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I. LA HABANA MÍTICA DE GUILLERMO CABRERA INFANTE

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El gran descubrimiento de mi vida fue la ciudad de La Habana. No solamente descubrí un cosmos, descubrí un hábitat y descubrí un mundo particular. Para mí eso fue decisivo.1

Fascinación de un adolescente que descubre, junto con la ciudad, una nueva forma de vida, nuevas costumbres, la música y la noche, y que hace suyo un lenguaje propio de la capital, operando una fusión casi total con ella, mucho antes de la ruptura definitiva causada por el exilio.

La Habana es el mito por excelencia, ya que es el lugar en el que todo está permitido, el lugar de la emancipación, un jardín de Edén donde se produce una verdadera explosión de los sentidos. La presencia de la ciudad se insinúa una y otra vez, sirviendo de marco a todas las locuras verbales. Es el decorado natural de la errancia de los personajes, que buscan en la noche la justificación de su existencia, de sus interrogaciones y de sus deseos.

Pero también existe La Habana vista desde el exilio, «ciudad-fantasma»2 o paraíso perdido, magnificada por la memoria, lejos del presente y de las presiones políticas. ¿Cómo recrear una ciudad mítica si no es mitificándola cada día más, convocando todo lo que los sentidos lograron conservar, arrebatándoselo a la distancia y a las barreras del olvido?

Entre esas visiones de una misma ciudad, la barrera es frágil, casi inexistente. Las superposiciones son permanentes y, a veces, resulta imposible distinguir lo que deriva de una reconstrucción imaginaria de lo que no es sino la recreación de una realidad experimentada. La escritura de G. Cabrera Infante es un constante vaivén entre esas distintas focalizaciones.

La memoria frente al poder

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