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1.3.1.2. El relleno

Así como la línea es el desarrollo del punto, el plano lo es de la línea. El plano implica, dentro del marco de la viñeta, del cuadro o de la pantalla, los valores de distancia, direccionalidad, límite y discernimiento entre las figuras representadas. Pero también es la noción que permite hablar de superficies, tanto de las que son representadas como de la propia superficie del papel. Además de servir para trazar el contorno, las líneas pueden extenderse sobre el plano y funcionar como rellenos. Dentro de estos, es posible discernir tres grandes modalidades: los sombreados, que se articulan a partir de la conjunción de líneas en superficies coherentes, los tramados —artificiales, a base de líneas o de puntos— y la mancha negra compacta. Con gran agudeza, Daniele Barbieri ve en la línea modulada el principio generativo del relleno. En efecto, sus cualidades son, ante todo, expresivas, bien sea el germen del claroscuro, bien una manera de expresar texturas o estados de ánimo.

El primer caso, el del claroscuro, es el que Noel Sickles y Milton Caniff llevaron a su máxima expresión en la historieta, partiendo de referentes múltiples, desde el dibujo de Durero hasta el uso de la luz de Caravaggio o las sombras empleadas por el expresionismo cinematográfico alemán. De hecho, Caniff y Sickles flexibilizaron las normas relativas al relleno dentro del modo de la historieta clásica norteamericana: lo que comenzó siendo un factor expresivo de prominencia que desbordaba dichas normas en algunas de las historietas de Sickles se convirtió paulatinamente en un modelo a partir de la labor de Caniff, que supo integrar, suavizar y acondicionar los experimentos de su colega y amigo, en cuya compañía solía dibujar. Resulta, en ese sentido, revelador comprobar cómo esa herencia, que imbuyó de un claroscuro muy saturado los tebeos de terror y el war horror de la compañía estadounidense EC en los años cincuenta, volvió a adquirir un factor de prominencia en los ochenta merced a la labor de autores como el también estadounidense Charles Burns. La oscuridad de sus trabajos, obsesionados como los del cineasta David Cronenberg con la idea de enfermedad y mutación, hizo chocar y dialogar abiertamente la herencia de Caniff, Kane, Eisner, Wunder o Frank Robbins con la recuperación de la línea clara, hasta el punto de buscar una convergencia deliberada de ambos estilos —con un homenaje manifiesto a Hergé— en la trilogía compuesta por Tóxico (X’ed Out, 2011), La colmena (The Hive, 2013) y Cráneo de azúcar (Sugar Skull, 2015).

Por lo que respecta al uso de la línea para crear texturas, difícilmente es posible encontrar a dibujantes que hayan llevado tan lejos el procedimiento como Sergio Toppi, Bernie Writhgtson y Eddie Campbell. Las viñetas e ilustraciones de Toppi destilan un aire decorativista muy cercano a las pinturas de Gustav Klimt y a las formas duras y alargadas del dibujante y pintor Egön Schiele. Toppi cubre las superficies de los vestidos de sus personajes con una multiplicación de trazos en direcciones cambiantes. Eso hace que la ropa adquiera, como en Klimt, rigidez y grandiosidad merced a una iconografía del estatismo. También las lecturas que Bernie Wrightson, compañero y discípulo de Frazetta, Kaluta y Jeff Jones, hace de relatos clásicos de terror, que merecerían un minucioso cotejamiento con las adaptaciones de Alberto Breccia para revelar procedimientos de creación de ambiente, explotan las texturas, pero en este caso decantándose hacia una lectura del imaginario gótico que afecta asimismo a formas y proporciones. De orden diferente es el trazado que emplea Eddie Campbell en obras como Baco (Bacchus, 1995-2001) o Alec (2009-2010), pero sobre todo en From Hell (2001), con guion de Alan Moore, donde la saturación de líneas no exactamente paralelas crea un incómodo efecto de raspado apropiado para reproducir la atmósfera asfixiante en la que Jack el Destripador actúa bajo las luces de gas del barrio londinense de Whitechapel.

A la vista del propósito atmosférico de estos autores, resulta evidente que cualquier uso de la línea como relleno potencia unas u otras implicaciones emotivas. Así, tanto Moebius a lo largo de toda su trayectoria como Manara en H. P. y Giuseppe Bergman (1978) suelen utilizar multitud de pequeñas líneas paralelas en horizontal para rellenar, cosa que crea un efecto de armonía, de continuidad y quietud, que ha sido heredado por autores como Dominique Bertail en obras como Big Bang on the Ring (2005). Jean-Claude Forest, en muchas de las historietas posteriores a Barbarella (1962), como por ejemplo La jonque fantôme vue de l’orchestre (1981), emplea un tipo de plumilla o pincel crispado, con centenares de trazos cortos, que se acompañan de líneas de perspectiva abombadas, a la manera de Van Gogh. También Grzgorz Rosinski resulta extremadamente detallista en los rellenos realizados con plumilla, aunque obtiene un efecto mucho menos tenso, más cercano al dibujo clásico. Ya han sido citados al hablar de la línea los casos de Sacco y Hanawa, ambos creadores de relatos fuertemente realistas y autobiográficos, que prolongan su línea prolija en rellenos de igual cariz. Pero quizá el ejemplo más extremo de un relleno meticuloso es el de Antonio Hernández Palacios en Manos Kelly (1971-1984), McCoy (1978-1999) o sus álbumes históricos centrados en la Guerra Civil Eloy, Río Manzanares, Euskadi en llamas y Gorka Gudari (1979-1987). Hernández Palacios elimina con frecuencia los contornos y crea con ello un efecto casi impresionista, pensado siempre para mezclarse con un color también muy trabajado y a la par descompuesto por áreas de una manera muy especial.

Las líneas de relleno pueden tener una función directamente emotiva. La adquieren, por ejemplo, cuando ocupan todo el contorno de la viñeta y asumen una configuración radial, resaltando la tensión en el centro de la composición y acercando la viñeta al funcionamiento de un mitograma, esto es una imagen sin vectorización temporal, antes que al de un pictograma, esto es una imagen donde concurre una acción, según las clasificaciones propuestas por el antropólogo André Leroi-Gourhan (1983) para el estudio de las pinturas rupestres. Por lo general esas viñetas suspenden la progresión temporal. No lo hacen, sin embargo, en aras de una introspección en el sentimiento de un personaje, sino de un subrayado estático. Están más cerca de una dilatación simbólica que de una dilación literaria. Este procedimiento, ya utilizado desde los años treinta en numerosas series clásicas —Alex Raymond y sus imitadores lo empleaban—, alcanza en las series japonesas su máxima expresión. Las historietas de Osamu Tezuka lo emplean y, bajo su magisterio, numerosos dibujantes, como Goseki Kojima, Shotaro Ishinomori, Ryochi Ikegami, Shigeru Mizuki, Akira Toriyama o Katsuhiro Otomo. A diferencia de la suspensión temporal que también emplea la animación japonesa, Otomo imprime con ese recurso un dinamismo épico a las escenas más violentas o que suceden a gran velocidad sobre las potentes motocicletas de los protagonistas Tetsuo y Kaneda en la serie Akira (1982), y con ello se acoge a los principios elementales del mitograma.

También es frecuente en esos autores de manga el uso de tramados para cubrir determinadas superficies, algo particularmente útil en una industria como la japonesa, que publica grandes cantidades de historietas en blanco y negro que, además, deben prestarse a una legibilidad rápida. La trama, un preparado artificial a base de puntos o líneas regulares de mayor o menor densidad —puede ser transferible, como una calcomanía, o fruto de la paleta gráfica del ordenador—, resulta mucho menos expresiva que el trazo del dibujante y, por consiguiente, su lectura es mucho más veloz. En la historieta norteamericana de superhéroes antes de la irrupción masiva del color informatizado y con volúmenes en el siglo XXI fue empleada para cubrir importantes áreas de la viñeta de un modo veloz. Autores como Jim Steranko o Frank Miller han hecho de ella un instrumento vigoroso al servicio de sus narrativas. En la historieta europea se ha empleado más como parte de un tipo de trabajos ligados al diseño gráfico y a la nueva línea clara surgida a partir de los ochenta. Daniel Torres, Federico del Barrio, Mariscal y la escuela valenciana en España, por ejemplo, dieron prominencia a este recurso aboliendo, con frecuencia, la continuidad, o delatando su artificialidad como modo expresivo.

