Читать книгу Baila hermosa soledad - Theodoro Elssaca, Jaime Hales - Страница 7

Оглавление

DOS

− Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.

Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el cli­­­­ma. Un po­co de viento a ra­tos, nu­bes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de lumi­no­sidad plena, calor, mu­­­cho calor y una hu­me­dad terrible. Un día abo­chor­na­do, de esos en los que resulta im­po­si­ble caminar tranquilo por las ca­lles del centro, con todos los transeúntes más ner­viosos que de cos­tumbre y un am­bien­te que mezcla las frus­tra­cio­nes, el de­sá­nimo, el desconcierto y la hu­medad.

Antes no era así el clima en esta época. En mu­chos as­pec­tos las co­sas habían cambiado, pero sobre todo por la hu­medad, no­ve­do­sa y aplastante, que agita el pecho más de la cuenta y moja todo el cuer­po. Antes había un cli­ma más se­co y con viento. El clima empezó a cam­­biar con la sequía de los años se­senta y siete y sesenta y ocho, hasta llegar a este absurdo gi­gan­tesco en el cual no se sabe si es pri­mavera o es otoño o simplemente un in­vier­no de Sao Paulo. Más de al­guien, pien­sa Javier recordando a los otros abogados de la ofi­ci­na, re­pite con majadería que todas las co­sas ma­las se iniciaron en esos mis­mos años del gobierno de los demócrata-cris­tia­nos y bajo el hálito de la re­vo­lu­ción cu­ba­na, la sequía y la reforma agraria.

Cuando hace tanto calor, con tanta humedad, lo que corres­pon­de es sa­carse la cor­bata, abrir los botones de la ca­misa, salir por el ascensor de ser­vi­cio y alejarse del cen­tro a to­­da velocidad, hasta llegar a To­balaba, tomarse una cer­veza he­lada, fumar un cigarrillo a la es­pera de que el sol se ponga en la ciu­dad, porque allí, en esa esquina de To­ba­­la­ba y Pro­vi­den­­cia se podrá sen­tir el viento, tibio pero viento, mirar las ho­jas y las personas y soñar que el mundo es al revés y esto no es pri­mavera ni otoño o es primavera de antaño u otoño del fu­tu­­ro, épocas todas en las que Ismael no estará detenido.

− ¿Me oíste, Javier? Detuvieron a Ismael.

Cuando hace este calor, con humedad por aña­didura, los pan­talones de me­dia estación se convierten en pa­ñetes absorbentes en­tre la piel y el cue­ro sintético del si­­llón. Si acaso son las dos y cuarto de la tarde sin al­­mor­zar, todo pa­rece peor, las cosas se hacen in­creí­bles, la gente pa­re­ce ver­­da­­de­ra porquería caminando por las calles, todos lle­nos de deu­­das por radios y te­­le­visores a color, sin que nada le im­por­te a nadie, sin que se sacuda el ho­ri­zon­te, sin que haya viento su­fi­­cien­te para llevarse las nubes y las ma­las no­ti­cias, todos ca­mi­­nando allá aba­jo, como hormigas en un día depresivo, sin au­tos por Ahumada, ti­pos de ma­le­tines negros y bigotes re­cor­ta­dos, otros con za­pa­ti­llas y ca­sa­cas li­vianas, todos sintiéndose im­­portantes, mientras que, gra­cias a que no hay autos ni mi­cros por Ahumada, el aire es más res­­pi­ra­ble que en otros sec­to­res del centro y el ruido es dis­tinto, porque in­cluso es po­si­ble a al­gu­nas horas escuchar al ciego que canta acom­pañado de su violín de lata. Ahora sólo hay un rumor húmedo y can­sa­do.

− ¿A qué hora fue?

Como si importara algo la hora, como si eso pu­die­ra hacer variar las cosas. Era só­lo una manera que tenía Ja­vier de hacer saber a Ramón que ha­bía es­cu­chado per­fec­ta­­men­te. Po­dría haber preguntado cualquier otra cosa, co­mo por ejem­plo por qué, quién lo hizo, si mos­tra­ron una orden, dón­de lo lle­va­ron, pero también sus palabras ha­brían so­na­do ab­sur­das. Co­mo si acaso a todas estas hormigas que veía desde su si­llón, bajo las nubes e in­mer­sas en el calor, les importara algo, ca­da uno con sus propios pesares o sin pensar en nada, mien­­tras una escritura de compraventa espera revi­sio­nes en la me­sa de Javier. ¿Qué se pue­de decir cuando no hay nada que ha­cer ni que decir? ¿Qué se puede decir cuando una lla­ma­da anun­cia que Is­mael fue detenido?

