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Capítulo 3 Música y significado

EXISTE LA LLAMADA “música programática”, que es aquella que hace derivar la forma de su discurso de un referente extramusical. Por ejemplo, un “programa literario” que da cuenta de una peripecia narrativa a la que la música se va acomodando o sirve de estímulo a la imaginación creadora. El ejemplo más extremo al respecto es la llamada “música incidental” que acompaña la acción de un film u obra de teatro y donde la música –salvo notables excepciones– ha sacrificado su autonomía en beneficio de la ilustración de las imágenes y escenas.

Es posible haber llegado a enterarse del programa de la Sinfonía Fantástica de Héctor Berlioz, muchos años después de conocer la música casi de memoria. Puede amarse entrañablemente la Sinfonía Pastoral de Beethoven, antes de saber que cada movimiento tiene un título que vincula música con naturaleza (el campo, el arroyo, la tempestad). Y también es posible no saber con certeza cuáles de las múltiples travesuras de Till Eulenspiegel son la que Richard Strauss describe en su poema sinfónico y, sin embargo, disfrutarlo plenamente en su propuesta puramente musical.

Muchos auditores han vivido y siguen viviendo la experiencia de escuchar música solo en relación a sus valores absolutos, sin prestar atención a todo lo que suene a anécdota, programa literario o referente extramusical. Esto puede resultar incomprensible para los que consideran que la música solo se entiende por sus asociaciones, particularmente en la llamada “música descriptiva”, o solo por sus connotaciones emocionales.

Lo básico es que la música depende, en primer lugar, de sí misma. Es cierto que un compositor puede tener la intención de hacer una imitación directa de la naturaleza aprovechando la capacidad de mimesis que tiene la música. Dicha capacidad podrá permitir asociaciones visuales o hacer que se utilicen figuras retóricas musicales relacionadas con emociones básicas y también podrá hacer uso de simbologías simples y complejas, reconocibles u ocultas. Por último, el compositor puede no tener otro objetivo que la voluntad de arte para producir una estructura sonora sin otros referentes, únicamente fiel a su ley.

Los propósitos del compositor pueden estrellarse con las aproximaciones del auditor que con pleno derecho adjudica contenidos imitativos, descriptivos, evocativos y simbólico-afectivos a obras que en su génesis no contemplaron nada de eso. Si bien nadie puede pronunciar un dictum en estas subjetivas materias, la pregunta es si vale la pena colgarle significados extramusicales a las estructuras musicales, cuando por sí solo el descubrimiento de cada una de ellas es un goce completo y una ímproba tarea para el oído.

La antigua dicotomía “música absoluta” y “música descriptiva” es útil para explicar ciertos procesos, pero produce más inconvenientes que beneficios, pues toda música debe ser, en última instancia, absoluta. Por descriptiva o simbólica que una obra pueda ser en su intención, su valor esencial dependerá de cuán autorreferente sea en su propuesta. Incluso, puede decirse que la intención original del compositor palidece frente al objeto independiente que él proyectó al mundo. El objeto musical entregado debe contener tal autosuficiencia que no sea necesario inquirir respecto de orígenes e intenciones. Un juicio adverso sobre una obra no podría mejorarse al conocer los motivos o intenciones del compositor.

Un par de sencillos experimentos didácticos para aclarar conceptos.

Anunciando que trataré de ilustrar musicalmente una tormenta, voy a un piano, ejecuto un rapidísimo arabesco en el registro más agudo del teclado, digo que eso fue un rayo y mis auditores lo aceptan. A continuación, toco con los antebrazos un racimo (cluster) de notas del registro más grave con el pedal resonador en acción, digo que eso fue un trueno y mis auditores lo aceptan, más convencidos aun. Entre ambos ejemplos hay un abismo: el registro grave del piano, así tocado, se parece efectivamente a un trueno (aunque mucho mejor lo pueden hacer los timbales en la orquesta); en cambio, un rayo nunca ha “sonado” como fue descrito en el piano. En el primer caso, hubo un intento de imitación literal; en el segundo, hay una apelación a la asociación del auditor y es asunto mucho más complejo, pues supone, entre varias otras cosas, la relación velocidad-claridad-luz-resplandor con las frecuencias altas (sonidos agudos). En el último caso, nos aproximamos al mundo de los signos y símbolos.