Por otra parte, la mancha de tinta negra, aceptada y cultivada en el sistema clásico norteamericano gracias a la domesticación ejercida por Sickles y Caniff, ofrece unas posibilidades gráficas que algunos dibujantes han explorado hasta sus últimas consecuencias, particularmente en géneros proclives a un general oscurecimiento de la plancha como el género negro y el terror. Entre los primitivos de la historieta, como Gustave Doré y Wilhelm Busch, ya existía una cierta propensión a incorporar la mancha combinada con rellenos establecidos a partir de líneas paralelas. Un autor como Winsor McCay, tan diáfano, aéreo y preclaro en sus ensoñaciones, no dudó, por su parte, en otorgar a la marcha una dimensión significante capital en las negras pesadillas de su Dreams of the Rarebit Fiend (1904-1911), donde la oscuridad podía rodear al protagonista confinado a un ataúd, envolver sus asfixiantes sueños o ir, incluso, más allá: en uno de los más diestros episodios de esta serie, correspondiente a la plancha publicada el 7 de abril de 1907, la mancha se convierte en una amenaza por sí misma, pues devora la clara y ordenada superficie de la página al emanar del tintero del propio personaje protagonista.

La mancha es también uno de los ejes básicos de la investigación formal desarrollada por Alberto Breccia, desde los primeros trabajos en los que fue alejándose del modelo de Milton Canifff, como por ejemplo Sherlock Time (1958), hasta obras basadas casi exclusivamente en la mancha, como El buscavidas (1982) y otras, como Perramus (1985) o Un tal Daneri (1974), desarrolladas a partir del intercalado de manchas de diferentes densidades de gris y negro. A diferencia de algunos de sus herederos, como Joann Sfar, que pueden utilizar de manera ocasional la mancha —por ejemplo, en Pascin (2006)—, Breccia conduce mucho más allá su propuesta; entre sus páginas se disuelven las oposiciones entre línea, mancha y relleno para alumbrar un mundo de fluctuaciones constantes, de una opacidad que absorbe a los personajes. Tanto es así que los mencionados valores de distancia, direccionalidad, límite y discernimiento entre figuras pasan a un segundo plano frente a la abierta apelación a la textura de las emociones que se intentan comunicar.

El tachismo de Breccia tuvo un influjo definitivo sobre numerosos autores ulteriores y, en algunos casos, si bien no les condicionó directamente, se adelantó a sus propuestas con una exhaustividad que reconoce en su labor una variedad de caminos abiertos que prácticamente cubre desde la actividad de Frank Miller hasta la de autores como Keko (José Antonio Godoy), Gipi (Gian Alfonso Pacinotti) o muchos de los dibujantes surgidos de l’Association, de Killoffer o Aristophane a Abdelkader Benchamma.

La mancha no es pura oclusión de una superficie sino que, al igual que el relleno, evoca una textura, y funciona con un doble estatuto expresionista entre relleno y forma autónoma también en los dibujos del argentino José Antonio Muñoz, alumno de Breccia y de Pratt en la escuela Panamericana de Arte de Buenos Aires: Sudor Sudaca (1985), Juegos de luces (1988), Europa en llamas (1990) y, sobre todo, la larga serie de historias del detective Alack Sinner emprendidas a partir de 1975 ofrecen una muestra de estas manchas vivas, dinámicas, que se adueñan de la página al ritmo del tango, la milonga o el jazz, que constituyen la banda sonora de sus historietas junto al guionista Carlos Sampayo. Enrique Breccia, hijo de Alberto Breccia, los franceses Jacques Tardi, Jean Teulé, Aude Samama o el belga Didier Comès (Dieter Hermann) han sido algunos de los herederos de esta manera de dar relieve al relleno y convertirlo en un elemento expresivo de primer orden que se adueña de la superficie o que, mejor dicho, se acopla a la superficie de la página.

Al relatar las historias del detective Griffu o los diferentes álbumes dedicados al investigador Nestor Burma, Tardi adopta algunas estrategias semejantes a las de Muñoz, pues modula las interacciones entre el relleno manchado y la línea, si bien el tipo de relato y el reconocimiento de la herencia de la línea clara europea le llevan a una mayor contención. Esas manchas, por otra parte, pueden cobrar una cierta vida propia y convertirse en las expresiones de un mundo nocturno, como sucede en los álbumes de Didier Comès, en los que forma, extensión e interacciones del relleno-mancha quedan sometidas a un estricto patrón que se respeta durante toda la historia. Tan relevante es la propensión del relleno a desbordar la línea, a apropiársela y a cobrar vida propia en autores de clara vocación expresionista, que precisamente todos los mencionados, junto a Frank Miller, destacan por cuidar particularmente la composición general y arquitectónica de la página: Lovecraft (2005) de Enrique Breccia, Sin City (1991-2006) de Miller o la varias veces mencionada La guerra de las trincheras de Tardi son ejemplos de esa relación.

La última de estas historietas muestra cómo un mismo autor transita desde la labilidad decorativa del relleno a base de minuciosos rallados art déco en el caso de su historieta más puramente folletinesca, El demonio de los hielos, hasta la mancha como espacio de oposición entre los personajes y la tragedia histórica de la Primera Guerra Mundial. La combinación entre el relleno de líneas paralelas y la mancha constituye una de las problemáticas que más se reitera en la labor del dibujante, en particular cuando su trabajo se presenta en la desnudez del blanco y negro. No solo cabría mencionar, en este sentido, una vez más, las combinaciones entre líneas y manchas de Sickles, sino también la habilidad de algunos de los pioneros de la historieta, como Alain Saint-Ogan en su serie Zig et Puce (1925-1954), o la feroz visualidad de Sergio Toppi en obras como Le calumet de pierre rouge (1999) y Sharaz-De (1984).

En estas series de Toppi las formas y manchas se confunden, casi siempre, con una construcción que se organiza en torno a una figura central, una imagen preponderante que, por lo común, no está encuadrada por una viñeta. Es el caso de la plancha 26 de Le calumet de pierre rouge, con un ajusticiado sobre un caballo muerto, reducidos ambos al estatuto de una mancha, un amasijo de zonas negras y ralladas de impecable efectividad dramática, que vectorializa el descubrimiento, el estupor y las miradas de los personajes. De forma análoga, el alemán Andreas combina modalidades de relleno en Révélations Posthumes, Cromwell Stone (1992) y la mayor parte de álbumes que desarrollan las historias del personaje Rork —particularmente, en este sentido, la oscura El cementerio de las catedrales (Le cimetière de cathedrales, 1988)—, y son quizá los delicados paisajes urbanos de Schuiten el enclave donde todas esas formas de relleno se entreveran de una manera más suave y menos connotada.

Por otra parte, es necesario constatar la estrecha relación de todos los elementos gráficos y una propensión, detectada en los autores franceses de los noventa y del siglo XXI, y, particularmente, de los miembros de l’Association, hacia un uso del pincel y de amplias zonas manchadas. Este hábito, que ya habían ostentado autores de los setenta y ochenta como Altan o los hermanos Varenne, cristaliza en obras como Persépolis (2000), Bordados (Broderies, 2004) o Pollo con ciruelas (Poulet avec prunes, 2005) de Satrapi o en los diferentes trabajos de David B y, sobre todo, en la obra de Edmond Baudoin. Frente al carácter dinámico de ese manchado, las manchas esponjosas efectuadas con todo tipo de recursos —estarcidos e impregnaciones en tela, etc.— de Breccia y Battaglia provocan una sensación de mayor estatismo, de mayor detenimiento en las texturas, con frecuencia literarias, sobre las que se desarrolla la página. Pero tal vez es un autor en apariencia más canónico que todos los mencionados, Franquin, el que ha llevado a cabo un ejercicio más radical sobre la mancha: frente a la línea clara de su Spirou, en la serie Idées Noires (1977-1983), creada junto a Yvan Delporte, articula páginas de un humor ácido y cruel con figuras casi totalmente silueteadas, rellenas de un negro obsesivo frente a la superficie despejada de la página, casi como si se tratase de pequeños caligramas con ideas fijas.