− A las tres de la mañana.

− ¿Puedes venir a la oficina? Ahora, te espero.

Javier quedó solo, echado en su sillón con­for­ta­ble de cuero sinté­ti­co, res­pal­do al­to, reclinable, con ruedas, un ver­dadero placer para él, pese a que era un sillón muy in­fe­rior al que habían elegido los otros abogados de la ofi­­ci­na, quie­nes preocupados por la estética y sus dolores en la co­lum­na es­co­gie­ron sus asientos sin fijarse en el costo, que era lo úni­co que a él le in­te­re­sa­ba. Cuando lo giraba levemente hacia la izquierda po­día mirar por la ven­ta­na, ver la calle y las hor­mi­gas como hombres u hombres como cual­quier co­sa ca­mi­nan­­do en la hu­medad que a él lo tenía aplastado, con un ago­ta­mien­to brutal so­bre su cuerpo y su espíritu, con un calor pe­sa­do, el hambre de las dos y cuar­to y la noticia, la noticia temida.

Todos sabían que Ismael iba a ser detenido, antes o des­pués, pero lo iban a de­te­ner, algún día tendría que suceder, ine­vitablemente, pero, ¿por qué mierda en un día como és­te, de tanto calor y tan malos presagios?

El lo sabía, lo sabía también Ramón y sin embargo su voz había so­na­do sor­pren­di­da.

¿Sorprendida?

No, la voz de Moncho había sonado alar­ma­da, de­ma­­sia­do alarmada pa­ra ser la voz de Ramón, que era tranquilo y mesurado hasta cuando le pa­sa­ban las peores tragedias.

Aun tiene tiempo Javier para terminar el trabajo pen­­dien­te o ba­jar a comer al­gu­na cosa rápida, pues Ramón de­mo­rará unos vein­te minutos en lle­gar. Pe­ro sabe que no ha­rá na­­da, que dedicará to­dos sus minutos a pensar en Is­mael, en tra­tar de entender por qué él ha­­ce lo que hace, cómo fue po­si­ble que llegara a lo que llegó, a meterse con esos grupos y to­mar opciones tan ex­tre­mas, a repetir con seriedad inau­dita su jus­tificación para la vía ar­ma­da, en sus largas y cada vez más dis­­tan­ciadas sesiones de chiflota.

Caminó por la oficina, con las dudas dando vueltas por su ca­­beza, es­tirando el pantalón ya húmedo por la trans­pi­ra­ción, mirando el vacío, sin co­mer, sin co­rregir la es­critura, sa­biendo que todo se com­pli­caría en unas pocas ho­ras, que ten­dría que sus­pender las reuniones de la tarde, avisarle a sus so­cios, llamar a la Bernardita, pedir ayu­da.

Pe­dir ayuda.

Javier re­conoce que él es un abogado de los que nada sa­ben de re­cur­sos de am­­pa­ro, de las emergencias en casos de detención o de vio­­laciones a los derechos hu­manos. Bue­no, nada es mu­cho de­cir, pero se desenvuelve torpemente en esa área, porque su tra­bajo siempre ha si­do otro y por algo hay especialistas en ca­da tema. Sus amigos re­cu­­rren a él para cualquier co­sa, para to­dos sus problemas, de cualquier na­tu­ra­leza jurídica, siempre ha sido así y no tendría por qué ser dis­tinto ahora o en el fu­tu­ro.

Javier deja que los minutos transcurran y es arras­­tra­do por el so­por y una especie de cansancio del es­pí­ri­tu, no se da cuenta que ya debería ha­ber hecho algo, ya de­be­ría haber llamado a cual­quie­ra de sus amigos, ya de­be­ría estar ha­­cien­­do indagaciones o llamar a la Ber­nardita, porque ella es­tá en con­tacto con los curas y sabe cuá­les son los pa­sos a se­guir, conoce lo de la Vi­ca­ría y todo eso con mucha pre­ci­sión o cuáles son las puer­tas que él, con tantos ami­gos en el gobierno sin ser gobiernista, tiene que golpear, pe­ro en lugar de eso si­gue pen­san­do en que esta angustia de calor, tristeza y hu­me­dad sólo se le va a pa­sar cuando se tome una cerveza helada en Pro­videncia con Tobalaba, tal vez en el mis­mo Kika de hace tan­tos años donde, por la mierda, mier­da, iba con Is­mael que aho­ra está sa­be Dios dónde, para así, con la cer­ve­za helada y el vien­tecito que se levanta, pueda con­ven­­cerse que el mun­do es­tá tranquilo, que Is­mael no ha sido detenido y posiblemente es­ta no­che jueguen a los naipes, pero la verdad es que han pa­sado doce horas desde que Is­mael fue de­te­ni­do.

