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Capítulo 5 El compositor

LA MÚSICA SE manifiesta a través de una cadena de tres eslabones: el compositor, el intérprete y el auditor. Al ser planteada como cadena, se pretende dejar en claro que se trata de una relación cuyo sentido más completo se logra cuando al nacer en un punto se completa finalmente en otro. En capítulos sucesivos, intentaremos penetrar en cada uno de los eslabones, comenzando aquí con el compositor de música.

Preámbulos necesarios:

Aplicando conceptos platónicos, puede decirse que la música “es” en el reino de la Idea, y “está” en el mundo sensible, solo cuando suena. La partitura escrita es tan real como puede ser un plano respecto de una ciudad, es decir, real como documento gráfico pero no real en cuanto música; la partitura da cuenta de que hay otra realidad, no visual sino sonora. La música fue pensada, concebida, ideada, por alguien. Esa persona se llama com-positor, pues yuxta-puso, super-puso, contrapuso sonidos, en una secuencia temporal provista de algún sentido válido para él.

El que ideó la música, se valió de una convención escrita para permitir que otros la hicieran realidad sonora. Se trata pues, de un mapa de señales que podrá contener indicaciones esquemáticas o llegar a enormes grados de precisión, pero que nunca podrá ser confundido con “la música” como sonido real, porque las instrucciones, por exhaustivas que sean, no podrán materializarlo. (Hay compositores contemporáneos que han propuesto que la música ya está completa en la partitura, llegando a manifestar que el hecho de que se la haga sonar, es irrelevante).

Así como casi todo el mundo ha perpetrado poemas de adolescencia, muchos han intentado, en algún momento, componer. Estos actos creativos poco tienen que ver con la voluntad de forma literaria o musical que, de manera permanente y persistente, se da en el quehacer de algunas personas y que los lleva a ser distinguidos con el nombre de poetas o compositores. Suponiendo que ya estamos en presencia de una vocación inequívoca y frente a una persona definida como compositor de música, ahondaremos en torno al tema del acto de componer.

Los estímulos iniciales para provocar un proceso de composición pueden ser de una variedad infinita. Las ideas iniciales, que incluyen estímulos no musicales, pueden ser tan perfiladas y tener tal identidad que solo faltaría su traslación al papel; en ese caso el compositor operaría con una especie de “escritura automática”, un estado de gracia particular, un furor poeticus. Al contrario, las ideas iniciales pueden ser casi insignificantes, pero el compositor reconoce en ellas un potencial que debe trabajar en profundidad para permitir el crecimiento que conduce a la Forma. Esto último será lo normal.

Consultados muchos compositores ilustres sobre el origen de sus ideas, las respuestas son tan variadas como el número de interrogados, pero, al mismo tiempo, se da una constante: muchas veces los propios compositores no saben explicarse con claridad y manifiestan desconcierto al respecto. No pocas veces se oyen las expresiones: “las ideas se me aparecen”, o “las ideas me vienen solas”, dando margen a pensar que esas ideas están almacenadas en algún banco de datos y son llamadas a actuar por una especie de invocación o conjuro del compositor. A este último respecto, han habido imágenes sugerentes: se ha dicho que las obras musicales yacen, íntegras y acabadas, en una dimensión paralela. El acto de composición, por lo tanto, sería ir descubriendo, poco a poco, eso que ya existe; en otras palabras, trayendo la obra, nota a nota, a la realidad del compositor, a la dimensión actual en que transcurre su vida y la nuestra. Por lo tanto, la creación sería solo aparente; componer, sería descubrir lo que ya está creado, como se descubre un continente que siempre estuvo ahí. Los esfuerzos y angustias no serían los propios del acto creador, sino los propios de una empresa de descubrimiento y conquista. Toda creación humana sería una ilusión pero el esfuerzo es igualmente arduo.

A veces, las obras se originan dentro de marcos externos muy precisos, como ocurre con las llamadas obras por encargo. En ellas, al igual que en un concurso de cuento o novela, se puede determinar la duración mínima y máxima, se puede exigir una determinada instrumentación, puede tratarse de un himno escolar, patriótico u otra obra de circunstancia donde hay que trabajar con un texto previo que será estímulo y condición ineludible para una música que debe adecuársele. Aun así, el proceso de componer será trabajoso y debe ser fiel y verdadero. Hay compositores que piensan que los límites, más que restricciones son estímulos, pues acotan el material y los obliga a aplicar procesos de economía artística, alejados de toda divagación.

