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Introducción

Iván Jaksić

El surgimiento de la historiografía en Chile obedece a una necesidad que tarde o temprano enfrentan las naciones: cómo comprender y asimilar su pasado, sobre todo en un contexto de quiebre imperial y guerra civil. Esto no ocurriría, o por lo menos no sería tan urgente, de no ser por posiciones que suelen ser encontradas con respecto al significado, por ejemplo, de la Independencia, o del carácter de las instituciones republicanas que se pretenden instalar. Chile no es una excepción, y por lo mismo es importante identificar los momentos clave en que se manifiesta un interés por la historia, como asimismo a quienes impulsan su cultivo.

En general se acepta que existe un debate fundacional: la famosa polémica historiográfica que protagonizaron Andrés Bello y José Victorino Lastarria, que tuvo lugar entre 1844 y 1848.1 El presente estudio destaca la importancia de tal debate, pero también busca contextualizarlo, puesto que existen manifestaciones más tempranas de interés por la historia, además de una compleja imbricación sin la cual es difícil comprender lo que está en juego en la polémica.

En este sentido, resulta indispensable referirse a la obra de Claudio Gay, Historia física y política de Chile. Este trabajo, que Rafael Sagredo denomina “la primera narración del pasado chileno elaborada en el período republicano”, fue publicado en 30 tomos entre los años 1844 y 1871.2 Por contrato celebrado el 14 de septiembre de 1830, y autorizado por el ministro Diego Portales, Gay se comprometía a recorrer el territorio de la república, “con el objeto de investigar la historia natural de Chile, su geografía, geología, estadística y todo aquello que contribuyera a dar a conocer los productos naturales del país, su industria, comercio y administración”.3 En la realización de esta obra Gay incluyó 8 tomos de una historia civil y política, que abarcaba desde los comienzos de la Conquista española hasta fines de la década de 1820. A pesar de no ser parte de su plan original, Gay redactó esta historia a instancias del gobierno de Joaquín Prieto, a través de su ministro Mariano Egaña, en 1838. Estos tomos revelaron de forma sistemática y documentada el pasado colonial de Chile y los primeros pasos de su vida independiente.4 En el prospecto, publicado el 29 de enero de 1841, Gay explicó que, “no obstante los atractivos que ofrece esta historia [la de Chile], los chilenos no pueden todavía lisonjearse de poseerla, porque las de [Alonso de] Ovalle y [Juan Ignacio] Molina y aun la del padre [José Javier] Guzmán no pueden de ningún modo satisfacer las necesidades de la época y a la ilustración del país: la primera es de sobrado antigua; la segunda compendia demasiado los hechos y no llega verdaderamente más que hasta el año 1665; y la tercera, aunque más moderna y más completa, solo puede servir para la instrucción de la juventud, que fue el único objeto que se propuso su digno y venerable autor al publicarla. Esta gran laguna nos ha sugerido la idea de añadir a nuestras publicaciones de Historia Natural y Geografía, una Historia Civil y Política de Chile”.5

Si bien se trataba de una obra encargada y financiada por el gobierno chileno, y de la cual se esperaba una orientación triunfalista, Gay logró introducir procedimientos metodológicos de las ciencias naturales, que dieron un carácter de rigor e imparcialidad a su narrativa histórica.6 Sin embargo, la recepción de los primeros capítulos del primer tomo, que llegó a Chile en agosto de 1844, no fue particularmente halagadora. Domingo Faustino Sarmiento, el intelectual argentino radicado por entonces en Chile, comentaría casi de inmediato que “en América necesitamos, menos que la compilación de los hechos, la explicación de causas y efectos”.7 Impactado por este y otros comentarios, Gay le diría a Manuel Montt:

Algunos diarios me reprochan el escribir más bien una crónica que una verdadera historia, añadiendo que no conozco bastante la filosofía de esta ciencia [la historia], para ser capaz de publicar una buena obra acerca de este tema. Sin duda, me gustan mucho como a ellos esas brillantes teorías engendradas por la escuela moderna, y con el ejemplo de esos prosélitos yo querría entrar en esas seductoras combinaciones espirituales que dan a los autores de esas obras la actitud de filósofos o grandes pensadores. Pero antes de ahondar en esta clase de materias, los señores periodistas debieran preguntarse si la bibliografía americana, y en particular la de Chile, ha avanzado bastante para suministrar los materiales necesarios para este gran cuadro de conjunto y de crítica… Siendo particularmente la historia una ciencia de hechos, vale mucho más, según mi opinión, contar concienzudamente esos hechos, tal como han ocurrido, y dejar al lector en completa libertad para sacar él mismo las conclusiones. No es aún ni útil para los países bien conocidos, y es de toda necesidad para los que como Chile están por conocerse.8

En otras palabras, las bases del debate estarían establecidas por la obra de Gay y su recepción en Chile, que giraría en torno a la interpretación del pasado, sus fuentes y sus fines.9 La Universidad de Chile, fundada en 1842 e inaugurada un año después, jugaría un papel central en la implementación de un modelo académico para este y otros campos del conocimiento.