Noel Sickles, Scorchy Smith, viñeta de 1935-1936; Milton Caniff, Terry y los piratas (Terry and the Pirates, 24-26 de agosto de 1944); Attilio Micheluzzi, Johny Focus (1974); George Wunder, Terry and the Pirates (1946).


Milo Manara, H. P. y Giuseppe Bergman (1978); Alan Moore–Eddie Campbell, From Hell (2001); Hayao Miyazaki, Nausicaä (1984); Dream of the Rarebit Fiend, página del 7 de abril de 1907.


Franquin, Idées noires (d.1977); Sergio Toppi, Sharaz-De (2000); Dino Battaglia, Ligeia (1985); Giovanni Freghieri, Dylan Dog & Martin Mystère, La fine del mondo (1992), con guion de Tiziano Sclavi y Alfredo Castelli.

1.3.2. El color

Desde El Timeo de Platón hasta las aproximaciones psicológicas de Adolf Portmann no la reflexión ensayística de Michel Pastoreau (2017) el color es uno de los objetos de estudio que más atención ha recibido por pensadores, físicos o semiólogos, pero son los propios artistas los que, en ocasiones y a partir de la manipulación empírica de la síntesis aditiva, han llevado más lejos la teoría. La opinión de Vasari sobre la pintura parece prolongar el criterio del relleno: «Es un plano recubierto de campos de colores, en la superficie o de una tabla o de un muro, o de una tela». Para Delacroix, en cambio, el color adquiere cualidades ligadas a su materialidad, puesto que señala que el pintor modela con el color como el escultor lo hace con el barro, el mármol o la piedra. Entre estas dos posturas, se desarrolla toda una gama de actitudes, tanto en la pintura como en la historieta, de cuyo estudio es Pierre Couperie (1967, 1972) la más reconocida autoridad. Lo más frecuente en la historieta es que el color no sea empleado para delinear los contornos, sino como relleno o bien para dar un criterio de superficie. El caso más extremo es el de los pigmentos planos que, al menos hasta llegar a los albores del siglo XXI, fueron aplicados, sobre todo a las historietas de superhéroes, a menudo con criterios muy estandarizados de legibilidad narrativa.

Así, si esos tonos, en su enorme limitación, tenían una eficacia notable en las primeras páginas dominicales —sundays— de series extremadamente populares, como Hogan’s Alley (1894), de Richard Felton Outcault, o la citada The Katzenjammer Kids, pasaron en los años cuarenta y cincuenta a disolverse en el blanco y negro generalizado de los sistemas clásicos, o a formar parte de un proceso industrial. Este se cifraba en la publicación de cuadernillos de pequeño formato o comic-books, que no solo elegían una impresión barata en papel de pulpa, sino que reducían los colores planos a tramados de mala calidad, como los que Lichtenstein homenajeara en muchas de sus obras. Frente a esa actitud industrial, muchos dibujantes, incluidos Milton Caniff o Alex Raymond, cuyas páginas aparecían con un tamaño mucho mayor en los suplementos dominicales de los diarios, siempre quisieron atender la fase del coloreado y su utilización simbólica, narrativa y emotiva, sobre todo porque en las tiras diarias no disponían del recurso del color y eso les permitía dar otra dimensión a su labor cotidiana.

En Europa, entretanto, Hergé y el conjunto de la producción francobelga gestaron unos códigos del color en los que las tonalidades, pese a ser planas y no asentarse sobre una página sombreada, supieron jugar con las tres cualidades que la psicología de la percepción distingue en el color: la tonalidad o color propiamente dicho, la saturación —«que da la medida de la lejanía con la proporción del gris» (Barbieri, 1993: 52)— y la luminosidad. A partir de esos valores, el caso de Hergé expone una curiosa evolución en la que hay que tener en cuenta que buena parte de los álbumes fueron redibujados con la ayuda de su equipo de colaboradores a partir de los años cuarenta. Los tonos más desvaídos de los primeros álbumes, herederos de la forma de trabajar el color de Alain Saint-Ogan o George McManus, fueron dando paso a colores más saturados y luminosos, sobre todo a causa de la influencia de uno de los colaboradores de Hergé, Edgar Pierre Jacobs, pero siempre buscando una interacción equilibrada que evitase la prominencia del estilo, la incorporación de motivaciones no realistas en la estructuración del color.

La herencia de los códigos de color gestados en torno al tándem Jacobs-Hergé es más determinante de lo que pueda parecer a primera vista, pues no solo constituye la base de buena parte de los trabajos de las escuelas francobelgas de Bruselas, Charleroi y París durante los años cincuenta, sesenta y setenta, sino que también se extiende sobre los artífices de la modernidad en la historieta: la editorial cooperativa Humanoïdes Associées, con Moebius, Caza y Druillet a la cabeza, da la vuelta a la paleta gráfica de Hergé; François Schuiten reorienta las líneas cromáticas hacia las tonalidades pastel y les insufla una constante presencia del gris para evocar una determinada estética decimonónica, como sucede en Brüsel (1993); Joost Swarte e Yves Chaland explotan su tramado y lo imbuyen de una pulsión nostálgica por recuperar los cromatismos primigenios; Vittorio Giardino les da un brillo ora más plano —Rapsodia húngara (Rapsodia ungherese, 1982), ¡No pasarán! (2002)— ora más matizado —Vacaciones fatales (Fuori stagione, 1988), La tercera verdad (La terza verità, 1999), Little Ego (1990)—; André Juillard trabaja algunas obras como Diario azul (1995), con la restricción de gamas análogas con diversas intensidades y saturaciones, y autores como George Bess, Baru, George Boucq y Nicolas de Crécy intentan adherir una notable riqueza de texturas a ese código de colores elementales.

Si bien cercanos en su gama a los planteados por Hergé y algunos de sus herederos, los colores que inundan las páginas del estadounidense Chris Ware o de algunas obras del mallorquín Max tienen otro fundamento. Fusionan la tradición europea con la exploración de las originarias limitaciones de la cuatricromía y las publicaciones de masas de la primera mitad del siglo XX. De un modo algo más crepuscular que en Bardin el superrealista (2007), en muchas de las viñetas de la serie de Ware Acme Novelty Library, centrada en el seguimiento durante cuatro generaciones de una familia disfuncional y de la que forma parte Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo (Jimmy Corrigan, the Smartest Kid on Earth, 2000), hay un eco de los interiores misteriosos del pintor Edward Hopper, de las superficies azuladas y verdosas creadas por David Hockney y de la memoria de clásicos como Gasoline Alley (1918) y The Kin-der Kids (1907-1908). Aunque en apariencia es plano, el color integra, en la línea clara de Ware, ricas articulaciones internas.

