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UNO

Rafael sintió calor, calor y cansancio. Todo se mez­cla­ba: la tensión, la sor­­pre­si­­va tem­peratura para el mes, el mie­do. Si, el miedo, que estaba muy pre­­sente, aunque los otros no lo notaran, un miedo que no lo dominaba, pero que le re­co­rría las venas, le humedecía las manos y lo obligaba a pal­par­se los mus­­los. Rafael siempre se palpaba los mus­los cuando te­nía miedo, como un ac­to reflejo. Había veces en que se per­ca­ta­ba del miedo cuando probaba la du­re­­za de los muslos, bus­can­do en ellos quizás la seguridad que le faltaba.

Había caminado muchas horas y resolvió sentarse en un banco som­brea­do. Sus­piró, re­lajando el cuerpo en­tero. En­tonces se dio cuenta que había llegado a la misma plaza de siem­­pre, esa doble Plaza Ñuñoa llena de grandes ár­bo­les y ar­mo­nías, la misma llena de re­cuer­dos y que busca en sus mo­men­tos tris­tes, en sus melancolías frecuentes, en sus largos pa­­seos desde la tem­pra­na adolescencia.

Se alarmó, pues había hecho justamente lo que no de­bía ha­cer un hom­bre en su situación: buscar refugio en me­­ca­nismos de ru­ti­na. Falsa alar­ma. Mi­ró a su alrededor y no vio ni sapos ni policías. Sonrió. Una vez más había so­brees­­ti­ma­do a los agentes: si eran una bue­na policía po­­lí­tica de­bían saber que él, en sus momentos di­fí­ci­les, ter­mi­naba buscando re­fugio en la misma plaza. Les habría bastado, si es que de ver­dad lo que­rían detener, con ir a sentarse a la Pla­za Ñuñoa y es­perar tran­­qui­­lamente, pues tarde o tem­prano llegaría, ol­vi­dan­do los me­canismos de se­guridad y las instrucciones ela­boradas por él mis­mo para los dirigentes del Comando. Pero no lo hicieron.

Hoy, este mar­tes de tanto calor, cuando el pro­ble­ma era ma­yús­culo y es­taba completamente solo, Rafael re­gre­só a ese san­tuario de penas.

Solo.

Completamente solo, recibiendo el calor de la tar­de, con nubes ne­gras en el cielo y desconcierto, demasiado des­con­cierto, más del prudente al me­­nos, anidado en el al­ma. Pa­só sus manos por las mejillas, repitiendo el ges­to que se había con­vertido en rutina de tantos años con barba. Se había afei­ta­do co­mo medida de seguridad. Se preguntaba, con el do­lor del sa­­cri­fi­cio, si acaso ser­viría de algo, si era ne­cesario, pues los agentes debían tener fo­­tos su­yas sin barba y entonces lo re­co­no­cerían. Nuevamente sonrió. Esta vez no de haber so­bre­va­­lo­ra­do a los agentes, sino de su propia va­nidad. La úl­­ti­ma foto su­ya sin bar­ba era de 18 años atrás, cuando sólo tenía 18 y por­ta­ba 75 kilos bajo una piel joven y suave. Cuando ano­che se afei­tó, es­tu­vo frente al espejo lar­go rato y no fue capaz de re­co­no­cer­se. Nadie lo re­co­no­­cería: pálido, con la piel arrugada, ave­jen­tado. Disminuido, por lo menos en relación con la ima­gen que él tenía de sí mismo.

Dejó caer su cuerpo en el banco de la plaza y en ese ins­tante percibió re­cién el can­san­cio en toda su enor­midad. No tenía ganas de moverse y sentía pe­­sa­dos los brazos y las pier­­nas. Sabía que allí no podría permanecer mucho tiem­­po, que debía buscar refugio para pa­sar el pe­li­gro y la urgencia, por lo me­nos, mientras se aclaraba la si­tua­ción simplemente, mien­­tras recibía ins­truccio­nes.

¡¿Cómo mierda iba a recibir instrucciones?!

Esa era la mayor incógnita, pues había perdido con­­­tacto con el pre­ca­rio me­ca­­nismo de seguridad del Par­tido. El operativo había comenzado en la no­che mis­ma del domingo, po­­cas horas después que se supo lo del atentado y una vez que el General retomó el control de la situación y pro­clamó como res­­puesta un endurecimiento de las con­diciones contra los di­ri­­gen­tes políticos, co­­mo si ellos fueran los responsables del aten­tado o eso le significara al go­bier­­no una so­lu­ción para los pro­blemas que estaba viviendo.

Poca gente circulaba por las calles, como era ha­bi­tual en los barrios y a esta ho­ra de la tarde.

¿Qué estaría pasando en el centro de la ciudad?

Desde su asiento veía a los transeúntes, hom­bres y mu­jeres, co­mo siem­pre tranquilos, con las ca­ras un poco tris­to­nas, portando sus pro­­pios pro­ble­mas y sin saber las di­men­sio­­nes reales de lo que estaba sucediendo. To­do había sido una sor­pre­sa, pese a que, en los niveles políticos en los que él se de­sempeña, hubo informaciones de lo que pa­saba.

Se preparaba una jor­na­da de pro­tes­­ta, que extra­ña­men­te fracasó des­de su inicio, pues nadie pa­re­cía tener mu­cho in­terés en que tuviera éxito.

No hacía dos me­ses que ha­bía su­cedido la más exi­­to­sa jornada de mo­vi­li­za­ción, que lle­vó al embajador nor­teame­ri­­ca­no a confidenciar al ex Can­ci­ller que la historia de la dic­ta­dura debía divi­dir­se entre “an­tes y después” de esa jornada de protesta que duró dos días.

Su mente se fue a los días previos, cuando dis­cutían en el Co­man­do de Unidad y en el partido mismo so­bre lo que po­día o no pasar y él aludía a cier­tas in­for­ma­ciones que le pa­re­cían extrañas, a si­len­cios no habituales y a la mar­­gi­nación de otros de las tareas destinadas a tener una vic­to­ria so­bre el Ge­neral.

Se frenó. Era hora de tomar conciencia del pre­sen­te. Estaba sen­tado en la plaza de sus re­cuer­dos, con ca­lor, con ham­bre, con el can­san­cio apo­de­rán­do­se de su cuer­po y no era el momento para las re­fle­xiones sobre los acier­tos y los erro­res. Aho­ra debía buscar so­lu­ción al pro­blema in­me­dia­to, pues era es­tú­pi­do es­tar­se horas allí o seguir va­gan­do por las calles, ya que al final podrían de­­te­ner­lo por cualquier co­sa trivial, por sospecha por ejem­plo y entonces se­ría el fin de todo. Se en­­derezó y probó sus músculos tan poco pre­pa­rados para las emer­­­gen­cias desde que dejó de ha­cer deporte hace ya mucho tiempo, en­du­re­cien­­do y sol­tan­do piernas y glúteos, mientras tra­taba de pensar en al­guna so­lu­ción.

Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nue­vas, pues es­ta­ban pre­vistas para cualquier emergencia co­mo ésta.

Había que abandonar las ca­sas. El domingo en la no­­che alojaría don­de Gui­llermo. El razonamiento era muy sen­­ci­llo: Guillermo es un militante de po­ca im­portancia; si es que lle­­gan a su casa a detenerlo, es porque la operación cons­­tituye al­go de tal mag­nitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo has­ta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya na­da importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.

Ese era el alo­jamiento para la primera noche, pues si acaso habían de­tenido a al­gún di­­rigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás di­­rigentes im­por­tantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que esta­ba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la or­denada le­tra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía per­­ma­necer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora sal­dría hacia la tercera, cuya di­rección recibió pero no sabía a quién pertenecía.

Allí tendría la in­­formación necesaria para dar co­rrec­ta­men­te los pa­sos siguientes. Sería el momento de eva­luar. De­bía llegar a esta casa el martes a las nueve de la ma­ña­na. No an­tes, porque otro ca­ma­ra­da la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un res­pon­­sa­ble de se­gu­­ri­dad. Cuando él llegara podría estar se­guro.

La instrucción también decía que debía afei­tarse. Cla­­ro, fácil resul­ta­ba or­de­narlo cuando quien daba la or­den no sa­bía que tras esa barba ha­bían cre­cido dieciocho años de his­toria per­­so­nal, dieciocho años que se habían mar­ca­do en surcos im­bo­rrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.

A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.

Avenida Lyon, pleno ba­rrio alto, el sector de las ca­­sas ele­gan­tes y an­­tiguas, construidas en los años 30 a los 40, man­­siones enor­mes, con her­mo­sos jardines y grandes ar­bo­le­das, que actualmente ya es­taban transformadas en agencias de pu­­bli­ci­dad o sedes de empresas ex­tranjeras o muchas otras si­mi­­lares habían sido demolidas para cons­truir en su reemplazo lu­josos edificios para ricos, de mu­chos pisos y po­cos de­par­ta­men­tos, uno de los cuales ocupaba Gui­­llermo en un cómodo y prác­­tico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió ha­cia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de dis­tan­cia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y de­ci­dió ir caminando. Avan­­zó por Lyon y luego tomó la hermosa Ave­nida Pedro de Val­di­via, el ca­mi­no hacia el Estadio Na­cio­nal.

Su paso resultó demasiado rápido y llegó ade­lantado, cuan­do recién ha­bían pasado las ocho de la mañana.

¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la ca­­sa a la que de­bía dirigirse para su protección, estaba una pla­­cita pe­queña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amo­res por decenas de años, olvidada del boom de jar­di­nería que ha­bía cogido a todas las mu­ni­ci­palidades con di­nero, sitio de aven­turas vividas en la adolescencia. Se ins­taló en un punto des­de el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de se­­guridad a la que de­be­ría en­trar pocos mi­nutos después; con el diario en la mano, buscando alguna no­ve­dad de las que im­por­tan, de esas que ahora lo an­gus­tiaban y que difí­cil­mente ocu­parían los ti­tulares de pri­mera plana, menos en este día de ti­ranía y estado de sitio.

Fue entonces cuan­do lo vio todo. Llegaron cuatro au­tos si­mul­tá­nea­men­te, que se detuvieron en el otro ex­tre­mo de la plaza; ba­ja­ron numerosos agen­tes con sus metra­lletas en las manos y se ubicaron cer­­­ca de la casa. No veía la puerta. Se sin­tió petrificado. Ese era su es­con­di­te pa­­ra poco rato des­pués. Es­condido por el diario y las palmeras pre­sen­ció to­das la ma­nio­bra. Los agen­tes que en­traron a la casa sa­lieron a los dos o tres mi­nutos llevando de los brazos y casi al trote al pre­sidente del Partido, con po­cas gentilezas, mien­tras él, muy alto y muy dig­no aun­que sin cor­bata esta ma­ñana, protestaba enér­gi­ca­men­te. Rafael no po­día es­cu­char las voces, pe­ro adi­vi­­nó que el di­rigente in­vo­­ca­ba todas sus calidades del pa­sado y del pre­sen­te, sin que a los cap­to­res les importara un bledo que fue­ra abo­ga­do, parla­men­tario ayer o mi­nis­tro alguna vez. Luego sa­ca­ron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo en­tender las palabras. Quien pa­­re­cía ser el jefe or­de­nó que la dejaran regre­sar a la casa. En ese mismo mo­­mento apa­reció el chico Riquelme. Era el en­car­­gado de ha­cer el che­queo de seguridad, pe­ro llegó por el lado equi­vo­ca­do. Tal vez pensando que no habría pro­ble­mas, accedió por una ca­lle la­te­ral desde la cual no ha­bía la suficiente vi­sibilidad an­ti­cipada. Si lo hu­bie­ra hecho por la pla­za...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pu­do ha­berse he­cho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo co­no­cie­ran, pero en lugar de eso se aterró y trató de co­rrer hacia atrás. A los pocos se­gun­dos hacía compañía al pre­si­den­te del Par­tido en el au­to. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes in­gresaron a la casa y el res­to se fue con sus autos y los de­te­ni­dos. La ratonera estaba instalada para re­ci­bir a Ra­fael.

Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de se­gu­ri­dad no ser­vía, el encargado del Partido le co­­mu­nicaría el paso siguiente. El en­car­gado, el chico Ri­quel­me, via­jaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía ins­­truccio­nes ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, has­ta que, sin saber cómo, lle­gó a la pla­za de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores in­com­pren­­didos y los amores inconclusos, don­de ahora estaba sen­ta­do con los músculos en ejercicio.

Este era su problema. Tenía que retomar contacto, ave­riguar qué pa­sa­ba con los di­ri­gentes, qué sucedía con el Par­tido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál de­bía ser el próximo paso.

Pero todo eso re­que­ría primero calmar angustias y mie­dos, ad­qui­rir la seguridad de murallas sin intrusos y un te­cho para soportar una lluvia ine­vi­ta­ble en un día de tanto ca­lor para esta época, apa­ci­guar el hambre con una ta­za de café o un vaso de le­che, conseguir una cama para ten­derse. Des­car­ta­dos los parientes y los amigos habituales, eli­mi­nados de la lis­ta los militantes del Par­tido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria re­corrió el barrio, hasta re­cor­­dar que por allí vi­vía Milena.

Milena.

