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EL MERCADO DEL AUTISMO

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La «evidencia científica» adolece hoy de un éxito fugaz para las políticas del autismo. Fue lanzada como un eslogan en el momento de mayor preocupación social sobre el tema, con el propósito insidioso de hacer entrar en las políticas sanitarias a la industria farmacéutica y al mercadeo de test y de terapias cognitivo conductuales (TCC). Ese eslogan de apariencia irrefutable se ha revelado tiempo después como una marca detrás de la cual no encontramos más que el mercado, un mercado que se cuenta en dólares. La gran cantidad de dinero que mueve en estos momentos el mercado del autismo sigue su propia lógica, se consume solo y deja fuera a los sujetos que se encuentran metidos en él sin un interés financiero, única y exclusivamente a causa de su sufrimiento —nos referimos a los propios afectados de autismo, a sus familias y también a los profesionales que buscan puntos de apoyo para convertirse en destinatarios de las demandas de ayuda—. Así, la «evidencia científica», que se ofreció como la respuesta al enigma del autismo, lo ha hecho en dos direcciones: una explicación científica sobre las causas orgánicas, por un lado, y, en consecuencia, una propuesta de tratamiento acorde a esa afección, por el otro.

En los últimos años hemos conocido la marca «con evidencia científica» para el uso desmesurado de múltiples estudios científicos, por otro lado serios, pero que no han dejado de mostrarse limitados y cautos en cuanto a sus resultados; y, lo que es más grave, para la promoción en las políticas públicas de métodos reeducativos que aseguran ser los únicos aptos para tratar los síntomas del autismo sobre los que, de hecho, esos mismos estudios científicos no se han mostrado concluyentes.1 El «mercado del autismo»2 ha conocido en los últimos años el éxito que conlleva enarbolarse con la bandera de la «evidencia científica» a la hora de conseguir la presencia mediática, una interlocución política e incluso el apoyo de los partidos políticos para el cambio de rumbo de las políticas destinadas al autismo.3 Pero esta expresión, como cualquier otra, puede llegar a significar lo que se quiera si la repetimos durante un tiempo suficiente; decía Jacques Lacan que cuando un significante se gasta se devalúa en signo, y solo cabe esperar que venga otro a reemplazarlo. Si la ciencia seria continúa su curso pero la evidencia no llega, ¿qué queda para entretener las esperanzas falseadas de las familias afectadas? Nos corresponde en este libro preguntarnos qué función ha tenido el recurso a la denominada «evidencia científica» en cuanto a los retos que el autismo nos plantea como sociedad y mientras se escuchan todavía sus resabios.

En el campo clínico complejo que situó Kanner en la década de 1960, y, más aún, actualmente, con el espectro ampliado que ha introducido el DSM-5,4 alimentar la evidencia del autismo a una velocidad que la ciencia no atrapa constituye lo que Jacques-Alain Miller denominó «burbuja de la certidumbre». Los agentes implicados en el estudio del marketing hacen funcionar una máquina original que consiste en establecer una zona restringida de certidumbre, una micrototalidad cuya «multiplicación y el propio investimento de los sujetos que en ellas están capturados traducen la presencia de dicha máquina».5 El campo del no todo sobre el autismo,6 que se nos presenta como una serie de ítems, categorías de síntomas, índices de prevalencia o de comorbilidad, se revela sin límite y sin totalización, es decir, un conocimiento que no es efectivamente explicativo sobre la consistencia de la posición autística. La «evidencia científica» se sitúa ahí como un llamado a un significante amo al cual adherirse, incluso militar por él; «un refugio de cierto grado de sistematicidad, de estabilidad, de codificación».7 Sin embargo, el autismo insiste en algunos sujetos que llegaron a acceder a la palabra, pero también, y sobre todo, para aquellos que permanecen en un repliegue sobre el cuerpo. La cotidianidad de las familias debe hacer frente a este real del autismo, un real que siempre fracasa,8 y permitirse elaborar un discurso sobre sus hijos y sobre una función educativa que no sea culpabilizante.9 Las promesas de tratamientos eficaces, de explicaciones causales o de nuevos fármacos sirven poco, o nada, para el día a día de las familias, las escuelas o los centros de atención. La evidencia para ellos no pasa por la ciencia; está más bien vinculada a lo que funciona, al encuentro de lo imprevisto que permite constatar un avance en sus hijos, por pequeño que este sea. Frente al ruido de las cifras con las que se reclama lo probado científicamente, la evidencia en sus testimonios es más bien una evidencia cotidiana.

Pero a pesar de todo nada impide aferrarse a la «evidencia científica» —que, en el campo del autismo, se ha mostrado hasta el momento un burbuja de certidumbre anticipada— e incluso usarla como arma arrojadiza contra el psicoanálisis y pretender imponerla como creencia para todos. (Pueden leerse en el capítulo 4 de este volumen dos estudios rigurosos, uno del psiquiatra Mariano Almudévar y otro del doctor en psicología Arseni Maximov, sobre lo que hemos denominado el caso Aprenem y su campaña de descrédito del psicoanálisis:

Evidencia científica y autismo

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