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—Gracias por atenderme.

El anciano se apoyó en su bastón y agitó su mano libre como para espantar una mosca.

—No hay problema. Entre. Perdone el desorden. La asistenta no viene hasta mañana. —Guiñando un ojo, añadió—: Se limita a sentarse y beber té si no le dejo trabajo para hacer.

Slim siguió al anciano que cojeaba a un desordenado cuarto de estar. Había recuerdos de la policía en las estanterías y colgados de las paredes. Slim advirtió un par de condecoraciones por su valentía y reconocimiento por la ejemplaridad de su trabajo.

El anciano ofreció a Slim una silla y luego se sentó en un sofá reclinable, gruñendo mientras se hundía en el asiento, con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo.

—Me temo que ya no soy gran cosa —dijo.

Slim asintió mirando la estantería más cercana, en la que había un par de fotografías enmarcadas en blanco y negro de un joven con uniforme de policía, junto a un casco en una caja de cristal y un par de medallas.

—Parece que se entregó al cuerpo —dijo.

—Tanto como el que más durante casi cuarenta años —dijo el antiguo inspector jefe jubilado Charles Bosworth—. Era todo para mí. —Mostró una sonrisa flemática—. La policía era mi vida. Por eso no me casé nunca. Era mi amante.

—Debió ser duro dejarlo.

—Tuvieron que arrastrarme fuera de la oficina —dijo Bosworth riendo—. Me mantuve un tiempo como consultor. Y después de que se acabó eso, aún quedaron visitas ocasionales de alguien como usted que quería saber algo acerca de un caso concreto. Jennifer Evans, ¿verdad?

—Exacto —dijo Slim—. Soy investigador privado. Mis últimos dos casos fueron algo… problemáticos. El caso de Jennifer parecía mucho menos peligroso, si entiende lo que quiero decir. Un misterio de hace cuarenta años. No había ningún peligro ni riesgo, ¿no? Si nadie lo ha resuelto hasta ahora, hay pocas posibilidades de que puede dañar a alguien. —Slim se miró las manos—. He descubierto por las malas que algunos misterios deben seguir enterrados.

Bosworth tosió, sin que Slim estuviera seguro de si estaba de acuerdo o no, pero tomó un par de carpetas de una mesa que tenía a su lado y se las entregó.

—Recuerdo a Jennifer Evans —dijo—. Un misterio como ese nunca deja de producirte cierta impresión. Me refiero a que pareció desvanecerse en el aire.

—Nadie hace eso —dijo Slim, recordando un caso anterior—. Siempre van a alguna parte.

—Pero descubrir a dónde es lo complicado, ¿verdad?

Slim abrió la primera carpeta y miró el contenido. Buena parte era lo mismo que le había dado Elena, pero había algún material adicional. Algunas fotos de Jennifer, una con su uniforme de enfermera, otra de la mano de una niña pequeña, una tercera con un hombre que él nunca había visto. Parecía una mujer perfectamente normal y feliz de algo más de treinta años.

También había transcripciones de declaraciones de otros pasajeros. La mayoría eran cortas (una página o menos), con los pasajeros declarando que no conocían a Jennifer ni habían visto nada sospechoso. Uno señalaba que se le conocía como «esa guapa enfermera que a veces toma el último tren», otro que «siempre estaba sonriendo» y un tercero que «parecía que nada le preocupaba».

—Después de que me contactara usted, hablé con un viejo amigo en la comisaría de Derbyshire y le pedí una copia de la documentación —dijo Bosworth—. Todavía tengo suficiente influencia como para conseguirla sin problemas. De todos modos, me temo que no hay mucho para seguir adelante.

—La pista más pequeña podría ser importante —dijo Slim.

—Oh, sin duda, pero recuerde que esto pasó antes de que las pruebas de ADN se usaran para todo. Y el cuerpo de Jennifer nunca apareció. Es un enorme elefante en la habitación.

—¿Puedo preguntarle qué piensa que pasó? Entre nosotros, si quiere. Sin considerar lo que las pruebas podrían haber sugerido.

Bosworth frunció el ceño.

—En la policía trabajamos solo con pruebas. Nunca me ha gustado la especulación. ¿Por qué no me dice lo que usted cree que pasó? —Sonrió—. Y luego le diré por qué es probable que se equivoque.

Slim se frotó la barbilla, tirando de la barba de un par de días.

—Bueno, pudo haber tratado de llegar a casa a pie, pero se salió del camino.

—Se habría encontrado su cuerpo. Había algunos agujeros por esa zona, pero ninguno lo suficientemente profundo como para no ser revisado.

—Bueno, tal vez fue secuestrada por el Estrangulador del Distrito de Peak.

Bosworth sacudió la cabeza y mostró una sonrisa triste, como si estuviera hablando con un aficionado.

—Por supuesto, lo consideramos, pero Bettelman vivía en Manchester. E incluso si hubiera estado en Holdergate un sábado de enero a esas horas de la noche, recuerde que nevaba y que lo había estado haciendo desde hacía un par de días. ¿Realmente se habría arriesgado a un secuestro en esas condiciones? Habría sido una completa estupidez.

—Entonces se fugó. Abandonó a su familia. Tenía un amante o tal vez su marido era un monstruo en la intimidad.

—¿Le ha preguntado a la hija?

—Aún no.

—Bueno, yo lo hice, en su momento. Por lo que parece eran una familia feliz. Su desaparición dejó destrozado a su marido, Terry. Se pasó todos los fines de semana durante meses peinando la localidad, convencido de que se había caído en su camino a casa. No encontró nada, pero la angustia le llevó a una crisis nerviosa. Estuvo entrando y saliendo de hospitales y Elena se fue a vivir con sus abuelos en Leeds. Él nunca lo superó y murió destrozado hacia 1990.

—Parece que se mantuvieron en contacto.

—En lo profesional, sí. Verá, el caso nunca se cerró oficialmente hasta que Jennifer fue declarada muerta oficialmente en 1997, veinte años después de su desaparición. Mantuve el caso abierto, buscando siempre nuevas pistas, pero no encontré ninguna.

—¿Entonces qué cree que pasó?

—No se lo puedo decir con exactitud, porque no estoy seguro de por qué, pero tengo la impresión de que está muerta.

—¿Por qué?

—Porque ¿qué mujer que planea abandonar a su familia llamaría a su hija para decirle eso? Imagínese la crueldad que se necesita. Una mujer que trabajaba como enfermera en la Enfermería Real de Manchester. No, estoy seguro de que algo le pasó, pero sea lo que sea, fue después de terminar esa última llamada telefónica.

—Así que —dijo Slim—, la clave es lo que vio ese niño.

—Eso me temo —dijo Bosworth—. No tenemos nada salvo el recuerdo de un niño de seis años y una única fotografía de unas pocas pisadas gastadas en la nieve.

Tren De Cercanías

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