A su casa no podía ir, pues eso tam­bién lo recor­da­rían los propios agentes.

Frente a la casa de Milena vivía el Fis­cal Mi­li­tar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no po­día. Cual­­quier casualidad era su­fi­ciente para que lo detu­vie­ran. Pe­­ro tam­poco po­día seguir eternamente en esta plaza y co­men­­zó a caminar, sin saber ha­cia dónde. Estaba a tres o cuatro cua­dras de la casa de Milena. Re­cordó su ca­lidez, sus ojos tan her­mosos, su ternura, la bi­blio­te­ca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clan­des­tinaje lar­guí­­simo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor de sus pies, el hambre, todo le exi­gía un lugar tranquilo en el cual per­ma­ne­cer un tiempo. Caminaba len­ta­men­te hacia la ca­sa de Milena, sabiendo que no debía llegar, que no entraría, que ni siquiera podría pararse fren­te a la puerta de la casa, por­que si en ver­dad lo estaban bus­cando −ni siquiera estaba se­guro de ello− una de las pri­meras casas que alla­narían sería esa. Por lo pasado o por lo que todos creyeron que pasó. No po­día ir a casa de Milena. In­­cluso, lo pensó re­cién, si la persecución era relati­va­men­te amplia, una pe­rio­dista opositora como Mi­lena podría ya es­tar dete­nida.

Se detuvo y vol­vió la mirada ha­cia la plaza, con un sen­­timiento de des­pedida y una ac­ti­tud des­concertada. Su im­pul­so era re­gresar, instalarse en un banco, levantar tien­da, abri­garse de recuerdos, acomodarse y es­ta­ble­cer un ho­­gar, su pro­­tección, porque allí estaba ese hogar de sus an­sias de vivir, de sus amo­res, de su frustración.

De sus frustraciones.

Entonces, recordó a Margarita.

Margarita era la eterna frustración de Rafael. Se ena­­moró de ella cuan­do nin­guno es­taba en edad de ena­mo­rar­se y tampoco él supo poner nom­bre a ese sentimiento que le era nue­vo, pero sí que, a partir de entonces, lo que más quería en la vida era verla to­dos los días, admirarla con su pe­lo negro y sus ojos verdes, jugar a cualquier cosa para per­­ma­necer a su la­do, aunque afue­ra los demás niños de siete años como él es­tu­vie­ran jugando al fútbol, su pa­sión más enorme hasta aquella tar­de en que Margarita apareció por el ba­rrio. Poco después de su llegada, Rafael supo que era sólo un día mayor que su ami­­ga, lo que interpretó como un sig­no mágico de una unión que de­­be­ría per­du­rar para siempre, sin saber entonces Rafael que las mujeres jó­venes siempre se enamoran de hombres ma­yo­res y nunca de los de la mis­ma edad. El iba a un colegio del sec­tor y ella donde las monjas, pero en las tar­­des podían en­con­trar­­se para ha­blar incansablemente, jugar a los juegos más va­riados, apren­diendo ella el ma­ne­jo de la pelota −era una bue­­na ar­quera, después de todo− y él a asumir la paternidad de to­­das esas mu­ñe­cas de trapo y de loza, con ojos grandes de bo­­li­tas de cristal que dominaban el dormitorio de la vecina de los ojos verdes. Rafael nunca había visto a na­die que tu­viera los ojos verdes y una mi­rada tan triste a pesar de es­tar con­ten­ta y rien­do con entusiasmo.

Se vieron incesantemente durante muchos meses. Cuan­do ella fue de vaca­cio­nes a la costa y él viajó a pasar el ve­rano donde su abuela nortina, Ra­fael es­­cribió su primera car­ta de amor, en la que le decía que la recordaba to­dos los días, en las mañanas y en las noches, que le gus­ta­ría verla y que no que­ría quedarse donde su abuela porque se aburría mu­cho. Por supuesto, la car­ta no fue enviada pues Rafael sin­tió su primera timidez de amor, como era con los niños de en­ton­ces. Se dio cuenta que estaba enamorado, que no valía la pe­­­na vivir sin Mar­ga­ri­ta y tuvo miedo de que por decírselo ella no quisiera vol­­ver a verlo. Esa per­cepción era el re­flejo de una anticipada madurez de amor que le habría de poner los ojos serios para siem­pre. Mar­ga­rita creía que es­ta mi­rada era el reflejo de una irre­nunciable vocación a la san­ti­dad y en las no­ches rezaba pidiendo a Dios que la mantuviera cer­ca de su amigo santo pa­ra que la ayudara a ser muy buena. Mu­chas mujeres se enamoraron de Rafael a lo largo de su vida y todas lo cre­ye­ron santo por su forma de mirar y sus consejos siem­pre tan oportunos y sabios.

Así pasaron muchos años, con encuentros diarios, una con los ojos ver­des y otro con los ojos serios, sepa­rán­do­se só­lo en las noches y en las va­ca­cio­nes de verano. Su amistad era tan intensa que las ma­dres terminaron por ha­­cer­se ami­gas y pasaban tardes enteras tejiendo y charlando, con la idea de que podrían ser consuegras, pero sin decirlo nunca. La ma­dre de Mar­garita si­guió teniendo hijos todos los años hasta com­pletar nueve, pero Rafael sólo tu­vo a su hermana, dos años me­nor.

Poco antes de cumplir los doce años Margarita se cam­bió de casa y a par­tir de en­ton­ces la situación varió por com­pleto, no sólo por­que ya no po­drían ver­se todos los días, si­no porque Margarita comenzó a hacerse mujer. Ra­fael no ce­le­bró cumpleaños por razones que na­die entendió muy bien, pe­ro que te­nían que ver con las múltiples acti­vi­da­des de papá, la si­tuación eco­nó­mi­ca, las cosas como están, con la prome­sa de que más adelante harían una fies­ta, lo que por supuesto no lle­gó nunca. En respeto a la verdad, Ra­fael re­cor­dará en su fue­­ro íntimo que él estaba melancólico y no hi­zo ningún em­pe­­ño por tener fiestas, pues no sabía qué mierda es lo que po­dría celebrar si lo único que im­por­taba es que Margarita ya no estaba cer­ca de él. Por su par­te, Mar­ga­ri­ta hizo su cele­bra­ción y lo invitó a la casa nueva. Rafael se sin­tió muy desa­gra­da­do, pues debió pasarse toda la tarde pateando una pe­lo­ta con los dos her­manos me­nores de su amada, pues ella se encerró con sus amiguitas en el living a es­cu­char discos de Elvis Pres­ley y Paul Anka.