Algo tiene que hacer, no sabe qué y prefiere es­pe­rar has­ta la lle­ga­da de Ramón, pa­ra pensar juntos buscando so­luciones, como lo han hecho tan­tas ve­ces en la vida, en­con­tran­­do salida para todo por­que en la vida todo tie­ne so­lución. To­do, había dicho Ismael esa no­che de tantas cervezas, pero las so­­­lu­ciones no caen del cielo ni llegan sólo porque uno pien­sa en ellas, vie­jito, si­no que se construyen y aquí y con la vo­lun­tad, la inteligencia y especialmente aho­ra, con la fuerza, con los fierros, con los fierros, viejo, por­que hace mucho rato que se ce­rraron los otros caminos. Todo tiene so­lución y hasta la muer­te, agre­­ga­ría Rodrigo, para hablar de los avances cien­tí­fi­cos, de la ingeniería ge­né­ti­ca y de todas esas cosas que eran un desafío enorme a su men­te científica. Es­pe­raba la llegada de Ramón, sos­pechando que les pasaría lo de tantas veces: Ja­vier se pondría a recordar, a recordar un pa­­sado en que fue in­tensamente feliz, el pasado del Colegio, de las aven­tu­ras, de las ca­rre­ras por los pasillos del se­gun­do piso compitiendo con el her­mano Estanislao −hermano Volvo le de­cían− que, in­mer­so en el mundo de su arterioesclerosis, leía el breviario ca­mi­nan­do a to­da ve­locidad, ace­lerando en las rectas y ronceándose en las esquinas. Re­cor­dar con los amigos le revive el co­ra­zón y la risa se le aloja en los ojos, pues reaparecen to­das esas historias que a ter­ceros sólo se pueden contar cuan­do han pa­sado muchos, muchos años.

Se pone en cuclillas frente al es­tan­te para abrir la co­rre­de­ra, tras la cual hay un mar de papeles que Ja­vier mi­ra, se­guro que allí se aloja un enor­me pedazo de historia en­ce­rra­do en una caja de car­tón. Por allí, por acá, saca y saca, en­su­ciando las manos con trozos del pa­sa­do y olor a polvo, re­co­no­ciendo que no sabe lo que busca, qué es pre­ci­sa­­mente lo que, en esta tarde en que Is­mael está detenido, espera en­con­trar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su ami­go, la li­beración defi­nitiva de todas esas re­des en las que es­tá cautivo. Cuan­do en­cuen­tra la caja gris de cartón (“re­cuer­dos per­so­na­les”, dice la or­denada letra de Marisa) se in­tro­duce vo­raz en las nostalgias y por pri­­me­ra vez en mucho tiempo des­cuida su impecable pan­­talón maren­go que se marca con pol­vo.

Van saliendo los papeles, uno tras otro, ama­ri­llo­sos, des­coloridos, llenos de historia personal, diplomas de me­jor compañero, car­tas que cir­cu­la­ban en clase de inglés bur­lán­dose de la voz aguda del pro­fe­sor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de pri­me­ro, la foto de la des­pe­dida de los sextos en la que es­tán tam­bién la Ber­nardita y la Ca­talina.

Catalina. Catalinda.

Pasan los papeles por su mano y las imá­ge­nes por la me­mo­ria, has­ta que de pronto aparece la foto que tomó el Pa­dre Jaime luego de la reu­nión de la Academia Literaria: los cua­tro, Ra­món, Javier, Is­mael y el Negro Con­cha. Ja­vier el más al­to, delgado, más del­ga­do que aho­ra, patillas largas, la cor­ba­ta suel­ta, estatura de adul­to ya conseguida, la mirada sonriente y ca­riñosa, co­queto tal vez. Ja­vier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mo­zo. Se sabe atractivo y se cui­da, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos exce­­sos permitidos, pei­nándose con calma cada ma­ñana después de afei­tar­se. Tal co­mo a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el pa­pel im­pre­so, como si esa fuera la llave maestra para in­gre­sar a un pa­sa­do que ca­da vez parece más hermoso, sobre todo aho­ra, en este día hú­medo y ca­lu­ro­so, so­bre todo cuando en­ci­ma de la mesa hay una es­cri­tu­ra que espera co­rrec­ciones, so­­bre todo cuando se sabe exi­to­so abo­ga­do lleno de honores, re­dac­tando es­cri­tu­ras de compraventa y for­mu­la­rios de con­tra­tos para una empresa cons­truc­to­ra de amigos con­quis­ta­dos en los últimos años. Por un mo­men­to Javier no ve más que su pro­pio re­tra­to en la fotografía, per­ma­ne­ce en silencio con la son­ri­sa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus oje­ras heredadas del abuelo ma­ter­no. Era el más alto del curso, exce­len­te atleta, buen de­por­tis­­ta, estudioso, or­de­na­­do, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor com­pa­ñe­­ro”. Pe­ro jamás líder. Tran­qui­lo y si­len­cio­so muchas ve­ces, no era el centro de las fiestas, aun­que más de alguna vez to­dos lo mi­raron en si­lencio mien­tras tocaba la guitarra pa­ra cantar suavecito las canciones de Ada­mo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y des­cu­bre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hor­migas in­di­fe­rentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del oto­ño.