Pero existen dibujantes que, a diferencia de los anteriores, no cifran su trabajo con el color en la cobertura de superficies y, por consiguiente, se encuentran fuera de los modos expresivos históricos. Es, por ejemplo, el caso de Juan Jiménez y su habilidad para gestar mundos de fantaciencia, del estadounidense Arthur Suydam, de Miguelanxo Prado, Pepe González, Horacio Altuna, Nicolas de Crécy, los alemanes Andreas y Schulteiss, el yugoslavo Enki Bilal, los portugueses Víctor Mesquita —«O homem que não se chamava Hemingway», Trilogía com Tejo ao fundo, 1995— y Fernando Relvas o los ya citados Renato Calligaro y Lorenzo Mattotti. En cada una de sus obras, este último trabaja a partir de una gama cromática, de un tono sobre el que varía siempre en un sentido a la vez poético y narrativo, pero sobre todo dinámico. Casi a la par que el padre Louis-Bertrand-Castel (1688-1757), que construyó un clavicordio cromático y reflexionó sobre él, Newton puso en relación en su óptica colores y notas musicales, y esa voluntad de control es lo que anima a los citados autores, así como las imágenes de Ana Juan o Duveaux, marcadas por un fuerte pictoricismo. Pero existen otras posibilidades, como las abiertas por Richard Corben, capaz de usar el color de un modo particularmente dinámico, empleando una paleta propia y a la par cercana al technicolor cinematográfico y creando merced al color un mundo fantástico —Neverwhere, en la saga Den (1978).

Corben consigue desarrollar la visualidad de su peculiar universo gracias a la técnica del aerógrafo, gracias al cual elabora aquello que parece concitar su mayor interés: los volúmenes musculares de los cuerpos que dibuja, cuerpos robustos que protagonizan historias de fantasía heroica. De un modo análogo, Beb Deum y Fred Beltran han redefinido por completo los parámetros del color de la historieta en tiempos del videojuego, en series como Megalex (1999-2009) o incluso ocupándose solo del color en Los tecnopadres (Les technopères, 1998-2006), ambas obras con guion de Alexandro Jodorowsky y, en el segundo caso, con dibujos de Zoran Janjetov. Al igual que Corben, Beltran gusta de crear volúmenes a través de las superficies coloreadas, pero este emplea gamas más frías y trabaja con la precisión que le proporciona la paleta gráfica de la computadora, sabiamente aplicada a universos de distopía futurista. El pionero en estos usos informáticos fue Pepe Moreno con su Batman: Digital Justice (1990) y a su labor le siguió la de ciertos artistas japoneses, o la combinación que Bernard Yslaire hace de informática, óleo y acrílicos en XXe ciel.com.

Por otra parte, el color también puede ser un argumento por sí mismo, en su capacidad de generar «sensaciones emanadas de su propia naturaleza, de su fuerza interior, misteriosa, enigmática», como señalaba Paul Gauguin; puede extenderse por la página a través de manchados y formas ajenas a cualquier voluntad realista, como demuestran en España la trayectoria de Vicent Segrelles, autor de la saga El mercenario, Fernando Fernández —con Zora y los hibernautas (1980) o Drácula (1983)— o el brillantísimo trabajo Berlín 1931 (1991) de Raúl (Raúl Fernández Calleja), una obra donde, deliberadamente y a modo de ejercicio plástico, se retrata el ascenso del fascismo en Europa conforme a la estética de algunos de los pintores de la época, como Liebermann, Kirchner, Heckel, Gras u Otto Dix. Esta referencialidad de la época trasladada al color también observa un interesante desarrollo en Lost Girls (1991-2006), de Alan Moore y Melinda Gebbie, que recrea en clave erótica las vidas de Alicia, de Alicia en el país de las maravillas —de Lewis Carroll—, Dorothy, de El mago de Oz —de L. Frank Baum—, y Wendy, de Peter Pan —de J.-M. Barrie— en torno al Hotel Himmelgarten en la Viena de 1913.

De un modo diferente, con el propósito de crear un universo imaginario a través del color, la labor de Raquel Alzate poniendo imagen al guion de Luis Durán en Cruz del sur (2005) se manifiesta deudora de autores como los estadounidenses Bill Sienkewicz, Dave McKean o John Muth, y consigue una particular poética del sfumatto, una niebla leopardiana en ocasiones recorrida por súbitas corrientes de aire que se hacen visibles sobre la bruma. De un expresionismo más contundente es, por supuesto, la labor del ya mencionado Breccia, algunas de cuyas historietas se centran casi exclusivamente en las inflexiones provocadas por el color —es el caso de desbordante experimentación de El dorado (1992), con guion de Carlos Albiac, o de la adaptación del cuento de Horacio Quiroga realizada junto a Carlos Trillo La gallina degollada (1978), donde la historia orbita en torno al color rojo de la sangre y desborda, en forma de mancha, unas viñetas en blanco y negro.

Tradicionalmente, en el marco de las historietas de mayor difusión se ha establecido una división bastante estricta entre: la historieta de humor reflexivo, normalmente privada de color, la historieta de aventuras, con una gama de colores basada en la cuatricromía y abierta a matices, y la historieta más o menos dirigida al público infantil, con colores planos y menos veristas —este es el caso tanto de la línea clara europea, desde Cabrero Arnal hasta Pellos o Tillieux, y también de las innumerables páginas creadas por Carl Barks para el Pato Donald—. El dibujante Carlos Nine, digno sucesor de Alberto Breccia en el marco rioplatense, ha desafiado los límites entre las grandes líneas de la historieta mencionadas, que permanecen incluso en el seno de muchos de los autores con poéticas más singulares, y con respecto al color también ha transgredido esas categorías de un modo solo comparable al que parecen abrir autores como Natacha Sicaud en Francia.


Frank O. King, Gasoline Alley (1931); Chris Ware, Building Stories (2014).


Mattotti, El rumor de la escarcha (Il rumore della brina, 2003), con guion de Jorge Zentner; Fernando Fernández, Drácula (1983).


Richard Corben, Den. Neverwhere (1978); Fred Beltran, Megalex (2009).


Juan Giménez, La casta de los metabarones (La Caste des méta-barons, 2003), con guion de Jodorowsky; Zoran Janjetov, Los tecnopadres 7 (Les Technopères), El juego perfecto (Le Jeu parfait, 2005), con guion de Jodorowsky.


Enki Bilal, La feria de los inmortales (La Foire aux immortels, 1980), El sueño del monstruo (Le Sommeil du monstre, 1998), Le Sarcophage (2000).


Miguelanxo Prado, Trazo de tiza (1993); Carlos Nine, Pampa (2004-2006).


Vicente Segrelles, El mercenario (1988).


Raquel Alzate, Cruz del sur (2005), con guion de Luis Durán; Alberto Breccia, La gallina degollada (1978), con guion de Carlos Trillo; Tardi, El exterminador de cucarachas (Le Tueur de cafards, 1984).


El leitmotiv de Monsieur Jean 4. Vivamos felices sin parecerlo (Vivons heureux sans en avoir l’air, 2005), de Dupuy-Berberian, son las correspondencias entre la vida presente de Jean y la historia de un viejo cuadro pintado por un oscuro pintor de los años veinte, Zdanovieff. Además de ocultar un Rembrandt bajo sus óleos, el lienzo evoca la historia de amor con su modelo Malva, también modelo de otro pintor de la época, Pascin, que aparece en este volumen como guiño a la serie Pascin (2000-2002), que Joann Sfar le ha dedicado.


Edmond Baudoin, que lee en términos rítmicos la construcción expresiva del rostro en La musique du dessin (2005), trabaja obsesivamente sobre el vínculo ontológico entre el dibujo y el rostro, en busca de lo que John Berger llamaba «apariencia», como muestran los rostrosmancha de Arlerí (2008).


En torno al rostro del Joker se han hecho todas las variaciones imaginables, desde Arkham Asylum (1989), de Morrison y McKean, hasta Batman & Robin, The New 52! (2013), de Tomasi, Syaf y Cifuentes, donde el Joker se confronta con Robin poniendo sobre su faz descarnada su propia piel invertida.


En Los combates cotidianos (Le Combat ordinaire, 2006, vol. II. Les Quantités négligeables), Manu Larcenet entrevera la difícil relación de Marco con un vecino de aspecto apacible que en realidad cometió atrocidades en Argelia, la enfermedad de Alzheimer de su padre, su historia de pareja y los instantes de suspensión, silencio y reflexión punteados por el cauce de los rostros de trabajadores que fotografía en el astillero donde trabajara su padre. Como en el filme Código desconocido (Code inconnu (2000) de Haneke, la acumulación de rostros apunta, en este caso, hacia la abstracción de la alteridad con la que se relaciona Marco.