Ha­bía ya empezado la carrera dispareja, en la cual Ra­­fael iba per­dien­do irre­me­­diablemente, cada vez con la mi­ra­da más seria por el amor y con más cara de santo en su de­ses­peración. Margarita crecía ha­cién­dose más bo­ni­ta, con su pe­lo ne­gro, largo y frondoso, sus ojos ver­des, sus pechos na­­cien­tes, sus piernas hermosas, su son­ri­sa triste aun­que es­tu­vie­ra alegre. Los amigos de Mar­garita eran todos mayores que ellos y Ra­fael se fue alejando de esa ca­sa. Cuan­do tiempo des­pués la ma­má de Margarita lo invitó a ve­ranear, Ra­fael tuvo mu­­cho miedo, pues él con sus quince años y su amor, iba a ter­mi­­nar pa­seando con Gabriela, la her­­mana segunda, mientras Mar­garita sal­dría a fiestear con los gran­des. Sacando fuerzas de flaquezas aceptó la in­vi­tación, pero fue tan­ta su pe­na de amor que al tercer día de estar en la playa se enfermó de ve­ras, con fiebre y todo. Pensando que era tifus lo enviaron de re­­gre­so a su ca­­sa. Como só­lo eran penas de amor, mejoró de la fie­bre, pe­ro los ojos le que­­daron más se­rios y de mirar más pro­fundo, después de haber pasado todo el verano de­di­ca­do a es­tudiar historia y a leer el Canto General de Neruda, en lugar de pasear con su amada.

Pasó todo un año y cuando en el ve­ra­no siguiente Rafael fue a de­cirle a Margarita que la ama­ba co­mo un hombre ama a una mujer, que que­ría ser ama­do por ella, aun­que en­ten­día que era muy difícil que de­jara a su ac­tual pololo por él, pero que va­lía la pena in­tentarlo, tuvo la sen­­­sación de no ha­ber­se dado a en­ten­der su­ficientemente, por­que ella, con sus ojitos verdes, le ha­bló de su amor por un jo­ven alférez de aviación y to­do entonces fue tan con­fu­so pa­ra él, que nun­ca pudo recordar como ter­mi­nó esa conversación, si­no só­lo que llegó hasta la plaza, esta misma plaza de tarde de tan­to calor y estado de si­tio, donde permaneció llorando por va­­­­rias horas. Dos años des­pués, Mar­garita se casó con el avia­dor, que ya no era avia­dor si­no estudiante de In­ge­­nie­ría, aunque siguió vinculado a la Fuerza Aérea, co­laboró en ta­reas de lo­gís­­ti­ca primero, en la Academia de Guerra luego y, se­gún se rumorea en los am­bientes en que se desenvuelve Ra­fael, fue uno de los integrantes del Comando Con­­jun­to, or­ga­nis­mo que reunía a agentes de todos los servicios dedicados a la re­­presión política en los primeros tiempos del General. Ra­­fael no asistió a la ce­re­­mo­nia porque tenía que ir a un re­tiro de fin de semana, aun­que sólo él y Dios sa­bían que iba al retiro so­lamente para no ver ca­sarse a Margarita.

Mantuvo su amistad con Gabriela, la hermana se­gun­da, lo que le per­mi­tió sa­ber de Mar­ga­ri­ta, pero al cabo de los años también de­jó de verla y se en­redó por caminos in­­­trin­ca­dos, por amores pa­sajeros y pa­siones circuns­tan­cia­les, que man­tu­vie­­ron este amor en su nivel de frus­tración, sin es­car­bar más en su cora­zón, aunque finalmente ha­bría de des­cu­brir que no era un amor frus­­trado, sino sólo un amor pen­dien­te.

Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.

Fue una tarde de sep­tiem­bre en la que la señora ha­bía ido a la costa pa­ra preparar la casa en que recibiría a la enor­me familia −in­cre­mentada con yer­nos, nueras, pololos y nie­tos− para un fin de sema­na largo. Manejando con poca pre­cau­ción y mu­cho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y ca­yó a un barranco y se mu­rió. Rafael supo de la no­ticias, pero co­mo había sido de­te­ni­do por la policía con oca­sión de una ma­ni­festación en contra del exilio, no pu­do ir al fu­neral. En cuan­­to salió fue a ver al viudo y a sus hijos, quienes le die­ron la di­rección de Margarita y supo que vivía muy cerca de Mi­le­na, su amiga pe­­rio­dis­ta.

Nervioso, incómodo, más por el pasado que por el do­lor de la muerte sor­­presiva, estuvo con ella muy poco ra­to. Es­cuchó un apretado resumen de ese ma­trimonio que, lue­go de dos hijos, terminó en separación irreconciliable. El in­­ge­nie­ro-avia­dor se casó de nuevo y Mar­­ga­rita se sumió en la so­le­dad, man­te­nien­do su casa y sus dos hijos con un mo­des­to suel­do de pro­fesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas don­de había seguido sus es­tu­dios, sin que el hom­­bre se es­for­za­ra por tener una relación estrecha con los hijos y mucho me­nos asumiera sus obligaciones como co­rrespondía. Sin­tió de­seos de abra­zar­la y be­sarla, de decirle que éste era el mo­men­­to de reencon­trar­se, que to­do se daba pa­ra que ellos pu­die­ran volver al ca­mi­no de amor que no de­­bieron haber aban­­do­na­do a los doce años, que esta tra­gedia po­día ser un mensaje y una es­pe­ranza, pero co­mo la ti­mi­dez de amor se lo co­mía por den­tro, le pareció ina­de­cua­do hablar de todo esto cuando re­cién ha­bía muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, in­ven­tando una ex­cusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para ter­mi­nar sen­ta­do en la misma plaza de siem­pre, esa vez sin llo­rar, pero con una cara que no era de san­to si­no de angustiado.

Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.

Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Mar­ga­ri­ta, con este enorme pro­­ble­ma pen­diente, incapaz de tomar de­­ci­sio­nes o resolver nada con mínima ga­­rantía de efi­ciencia. La ca­sa de seguridad estaba constituida en una ra­to­ne­ra; había per­dido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se de­bía esta situación, si es que estaban en condiciones de sa­ber algo. La de­ten­ción del pre­sidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Vol­vió sobre sus pa­sos, dio un rodeo y avan­zó hacia la casa de Margarita por un camino que le per­­mi­tiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fis­cal, para que nin­­gu­no de los dos lo viera, tal vez, para que nin­gu­no supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nue­­vo miedo a sus miedos políticos, avanzó a tra­vés del calor y del tiempo. Controlando ca­da mús­culo, pal­pan­do los muslos du­ros, Ra­fael caminó, nervioso y co­bar­de, hasta llegar a la puer­ta de la casa de Mar­garita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siem­pre aun­que estuviera contenta, su amor de infancia.

Se detuvo, esperó un momento antes de to­car el tim­bre.

