footnotes in Gaza, 2009)— o Joann Sfar en sus Carnets, recurren a plumillas y rotuladores para conseguir un efecto de trazo múltiple, que recuerda el tradicional dibujo renacentista de punta de plomo y punta de plata. Incluso en el caso de los artistas japoneses, donde existe una notable propensión hacia la claridad de la línea, dada la legibilidad exigida por el entorno industrial en el que se integra la mayor parte del manga, existen experiencias de saturación de la plumilla y el rotulador recargable para otorgar una cierta sensación de arcaísmo a las imágenes o bien para densificar ambientes.
En el primer caso, cabe destacar la línea saturada de Nausicaä (Nausicaä, of the Valley of the Wind, 1982), de Hayao Miyazaki. La fusión entre ciencia ficción futurista y un ambiente postapocalíptico de claras resonancias medievales heredero de Moebius se intensifica merced a la incorporación añadida de otro valor importante de la línea: su color, ya que Nausicaä no se publicó de forma original exactamente en blanco y negro, sino en blanco y marrón, cosa que contribuye a un cierto tono de miniatura antigua sobre pergamino, acorde con la odisea que se relata. Por otra parte, un autor japonés como Kazuichi Hanawa, desvinculado de las grandes ediciones y surgido del marco de independencia proporcionado por la revista Garo, muestra un uso diferente de recursos análogos: la línea marrón a plumilla, en su caso, se espesa y se aventura hacia la ruptura de la transparencia para retratar los opresivos ambientes de la cárcel en el relato autobiográfico En la prisión (Keimusho no naka, 2000).
La evolución del trazo en los álbumes de Hugo Pratt. De arriba a abajo y de izquierda a derecha: Sgt. Kirk (1953), escrito por H. G. Oesterheld; Ana de la jungla (Anna nella giungla, 1959), La balada del mar salado (Una ballata del mare salato, 1969), Bajo el signo de capricornio (Sous le signe du capricorne, 1970).
La evolución del trazo en los álbumes de Hugo Pratt. De arriba a abajo: Las célticas (Les celtiques, 1972), Fábula de Venecia (Favola di Venezia – Sirat Al-Bunduqiyyah, 1977), Las helvéticas (Les Helvétiques, 1987), Mû (1988).
La evolución del trazo en los álbumes de Hugo Pratt: La macumba del gringo (L’uomo del Sertão, 1978), Jesuita Joe (1984), Los escorpiones del desierto (Les Scorpions du désert, 1969-1992) y Saint-Exupéry, el último vuelo (Saint-Exupéry, le dernier vol, 1994) permiten ir apreciando un paulatino alejamiento del rigor de la línea modulada heredada de Caniff y una incorporación de la combinación de línea pura y manchas de tinta cercana, en ocasiones, a la de Didier Comès.
Edmond Baudoin, Dalí (2012); Les yeux dans le mur (2003); Ensalada de Niza (Salade niçoise, 1999).
Por otra parte, Edmond Baudoin consigue, en obras como El viaje (Le voyage, 1996), Terrains vagues (1996), Chroniques de l’ephemere (1999), Salades niçoises (1999), Les yeux dans le mur (2003), Dalí (2012), Les rêveurs lunaires (2015) o Éloge de l’impuissance (2016) efectos de dureza y suciedad que pueden recordar el uso que algunos vanguardistas como Otto Müller han hecho de la xilografía y el grabado también el carácter experimental de álbumes de Raúl como Ventanas a Occidente (1994). Para ello utiliza una combinación de manchas negras y pincel seco —con poca impregnación— similar al que el ruso Cabychjob emplea en sus historietas sobre la vida en las cárceles de Siberia o a los trazos del norteamericano Jerry Moriarty en Jack Survives (2009), publicado desde los ochenta en la revista Raw, dirigida por Art Spiegelman. Eso les permite sombrear y crear matices dramáticos. Por una parte, esos rasgos prolongan la disposición expresionista que está implícita en el modo narrativo de la historieta clásica norteamericana, en particular los héroes oscuros de los años cuarenta —desde Dick Tracy hasta Batman pasando por The Spirit (1940), de Will Eisner—, y por otra apelan a normas extrínsecas que corresponden a otros sistemas expresivos, fundamentalmente la pintura.15
Frente a la deliberada limitación del espectro de técnicas de Baudoin o Cabychjob, la incesante búsqueda que Miguelanxo Prado ha realizado en la incorporación de usos pictóricos por parte de la historieta ha impreso una evolución notable en su estilo. Así, de la línea pura ha ido pasando al uso del carboncillo, la sanguina o «lápiz rojo», los acrílicos, los pasteles y las acuarelas en Presas fáciles (2016), Ardalén (2012), Trazo de tiza (1993) o Tangencias (1996). Hay algo, en esta última serie, de la calidez de los papeles amarillentos u ocres empleados en siglos pasados, una calidez que también poseen, solo por la vía de la línea, ciertas historietas de Jeff Jones, como Idyl (1982) o I’m Age (1972-1975), en las que se detecta una fuerte formación clásica en el boceto anatómico y la centralidad del espacio.
La línea no solo es un elemento gráfico secundario, sino la base dinámica del dibujo, y en la historieta desarrolla un valor temporal que se extiende más allá del marco, que en este caso pertenece a la viñeta. En ese sentido, las obras tardías de Hugo Pratt y Moebius son también ejemplos de esa búsqueda perpetua de la continuidad y la fluidez del pictograma a través del valor eminentemente temporal de la línea, que Kandinsky (1993: 103) se ha encargado de subrayar. «La longitud es un concepto temporal», proclama, antes de discernir entre las cualidades temporales de la curva y la recta, de la vertical y la horizontal, de la línea que quiere convertirse en sinestesia, como tantas veces sucede con Sfar en obras como Klezmer (2005-2013), de valores musicales, táctiles u olfativos.