Milton Caniff, Terry and the Pirates (1938).


Hergé, Tintín. El secreto del unicornio (Le Secret de la licorne, 1943); Len Wein, John Calman y Frank McLauchlin, El demonio de la mansión de Gothos (The Devil of the Gothos Mansion, 1979); W. Vandersteen, Le Fantôme spagnol (1980).


Tiziano Sclavi-Giampiero Casertano, A través del espejo (Attraverso lo specchio, 1986).


Edmond Baudoin, Les Yeux dans le mur (2003).


El pintor suizo Arnold Böcklin (1827-1901) realizó cinco versiones de La isla de los muertos (Die Toteninsel), título acuñado por su marchante. Se trata de un motivo visitado en sucesivas ocasiones tanto por la pintura —Dalí, Giger—, como por la historieta. En la franja superior, una de las versiones de Böcklin y viñeta de La extraordinaria historia de la isla Panorama (Panorama-tō Kidan, 2005), de Suehiro Maruo. En la franja media, página de Lone Sloane. Gaïl (1978), de Druillet, y L’Ile des Morts (2000), de G. Sorel y T. Mosdi. En la franja inferior, Las aventuras urbanas de Giuseppe Bergman. Camino oculto (Le avventure metropolitane di Giuseppe Bergman, 1998), de Manara; Martin Mystère 225. Oltre la soglia (2000), de Berrini-Pasini y Coppola; Sambre 6. La mer vue du purgatoire (2011), de Yslaire.


Arriba a la izquierda, La Balade au bout du monde (1983-2006) 10, Blanche. Con dibujos de Vicomte, el guionista Makyo da una vuelta de tuerca a la cuestión del retrato, pues Arthis, el protagonista, investiga acerca de la relación entre las palabras pronunciadas y la expresión figsionómica hasta que da con Blanche, que se convierte en la imagen buscada por la propia construcción del relato; Makyo, Richaud y Fauré, Le Maître de peinture (2003-2006); Milo Manara, Caravaggio (2015); Antonio Altarriba y Keko, El perdón y la furia (2017).


Alan Moore y Rick Veitch, Miracleman (1986).


Bourgeon, El barco de los condenados (Les Passagers du vent, Le Ponton, 1979).


N. Buscaglia y A. Breccia, Los mitos de Ctulhu (1974).


Frank Miller, 300 (1998), p. 26-27.

Así, en una obra como Fantagas (2002), Nine fusiona el folletín, la novelística dostoievskiana y un mundo de alcoholismo, perversiones sexuales y ambigüedad moral. A través de sus viñetas desfila el influjo de la caricatura y el humor gráfico —el protagonista, el inspector Pernot, es apenas un huevo o un tapón de corcho con dos pequeñas patitas; su sofá Luix XV es un acosador sexual y el resto de personajes tienen rostros de animales—, el de la aventura y el del imaginario infantil. El color también desborda esas divisiones y se nutre de fuentes clásicas, desde Leonardo da Vinci hasta Degas pasando por Rembrandt, y queda asociado, más que en ningún otro autor, a la iluminación. En efecto, Nine hace algo que ningún otro dibujante ha llevado tan lejos y que consiste en verosimilizar cuerpos tridimensionales carentes de referente real, de naturalismo, a través de una combinatoria entre luz y color basada en una tradición que pondera la verosimilitud, circunstancia de la que surge el aspecto esperpéntico y valleinclanesco de sus creaciones.

Nine, que también ha aplicado su paleta a las raíces pictórico-literarias del género gauchesco en la serie Pampa (2004-2006), con guiones de Jorge Zentner, consigue algo solo comparable a algunas de las experiencias de Mattotti o Moebius: mostrar un universo visual nuevo. Para ello, no obstante, debe brindar algunas pautas ya conocidas, y es esa relación entre la luz y el color lo que se lo facilita. Con respecto al color, en la historieta resulta determinante esta cuestión de la experiencia cultural previa de una manera que todavía no ha sido estudiada. No solo el imaginario cromático de la historieta europea tiene una unidad sorprendente —de Hergé a Vance—, sino que también existen marcos concretos en los que se desarrollan claras lógicas identitarias con respecto al color: la historieta española de posguerra —particularmente la factoría Bruguera—, por ejemplo, tiene una gama cromática específica en su tono, brillo e intensidad que desborda los condicionantes industriales; y lo mismo le sucede a la historieta británica, en la que no solo destacan tonalidades más mortecinas, sino también la introducción de volúmenes a través del color, desde la obra de Frank Bellamy, que asumió la célebre serie de ciencia ficción Dan Dare a partir de 1960 y contribuyó a definir la estética del semanario Eagle, hasta el trabajo de David Lloyd para V de Vendetta (1988) —con guion de Alan Moore y color tanto de Lloyd como de Stephan Whitaker y Siobhan Dodds—, que deja determinadas áreas vacías en el entintado para luego provocar efectos de solarización con el uso del color, de acuerdo con un método desarrollado por el dibujante Jim Steranko en Chandler (1976) y Outland (1982).

Capítulo aparte merece el tratamiento del color que deparan algunos de los autores japoneses. Si bien muchos de ellos, como Katsuhiro Otomo o Masamune Shirow, han llegado a Occidente coloreados, esa pigmentación es ulterior a la concepción inicial de la obra. No obstante, sí que es cierto que todo manga, pese a estar editado en blanco y negro, suele incorporar unas primeras páginas en color. Resulta muy difícil estudiarlas desde los patrones que el uso tradicional del color en Japón ofrece. Están, por el contrario, a medio camino entre algunas de esas convenciones tradicionales y los patrones de coloración que ofrece el anime, es decir, los filmes y series de animación japoneses que, a partir de los años setenta, se convirtieron en la industria hermana del manga a causa de la fácil convergencia de lenguajes expresivos y normas. Y ese es el principal referente para las primeras páginas que abren cada tomo de obras como Akira o Appleseed (1986).

1.3.3. Convenciones iconográficas

Como el dibujante Igort ha teorizado desde el cómic en Cuadernos japoneses (Quaderni Giapponesi, 2016), uno de los elementos que diferencian en mayor medida la historieta japonesa de la occidental es el vasto conjunto de las convenciones expresivas y representativas.16 Estas comienzan por la direccionalidad de la lectura, que se realiza de derecha a izquierda, y por la composición de la página, que, por lo general, resulta sencilla para favorecer una lectura rápida. Pero también se cifran en cuestiones mucho más concretas. Así, si el personaje se rasca el cogote denota timidez, y una leve hemorragia nasal en un personaje masculino expresa, de un modo convencional, excitación sexual. Cuestiones como estas exceden el alcance de una norma definida a partir de una aproximación exclusivamente formal y se internan en lo que Ernst Cassirer ha llamado valores simbólicos, que requieren un estudio de naturaleza interpretativa que ponga en relación estrecha los valores estructurales con aquellos que son propios de la historia de la cultura, la sociología y la antropología, es decir, aquellos que implican una actualización del contexto, lo que Ortega y Gasset denominaba una reviviscencia del pasado.