Porque su alma se llenó de temores y de acasos, co­mo los de su ayer ado­­les­cen­te y por un instante olvidó a los agen­tes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la de­ten­­ción del presidente del Partido, para dar curso a la tras­pi­ra­ción de las manos y el agi­tado pal­pitar de sus sienes.

¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa por­que me están si­guien­do? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Ven­go porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había aho­ra un cuar­tel, como tantos otros que se ex­tendían por la ciu­dad? ¿Si tenía ma­rido nue­vo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?

Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora co­mo la de un ni­ño asustado, todo metido por su cuer­po, recorriendo pecho y pier­nas, recordándole su úlcera reac­tivada que necesitaba comer algo con ur­gen­cia o sim­ple­men­te un vaso de le­che, como en el cuento de Manuel Ro­­jas que leyó siendo adolescente. Lloró cuan­do lo le­yó la pri­me­ra vez y luego lo re­leyó tantas veces que ter­minó por saberlo de memoria, hasta el último ad­je­ti­vo. Ahora tenía el mismo do­lor que el protagonista de “El vaso de le­che” y de­ci­dió dar el pa­so, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque tam­bién podría ser el acierto más cer­tero, sabiendo que la equi­vo­cación lo conduciría a un ca­mi­no sin alternativa.

Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aven­­tu­ras, pues Mar­garita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tar­de poco más tarde pro­ba­ble­mente, no estaba en casa. La empleada le in­for­mó que re­gre­saba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó to­­do su poder de convencimiento, ella lo dejó en­trar, pe­ro sólo has­ta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abu­ti­lo­nes y coprosmas, cer­­ca de un enor­me matorral de rosas de to­dos los colores. Desconfiada, pero cui­dando de no ofender, le ofre­ció un vaso de jugo que él cam­bió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acom­pa­ña­do de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de cho­co­la­te con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por to­neladas en el patio, mi­rán­do­se a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin per­mi­so de em­pleadas y mamás. Por lo visto a Mar­ga­ri­ta le se­guían gustando y ya no te­nía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las vol­vía a comer cuan­do tenía que es­con­derse. Parecía un juego de ideas y pa­la­bras.

Las galletas y la leche le die­­ron la oportunidad de re­­lajarse en la terraza y, por primera vez en mu­chas horas, sentirse tranquilo, pro­te­gi­do. Para eludir pensar, re­corrió con su men­te cada parte de su cuerpo, bus­can­do la má­xima relajación, partiendo por el cuello y avan­zando por las ex­tre­mi­dades. To­mó una decisión: no pe­di­ría teléfono ni pen­saría en nada con­cre­to so­bre su futuro in­mediato has­ta que pudiera hablar con su amiga. Por­que en­ton­ces sabría a qué atenerse. Con las manos en las piernas, relajándose, se que­dó dormido.

Despertó sobresaltado, pero abrió los ojos len­ta­men­te. Vio a su lado a una her­mosa mu­jer, de rasgos va­ga­mente co­no­cidos. Demoró algunos segundos en darse cuenta donde es­ta­ba y descubrir que una muchacha desconocida lo mi­raba fi­ja­men­te, con una sonrisa si­len­cio­sa, desde otra silla en el patio de la casa de Margarita. Pelo liso de color castaño cla­ro, que le caía livia­na­men­te so­bre los hombros desnudos. Lo miraba con de­tención, como si él fuera un ani­mal de zoo­ló­gico, reco­rrién­do­lo entero con la cara llena de risa con­te­ni­da.

− Hola.

Nada más, no preguntó nada ni suspendió la ob­ser­va­ción. Ella tenía una galleta en la mano y otra en la boca. Ra­fael se enderezó y respondió con un ho­la si­mi­lar, carente de en­­to­na­ción, alisando su pelo con la mano y luego bus­can­do la bar­ba que se había cortado la noche an­­terior, después de die­cio­cho años, pa­ra que nadie lo pudiera re­co­nocer. Se miraron fi­jamente du­rante un ra­to. La muchacha se divertía y sus ojos re­flejaban que entendía que éste era un juego simpático, con un animal desgreñado y sor­pren­di­do que despertaba de un sue­ño plá­ci­do en el patio de su ca­sa. Concluyendo que era una mu­­chacha muy bella, se in­corporó en la si­lla, repitió un hola, pero con mayor in­tensidad, de­jando en claro que estaba dis­pues­to a ini­ciar un diálogo. Pero ella lo siguió mi­rando en si­len­cio, con la son­risa llena de galletas.

− ¿Eres Fernanda?

Ella dijo que sí con la cabeza, sin hablar, con una es­pecie de rugido y la misma inmutable actitud.

Era Fer­nan­da, la hija de Margarita y el aviador in­ge­niero. Bonita mu­jer de die­cisiete años, re­pre­sen­ta­dora como di­cen las viejas, es decir, atrac­tiva y más desarrollada de lo que se es­pe­ra­ba de una niña de su edad, tan atra­yen­te que sin du­da él la habría mirado al pasar a su lado en la calle, pe­ro pre­firió no haberla visto en la calle, sino allí para tener cer­te­za que sólo de­bía mirarla como una niña, como la hija de su ami­ga, como una especie de so­brinita postiza, una hija por apro­­xi­mación y no como la mujer de pechos fuertes, aspecto sa­luda­ble, hom­bros suaves y muy cautivadora, que resultaba ser.

− Tú debes ser Rafael.

No era una pregunta, sino una afirmación. Otra sor­pre­sa más en un día lleno de sorpresas. Ella lo había re­co­­no­ci­do. La pequeña Fer­nan­da, que nun­ca lo había visto sin barba, por­que él se la dejó crecer an­tes que ella naciera, lo había re­co­nocido. Tal vez ella había visto fo­tos suyas de muchacho. Por eso su sorpresa, ya que cuando se miró al es­pe­jo después de cor­tarse la barba, Rafael se encontró viejo y muy dis­tinto, pe­ro Fernanda que no lo había vis­to ja­más, lo había reco­no­ci­do.

Si, él era Rafael, así de simple, un Rafael que en die­ci­siete años só­lo ha­bía pasado fugaz frente a la niña, ya mujer.