No se puede negar que en el inicio del proceso puede haber un factor emocional que actúe como catalizador. Es lo que podríamos llamar, incluso, “inspiración”. Esta es una palabra peligrosa y que causa muchas confusiones. Muchos creen que la inspiración actúa como la musa que dicta al oído y que la obra artística nace como en un trance, una especie de erupción efusiva de sentimientos, olvidando que después de un posible inicio explosivo e intuitivo, lo que prosigue es una infinita cantidad de paciencia, búsqueda y artesanía, es decir, oficio. Dicho estado inicial de gracia, inexplicable y repentino, puede existir en la composición musical y ejemplos hay muchos, pero ello no es la norma a la hora de componer y tampoco puede prescindir de la construcción paciente.

Dicen que hay un lugar en Europa, unas fuentes termales, donde en la noche se puede dejar una ramita sumergida en las aguas cálidas y químicas. A la mañana siguiente, la modesta rama amanece convertida en una rara joya multicolor. Se ha transfigurado. Esta historia puede hacernos pensar en cuán semejantes son algunos procesos composicionales, en particular cuando el compositor parte, deliberadamente, de estímulos musicales muy modestos, como si quisiera probar su maestría, demostrándonos que lo que importa no es el origen o la calidad intrínseca de la primera idea, sino que el proceso mismo que la lleva a su consumación.

Todo proceso de composición implica hacer germinar orgánicamente una primera idea y, a medida que avanza el discurso, sea en estado de “posesión” o en lento trabajo de indagación, ir escogiendo entre posibilidades múltiples. También el material musical, como puede ocurrir con un personaje de novela, va desarrollando sus propias exigencias. Cada nueva elección entre alternativas varias, creará una reacción en cadena abriendo un panorama vasto de otras alternativas.

Entre las innumerables perspectivas para analizar el tema de la composición vamos a elegir el procedimiento composicional denominado ”variación”, es decir, nos vamos a detener en ese tipo de obras cuyo punto de partida es un elemento preexistente, propio o ajeno, y que a los ojos de un compositor podría manifestar una potencialidad de desarrollo digna de un trabajo artístico.

Bastaría recordar esas sencillas canciones profanas que estaban en boca de todo el mundo y que fueron utilizadas como cantus firmus para la elaboración de complejas y sublimes misas en el Renacimiento. Ahí está, por ejemplo, la canción de L’homme armé, transfigurada en Kyrie eleison o Credo in unum Deum, actuando como fundamento de intrincados contrapuntos, extendiéndose al máximo de sus posibilidades o comprimiéndose como si se sintiera fuera de lugar, inserta en la urdimbre polifónica como modesta primera piedra de una catedral de sonido.

Y qué decir de las series de variaciones beethovenianas, otro ilustrativo ejemplo. Junto a temas originales –que son los menos– Beethoven recurría a arias de ópera, números de ballets, himnos nacionales, marchas y otros materiales, muchas veces decididamente insulsos. Compositores que pasaron sin pena ni gloria, unieron su nombre al del genio alemán solo gracias a que algunas de sus obras fueron pretexto para que Beethoven demostrara sus prodigiosas dotes de alquimista, convirtiendo el plomo en oro: Haibel, Dressler, Righini, Wranitzky, Diabelli. Este último nombre, de mayor prestancia que los otros nombrados, será recordado como el autor de un vals con el que Beethoven compuso una obra cumbre de la literatura pianística: las 33 Variaciones sobre un Vals de Diabelli, más conocidas como las Variaciones Diabelli.

Con composiciones como esta, nos damos cuenta de que, aplicado a ella, el vocablo español “variar”, refleja muy mezquinamente lo que verdaderamente ocurre, al menos en una obra como la comentada. Los alemanes usan el substantivo Veränderung, que entre otras acepciones significa “mutación”, con lo que estaríamos más cerca de la idea de “transfiguración”, por lo que implica de transformación en otra cosa.