En­fras­cado en este mundo de felicidad, no sintió en­t­rar a Marisa.

− Javier, lo busca su amigo Ramón.

Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mez­cla inal­can­za­ble para los ti­pos comunes y corrientes, in­quie­to en los ojos, desordenado en la ropa, trans­pirando co­pio­sa­­men­te, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sor­pre­sa el espectáculo de su amigo abo­gado sentado en el suelo de la ofi­ci­na, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, co­­mo los dos se die­ron cuen­ta, metido en el pasado irres­pon­sa­ble de la adolescencia cuando en es­te presente están pasando tan­tas cosas.

− Hola, Monchito.

Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Ja­vier pudiera le­van­tar­se, de­jan­do en el suelo todo un de­sor­den esparcido, como si así debiera es­tar el pasado cuando el pre­­sente es tan dramático.

− Detuvieron a Ismael, di­jo Ramón, como si fuera lo único que sa­­bía decir, de­ján­dose caer en un si­llón.

Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la hu­­me­dad, po­nien­do la ca­ra seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su ami­go, ami­go del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su his­­to­ria y repitió men­­tal­mente la frase de Ramón, pensando que ahora no po­día pre­guntar por la hora de la de­ten­ción porque ya la sabía y no se atrevía a de­cir nada, porque en realidad quería escuchar de la de­tención de Ismael, pa­ra lue­go pensar, pensar juntos para en­contrar las soluciones. Y pen­san­do en la mis­ma frase de sa­lu­do, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.

− Putas madre, Moncho...

− Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.

Se quedaron mirando y al mismo tiempo se dieron cuen­ta que no se habían di­cho na­da nuevo. La risa se les ins­ta­ló en la cara, man­tu­vie­ron la mi­rada su­jetándola y con sim­pa­tía, con nerviosismo, con la tensión acu­mulada, con el cariño in­menso para el amigo detenido, la dejaron fluir, sa­lir por to­das par­tes y soltaron simul­tá­nea­mente carcajadas, bo­tan­do ese do­­lor ins­talado en el pecho, el miedo por la suerte del amigo tan querido que quizás dónde mier­da estaba y en qué con­di­cio­nes.

La risa fue interrumpida por Marisa que les traía ca­fé y se re­tiró dis­puesta a cum­plir la orden de no pasar in­te­rrup­ciones de nin­gu­na especie. Ella sabía lo que era es­ta amis­tad de los cuatro hom­bres, tan diferentes unos de otros, pero que se tenían un cariño enor­me. No sólo los había visto cuan­do se juntaban en la oficina, sino tam­bién aquella vez que Ja­vier cometió la es­tu­pi­dez de llevarla a una reu­nión “con se­ño­ras”, como si ella fuera la novia y no sólo su secretaria, con la que a veces se comparte un poco de vida personal, pero sin nin­­gu­­na proyección. Esa noche, a los diez minutos de haber lle­gado, ya es­ta­ban los cuatro hom­bres en grupo aparte ha­blan­do de sus cosas, todas muy serias, pero con la risa a flor de piel, mien­tras las tres mujeres que se conocían hacía tanto tiem­po hablaban de sus propios temas y ella pa­re­cía una idio­ta, una intrusa. La señora de Ramón, embarazada en­ton­ces del cuar­to hi­jo, había si­do la más amable, pues se dio cuenta de la si­­tua­­ción. Bonita, tranquila, un po­co más alta que su marido −lo que no era difícil− intentó en varias opor­tunidades in­te­­grar­la, pero no re­sultó. Javier no se dio cuenta de nada, has­ta el extremo de invitarla otra vez, lo que ella rechazó con una ex­cusa gentil. En momentos de in­ti­midad, en los que la vida per­sonal tras­cendía a la de la ofi­ci­na, Javier le hablaba de sus ami­gos como si fueran lo más im­por­tan­te para él.