Recordó con ternura el primer contacto. Te­nía só­lo un año y Ga­briela, la her­mana segunda de Margarita, había sa­cado a pasear a su so­­brina, como lo ha­cen muchas tías sol­te­ras, demostrando públicamente su instinto ma­ter­nal, con la inconsciente finalidad de enternecer hom­bres proclives al ma­tri­monio. Se en­contraron accidentalmente en el par­que que es­ta­ba detrás de la Casa de la Cul­tu­ra de Ñuñoa y Rafael supo desde lue­go, sin haber ne­ce­si­tado ser inteligente, que esa niña era la hija de Mar­garita, el fru­to del amor de su amada con otro hom­bre, la que no debió haber na­ci­do como pre­mio a su personal fe­li­ci­dad, la que ha­bría sido otra si hu­bie­ra sido suya, la que en­ton­ces no existiría pues él no es­ta­ba en con­di­­cio­nes de casarse, ya que recién ingresaba a la uni­ver­sidad. Pese a no ser suya, de­bió reconocer que la niña era her­mosa y estuvo con ella va­rias horas, ju­gando en el pasto, sin­­tiendo que la ternura lo em­­bar­gaba por completo, dan­do vueltas por el suelo y con ella so­­bre su pe­cho, rien­do como ríen los niños, sin poner jamás los ojos tristes. Gabriela, que sabía del amor de Rafael por su her­­mana mayor, miraba con evi­den­te contento este es­pec­tá­cu­lo. Ella lo quería mucho y siempre lo amó y esa escena de ter­nura se le grabó en la mente y la re­cordaba cuan­do ima­gi­na­ba que ellos podían casarse, aunque él no la quisiera tanto co­­mo ella, una es­pecie de cadena trágicamente traslapada, con un sen­ti­mien­to soli­da­rio, fiel, fraternal, en el que no ca­bían otras fan­ta­sías que las de una es­po­sa compañera y paciente, lle­­na de hi­jos como su pro­pia ma­dre, que ten­dría contento a es­te marido con mirada de santo y ge­ne­roso en ternura con los ni­ños, sintiéndose ca­paz de hacerle superar este amor impo­si­ble ha­cia su hermana.

Después de esa tarde en el parque, Rafael no vol­vió a estar con Fer­nan­da, sal­vo en un saludo superficial o en un en­cuentro casual o tal vez sin sa­ber que era ella. Pero du­rante diez años, sistemá­tica­men­te, le enviaba una flor para el día de su cumpleaños y una barra de cho­co­lates con al­mendras para la Na­vidad, con una tarjeta que decía “Con to­do mi cariño, Ra­fael”. Nunca na­die le agradeció los envíos y nadie re­cla­mó cuan­do dejaron de lle­gar. Nunca Mar­­garita lo llamó para pre­gun­­tarle por qué le enviaba regalos a la niña y no a ella en su cum­­pleaños, día que él no podía ol­vi­dar, salvo que hubiera ol­vi­dado el su­yo pro­pio que era un día antes, llamada que habría si­do estu­pen­da para que él pu­diera re­clamar por qué ella nun­ca lo llamaba para su cum­­pleaños y una vez más involucrarla en un lamento de amor que pa­re­ce­ría argumento de ra­dio­­tea­tro, años antes que empezaran las telenovelas.

− Eres igualito a las fotos.

Con eso Fernanda contestó la primera pregunta no for­­mu­la­da. Algún día se da­ría cuen­ta que Fernanda tenía ca­pa­cidad desusada pa­ra responder las pre­­guntas que no se for­mu­­la­ban en voz alta, con una in­tuición que la vol­vería pe­­li­gro­sa con el correr de los años. Rafael no dijo nada, aun­­que tal vez de­­­bió de­cir muchas gra­cias, porque eso sig­nificaba que se­guía tan joven como a los quin­ce años. Pe­ro ella, adivinando otra vez, lo bajó bruscamente del pedestal de vani­dad en que co­men­­za­ba a subirse:

− Me refiero a la mirada. ¿Debo decirte “tío Rafael”?

− No, Fernanda, dime Rafael no más.

Ella fue a traer más galletas y leche. Rafael pudo apre­ciar toda la be­lle­za y el des­plan­te de ese cuerpo joven y bien formado.

¿Cómo era posible que él se sintiera tan joven y es­ta mu­jer fuera la hi­ja de su amada de la infancia?

Sintió de nuevo las palpitaciones en el pe­cho y las sie­nes cuando se dio cuenta que ya eran las seis y cuarto y que pron­to se en­con­tra­ría cara a cara con Margarita. Otra vez las du­das, las preguntas acerca de cómo debía en­fren­­tar la si­tua­ción, cómo contarle lo que había que contar sin rom­per con la se­gu­ri­dad. Es de­cir, ¿cómo conseguir seguridad sin romper con las normas de se­gu­ri­dad que él mismo había con­­tribuido a ela­borar? Se acordó del pre­si­dente del Partido y pensó en qui­zás cuántos de­te­ni­dos más habría por to­das par­tes. Tal vez fue­ra el único dirigente del Partido que to­da­vía no es­ta­ba en ma­nos de los agentes, producto de una ver­dadera casualidad. El úni­co en libertad, pen­só, si es que esta situación puede ser ca­li­ficada de libertad.

Quiso ir al baño. Cuando Fer­nan­da regresó lo guio a tra­vés de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz na­tural. Vi­no a su me­moria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suer­te de no co­nocer por su experiencia personal. De cara an­te el espejo pasó sus de­dos por los surcos del rostro, por la piel más cla­ra y áspera porque los pe­li­tos em­pe­za­ban a crecer de nuevo. Orinó lar­ga­men­te, con pla­cer, experi­men­tan­do un alivio pro­fundo en todo su cuer­­po, co­mo si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó len­tamente, mo­jando la ca­ra para re­frescarse del calor hú­medo y atosigante, des­pe­jan­do el so­por propio de una sies­­ta no programada y poco a po­co fue recuperando la ener­gía y todo su or­ga­nis­mo se inundó de esa necesaria li­vian­dad que conseguía antes de las jor­na­das di­fíciles. No te­nía ro­pa ni cepillo de dientes, ni siquiera má­qui­na de afei­tar. Si resolvía el problema del alo­ja­miento ten­dría que bus­car la solución a estas di­ficultades que para al­gu­nos podrían pa­re­­cer menores, pero no para él que era tan exi­gen­te, tan dependiente de su lim­pie­za per­sonal.

Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semi­pe­num­bra. La puer­ta de la terraza estaba ce­rrada y Fer­nanda había entrado los va­sos, para luego echar­se so­bre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el sua­ve canto de una voz conocida pe­ro que era in­capaz de iden­tificar. La pie­­za era espaciosa, con sillones grandes y co­jines mu­­llidos, de mu­­cho gusto to­do, las telas suaves, las lám­paras de sobremesa tra­dicionales, muchos ceni­ce­ros y ador­­nos de porcelana por to­dos los rincones. La mesa de centro era un gran cris­tal sobre una ro­ca de color rojizo y allí esperaban los vasos de le­che y las ga­­lle­tas. En los mu­ros había va­rios cuadros y re­pro­duccio­nes de obras co­no­ci­das. Miró todo con mu­cho detalle, sin sen­tar­se, sa­biéndose bajo la observación de Fernanda, evitando ha­blar, pues no quería recurrir a in­tras­­cen­dencias o ha­bi­­tua­li­dades de ésas que llenan vacíos y mi­nutos, que­ría eludir las pre­­guntas y las respuestas, quería esperar para hablar só­lo una vez desde adentro de sí mis­mo, sin pensar en nada por aho­ra, pos­ter­gando, siem­pre pos­ter­gando, hasta que llegara el mo­mento de com­pro­meterse en alma y cuerpo, como lo hacía en to­dos los órdenes de la vida, postergando el mi­nuto para con­tar lo que Fer­nan­da está es­pe­rando que cuente, para ha­blar de esas cosas que verdaderamente im­portan cuando un pró­­fu­go de la poli­cía política de la dictadura llega de sor­pre­sa a la casa de un antiguo amor.