El diccionario nos dice que “transfigurar” es cambiar de figura alguna persona o cosa. Pero en el párrafo destinado a precisar el concepto en relación a materias religiosas, se nos dice que el término, por antonomasia, está referido al pasaje evangélico de la transfiguración de Cristo, cuando con el rostro mudado y sus vestidos resplandecientes, se “ostentó glorioso” a la vista de los apóstoles Pedro, Juan y Santiago. Por ahí nos vamos aproximando a ciertos procesos artísticos, guardando las distancias.

Por lo que al ámbito poético-literario se refiere, pocas veces se ha dicho esto de manera más bella y lúcida que en la novela “La vida está en otra parte”, de Milan Kundera. El protagonista, adolescente y poeta en ciernes, tiene una típica y dolorosa experiencia de voyeur oculto tras una puerta, atisbando a una mujer en la bañera. De esa experiencia, miserable por el estado de ánimo del adolescente, nace un poema, es decir, la vivencia que, como tantas otras, pudo ser estéril, se “cosifica” en un poema. Cuando el joven poeta logra construir su artefacto verbal, comienza a mirarlo con distancia, como un objeto que aunque nacido de su experiencia, se hace cada vez más lejano y distinto de ella: “Leyó y releyó muchas veces su poema con voz patética, declamatoria, y se sintió entusiasmado. En el fondo del poema estaba reflejada Magda en la bañera y él con la cara oprimida contra la puerta; no se encontró, por tanto, fuera de los límites de su vivencia; pero estaba muy alto, por encima de ella; aquí arriba, en el poema, se hallaba muy por encima de sus miserias; la historia del ojo de la cerradura y su cobardía se había convertido en una simple rampa de lanzamiento sobre la cual volaba ahora...”

Eso por lo que respecta a la vivencia. Pero Kundera continúa y nos deja situados en el corazón del asunto, lo esencial, las palabras. “Al día siguiente pidió a la abuela que le dejara la máquina de escribir; copió el poema en un papel especial y resultaba todavía más hermoso que cuando lo declamaba en voz alta, porque había dejado de ser una simple combinación de palabras y se había transformado en una cosa; ...las palabras corrientes vienen al mundo y perecen inmediatamente después de haber sido pronunciadas, porque sirven solo para la comunicación inmediata; están sometidas a las cosas, son solo su denominación; pero en el poema estas palabras se habían convertido en cosas y no estaban sujetas a nada; no estaban destinadas al entendimiento momentáneo y a la rápida extinción, eran eternas… El suceso del día anterior estaba también contenido en el poema, pero moría en él poco a poco, como muere la semilla en el fruto...”. (A propósito, podríamos recordar a Hölderlin, cuando escribía: “Mas lo permanente, lo instauran los poetas”).

Transformación, metamorfosis, mudanza, cualquiera sea la expresión, lo fundamental es que ese cambio es para revestirse de gloria, para adquirir una condición mejor y permanente, una nueva dimensión transmutada. Y así como las vivencias se transforman en categorías universales y las palabras en objetos autónomos, también los sonidos y ritmos de la naturaleza se integran en una nueva realidad a través del proceso de composición musical. Todo lo dicho por Kundera lo podemos hacer perfectamente equivalente en el mundo de la organización de los sonidos musicales. Del caos sonoro, bullente e inagotable que nos rodea y asalta, el compositor extrae el material que considera apto para su trabajo y allí introduce un principio normativo y organizador; de ahí derivará también una “cosa” hecha de música. Y cuando el material original seleccionado es humilde y hasta ramplón, más que nunca se apreciará el poder transfigurador del hacedor de música.

Como Beethoven, los poetas son capaces de transfigurarlo todo. ¿Quién podría creer que las cebollas, los calcetines, las cucharas y las alcachofas pueden ser material estimulante para la poesía? Es cosa de observar lo que hace Neruda en sus “Odas Elementales”. Por ejemplo, cuando propone la nueva realidad poética de una modesta cebolla:

Cebolla, luminosa redoma,

pétalo a pétalo se formó tu hermosura,

escamas de cristal te acrecentaron

y en el secreto de la tierra oscura

se redondeó tu vientre de rocío…

…la tierra así te hizo, cebolla,

clara como un planeta,

y destinada a relucir,

constelación constante,

redonda rosa de agua,

sobre la mesa

de las pobres gentes.

Introducción a la música en veinte lecturas

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