La Universidad de Chile

La inauguración de la Universidad de Chile, en septiembre de 1843, representa un hito fundamental en el surgimiento de la historiografía chilena. Es con su instalación que se establecen los lineamientos, estatutos y propósitos que definirán el cultivo profesional del campo histórico en Chile. En el discurso inaugural de la Universidad, el rector Andrés Bello indicó al respecto:

Respetando como respeto las opiniones ajenas, y reservándome solo el derecho de discutirlas, confieso que tan poco propio me parecería para alimentar el entendimiento, para educarle y acostumbrarle a pensar por sí, el atenernos a las conclusiones morales y políticas de Herder, por ejemplo, sin el estudio de la historia antigua y moderna, como el adoptar los teoremas de Euclides sin el previo trabajo intelectual de la demostración. Yo miro, señores, a Herder como uno de los escritores que han servido más útilmente a la humanidad: él ha dado toda su dignidad a la historia, desenvolviendo en ella los designios de la Providencia y los destinos a que es llamada la especie humana sobre la Tierra. Pero el mismo Herder no se propuso suplantar el conocimiento de los hechos, sino ilustrarlos, explicarlos; ni se puede apreciar su doctrina, sino por medio de previos estudios históricos.10

La referencia a Herder es significativa. Sugiere, entre otras cosas, que Bello estaba al tanto de la creciente popularidad, entre los jóvenes, de la “filosofía de la historia”. La obra del pensador alemán, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784-91) [Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad], representa un hito en el desarrollo de la filosofía de la historia en Europa entre fines del siglo xviii y comienzos del xix.11 El libro era conocido en Chile a través de la traducción de Edgar Quinet, Idées sur la philosophie de l’histoire de l’humanité, publicada en París en 1827. De hecho, esta versión fue discutida en la sesión del 4 de abril de 1842 en la Sociedad Literaria, fundada por un grupo de profesores y estudiantes del Instituto Nacional. Bello mismo poseía una edición francesa (1834) de este libro.12 Lo que hacía Bello en la ocasión del discurso de instalación de la Universidad, aparte de identificar la filosofía de la historia de Herder como un ejemplo de lo que se podría, pero que aun no debía hacerse en Chile, era enfatizar la necesidad de establecer los hechos en un sentido documental. Sin un trabajo previo de recopilación documental y análisis crítico, resultaba innecesario y quizás hasta dañino el hacer filosofía de la historia.13 Bello estaba muy consciente de que Herder privilegiaba un concepto de humanidad basado en la cultura y el lenguaje, antes que en la formación del Estado. De hecho, Herder consideraba las “maquinarias estatales” como “monstruosidades inertes”. Para Bello esta concepción atentaba contra los esfuerzos del gobierno chileno por construir Estado y nación después de la Independencia.

Es precisamente por esta convicción que Bello acogió favorablemente, un año después del discurso de instalación, en 1844, la primera entrega de la obra de Claudio Gay, Historia física y política de Chile. Allí señalaría que “el prurito de filosofar es una cosa que va perjudicando mucho a la severidad de la historia; porque en ciertas materias el que dice filosofía, dice sistema; y el que profesa un sistema, lo ve todo al través de un vidrio pintado, que da un falso tinte a los objetos”.14

Bello encontraba en la obra de Gay lo que en su concepto debía ser la tarea historiográfica:

Si la exactitud y la diligencia son las prendas más esenciales de la historia, no podemos negar a la presente un mérito distinguido entre las que se han dado a luz en nuestro país, sea que consideremos el juicio con que el autor ha hecho uso de sus materiales, que a la verdad no eran escasos, o el celo con que se ha procurado documentos, al paso que raros y nuevos, preciosos por su auténtica originalidad. Con este auxilio, vemos ya rectificados o desmentidos algunos hechos, que pasaban por ciertos, y se nos dan pormenores desconocidos, pintorescos a veces, y siempre interesantes; porque apenas pueden dejar de serlo los relativos al nacimiento, a la historia, a los primeros pasos de la sociedad a que pertenecemos.15

A los términos “exactitud” y “diligencia” habría que agregar otros atributos que Bello señaló en el mismo artículo y que consideraba inherentes tanto a la historia como a la obra de Gay: “imparcialidad” y “verdad”; todos ellos constituían un polo opuesto a la “filosofía de la historia”.

Gay da cuenta del estrecho vínculo que tenía con Bello cuando se refiere a “las juiciosas insinuaciones del Araucano” (tal era la forma en que los contemporáneos se referían a la autoría de Bello) en el prólogo al primer tomo de Documentos anexos a la Historia, fechado el 1 de septiembre de 1846 y publicado el mismo año. Allí exhorta a la juventud chilena a concentrarse en la búsqueda de “documentos antiguos y auténticos”, insistiendo en que “solo por medio de esta especie de trabajos, perfectamente meditados y discutidos, se puede remontar a las altas ideas sociales y entrar con ventaja en la noble escuela filosófica, que conduce directamente a la historia de la humanidad”. También manifiesta una clara concordancia con las ideas de Bello cuando convoca al futuro historiador a que “se limite a referir con la sencillez de una sólida verdad los hechos tal como sucedieron, absteniéndose en cuanto le sea posible de todo comentario o explicación teórica, dejando casi que cada uno los interprete según su propia opinión”.16

Los comentarios de Bello apoyando la obra de Gay tienen un marco temporal preciso: la presentación de la primera memoria histórica en septiembre de 1844, tarea que Bello a título de rector le encomendó a su discípulo José Victorino Lastarria. Conviene, por lo tanto, identificar los primeros pronunciamientos de este último sobre la historia como disciplina. Según Lastarria, la primera manifestación pública del interés por la literatura nacional (que incluía la historia) se encontraba en la fundación de la Sociedad Literaria, el 5 de marzo de 1842, de la que fue su primer director. Este evento fue en verdad significativo, puesto que era expresión tanto del interés de los jóvenes por las letras como del clima político más distendido del primer período del gobierno de Manuel Bulnes (1841-1846). La prensa celebró la creación de la Sociedad, señalando que entre sus principales objetivos se encontraba “la composición y el estudio filosófico de la historia”.17

