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Viaje con la muerte

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I

—Mataron a su hermano —dijo esa noche la voz que venía desde el municipio de La Macarena; y agregó:

—Que por favor madrugue a traer el ataúd.

Mientras reaccionaba por la noticia, me dirigí a la funeraria, en el centro de la ciudad, donde me fiaron el cajón que debía llevar al aeropuerto.

Era de madrugada y a esa hora, sin transporte posible, llamé a mi amigo Miguel Ortiz, quien acudió presto con su pequeño campero. Tuvimos que meter el cajón con medio cuerpo por fuera.

Llegamos al aeropuerto, pero no había cupo en el único avión de carga que salía para La Macarena.

Henry Quevedo, dueño del flete de la nave y amigo de Melco —mi hermano asesinado—, hizo bajar parte de la carga para meter el cajón.

Pero yo también debía viajar.

—¿Cómo hacemos? —le dije.

II

Entre tanto, mi hermano, a quien llamaban ‘el guardián de La Macarena’, yacía muerto en la morgue del pueblo por defender este parque natural que querían arrasar a toda costa.

Yo trataba de salir del aeropuerto Vanguardia de Villavicencio en el único avión disponible, llevando el ataúd que Sarita (esposa de Melco) y sus hijos esperaban para poder realizar las honras fúnebres.

Quevedo me respondió:

—No hay espacio. La única opción sería que se metiera en el ataúd.

Me estremecí hasta los tuétanos.

—Nooo, manito. Eso eees imposible —tartamudeé—. Y en un instante de repentina lucidez le dije, con el primer pretexto que encontré:

—Estoy muy gordo y no quepo.

Luego de darle vueltas al asunto, Quevedo finalmente encontró la única opción en un espacio que hay entre la carga y la cabina. Allí me ubicó.

Me acomodé en la única silla que había en ese estrecho espacio, a la cual me amarré con todas mis fuerzas.

Luego recordé que en mi improvisado bolso llevaba media de brandy que había comprado en el aeropuerto, antídoto para los nervios del vuelo y la tensión de estos momentos. Traté entonces de levantarme para alcanzar el elixir de la tranquilidad, y ¡vaya sorpresa!, cuando al ponerme en pie, la silla se levantó conmigo. Es decir, estaba suelta. De nada servía el cinturón.

Me embutí la media de brandy de una.

Cuando aterrizamos, la pista y La Macarena toda, y el ataúd, y Sarita, y los niños y mi propio hermano, eran solo borrosas imágenes en medio del bochorno.

Horas después, el guayabo y los abrazos y los discursos se confundieron como en un sueño, del que aún no despierto.

El hombre que se mece

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