Otro ejemplo: Suponiendo que mis auditores no conocen El Carnaval de los Animales, de Camille Saint-Saëns, elijo dos ejemplos similares a los anteriores y, como en un juego, los hago adivinar, esperando proposiciones de títulos adecuados. El rebuzno de los asnos es fácilmente descubierto pues las cuerdas son capaces de imitar muy realistamente dicho sonido. Luego se oye el celebérrimo “El Cisne”, a cargo de un violoncello solista acompañado de dos pianistas. Para los efectos de poner un título adecuado, puede haber pequeñas discrepancias entre los auditores: aves diversas, peces, pero raramente un exabrupto. Cuando se revela que el número musical describe a un cisne, hay aprobación general. ¿Por qué? Porque los pianistas tocan arpegios suaves y tersos, solo con los necesarios cambios armónicos para corresponderse con la melodía del violoncello, y los auditores aceptan la asociaciónevocación con la superficie tranquila de un lago; sobre esa superficie armónica, se despliega una melodía sinuosa, legato, sin aristas, en perfecta concordancia plástica con los contornos de un cisne que se desplaza complacido en su propia belleza. Todo esto con el timbre expresivo y sin estridencias, contenido, de un violoncello.

Es indudable que el compositor puede, desde el título elegido para su obra, condicionar en gran medida el libre sentido asociativo del auditor. Por ello, en el transcurrir del Carnaval, vamos aceptando con el mismo humor de Saint-Saëns el desfile de personajes del reino animal ejemplificados con músicas apropiadas; pero la verdad es que el título solo sirve de portada inicial, pues producida la conjunción de dos o tres ideas musicales que nos cautivan, nos dejamos llevar hacia adelante por el solo mérito de ellas y no porque necesitemos la figura del cisne siempre delante de nuestras narices. Es decir, confiamos en la música y terminamos apelando solo a ella. Si no es capaz de subsistir como pura estructura sonora creíble y suficiente, con o sin cisne, queda a la altura de cierto arte “comprometido” en el que los pretendidos recursos artísticos son demasiado dependientes de los contenidos ideológicos, en una yunta artificiosamente forzada y frágil.

Se ha dicho repetidamente que todas las artes aspiran a la condición de la música. Esa condición consiste en que la música puede decirlo todo, sin decir nada en particular. ¿Qué “dicen” o qué “quieren decir” las tres notas repetidas que luego caen una tercera mayor en la apertura del prodigioso primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven: sol sol sol mi bemol? Ni la interpretación que adjudica a ese motivo la presencia del “destino que llama a la puerta”, ni la seca explicación que lo describe solo en su ritmo e interválica, son satisfactorias. ¿Qué dice entonces? Todo y nada. Todo, porque en ese motivo están contenidos todo el patetismo, la reciedumbre, la seriedad, la tragedia, la alerta y la tensión. Nada, porque ninguno de los anteriores conceptos en particular, es capaz, por sí solo, de definirlo y agotarlo. Solo una suma imaginaria de todos ellos y muchos otros, es decir, una abstracción, podría producir unanimidad.

¿Es que Beethoven no está consciente de las asociaciones emocionales de la música y todo se lo plantea en términos sonoros absolutos? Si así fuera, ¿por qué entonces escribe la indicación Largo e mesto –lento y triste– en un movimiento de sonata para piano? Escribe esa indicación porque sabe que esa conducción melódica, esa interválica, en esa tonalidad, con ese tempo y en esa región del teclado, son “tristes”, para él y para su eventual auditorio heredero de la misma tradición auditivocultural. Pero la indicación aludida solo le es útil al compositor para expresar el carácter general de la pieza; desde el inicio, las decisiones que va tomando son estrictamente musicales. Terminado el movimiento, mi exclamación debería ser: “Qué hermosa música”, y no “qué historia tan triste me han contado”.