El discurso que pronunció Lastarria en la ocasión de su elección como director de la Sociedad, el 3 de mayo de 1842, fue descrito, también por él mismo décadas después (en su Recuerdos literarios), como la contrapartida intelectual del discurso inaugural de Bello en la Universidad de Chile. Allí se vislumbra su concepción de la historia:

La democracia, que es la libertad, no se legitima, no es útil, ni bienhechora sino cuando el pueblo ha llegado a su edad madura, y nosotros [no] somos todavía adultos. La fuerza que deberíamos haber empleado en llegar a la madurez, que es la ilustración, estuvo sometida tres siglos a satisfacer la codicia de una metrópoli atrasada y más tarde ocupada en destrozar cadenas, y en constituir un gobierno independiente. A nosotros toca volver atrás para llenar el vacío que dejaron nuestros padres y hacer más consistente su obra, para no dejar enemigos por vencer, y seguir con planta firme la senda que nos traza el siglo.18

Comentando este discurso, el exiliado argentino Vicente Fidel López no vaciló en señalar lo allí involucrado: “Se le ve [a Lastarria] poseído de la idea de que es una novedad fecunda… y que esta novedad es un resultado de la ley del progreso social, que ha hecho resaltar en la historia de la humanidad la ciencia nueva: esa ciencia, propiedad de nuestro siglo que se llama filosofía de la historia, y que consiste en ligar lo que es con lo que será”.19

La dirección que tomaba el pensamiento histórico de la Sociedad Literaria, inspirada en Herder, sería después desarrollada con mayor detalle, como destacó Norberto Pinilla en 1943, tanto por Lastarria como por Jacinto Chacón.20 Es decir, se instalaba en la primera mitad de la década de 1840, además de las perspectivas de Gay y de Bello, una concepción de la historia que privilegiaba aquellos puntos de inflexión que señalaban un camino de progreso hacia el futuro. Con posterioridad, Lastarria acusó el impacto del discurso inaugural de Bello, en particular sus referencias a la historia:

El discurso inaugural de la Universidad de Chile nos abismó a todos los partidarios de la nueva escuela, a pesar de las insinuaciones lisonjeras con que su autor parecía aprobar nuestros ensayos y tomar parte en nuestro movimiento de emancipación intelectual. El ilustre rector proclamaba, a nombre de la Universidad, doctrinas que venían a contrariar enérgicamente el efecto natural de esta evolución, el cual consistía en que la sociedad se emancipara de las preocupaciones que, como dogmas, dominaban en la vieja civilización colonial. El representante de la sabiduría entre nosotros ponía al frente de las nuevas esperanzas las tablas de la antigua ley. Su magisterio en aquellos momentos era una potencia que tomaba bajo su protección todas las tradiciones añejas que encadenaban el espíritu humano, cuya independencia queríamos nosotros conquistar.21

Lastarria recurría a Herder para enfatizar lo que la historia debía revelar: que la humanidad contaba con suficiente autonomía y estaba libre de la intervención divina, para avanzar hacia grados mayores de perfección y libertad. En esta última interpretación, la mera narración de los hechos impedía un juicio orientador sobre el desenvolvimiento histórico conducente a la libertad. Bello, por su parte, insistía en que Herder mismo no aprobaría una historia que no estuviese basada en la investigación empírica. De esa forma, surgía la dicotomía fundamental que caracterizaría el desarrollo historiográfico en Chile, en el sentido de cuál debía ser el papel de los hechos: si ellos constituían la base indispensable para desarrollar una filosofía de la historia, o si solo podían establecerse a partir de una teoría que los identificase como significativos para el futuro. También, y muy relevante para el contexto político de la década de 1840, se planteaba la pregunta de si la historia debía o no ser un agente de cambio cultural, político y social. Es en este marco que se generaría el debate historiográfico, en un ambiente ya recargado por la polémica en torno al reconocimiento de la Independencia por parte de España entre Bello y José Miguel Infante y por el juicio de imprenta en contra de Francisco Bilbao a raíz de la publicación de su ensayo “Sociabilidad chilena”.

Las gestiones para obtener el reconocimiento de la Independencia por parte de España habían sido impugnadas por José Miguel Infante.22 Si bien la iniciativa partió desde Madrid en 1834, el gobierno de Prieto la acogió, como asimismo Andrés Bello, entonces a cargo de las relaciones internacionales del país. Para Infante esto significaba un intento por “monarquizar” a Chile, o devolverle el poder colonial a España. Bello argumentó que el reconocimiento de la Independencia era un bien, puesto que ayudaría a que otros países europeos, que aún no reconocían a Chile, siguieran el ejemplo de España.23 La polémica continuó por varios años, hasta que el reconocimiento se concretó en 1844. Pero las asperezas de la polémica crisparon el ambiente y polarizaron las posiciones políticas, reviviendo los desgarros de la Independencia.