«El humanista, que trata con acciones y creaciones humanas, ha de embarcarse en un proceso mental de carácter sintético y subjetivo, ya que tiene que revivir las acciones y recrear las creaciones», señala Erwin Panofsky (1982). Conforme a ese punto de partida, es posible coincidir con él cuando, frente a las posturas más férreas del formalismo, subraya que en cualquier obra es imposible separar el contenido de las formas, en cuya configuración comportan un significado que sobrepasa lo visual y la propia consciencia del autor. A lo largo de sus numerosos trabajos, Panofsky distingue tres niveles diferentes en el análisis de una pintura, escultura o imagen —que su colaborador y amigo Rudolf Wittoker (1977: 174-87) ha extendido a cuatro sin malograr el sentido inicial:

1. Forma encarnada en materia

2. Idea

3. Contenido

3.1. Contenido temático natural o primario

3.1.1. Contenido fáctico

3.1.2. Contenido expresivo

3.2. Contenido secundario o convencional

3.3. Significado intrínseco

El análisis del conjunto de los contenidos de la imagen reclama la actualización del contexto, la reviviscencia. El contenido temático, en particular, se define por la identificación de las formas puras, es decir, de referentes representativos elementales relacionados con objetos naturales, como puede ser una casa, una planta, un animal o un individuo con algún rasgo característico. De las relaciones entre esos objetos se infieren hechos, y de las configuraciones convencionales de estos últimos es posible deducir motivos artísticos más o menos frecuentes: la comida, el bautizo, la llegada del individuo extranjero, etc. Evidentemente, cualquier comparación entre obras, en este nivel que Panofsky denomina preiconográfico, debe realizarse respetando su ambigüedad, a partir de una estructura de gradientes que, en su estado más primario, se resuelve en contenido fáctico y contenido expresivo.

El contenido secundario, por otra parte, es el que en pintura surge al reconocer que, por ejemplo, una figura masculina con un cuchillo representa a san Bartolomé o que diversas personas dispuestas en torno a una mesa con unas actitudes determinadas representan la Última Cena. Al identificar este nivel o estrato del contenido, el analista relaciona los motivos artísticos y sus combinaciones —denominadas composiciones— con temas o conceptos. Los motivos, «reconocidos, así, como portadores de un significado secundario o convencional pueden ser llamados imágenes, y las combinaciones de imágenes son lo que los antiguos teóricos del arte llamaron ‘invenzioni’» (Panofsky, 1982: 16). En la actualidad, es más frecuente llamar historias y alegorías a esas invenzioni, que constituyen el primer objeto de identificación y explicación de la iconografía.

Finalmente, el significado intrínseco o contenido es el que se revela a partir de una aproximación hermenéutica, que indaga en los supuestos que revelan las actitudes de una comunidad, una época, una creencia religiosa o filosófica o la actitud de un autor relacionada con todos los aspectos anteriores. Panofsky indica que este nivel del contenido y los dos anteriores no remiten a esferas independientes de significado sino justamente todo lo contrario, a un solo fenómeno orgánico e indivisible. Resume, además, las diferentes categorías de su metodología en un cuadro sinóptico análogo al siguiente:


Así, sería posible utilizar estos mismos esquemas para analizar historietas, teniendo en cuenta siempre su dimensión narrativa y secuencial. Eso es lo que han hecho teóricos como Fresnault-Deruelle o Michel Serres. Curiosamente, el historietista sobre el que han sido realizados más trabajos iconográficos es Hergé, dada la tendencia que ostenta su manera de trabajar a convertir cada viñeta en la elaboración emblemática de una determinada circunstancia gestual o de la expresión de una situación narrativa concreta.17 Serres (2000) se arroga el mérito de haber tratado cada una de las viñetas de Hergé como si fuese, a la par, una fotografía, —una muestra documental de una época y un espacio determinados— y una pintura arraigada en una determinada tradición, que en este caso es la de la historieta, cuyo imaginario actúa del mismo modo que durante siglos lo ha hecho en la pintura occidental la institución rectora de la Iglesia. Y, si Tomasi, Jean-Paul y Michel Deligne han desarrollado un análisis iconográfico muy orientado en Tintin chez Jules Verne (1998) el también guionista Benoît Peeters (1990, 2012, 2013) ha estudiado de una manera transversal la inscripción histórica de Tintín en la propia vida de Hergé y la modernidad de su obra, y Michael Farr (2002) la importancia de la imaginación histórica en Tintín.

Más factible sería aplicar un esquema analítico de tal profundidad a obras con un sustrato mítico deliberado, que facilita el desglose estructural. Es el caso de ciertas series de aventuras y ciencia ficción clásica, o por ejemplo de las obras de Moebius, que constituyen por sí mismas modos narrativos y de representación ajenos a los grandes modos históricos. Muchas de ellas, como por ejemplo Ballade (1977), The Gold Digger (1989), la serie Edena (1984-2003), Caos e Inside Moebius se apoyan sobre motivos que confrontan la figura humana con la naturaleza. La relación comienza siendo conflictiva, y mediada por la artificialidad, y acaba resolviéndose en una integración entre el individuo y su entorno. Las composiciones subrayan, al principio, el desajuste entre la extensión del paisaje y la figura humana y dan paso, después, a la centralidad y el equilibrio, una vez el contacto con la tierra ha regenerado al personaje. Sobre un patrón narrativo lineal que combina los referentes de la épica tradicional con las diferentes fases de las iniciaciones místicas, Moebius traspone situaciones visuales propias del chamanismo mexicano, donde pasó buena parte de su infancia y fue iniciado en diversos ritos y en el uso ritual de alucinógenos como el peyote.

De igual modo, las obras del guionista, cineasta, escritor y poeta Alexandro Jodorowsky, guionista de algunas de las obras de Moebius, se acoplan a un modelo narrativo que visita de modo reiterado la estructura narrativa heroica conforme al modelo del monomito definido por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1959). El afán por fusionar toda una serie de indagaciones antropológicas, religiosas y simbólicas hace de obras como El Incal (L’Incal, 1981-1988) y El corazón coronado (Le coeur coronné, 1992-2000) no solo una síntesis de los grandes temas de ambos autores, sino también un territorio abonado para el análisis iconográfico susceptible de ser abordado merced a una hermenéutica minuciosa. Por el contrario, la mayor parte de lo que se suele denominar convenciones iconográficas de la historieta se sitúan, en realidad, en el nivel preiconográfico de reconocimiento de los motivos. No obstante, en ocasiones poseen un carácter tan fuertemente convencional como los bocadillos de diálogo, que no responden a ninguna analogía directa con la realidad.

1. Convenciones relacionadas con los modos históricos y sus normas. Afectan a otros de los apartados considerados a lo largo del estudio, como el encuadre, la perspectiva o tamaño de las viñetas. En efecto, y como se desprende de la síntesis de normas consignada, son los aspectos de puesta en escena que admiten ser compartidos o comparados con el cine y la fotografía los que constituyen este tipo de convenciones.

2. Convenciones primarias o preiconográficas. La iconología y la semiótica coinciden en tomar como un postulado la colaboración entre el lector o espectador y el objeto de su lectura o contemplación. La imagen o el relato, bajo esta perspectiva y por oposición al formalismo, nunca aparece formulada extensamente. Solo existe como tal en los dos extremos del proceso de comunicación, en la mente del emisor y en la del receptor. El relato, materialmente, ofrece los indicios que permiten su reconstrucción mediante la inferencia y ciertos patrones de búsqueda de coherencia que las aproximaciones cognitivas se han ocupado de estudiar.

2.1. Personajes estereotipados

2.2. Situaciones estereotipadas

De acuerdo con ello, pueden anotarse personajes estereotipados como el héroe, el mago, el mendigo o los que Luis Gasca y Romà Gubern (1991) distinguen: adivina, hombre arruinado, borracho, botones, caníbal, cocinero, loco, etc. Del mismo modo, ambos autores disciernen también situaciones arquetípicas como el peligro, la caída, el hambre o la sed, el desmayo o el idilio interrumpido. Pero todas ellas, tal y como aparecen presentadas en su vasta y fundamental compilación de ejemplos, presentan rasgos comunes que no se alejan de los marcos semánticos que caracterizan a dichas situaciones tanto en la vida cotidiana como en el cine o la literatura.

3. Convenciones secundarias.

3.1. Motivos e imágenes compartidos con la pintura, el cine o la literatura —en este último caso y por lo que respecta a la narración, se trataría de situaciones en el sentido que les confiere Wladimir Propp (1985)—. Pueden plantearse muchas de las situaciones del apartado anterior, pero bajo aquellos rasgos con los que habitualmente han sido representadas en los medios citados y en términos concretos, no generales como en (1). Ciertas características, como la visión doble subjetiva asociada a la intoxicación del borracho, el sombrero de Napoleón en el loco, el cabello y el traje oscuro en la mujer fatal o el cigarrillo como identificación y refugio del detective pertenecen a la vez a las diferentes formas expresivas, y aparecen por igual en los filmes de Fritz Lang o en las historietas desarrolladas por Tardi.