Toda música, cualquiera sea la intención original del compositor, su título ocasional o la asociación libre del auditor, debe ser capaz de existir como una entidad autorreferente, elocuente por la sola fuerza de su orgánica en el devenir en que transcurre. Esa orgánica se manifestará a través de la conversión de un continuum temporal indiferente, en un sentido diferenciado del tiempo, jalonado de hitos regulares o irregulares, agregando la inagotable combinación de las duraciones (ritmo, tempo), la agresión inmediata de lo melódico, las superposiciones amables o desconcertantes de sonidos de alturas diversas, más las diferentes densidades de los tejidos sonoros que pueden dar origen a un diálogo cruzado de las líneas donde el gozo y el asombro radican en la imposibilidad de aprehenderlo todo en un acto unívoco de percepción (diversos tipos de texturas); la vasta gama de los colores vocales e instrumentales (timbre); la manipulación de los contrastes entre robustas y tenues masas de sonido (dinámica).

En un cuadro figurativo, detrás de cada retrato, paisaje, escena o naturaleza muerta, hay un cuadro abstracto. Esa abstracción es lo que le confiere su real valor. Es el diseño, la línea, el color, la proporción, el equilibrio, la distribución, etc. Son los valores plásticos. En una obra musical, detrás de cada propuesta descriptiva, narrativa o emocional, hay una arquitectura sonora que, en sí misma, es la obra. Son los valores musicales, como el ritmo, el tempo, la altura, la textura, el timbre, la dinámica, conjugados en estructuras, esquemas formales y Forma. Así como una pintura no debe juzgarse por lo que narra, el valor de una obra musical no reside en su alegría, tristeza o capacidad imitativa, sino en su conformación, la que puede incluir el “valor agregado” de la emoción o de la descripción, lo que confiere a la música una enorme riqueza.

Desde luego, nadie puede negarnos el inalienable derecho personal a teñirlo todo de emoción, evocación y asociaciones múltiples y subjetivas porque el oído culturalmusical heredado nos condiciona hacia ello (véase más adelante); pero esto solo deja aún más claro que en la música el filón es inagotable y que bien vale la pena dedicar toda una vida a conocerlo y explotarlo.

¿Qué significa “significar”? La pregunta no esconde un mero juego de palabras. El Diccionario de la Real Academia nos dice que “significar” es: “ser una cosa, por naturaleza, imitación o convenio, representación, indicio o signo de otra cosa distinta”. Por tanto, si la música “significa”, es decir, si tiene un contenido semántico, siempre y necesariamente va a ser signo de algo distinto de ella misma. Ese “algo” se tendría que valer de la música para configurar un modo de expresión que no es su modo normal. El cisne, que tiene su modo de expresión normal en la naturaleza, se valió del cello y pianos de Saint-Saëns para expresarse de otra manera. Pero, ¿y qué pasa con la música misma o es que solo vive a través de contenidos prestados?

Indudablemente que así planteado, no queda otra conclusión que asignarle a la música una condición básicamente asemántica, sin perjuicio de su capacidad –utilizada a veces deliberadamente por los compositores– de despertar un complejo mundo de asociaciones extra-musicales, las cuales no deben ser confundidas con el valor intrínseco de la música como propuesta autónoma. Sin ese valor per se, no hay afectos, emociones o descripciones que puedan reemplazarlo.

Todo lo anteriormente dicho no queda en el terreno de la pura especulación pues nos conduce a distinguir entre lo que es “música hecha de música” y otras proposiciones, demasiado impregnadas de mensajes y referentes externos. Reflexionar sobre el problema del significado es una inquietud antigua, pero siempre se revela como uno de los caminos más seguros para llegar a disponer de criterios, medidas de juicio y opiniones fundamentadas respecto del valor de una obra musical.

ANEXO AL CAPÍTULO 3


La música, en primer lugar, es pura estructura sonora. También puede estar asociada con símbolos o situaciones afectivo-emocionales o puede utilizarse como descripción. Su valor intrínseco dependerá finalmente de cómo estén elaborados los elementos abstractos que constituyen su esencia: ritmo, tempo, altura, textura, timbre y dinámica. Es decir, de cuán autorreferente sea su propuesta.

Introducción a la música en veinte lecturas

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