La querella contra Francisco Bilbao (1823-1865), a su vez, tuvo lugar tan solo tres meses antes del discurso de Lastarria. En ese momento, junio de 1844, Santiago presenció el juicio contra Bilbao por su ensayo “Sociabilidad chilena”, publicado en el periódico El Crepúsculo, en el que atacó la influencia de la Iglesia Católica en la sociedad chilena. Bastante se ha dicho y concluido en la historiografía nacional y extranjera sobre los cargos contra Bilbao como provenientes de una mentalidad católica y conservadora, pero estos consistían en violaciones específicas de la ley de imprenta de 1828, que contemplaba castigos penales por “blasfemia”, “inmoralidad”, “injuria” y “sedición”. El tribunal declaró culpable a Bilbao de los dos primeros cargos, pero lo absolvió del último, que era el más grave, y lo multó con 600 pesos, los que fueron reunidos en el acto por el público asistente y parcial a Bilbao. La celebración tumultuosa que siguió a continuación irritó enormemente al gobierno, que respondió con la confiscación y destrucción del ejemplar de El Crepúsculo en que aparecía el ensayo y, más adelante, en 1846, promulgó una nueva ley de imprenta, bastante más restrictiva. La combinación de palabra impresa y juicio de imprenta era explosiva, y tanto el caso de Bilbao como otros anteriores culminaron en

desórdenes callejeros.24 Si bien el incidente se relacionaba directamente con las violaciones de la ley de imprenta, para nuestros propósitos conviene tener en cuenta que el ataque a la Iglesia tenía un trasfondo histórico, debido a su influencia en el período colonial. La condena de esta influencia, aun cuando no existieran estudios acabados al respecto, se utilizaba para inducir cambios políticos y culturales de primera magnitud.

El debate fundacional

La presentación de una memoria anual sobre un tema histórico estaba contemplada en los estatutos (art. 28) de la Universidad de Chile, y especificaba que “se pronunciará un discurso sobre alguno de los hechos más señalados de la historia de Chile, apoyando los pormenores históricos en documentos auténticos, y desenvolviendo su carácter y consecuencias con imparcialidad y verdad”.25 La intención de Bello era inaugurar una tradición de estudios históricos desde la universidad y, como vimos, pidió a Lastarria, quien había sido designado como uno de los 19 miembros fundadores de la Facultad de Filosofía y Humanidades, que presentara la primera memoria en 1844. Lastarria caracterizó el encargo del rector de acuerdo a su narrativa de Bello como una figura autoritaria, y señaló en sus Recuerdos literarios que fueron las diversas conversaciones que ambos sostuvieron sobre temas históricos las que “le movieron sin duda a ordenarnos que hiciéramos la primera Memoria histórica”.26 Lastarria aceptó, pero decidió presentar un provocador ensayo, titulado “Investigaciones sobre la influencia social de la Conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile”, ante los académicos de la universidad y autoridades públicas, el 22 de septiembre de 1844.27

El ensayo de Lastarria tenía un doble propósito: por una parte, demostrar que no obstante Chile se había emancipado de España en 1810, el país era todavía cautivo de una mentalidad colonial, palpable en las caducas instituciones culturales y políticas que obstaculizaban el desarrollo democrático. Por otra, el discurso buscaba promover una metodología histórica que consistía en extraer lecciones del pasado, para guiar el cambio en el Chile del presente y encaminarlo hacia un futuro democrático.

Algunos elementos del rechazo de Lastarria al legado colonial no eran nuevos: ya aparecían en su discurso ante la Sociedad Literaria en 1842. Pero en las “Investigaciones” de 1844, Lastarria denunció la nefasta persistencia del colonialismo español. En este discurso, Lastarria hizo un resumen de tres siglos de historia para concluir que el balance del período era desastroso. La inquietud que manifestó a su público era que el país había avanzado muy poco desde 1810, ya que no era mucho lo que podía esperarse de un pueblo que, “bajo la influencia del sistema administrativo colonial, estaba profundamente envilecido, reducido a una completa anonadación y sin poseer una sola virtud social, a lo menos ostensiblemente, porque sus instituciones políticas estaban calculadas para formar esclavos”.28 La tarea por delante, afirmó, era conducir el proceso de Independencia a su verdadera culminación, es decir, eliminar los escombros coloniales presentes en la legislación y en las costumbres. En sus propias palabras:

los héroes de nuestra Independencia terminaron su espinosa tarea destruyendo el poder que nos esclavizaba, y dieron con esto principio a la reacción social que en el día se opera contra lo pasado: a la generación presente y más que todo a los hombres públicos que tienen en sus manos la suerte del Estado, corresponde apoderarse de esa reacción para encaminarla hasta destruir completamente las resistencias que opone el sistema español antiguo encarnado en la sociedad. Cada paso que demos en esta revolución importará un triunfo sobre los principios retrógrados.29

El discurso estaba diseñado para impactar, y los académicos y autoridades presentes respondieron como Lastarria quería, aunque no con la aprobación que esperaba. De acuerdo con su descripción, los asistentes oyeron el discurso “con una indiferencia glacial” y, además, “la Universidad calló y ni siquiera me dio las gracias”.30 Lastarria se sintió especialmente decepcionado porque un elemento importante de su presentación, su “metodología”, había sido completamente soslayado. En el discurso declaró que habría sido muy fácil para él concentrarse en la simple narración de los hechos históricos, pero se preguntaba acerca de la utilidad social que de ello podría obtenerse, y de si era incluso posible hablar con objetividad sobre temas tan recientes. “No os presento, pues”, declaró, “la narración de los hechos, sino que me apodero de ellos para trazar la historia de su influencia en la sociedad a que pertenecen, cuidando de ser exacto e imparcial en la manera de juzgarlos”. Es decir, la evaluación y el sentido de los hechos históricos eran más importantes que su identificación como tales.