3.2. Motivos e imágenes específicamente desarrollados por la historieta.

3.2.1. Convenciones con respecto a la expresión de los diálogos (bocadillos, onomatopeyas y rotulación). Un ejemplo representativo es el bocadillo que sustituye el rabillo por una serie de volutas y que delata lo que el personaje piensa o sueña. La bombilla que se enciende sobre la cabeza de un personaje para indicar la llegada de una idea brillante, o la sierra que secciona un tronco dentro del bocadillo y que sugiere sueño profundo constituyen ejemplos a medio camino entre dichas convenciones y las metáforas consolidadas o ideogramas.

Es necesario anotar, además, que las onomatopeyas se ven marcadas por la influencia anglosajona. Excepto en el caso del manga, que ha desarrollado sus propios códigos, las onomatopeyas de las historietas de casi todos los países proceden de la lengua inglesa. Resultan interesantes los híbridos de convenciones entre la cultura japonesa y la occidental: es el caso de obras concretas, como Baobab (2005), de Igort, o del movimiento llamado Nouvelle Manga y encarnado por el dibujante Fréderic Boilet, un francés afincado en Japón cuyas obras —L’épinard de Yukiko (Yukiko no Hôrensô, 2000), Mariko Parade (2003) y Tokyo est mon jardin (2005), entre otras— mezclan el influjo de los manga, del cine de la modernidad europeo y de la estética de las fotografías y los vídeos eróticos privados. En España, únicamente algunas historietas muy autóctonas, como es el caso de la escuela humorística surgida en la editorial Bruguera, han gestado una serie de códigos propios con respecto a las onomatopeyas. Ejemplo de ello son series como Mortadelo y Filemón (1958), El botones Sacarino (1963) o Rompetechos (1964) de Francisco Ibáñez, El gordito relleno de José Peñarroya o Aspirino y Colodión (1967) de Alfons Figueras.

3.2.2. Convenciones gestuales y expresivas de los personajes.

3.2.3. Símbolos cinéticos. Por lo general parten de un efecto óptico elemental, que es la confusión que genera una figura cuando pasa a gran velocidad. Los referentes son tanto la propia visión humana como la estela o las formas que recoge la fotografía instantánea de objetos en movimiento —el tradicional efecto de foto movida—, y autores como Gasca y Gubern distinguen, por ejemplo: caídas, huídas, puñetazos, disparos y golpes, enfado, giro de cabeza, inconsciencia, mareo, meditación, rubor y temblor.

3.2.4. Convenciones sobre la descomposición del movimiento.

3.2.5. Metáforas visuales consolidadas e ideogramas. Cabe destacar algunos casos que pertenecen al dominio amplio de la cultura visual, como el corazón para significar amor o pasión sexual, y los que resultan específicos de la historieta. Ejemplos frecuentes son el billete con alas para representar la pérdida de dinero o el gorro que salta de la cabeza para expresar estupor, así como las notas de música saliendo de la boca del personaje o las estrellas rondando su cabeza tras un golpe. Muchos de estos signos convencionalizados proceden del lenguaje verbal. Así, la mencionada sierra que corta un tronco o la bombilla provienen de «dormir como un tronco» o «tener una idea luminosa».

4. Aspectos iconográficos relacionados con el significado intrínseco.

Así como el apartado sobre las convenciones creadas en torno a la descomposición del movimiento no ha sido desarrollado en la lista anterior porque merece una aproximación detallada, de la que se ocuparán apartados posteriores, las convenciones del gesto, por otra parte, resultan determinantes en la historieta. Su norma dominante, como ocurre con la mayor parte de la pintura figurativa y el cine, tiene una vocación antropocéntrica, en tanto que la mímesis se apoya en la acción, cuyo agente suele ser un individuo. No obstante, es necesario reconocer que, en ocasiones, son otros mecanismos —la asociación, los isomorfismos entre imágenes, la relación de crisis entre la palabra y la imagen— los que se encargan de sustentar la ficción. En esos casos, que tienden a suspender la linealidad del relato y a potenciar la idea de sincronía entre las diferentes escenas que lo integran, cualquier metodología heredera de la tradición aristotélica se vuelve poco operativa y el gesto queda suspendido en función de una fractura en el valor de la duración.18

Si bien en las obras de dibujantes del clasicismo norteamericano como Roy Crane, Lyman Young, Milton Caniff o Chester Gould cristalizó la relación entre el desarrollo del relato, las convenciones del enlace dinámico entre viñetas y la ubicuidad del encuadre —ángulo, altura, efecto de distorsión óptica—, en The Katzenjammer Kids de Rudolph Dirks, cuarenta años antes, había sedimentado el uso de una jerga o slang a medio camino entre el inglés y el alemán, la incorporación de signos gráficos y onomatopeyas completamente nuevos, y el desarrollo de una gama gestual extensa, con la que no puede ser comparada la limitada expresividad de las historietas de Outcaut o, incluso, de McCay. En la serie de Dirks, junto a los dos mellizos Katzenjammer —término que Wilhelm Busch había empleado en Max und Moritz para designar a la malignidad— aparecen otros tres personajes: die Mama, der Captain —un viejo marino nostálgico— y der Inspector, que encarna la educación y la escuela frente a la que los hermanos se rebelan. Esta actitud suscita un desorden continuo, en el que cada travesura cuesta numerosos destrozos y el consiguiente castigo.19

Para expresar ese universo de violencia se hizo necesario el desarrollo de toda una constelación de onomatopeyas y signos gráficos nuevos. «La escuela del Slang, del Bang, del pow, de la historieta, había nacido» (Becker, 1959: 16). Con el mismo objetivo de representar el desorden, la agitación y, en definitiva, un tipo de violencia que anticipaba el cartoon y procedía del vaudeville, se hizo también necesario codificar las gestualidades y los personajes estereotipados. El teatro, en ese sentido, se presentó como la más cercana referencia por su capacidad para prever una gama codificada de modelos con los cuales expresar diferentes estados de ánimo, en la antigüedad reducidos a máscaras. «Un actor [teatral] —señala Barbieri (1993: 216)— es mejor que otro no porque interprete de manera más parecida a la realidad, sino probablemente porque está en condiciones de modular sobre la gama de las expresiones estándar una serie de matices que logren caracterizar esas expresiones de manera más precisa».

Esta idea de modulación está muy presente en la historieta, sobre todo en la humorística. La alegría, el recelo, la astucia, el deseo o la hilaridad pueden expresarse con una economía formal asombrosa, como Antonio Faeti (1986) ha constatado a partir del estudio del rostro de Mickey Mouse. Sus clasificaciones pueden ser extrapoladas a muchos otros personajes, ya sean animales antropomorfos, ya sean personas reducidas a una serie de rasgos elementales. En todos ellos, la gestualidad puede ser más o menos exagerada de acuerdo con el estilo del autor. Franquin, Harvey Kurtzman, Crumb, Gotlib, Meter Bagge o Debbie Dreschler, por ejemplo, la llevan a sus límites, mientras que E. P. Jacobs y Loustal apenas inducen ningún tipo de inflexión gestual en los rostros. Con respecto a los anteriores, su estilo es menos caricaturesco, y en ese término, la caricatura, estriba una de las claves de aproximación al uso de la gestualidad facial en la historieta, puesto que en muchos casos está mediada por una deformación expresiva que persigue un doble objetivo: clarificar cada una de las modulaciones e introducir una dimensión emotiva, por lo general humorística —paródica, satírica, esperpéntica o simplemente hilarante. No obstante, autores como Simon Hansselmann en Bahía de San Buho (St. Owl’s Bay, 2013) y Hail Satan! (2016), Liniers o, sobre todo, Lewis Trondheim son capaces de trabajar la comicidad desde una limitación o casi completa negación del pathos gestual.

