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La presentadora se inclinó hacia delante. Sus uñas de manicura y sus relucientes dientes brillaban bajo los focos del estudio e hicieron que a Slim le doliera la cabeza casi tanto como con cualquier resaca que él recordara. La miró fijamente, concentrándose en sus ojos, en el plácido desinterés escondido bajo las sucesivas capas de maquillaje.

—No es la primera vez que usted ha hecho lo que nadie pensaba que podía hacerse, ¿verdad?

Slim sabía que habría estado sudando si el talco mentolado colocado sobre su cara se lo hubiera permitido. En esa situación, solo una pequeña gota cayó bajando por su espalda.

Slim se encogió de hombros, deseando, no por primera vez, romper las tres semanas seguidas de sobriedad en el bar que estaba al otro lado de la calle.

—Supongo que hice preguntas que no se habían planteado antes. Las respuestas sencillamente estaban esperando a que las encontraran.

La presentadora mostró una sonrisa descaradamente falsa, más para las cámaras que para Slim.

—Bueno, eso no empaña en absoluto lo que usted ha hecho. —Se dirigió a la audiencia, invisible detrás de los brillantes focos dispuestos a izquierda y derecha, dejando en el espacio intermedio una neblina de color residual—. Damas y caballeros una vez más, John «Slim» Hardy, extraordinario detective privado. —Luego, con otra sonrisa, como si fuera la noticia más importante del mundo, añadió en tono conspirativo, como si fuera a quedar entre los dos y no ser compartido con quienquiera que estuviese viendo el programa desde casa—: ¿Está seguro de que no nos va a decir por qué le llaman Slim?

Incluyendo una entre bastidores, era la tercera vez que se lo preguntaba. Slim tuvo la misma reacción que con las dos anteriores: una sonrisa incómoda y una mirada al suelo, seguida de un titubeante:

—No quiero aburrirles. No es una historia que merezca la pena.

Luego, aparentemente, se mostraron los créditos, un aplauso que parecía grabado llegó a su alrededor y alguien cubierto de micrófonos y cables se adelantó para llevarlo fuera del escenario del estudio. La presentadora le envió una breve sonrisa translúcida, con la mirada ya muy lejos de ese momento, tal vez pensando en el próximo invitado, y finalmente se vio rodeado por la penumbra de los bastidores. La gente seguía zumbando a su alrededor, pero fue capaz de abrirse paso a través de la apiñada multitud de técnicos, encargados de atrezo y otro personal detrás del escenario hacia los pasillos de servicio y de vuelta al camerino, donde finalmente pudo permitirse un momento para sí mismo.

Inspiró profundamente. Si eso era la fama, podía vivir sin ella.

Tuvo que firmar en el mostrador de recepción para salir de los estudios de televisión, pero esa fue la única interacción con alguien antes de caminar a pie hasta el modesto hotel que la empresa le había reservado. El bar del sótano le atraía como una antigua amante indulgente, pero consiguió evitar su atracción y se fue a la cama. Lo peor pasaba en lo más profundo de la noche, cuando los demonios que raramente estaban lejos de su mente salían a jugar, pero si podía irse a la cama sin beber sabía que se encontraría mejor por la mañana.

Su cabeza seguía zumbando por el terror y la emoción de la experiencia en televisión, pero también estaba agotado después de que el estudio hubiera requerido su presencia desde primera hora de la mañana para pruebas de imagen, vestuario, maquillaje y otros preparativos. Todo eso para una entrevista de veinte minutos sobre su último caso, que esencialmente había resumido, reacio a hablar demasiado acerca de acontecimientos de los que le había costado algunos meses recuperarse.

La fama que le había dado (así como una buena indemnización judicial que le alejaría de las calles por un tiempo) había proporcionado su propia manera de recompensarlo. Ahora le reclamaban y su antiguo Nokia 3310, una pieza casi indestructible de tecnología telefónica básica, sonaba a todas horas. Inseguro de a quién había dado su número de teléfono, después de investigarlo un poco había recordado el viejo sitio web que había empezado y nunca acabado de construir.

Ahora tenía alquilada una pequeña oficina en un bonito pueblo de Staffordshire y había incluso contratado a una señora mayor llamada Kim para que trabajara como su secretaria.

Por primera vez disfrutaba de cierto nivel de éxito, pero se sentía vacío. Incluso cuando debería estar investigando una demanda fraudulenta de un seguro o un asunto extramatrimonial, se encontraba a menudo vagando sin rumbo, inseguro de a dónde se dirigía o qué estaba haciendo, como si el éxito obtenido no fuera realmente lo que había estado buscando después de todo.

Mientras se tumbaba para dormir, dejó el teléfono sobre la mesilla que tenía a su lado, pero advirtió un pequeño cuadrado en una esquina que indicaba un nuevo mensaje de voz.

Desde que cambió su número, salvo unos pocos viejos amigos, solo Kim podía contactarlo directamente, así que tomó el teléfono y abrió el mensaje.

—Mr. Hardy, espero que el viaje haya ido bien. He recibido esta tarde una llamada interesante para un caso que creo que podría ser apropiado para usted…

A pesar de sus altas tarifas, muchas de las ofertas recientes de trabajo para Slim sugerían un nivel de peligro o trauma que prefería evitar. Familias de parientes asesinados que esperaban justicia contra homicidas confesos, secuestros de niños, asesinatos de bandas que acabaron mal. Sabía que no ayudaba a su incipiente reputación como un hombre del pueblo el aceptar solo casos bien pagados pero seguros de fraude o infidelidad, pero eso le hacía mucho bien a su cordura.

Sin embargo, mientras oía el amable monólogo de Kim, se sintió intrigado. Un caso antiguo de una persona desaparecida, que se remontaba a los años setenta. Alguien buscaba a su madre, pero, al contrario que otros casos que le habían propuesto, que sabía instintivamente que sería incapaz de resolver, había algo distinto en las circunstancias que rodeaban a la desaparición. No era que sonara sencillo, todo lo contrario: en realidad sonaba casi imposible. Un caso de desaparición sin rastro, literalmente.

Mientras Slim anotaba el número de teléfono para devolver la llamada por la mañana, sabía que ahora le costaría dormir. El mensaje de voz había encendido en él la nerviosa excitación que hacía de un caso, para bien o para mal, difícil de resistir.

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