El ensayo de Lastarria tenía suficientes elementos que preocupaban a Bello como para responder, a través de El Araucano, en dos artículos fechados el 8 y el 15 de noviembre de 1844.31 Bello sostenía que el historiador podía referirse a cualquier tema o período con imparcialidad, si es que en efecto se guiaba por los documentos y no por un móvil político o ideológico. Además, los detalles de la historia no le parecían menos importantes que las generalizaciones que caracterizaban el discurso de Lastarria. En su contestación, Bello declaró que a la historia no solo convenían “las grandes y comprensivas lecciones de sus resultados sintéticos. Las especialidades, las épocas, los lugares, los individuos, tienen atractivos peculiares, y encierran también provechosas lecciones”.32 Sin embargo, su mayor preocupación era que, en el afán por denunciar el pasado colonial español, Lastarria distorsionaba la verdad: sobre los abusos de la Conquista y la Colonia, Bello afirmó que España tenía la misma actitud que “los estados poderosos han manifestado siempre en sus relaciones con los débiles, y de que aún en nuestros días de moralidad y civilización hemos visto demasiados ejemplos”.33 Y sigue:

Pero debemos ser justos: no era aquella una tiranía feroz. Encadenaba las artes, cortaba los vuelos al pensamiento, cegaba hasta los veneros de la fertilidad agrícola; pero su política era de trabas y privaciones, no de suplicios ni sangre. Las leyes penales eran administradas flojamente. En el escarmiento de las sediciones no era extraordinariamente rigurosa; era lo que el despotismo ha sido siempre, y no más, a lo menos respecto a la raza española, y hasta la época del levantamiento general, que terminó en la emancipación de los dominios americanos. El despotismo de los emperadores de Roma fue el tipo de gobierno español en América. La misma benignidad ineficaz de la autoridad suprema, la misma arbitrariedad pretorial, la misma divinización de los derechos del trono, la misma indiferencia a la industria, la misma ignorancia de los grandes principios que vivifican y fecundan las asociaciones humanas, la misma organización judicial, los mismos privilegios fiscales; pero a vueltas de estas semejanzas odiosas hay otras de diverso carácter.34

Si bien Bello evitaba justificar el pasado colonial, o sus legados, rechazó sin embargo el tono de denuncia que emanaba del discurso de Lastarria.35 Además, era contrario a la idea de que, como resultado del colonialismo, los chilenos y los demás hispanoamericanos estuviesen irrevocablemente corrompidos: “Jamás un pueblo profundamente envilecido, completamente anonadado, desnudo de todo sentimiento virtuoso, ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas, los actos heroicos de abnegación, los sacrificios de todo género con que Chile y otras secciones americanas conquistaron su emancipación política”.36

A partir de esta evaluación del colonialismo español, Bello rehusó adoptar las mismas conclusiones de Lastarria sobre la guerra imperiosamente necesaria contra sus presuntos legados. El propósito de su crítica era dirigir la atención hacia la manera en que se establecían los hechos históricos, puesto que solo conclusiones falsas podrían extraerse a partir de premisas erróneas. El hecho, empero, de que Bello prestara tal atención a un ensayo escrito por un autor de 28 años, sin mayor experiencia como historiador, demuestra que los temas involucrados eran muy serios. El asunto de cómo Chile debía evaluar su pasado colonial, o el pasado en general, era en realidad bastante grave.

La crítica de Lastarria al colonialismo hispánico era más cautelosa que la de Francisco Bilbao en “Sociabilidad chilena”, pero seguía la misma lógica: los legados del coloniaje debían ser destruidos en nombre de la libertad. Una interpretación de este tipo invitaba al quiebre con las tradiciones hispánicas en materias de legislación, lenguaje y costumbres. En términos políticos, tal llamado al enfrentamiento con los supuestos guardianes de las tradiciones coloniales chocaba con los intereses tanto de Bello como del gobierno de Bulnes, a propósito de inducir el cambio gradual hacia un nuevo orden político y cultural. Agitar las pasiones de la Independencia solo lograría debilitar el esfuerzo del gobierno por orientar la política desde la ideología anticolonial a la construcción pragmática del Estado y la nación.37 Además, se planteaba la pregunta de si la Universidad de Chile debía ser tribuna de convocatorias para el cambio político, antes que un centro de investigación y difusión del conocimiento.

Bello aprovechó la presentación de la segunda memoria sobre un tema histórico, por parte de Diego José Benavente, para pronunciarse acerca de las desventajas de la filosofía de la historia. Benavente disertó sobre las primeras campañas de la guerra de la Independencia, de la cual había sido parte. Según Bello, Benavente había logrado cumplir los requisitos de imparcialidad y verdad, gracias al uso de fuentes primarias y una narrativa clara y sencilla. Quizás por ello, dijo:

algunos echarán de menos los afeites de moda con que hoy acostumbra adornarse la historia; no hay en la del señor Benavente los relumbrones de que vemos plagado cuanto se escribe, ni ese prurito de alta filosofía, que corrompe la historia moderna; que saca a campaña, no ya hombres y ejércitos, sino principios e ideas, presentándonos un drama alegórico, en que estos personajes abstractos se acechan, se buscan, se chocan, como los dioses fantásticos de la epopeya; y los historiadores, intérpretes del destino, conducen la acción de escena en escena por rumbos misteriosos y fatales, y sacan, por consecuencia de todo, esta tan original como inesperada moralidad: que el vencedor ha vencido porque era necesario que venciese.38