A sus espaldas se abrió la puerta.

Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el es­pectáculo de Margarita de pie, con la cartera col­gando del hombro, las lla­ves en una mano y los anteojos en la otra.

Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suel­to, su pelo ne­­gro, largo y libre como apa­­re­cía en sus recuerdos, sus ojos tan ver­des y lu­minosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio des­pués de la muerte de su madre, tan sorprendida de ver­lo como es­ta­ba él de ha­ber ido a parar allí en medio de su fu­ga en pleno es­ta­do de sitio, la mis­­ma Margarita de siem­pre en un día que pa­sa­ría a la historia de la patria por el ca­lor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las de­ten­ciones, pero so­bre todo por­que Rafael y Mar­ga­ri­ta estaban frente a frente. Fernanda, ex­­pec­tan­te, an­sio­sa de pre­sen­ciar un encuentro largamente ima­ginado, que ella sabía des­de ha­cía mu­cho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adi­vi­narlo todo, aunque só­lo adivinaba cosas bue­nas, ex­pec­tante porque su ma­dre se en­contraba con este des­conocido que enviaba flo­res en sus cum­pleaños de ni­ña y al que ella inventó una historia llena de aven­turas, de via­jes a la India y otros países del oriente, des­conocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la ca­sa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la her­ma­na se­gunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tra­di­ciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que in­tuía habría de ser muy importante, había adquirido cuer­­po fí­si­co, allí Rafael mirando a una Margarita que da un pa­so len­ta­mente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su ca­­be­za mo­re­na, da otro paso y su voz suena llena de sor­presa y de ca­riño.

− Rafael.

La palabra pronunciada lentamente, suavemente, co­­mo pre­gun­tando al pa­sa­do si és­te era el mismo que ella tanto que­ría, ca­mi­nando entre adornos y porcelanas, di­ciendo nue­va­­mente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pu­diera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los te­mores y las esperanzas y ella es­qui­vando sillones y lám­pa­­ras, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pa­sa­do y lo abrazó con más fuer­za, con más cariño y con más ale­gría que lo que el propio Rafael es­pe­raba en esta tarde o había so­­­­ña­do en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera ado­les­cente.

− Rafael querido.

La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Mar­garita apre­tan­do su es­pal­da, la ca­beza en su pecho, pierna con­tra pierna, el pelo hermoso a la al­­tu­ra de sus labios, po­nien­do Ra­fael más fuerza en el abrazo que lo que la ti­mi­­dez le per­mitía, recorriendo con sus manos de pró­fugo la espalda de su ama­da, aspirando olores no imaginados, fre­nan­do las lá­gri­mas que pre­sio­na­ban tras los ojos y sin­tiendo ganas de per­ma­ne­cer así por siempre, escuchando ese “Ra­fael que­ri­do” pro­nun­­ciado por Margarita como si ca­da sílaba tuviera vi­da pro­pia, aspirando el aroma de la más cer­tera felicidad, sintiendo el abra­zo de es­ta mu­jer amada, tan amada y quizás tan des­co­no­ci­da, que lo recibía con tan­to ca­ri­ño después de años de vidas se­pa­radas, distantes y dis­tin­tas. Ha­cien­do a un la­do con su nariz par­te de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la ore­ja mis­ma y ha­blarle.

− ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!

Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa ha­ber lle­gado has­ta la casa de Marga­rita, ver­la, redescubrirla, comprobar que es­­tu­viera contenta de ver­lo, pe­ro eso ella no lo en­ten­de­ría. Lo dijo bajito y sua­ve, no pa­ra que no lo oyera Fernanda que se­guía ahí ob­ser­vando y oi­ría de to­dos modos, sino para estar a tono con el abra­zo, sua­ve y fuer­te y anu­dar el lazo en el minuto preciso, mu­cho más aho­ra que estaba solo, com­ple­ta­mente solo, irre­­me­diable­men­te so­lo, mientras en las calles lo bus­ca­ban las patrullas de agen­­tes del General, montados en los autos más mo­­der­nos y con in­ter­­comu­ni­ca­­do­­res; pero no iba a per­mi­tirse llorar en este mo­men­to, ni siquiera por la ale­gría, así es que aflojó un poco el abra­­zo, separando len­ta­mente, con mu­cho ca­ri­ño, a Margarita que estaba más emo­cio­nada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lá­gri­mas inevitables.

− Hola, mamá.

Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abra­zos, una tos, sa­ludó a su hi­ja, pren­dió luces, hizo sentar a Ra­fael y pro­cla­mando, entre sor­bos y sus­pi­ros, que sigue sien­do una llo­rona in­co­rregible, Rafael ya sabes, se fue del li­ving pro­­metiendo regresar “al tiro”.

Fernanda se levantó muy lentamente y, como si se tra­tara de una esce­na en cá­ma­ra lenta, caminó hasta sentarse al lado de Rafael, muy cerca, mi­rán­dolo con sim­patía y cu­­riosidad, queriendo es­cu­dri­ñar, en los rasgos du­ros y la mi­ra­da profunda de este hombre lle­no de mis­te­rios para ella, una bue­na respuesta para el llanto de mamá, para este llanto en par­ti­cu­lar, por­que si bien ella era una llo­rona habitual, esta vez le ha­bía resultado una revelación la ex­­presión de afecto de­mos­tra­do a este personaje que lle­ga­ba desde el pasado en un día cual­quiera.

− Pareces simpático, Rafael, pero espero descubrir cuál es tu gra­cia. No me con­testes nada, so­li­ta voy a descubrirlo, si me das la oportunidad para verte de nuevo.

El sonido del timbre sobresaltó a Rafael, que per­ma­ne­ció inmóvil y se tensó. Sus ojos revelaron preocu­pa­ción, pues recién había recordado su si­tua­ción real y que ésta no era una visita de cortesía.

− No te asustes, debe ser mi hermano. ¿Tú sabías que tengo un her­mano?

