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El hombre que se mece

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Lo vio en un cafetín y no lo podía creer: era Mariño. El tipo había desaparecido de la faz de la tierra después de que le violara a su pequeña hija. Pasaron ocho años, tres meses y trece días y ahí estaba de nuevo.

Desde el momento de su reaparición, él se convirtió en su sombra. Dónde vive, con quién habla, qué hace, fueron preguntas que resolvió mientras tejía su plan.

Un sábado en la tarde tomó su cicla y se dirigió a la tienda donde sabía que Mariño bebía y conversaba plácidamente. Esperó hasta el anochecer. En el momento en que Mariño apuraba un trago de cerveza, se acercó con lentitud, hasta que lo tuvo a dos metros de distancia, sacó el arma y le descargó toda la ráfaga.

Volteó la espalda, caminó con tranquilidad, ganó la puerta y salió del lugar. Treinta y seis cuadras lo separaban de su casa. Tomó la vieja cicla y pedaleó sin afán. Sabía que la policía haría lo suyo. Estaba preparado para entregarse.

Llegó a su casa, entró, tomó con su mano izquierda el maletín que contenía lo necesario para estos casos y se sentó en la mecedora que tenía dispuesta sobre el andén.

Hace siete años, dos meses y un día que se mece y espera.

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