Lastarria, por su parte, insistió en que los hechos eran históricamente significativos solo en la medida en que apuntaban al perfeccionamiento humano y social. Una nueva versión del mismo modo de entender la historia apareció con el título de “Bosquejo histórico de la Constitución del gobierno de Chile durante el primer período de la revolución”, en diciembre de 1847. En este ensayo, Lastarria se refirió a la política de la Patria Vieja (1810-1814) para concluir, como ya lo había hecho en sus “Investigaciones”, que la confusión y desorden de los años que culminaron en la Reconquista española (1814-1817) eran la consecuencia directa del legado colonial. De acuerdo con Lastarria, no se podía esperar más de patriotas bien intencionados pero ineptos, ya que eran producto de siglos de servidumbre y estaban malamente preparados para dirigir su propio destino. Al fin y al cabo, los héroes de la Independencia legarían un país libre de la dominación extranjera, pero todavía sujeto a “los defectos y las aberraciones” del pasado colonial.39

Lastarria presentó anónimamente el Bosquejo para un concurso en la Universidad de Chile, como consta en las actas de la Facultad de Filosofía y Humanidades, el 27 de julio de 1847. El texto fue evaluado por un comité de la misma Facultad, integrado por Antonio Varas y Antonio García Reyes, quienes pertenecían a su misma generación. La comisión otorgó el premio a este concursante (que era el único) el 5 de octubre del mismo año, pero planteó algunas dudas en un informe aparte.40 Tal como Bello señaló en relación con las “Investigaciones”, la comisión determinó que el nuevo ensayo abundaba en conclusiones sugerentes, pero carecía de evidencia documental para sostener las generalizaciones más importantes. Declaró, en consecuencia, que los estudios de este tipo “consignan el fruto de los estudios del autor y no suministran todos los antecedentes de que ellos se han valido para formar este juicio. La Comisión se siente inclinada a desear que se emprendan, antes de todo, trabajos destinados principalmente a poner en claro los hechos; la teoría que ilustra esos hechos vendrá en seguida andando con paso firme sobre un terreno conocido”.41

Lastarria no contestó directamente, pero publicó su ensayo con un prólogo de Jacinto Chacón, profesor de historia del Instituto Nacional, en diciembre de 1847. Chacón preparó su prólogo entre octubre y diciembre de ese mismo año, es decir, el período transcurrido entre la entrega del “Informe” y la fecha de publicación. En el prólogo, Chacón presentó el Bosquejo como una demostración de las ventajas de estudiar la historia “filosóficamente”, antes que como una fría enumeración de hechos, como lo exigía supuestamente la comisión evaluadora. “Agradezcamos pues al Sr. Lastarria”, declaró, “el que se haya apartado de sus predecesores en la tarea de fijar los hechos, como quiere la comisión, y que se haya elevado a un trabajo más importante, dándonos la explicación de estos mismos hechos y remitiéndonos la clave que debe facilitarnos la comprensión de la historia política del primer período revolucionario”.42

Dado que la definición sobre la naturaleza de la historiografía chilena estaba en juego, Bello respondió públicamente al Bosquejo en El Araucano del 7 de enero de 1848. Como el rector ya se había referido a las ideas centrales de Lastarria en las “Investigaciones”, y estas se repetían en el nuevo escrito, Bello se concentró ahora en el prólogo de Chacón, que contenía declaraciones perentorias sobre metodología histórica. Dio su apoyo al informe de la comisión, y agregó que la distinción entre historia “filosófica” y “narrativa” era artificial:

Poner en claro los hechos es escribir la historia; y no merece este nombre sino la que se escribe a la luz de la filosofía, esto es, con un conocimiento adecuado de los hombres y de los pueblos, y esta filosofía ha existido, ha centelleado en las composiciones históricas mucho antes del siglo xix. No se pueden poner en claro los hechos como lo hicieron Tucídides y Tácito, sin un profundo conocimiento del corazón humano; y permítasenos decir (aunque sea a costa de parecer anticuados y rancios) que se aprende mejor a conocer el hombre y las evoluciones sociales en los buenos historiadores políticos de la Antigüedad y de los tiempos modernos, que en las teorías abstractas y generales que se llaman filosofía de la historia, y que en realidad no son instructivas y provechosas, sino para aquellos que han contemplado el drama social viviente en los pormenores históricos.43

Bello mencionó algunas fuentes, la mayoría de la escuela romántica francesa, como ejemplos de una investigación histórica digna de emulación. Más adelante se explayaría sobre varias de estas fuentes, pero aquí destacó la obra de François Guizot, Histoire Générale de la Civilisation en Europe (1828).44 También tenía en mente obras de Augustin Thierry, Simonde de Sismondi y Amable Guillaume Prosper Brugière, barón de Barante, todos ellos autores que combinaban la documentación archivística con la reflexión política y cultural.45 Aun así, advirtió que no debía imitarse este modelo, o cualquier otro, sin un examen crítico. Chacón no se dio por aludido e insistió en las ventajas de la “filosofía de la historia”, que continuaba distinguiendo de la mera narración de hechos. ¿Por qué tendrían los chilenos que reinventar la rueda para justificar las ventajas de un ferrocarril? ¿Por qué no usar los mejores modelos historiográficos, a saber, la filosofía de la historia, en lugar de empezar por las formas primitivas de narración hasta llegar a las formas contemporáneas de investigación histórica? Y agregaba:

¿Y se quiere que nosotros retrogrademos; se quiere que cerremos los ojos a la luz que viene de la Europa; que no nos aprovechemos de los progresos que en la ciencia histórica ha hecho la civilización europea, como lo hacemos en las demás artes y ciencias que esta nos transmite, sino que debemos andar el mismo camino, de la crónica hasta la filosofía de la historia?46

Durante el debate con Bello, el inexperto Chacón cometió una serie de errores factuales y bibliográficos, tales como ubicar personas y fuentes históricas en el siglo equivocado. Bello se los hizo notar, pero en su contestación aprovechó la ocasión para resumir su postura sobre los temas de investigación histórica, y la manera de estudiarla en un contexto de desarrollo nacional:

Leamos, estudiemos las historias europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo particular que cada una de ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos también de modelo y de guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile, cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla.47

El debate entre Chacón y Bello terminó luego de este intercambio. El rector dirigió una última palabra en el artículo titulado “Constituciones”, que apareció en febrero de 1848.48 Allí revela que un aspecto importante del debate iba más allá de la metodología histórica, es decir, giraba en torno al papel de las Constituciones en el establecimiento del orden político. Lastarria había argumentado en el Bosquejo que los primeros intentos de organización nacional no podían sino ser defectuosos, dado que los chilenos no habían logrado destruir los legados del pasado colonial. Como esto no había ocurrido hasta la fecha (la década de 1840), el mismo criterio podía aplicarse a la vigente Constitución de 1833, cuya reforma pedía Lastarria en el Congreso en 1849.49 Para Bello, la conclusión que por su parte extraía Chacón de la obra de Lastarria era errónea, en cuanto a que las Constituciones reflejaban fielmente el estado de avance cultural y político de una sociedad. Para el venezolano, las Constituciones eran más bien diseños mutables que podían, bien o mal, responder a los cambios inevitables de una sociedad. Además, para Bello, el cambio constitucional era menos urgente que la redacción de una nueva legislación civil, en cuya tarea se encontraba concentrado precisamente en ese momento, y que culminaría en el Código Civil aprobado por el Congreso en 1855.

Las discusiones en torno a la historia continuarían por muchos años más. Es obvio que Lastarria y Chacón seguían una tradición historiográfica arraigada en los escritos de Voltaire, Mably y Raynal, que transmitían el propósito de la Ilustración de destruir la ignorancia y la superstición para instaurar la razón.50 La historia tenía una tarea que cumplir, y en el contexto de Chile, esta tarea consistía en la eliminación del legado colonial español. Bello, por su parte, conocía bien esta tradición filosófica y además estaba familiarizado con la escuela romántica francesa desde su estadía en Europa. Si bien esta última también tenía un sesgo y se basaba en supuestos filosóficos, ella se preocupaba de la búsqueda de claves para el desarrollo de las tradiciones nacionales y, por lo tanto, se interesaba más centralmente en la validez de las fuentes históricas.51 Como señaló Ricardo Krebs, Bello pudo también estar al tanto de la polémica entre Leopold von Ranke y Heinrich Leo en torno a la historia filosófica y documental. Lo cierto es que conocía a Ranke y estaba muy familiarizado con el problema metodológico central de la historiografía europea decimonónica.52

El legado

Los historiadores chilenos que se formaron al calor del debate, y los posteriores, demostraron que la disciplina podía recibir una fuerte influencia de escuelas filosóficas e incluso de intereses políticos. Sin embargo, se inclinaban cada vez más por privilegiar el uso de la evidencia documental, quizás en paralelo con la tradición legal escrita establecida a mediados de siglo. Un sector considerable de la intelectualidad chilena provenía del ámbito del derecho. Para ellos, el lenguaje de los hechos “tal como ocurrieron”, y los procedimientos para determinarlos, era bastante familiar. La evolución misma del derecho nacional transitaba entonces hacia una legislación civil republicana. Es decir, se eliminaban del derecho civil los elementos estamentarios y propios de la monarquía imperial, sin por ello abandonar el análisis de la tradición histórica con bases en el derecho romano. Así, confluyen en el Chile de la época del debate tanto el positivismo jurídico como el énfasis metodológico histórico en torno a la determinación de los hechos. Quedaba lugar para la interpretación, pero esta debía basarse en documentos susceptibles de escrutinio histórico crítico.

Andrés Bello, quien trabajaba simultáneamente en la redacción del Código civil, logró establecer la identificación y ponderación de los hechos como el objeto central de la historia. Dos de sus discípulos, Miguel Luis Amunátegui y Diego Barros Arana, continuaron sus ideas por el resto del siglo, y aun más allá, como también lo hicieron Crescente Errázuriz y José Toribio Medina.53 Bello logró también que la Universidad de Chile se constituyera en un centro de investigación y difusión histórica. La institución había sido establecida para supervisar todos los ramos de la educación, formar profesionales en varios campos del saber y crear un sentido de identidad nacional a través del cultivo de una investigación histórica imparcial. Bello estaba convencido de que una institución estatal podía y debía trascender los intereses políticos sectarios.