Si, lo sabía, sabía incluso que se llamaba Nicolás, pe­­ro lo tenía muy ocul­to en la me­mo­ria y se reconoció que no le in­teresaba verlo, temiendo que se pa­re­ciera al padre, aquel que fue el conquis­ta­dor de Margarita antes de que él es­tuviera en condiciones de competir y que como un imbécil la había reem­­pla­zado por otra, aquel que fue avia­dor y del que se dice que fue colaborador de los servicios.

Para Rafael fue una sorpresa ver a un Nicolás dis­tin­­to al pa­dre, sua­ve y menudo, pelo negro y ojos verdes al es­ti­lo de la ma­dre, con un aire que re­cordaba al abuelo ma­ter­no, vestido de uniforme colegial, se­rio y desa­pren­si­vo, que lue­go de soltar un hola ge­ne­ral, se abalanzó hacia la cocina. Se re­con­ci­lió con él, aunque el muchacho ni siquiera pre­­gun­tó quién era o qué estaba ha­cien­do allí; sin­tió ver­güen­­za de sus prejuicios y lo miró con mucha simpatía cuan­do pasó nue­va­­men­te por su lado, ahora llevando un enorme pan entre la bo­­ca y la mano.

Luego que Fernanda fue al segundo piso, rea­pa­re­ció Margarita, más tran­quila, re­pues­ta de la sorpresa y se ins­ta­ló a su lado en el sillón. Le tomó ma­no.

− Me alegro mucho de verte. No sabes cuánto. ¿Algo anda mal, Rafael?

El sonrió con el rostro, pero mantuvo la seriedad con la mirada. Si, al­go andaba mal, so­bre todo en él, que siem­pre fue tan listo de palabra, tan ágil en los foros y en las asam­bleas y que frente a esta mujer parecía un mudo.

-Ya me lo vas a contar todo, amigo, no te apures. Yo tengo todo el tiempo del mundo ¿Y tú?

− Todo el tiempo, demasiado o nada, no lo sé...

− Huy, amigo, caramba, que las cosas están muy mal. ¿Sabes? To­davía tienes cara de santo. ¿Eres ya un santo con­sumado?

− No soy un santo, no Margarita, no lo creo.

− Ojalá.

Y se quedaron en silencio. Ella se apretó contra él, su­surró algo sobre el gusto de te­ner­lo, apoyó la cabeza en el pe­cho, sintió la agitación de Rafael, la del miedo y del amor, bus­­can­do la barba con la mano. Rafael se fue in­mo­vi­li­zan­do pau­latinamente. No quería romper el he­chizo, años y años de su vida es­pe­rando un momento como éste, esperando es­te abra­zo, es­te pelo, es­ta mano en su mano, distinto de tan­tos abra­zos con tantas mujeres que ha­bían com­par­ti­do su in­­ti­mi­dad y su pecho con mucho amor, pero todo esto era nuevo por tan lar­­ga­men­te soñado, por la convicción de que jamás su­ce­de­ría, de que era com­ple­tamente imposible, man­tuvo la res­pi­ra­ción cons­tan­te para que ninguna al­te­ra­ción jus­tificara que ella se moviera de su lado un solo milímetro, para que na­da in­te­rrumpiera esta sorpresiva mani­fes­ta­ción de ca­riño, te­mien­do que si ella se iba regresaría para su vi­da la sórdida rea­lidad de las últimas ho­ras, que­daría solo, se ter­minarían las es­pe­ran­zas y quizás la vida misma. Sin mo­ver­se, tal vez com­par­tien­do el deseo de no interrumpir el momento, Margarita ha­­bló.

− ¿Viste a mis hijos?

Si, le habían gustado, pero sólo dijo “si” y nada más y muy bajito, pa­ra que no tu­vie­ran que moverse, sin­tiendo to­do muy cálido y suave, pos­ter­gan­do eter­namente el mo­men­to de las explicaciones, porque a Margarita sólo le ha­­­bía in­te­re­sa­do que él estuviera allí y no pre­­guntaba nada, ni por qué ni has­ta cuándo, era todo un eterno minuto, un instante, un en­cuen­­tro de cualquier día y a cualquier hora, sin nada más que el presente, intenso y gra­to, que Ra­fael sa­bía que no era de cual­quier día y cualquier hora, que to­da es­ta magia era po­si­ble sólo porque las cosas le habían re­sultado mal, pe­ro con su ten­sión y sus conflictos él que­ría gozar, simplemente gozar, sin pre­gun­tarse por qué esta vez ella era tan expresiva con él, por qué no antes o tantos otros porqué, por qué tantas cosas sí y tantas no, pero no te muevas, Mar­garita, no digas nada, no res­­pires, no suspires, no pre­guntes, que te he ama­do siempre, que no he dejado de amarte aunque haya amado a otras de por me­dio; que, a pesar de tus amo­res y los míos, te he tenido en el co­razón, aquí, en el pecho, donde ahora estás, Mar­garita, sa­bien­do que algún día te lo di­ría con todo mi ser, sin saber has­ta dón­de y cuánto te estaba que­riendo, Margarita mía, no te mue­vas, Margarita, Mar­garita, amor mío, por fin, sé que te he es­­perado, que la espera valió la pena aun­que ni siquiera en es­te mi­nuto de maravillas me atre­va a expresar en pa­la­bras lo que estoy sin­tien­do por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la ca­ra, amor mío, no hagas nada, Mar­ga­ri­ta, que de repente me pongo a ha­blar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tar­de y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Mar­­garita mía, querida Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho, poquito y nada, Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho-poquito-nada, no sus­pi­res Margarita.

− ¿Por qué te cortaste la barba?

Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pul­mo­nes soltando briz­nas de amor por todas partes, in­ter­cam­biando el aire propio con este mundo de la casa de Mar­ga­rita.

− Por razones de seguridad.

Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró son­rien­­do, como si no enten­die­ra nada, arrugó los ojitos verdes y re­pitió la misma frase, pero dando to­no de pregunta, sin sol­­tarle la ma­no, percibiendo que en esos ojos serios ha­bía miedo.

− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Va­mos a con­­versar lar­go, porque hay mu­chas cosas que no en­tien­do con faci­lidad. ¿Te sirvo algo, un ca­fé, un trago? ¿Quie­res fu­mar?

Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella has­ta que el mun­do estallara en pedazos, que todo lo de­más se fue­ra a la misma mierda, el Par­­tido, el General, los agentes, pe­ro ella encendió un ci­ga­rrillo y se paró para acer­car un ce­ni­ce­ro.

En ese mismo momento se interrumpió la tras­mi­sión musical y un so­lemne lo­cutor anunció que pasaban a in­­te­grar red nacional de radios y de te­le­­vi­sión.

Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.

Baila hermosa soledad

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