La tradición de la pintura ha establecido algunos gestos codificados, sobre todo en las figuras religiosas principales —acceptatio, conturbatio y elocutio en la Virgen María—, pero no ha abundado en su preceptualización en otros ámbitos. Ha considerado, además, que constituye una cuestión particularmente opaca entre los diferentes aspectos de la mímesis. A diferencia de la perspectiva artificial, por ejemplo, se resiste a una formalización rigurosa. En Della pittura (1435-1436), Leon Battista Alberti indica que al pintor se le hace difícil distinguir entre una cara que ríe y una que llora. Y representar el matiz de una expresión facial continúa siendo una de las mayores dificultades de cualquier dibujante o pintor. El motivo es que la expresión fisionómica se lee como un todo y resulta difícil disociar el conjunto de sus matices, que, por lo general, mudan constantemente —por esa razón resulta difícil reconocer a las personas en muchas fotografías, o su expresión acaba considerándose poco natural.

Uno de los autores que más certeramente han reflexionado sobre la modulación, la deformación y el uso expresivo de la fisionomía en la historieta es el pionero y, en muchos sentidos, padre de la historieta tal y como se conoce en la actualidad, Rodolphe Töpffer. En el mencionado Essai de physiognomonie (1845), el primer libro de teoría sobre la historieta, afirma que el dibujo de línea es, por sí mismo, una forma expresiva con un elevado nivel de convencionalismo. Conforme a ello, revela su método para desarrollar un lenguaje expresivo elemental de la fisionomía de los personajes. No se cifra en una sólida formación académica, sino en un proceso empírico: en primer lugar, se dibuja un rostro, aunque sea un simple garabato con dos puntos por ojos. Luego, se va variando su expresión en nuevos garabatos hasta reconocer los trazos primarios que la integran, y que no deben ser demasiado complejos.

El interés por este procedimiento tan arraigado en los materiales elementales del dibujo llevó a Gombrich a escribir un ensayo sobre Töpffer, «El experimento de la caricatura», y a explorar el problema de la expresión facial en el dibujo en «The Mask and the Face» (1972) y junto a Ernst Kris en «Los principios de la caricatura».20 Töpffer afirma que, de ese modo, nacieron sus dibujos, y —a la manera de la fisiognomonía simbólica del anatomista Carl Gustav Carus— discierne entre los rasgos permanentes, que indican el carácter, y los no permanentes, que atañen a la emoción. Ambos, en la caricatura, pueden obtenerse mediante sucesivas variaciones y aislamiento del rango de cada modulación. Mediante la configuración de ese método y las oportunas acotaciones teóricas, Töpffer da un nuevo paso, después de Constable, desde la idea de la imitación y observación del mundo visible hacia la de una exploración de la facultad imitativa.

Lo que propone Töppfer es dominar la expresión de un tipo de dibujo muy sencillo a partir de la experimentación y, en consecuencia, la delimitación de lo que en psicología se denomina los indicios mínimos de la expresión, a los que se reacciona por igual al encontrarlos en la realidad y en las representaciones. El análisis que el semiólogo y narratólogo Claude Brémond (1968) ha realizado del gesto en la historieta tiene un alcance mayor, puesto que se detiene tanto en el rostro como en el cuerpo de los personajes. Con su distinción entre gestos funcionales e indiciales ha tocado la llaga de la cuestión. El motivo es que los segundos constituirían gestos caracterizadores, propios de cada uno de los personajes. La conjetura de Brémond es aventurada, puesto que la historieta se caracteriza por estar constituida por imágenes estáticas y dejar la reconstrucción del movimiento a disposición del lector. La obra de Töpffer demuestra la intercambiabilidad de la gama expresiva en el dibujo y la dificultad de registrar matices del movimiento. Y los estudios de Aby Warburg acerca de la caracterización de los personajes en la obra de Botticelli o la representación de la muerte de Orfeo en el Renacimiento han demostrado que, en la imagen pictórica, el gesto puede sostener una compleja dramaturgia de la expresión, del pathos.21

Sin embargo, de los análisis de Warburg también se deduce que en la imagen fija resulta difícil identificar a un personaje mediante el ademán o el matiz de un movimiento, algo que es, por el contrario, uno de los principales instrumentos de la imagen-movimiento: el cine, el teatro o incluso el teatro de marionetas, en el que el se instaura una tensión entre el gesto y su disolución indagada por el escritor Heinrich von Kleist en Sur le théâtre de marionettes (1991: 26). Por esa razón, es frecuente en la historieta la idea del intercambio entre hombre y autómata, o entre hombre y maniquí, puesto que la naturaleza del gesto no los puede distinguir. El ejemplo más relevante es Eva (1985), álbum en el que Didier Comès juega con el intercambio de identidades: una muchacha, tras la avería de su automóvil, llega a una mansión, donde le atiende el joven Yves, que le advierte de las rarezas de su hermana gemela Eva, confinada a una silla de ruedas. En la planta baja, un taller custodia la afición fundamental de Yves: construir autómatas. Eva acosa sexualmente a la muchacha y, además, como esta última observa en el curso de la noche, mantiene una relación incestuosa con Yves. Solo al final del álbum se revela que Yves vive solo. En algunas ocasiones se traviste de Eva y en otras la sustituye por un autómata, confusión que la historieta facilita a través de sus convenciones.

Se podría responder a las afirmaciones y ejemplos anteriores que el giro de revólver es característico del Lucky Luke de Morris, que el martillo alzado en el puño identifica a Thor, y el largo sorbo en la cantimplora a Astérix, o incluso que solo Spiderman dobla la mano hacia atrás mientras oprime la palma con los dedos corazón y anular para expulsar sus características redes. Aun travestidos, el dibujante podría emplear esos gestos para identificarlos. Pero tales ademanes están ligados a objetos muy concretos —la tradición iconológica denomina a estos objetos que facilitan la plasmación de movimientos identificativos bewegtes Beiwerk, accesorios de movimiento—, y son estos últimos los que en realidad satisfacen la función del tag, del gesto identificativo que tan propio es del cine, de la imagen-movimiento que puede registrar su duración. De entre los anteriores, solo el gesto que Spiderman realiza para lanzar sus redes, por su complejidad estática, que no requiere de desarrollo, es verdaderamente identificativo. Pero, por lo general, la forma de abrir una puerta, saludar, blandir un arma o encender un cigarrillo difícilmente puede diferir entre los personajes de una misma historieta. La ropa, el vocabulario o incluso el tono de voz —Haddock habla siempre con un volumen grueso— son elementos identificativos mucho más comunes, en los que está la clave de las adaptaciones cinematográficas de las supervivencias gestuales y pathosformeln22 tanto del universo superheroico Marvel como del de Tintín.

Las fotonovelas, un género híbrido que tuvo su esplendor en la Italia de los años cuarenta, permiten matizar las apreciaciones de Brémond. En ellas, los personajes no realizan verdaderas acciones y su apariencia es fría e inexpresiva. Se trata, simplemente, de figuras que ocupan el espacio y no de intérpretes, como ocurre en el filme de Marguerite Duras Son Nom de Venise dans Calcutta désert (1976). La fotonovela se diferencia de la historieta en que carece de la posibilidad de exagerar, con respecto a ciertos códigos, las expresiones faciales. Pero se asemeja a ella en que se basa en cuadros estáticos, cosa que en ambos casos imposibilita la utilización del gesto como recurso identificativo —algo que el fotógrafo Nadar ya acusaba, diez años antes del nacimiento del cinematógrafo, al afirmar que el sueño de la representación occidental era poder registrar las modulaciones fisionómicas del individuo.23 Únicamente en algunas extrañas combinaciones de historieta y fotonovela, como las aventuras del héroe mexicano Santo, el enmascarado de plata, existe una permeabilidad entre los recursos de ambos medios expresivos. No obstante, la identidad del movimiento de cada personaje no puede ser tampoco registrada.

Figuras del cómic

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