En los debates con Jacinto Chacón y José Victorino Lastarria, Bello defendió una historia políticamente neutral y fuertemente orientada hacia la investigación, y por eso reaccionó ante la idea de una disciplina que sirviera a propósitos políticos, por muy ilustrados que estos fuesen. Bello criticó en particular el que la historia se utilizara para justificar el quiebre con el pasado hispánico. Tal pasado podía analizarse e incluso condenarse, pero no sería historia sin el apoyo documental que los partidarios de la “filosofía de la historia” consideraban como de importancia secundaria. Su preocupación surgía del temor a que la falta de cuidado por la evidencia derivase en interpretaciones ideológicas, y sobre todo revolucionarias, que prolongaran el conflicto civil precipitado por la Independencia. La separación de la investigación y la política, pero aun más importante, el esfuerzo por evitar la politización del pasado, fue el propósito central de Bello al inaugurar la tradición histórica chilena.

Con todo, sería exagerado describir el resultado del debate en términos de ganadores y perdedores. Los historiadores chilenos siguieron una ruta que más bien combinaba la investigación empírica con la subjetividad personal o política, en lugar de separarlas tajantemente. El contenido de las memorias históricas (véase el listado en el Anexo), presentadas ante la Universidad de Chile, ilustra muy bien cómo hasta finales del siglo xix los historiadores siguieron utilizando la historia para una variedad de fines no necesariamente empíricos.54

Benjamín Vicuña Mackenna es un ejemplo emblemático del historiador decimonónico cuya obra obedecía a múltiples intereses, que en su caso incluían un fuerte rechazo a la concentración del poder, como también a la “barbarie” que veía como un gran obstáculo para la construcción de la nación. Sin embargo, al mismo tiempo hacía alarde de su investigación empírica. Como sostiene Manuel Vicuña, “Vicuña Mackenna ha resultado una víctima de sí mismo: ayudó a fijar los parámetros de evaluación del trabajo historiográfico en virtud de los cuales, poco a poco, se le iría expulsando de la ciudadela interior de la historiografía chilena, a la par que esta elevaba sus pretensiones de cientificidad y devaluaba, en el mercado de los productos académicos, las narraciones tributarias de un código estético romántico”.55 Su joven amigo Gonzalo Bulnes, de hecho, consideraba que la obra de Vicuña Mackenna, por extraordinaria que fuese, no era suficientemente rigurosa, dado que giraba en torno a “la visión de los hombres” y descansaba en particular en la correspondencia privada. Además, sus últimas obras “fueron escritas al correr de la pluma”. Bulnes, por su parte, escribió pocas obras, pero de una gran densidad documental. Como ha señalado Juan Luis Ossa Santa Cruz, su metodología empírica, “sobre los hechos y los hombres tales como fueron”, no excluía un fuerte énfasis patriótico y particularmente castrense. Su obra Historia de la campaña del Perú en 1838, en la que buscaba demostrar que Chile no tenía afanes de expansión territorial, lo llevarían a ser considerado como “uno de los exponentes más serios de la corriente historiográfica nacionalista”.56

El debate que surgió a partir de las perspectivas histórico-filosóficas de Bello y Lastarria, al que se sumó Jacinto Chacón, fue central para el desarrollo de la historiografía nacional. No obstante, es importante introducir algunas cualificaciones. Domingo Amunátegui Solar, en un sugerente título publicado en 1939, anunciaba que “Don Andrés Bello enseña a los chilenos a narrar la historia nacional”, significando con ello el triunfo del caraqueño en el debate fundacional.57 En esta línea, Guillermo Feliú Cruz sostuvo en 1965 que en materias históricas, “el pensamiento de Bello quedó imperando sin contrapeso y trazó el destino de la historiografía nacional”.58 En realidad, lo que hizo Bello fue instalar una serie de procedimientos de revisión, crítica e incentivos que, en su conjunto, generaron una sucesión de obras de carácter histórico. Sería quizás más adecuado llamar a este fenómeno una “profesionalización” del campo histórico. Pero se trata de una profesionalización incompleta, ya que los historiadores chilenos siguieron aplicando criterios de índole política —y a veces personal— tanto en la elección de temas, como en la redacción de sus obras.59 Lo que resultaba insoslayable, y que con el tiempo daría curso a una historia cada vez mejor documentada, es que con mayor o menor convicción, los historiadores proclamarían realizar una historia objetiva, fundamentada con documentos válidos, y narrando los hechos “tal como sucedieron”.

De la polémica y también de la redacción de las memorias, surge el gran tema de los vínculos entre historia y política. Si bien hay un profundo contenido metodológico en el debate que aquí hemos tratado, en último término su trasfondo es político. Las formas de apropiación del pasado obedecían a diferentes perspectivas sobre el presente y su proyección en el futuro. Para Bello, el pasado tenía valor en sí mismo. Además, el despertar y exacerbar las inquinas del pasado, que dividieron a chilenos e hispanoamericanos en la contienda civil que fue la Independencia, solo lograría obstaculizar, y tal vez descarrilar, la política de cambio gradual y moderado que Bello compartía con el gobierno de Manuel Bulnes. Para Lastarria, la condena del pasado colonial, pero sobre todo la denuncia de sus legados en el presente, resultaba indispensable y urgente para abrir nuevos espacios de libertad. Bello no excluía a la libertad del orden, y Lastarria no pretendía una libertad sin orden, pero ellos daban énfasis diferentes al uno sobre la otra. Así, la historiografía a la que dieron impulso, por el resto del siglo, buscó en el pasado las herramientas para propiciar el cambio, con diferentes ritmos, en el proceso de evolución política del país.

El debate fundacional: los orígenes de la historiografía chilena

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