− Ordenemos la cosa, flaco, para ver qué hacemos.

Javier se dio cuenta que esta vez Moncho no re­cu­rría a él como fuen­te de so­lu­ción, sino que lo invitaba a en­con­trar juntos los caminos de sa­li­da, exac­tamente como él lo es­­pe­raba. Es decir, si es que había salida.

− ¿Quién sabe de esto, Moncho?

− Todo el mundo.

Todo el mundo, menos yo, pensó Javier.

Lo que pasó fue que Ismael no es­ta­ba alo­jando en su casa. El día do­mingo, mejor dicho, ya iniciado el lunes, ha­­bían allanado y no lo en­contraron. Ca­talina llamó a Ramón en la mañana tem­prano, muy asustada.

− Te llamamos, pero no estabas en ninguna parte, dijo Ramón.

Javier no contestó.

Recordó que en la mañana había estado jugando te­nis y se había que­dado en el Club hasta tarde. Siguió con aten­ción el relato del sufrimiento de Ca­talina, que, como to­dos, tam­bién sabía que Ismael iba a ser detenido al­gún día, pues no era cosa de niños apa­re­cer como vocero o dirigente de gru­pos de ex­trema izquierda y pretender hacer una vida co­mún y co­rrien­­te en una si­tua­ción como la que vivía el país por tantos años ya. Pocas horas des­­pués del aten­ta­do, habían allanado y Ca­talina temía que Ismael iría esa no­che a la casa, ba­sán­­dose en la experiencia de que los agentes nunca iban dos noches se­guidas a alla­nar el mis­mo lugar. Pero ella creía que siempre es buen momento como pa­ra que los agentes rompan su ru­ti­na. Estaba muy asustada y pidió a Ramón que se llevara a los ni­ños. Ya se escuchaban vo­­­ces de otras detenciones y se ha­bla­ba de una lista más grande de per­so­nas. Ramón partió con ellos, pues donde ca­ben cuatro caben también seis, pe­ro tú que­rida Catalina, no debes que­­darte so­la y se ofreció a acom­pa­ñar­la, pe­ro ella insistió que no. Después de revisar los al­­re­de­do­res de la casa y ase­gurarse que no había vigilancia, partió de­jando a su amiga más tran­­qui­la. Tal como lo temía Ca­ta­li­na, Ismael llegó como a las on­ce de la noche y le advirtió que, po­co después del toque de queda, los com­pa­ñeros lo pasa­rían a bus­car, porque debía pro­te­gerse y ella tenía mucha pena, in­­tuía que la cosa sería para largo, que qui­zás él tendría que irse al extranjero o pasar a la clandestinidad para siem­pre. La rea­li­dad, como es frecuente, re­sultó muy diferente de lo imaginado, pues los agen­­tes son completamente imprevisibles. Po­co an­­tes de las tres de la mañana golpearon la puerta y cuando ella abrió vio a los mis­mos que en la noche anterior habían allanado, que se ha­bían com­por­tado co­mo bestias, rompiendo cosas y gri­tan­do, pe­ro ahora venían son­rien­do y el que parecía jefe fue en ex­tre­mo suave y gentil, in­clu­so le dijo “se­ñora” en lugar de “mier­da” como la noche anterior, mientras Ismael lo es­cu­cha­ba to­do desde el dormitorio. Le explicó que como Ismael estaba pró­fugo y era muy im­por­tan­te que fuera detenido cuanto an­tes, se la iban a llevar a ella hasta que él se en­tre­gara, porque ten­­dría que en­tregarse, ya que si se de­moraba en aparecer, bue­­no, entonces ya no podrían tra­tarla tan bien, pe­ro con­fie­mos en que apa­rez­ca, es por su bien y no por el nuestro, así es que se­ñora, vaya a vestirse y des­pier­te a los niños, que se van con nosotros, pero Catalina sintió que se des­ma­ya­ba, un miedo de horror porque sabía que él no debía ser detenido, pe­ro tam­po­­co querría ser ella detenida, ni ser torturada, ni sufrir más. Los niños no es­ta­ban, ellos no lo sabían y podían enfurecerse cuan­do se dieran cuenta. Se­gun­dos terribles, de pánico y an­gus­tia, de un sudor helado en la frente y un tem­blor en los mus­los.

Sin duda que quien pensó todo este mecanismo co­no­cía muy bien a Ismael. Si se la llevaban, él se entregaría. Eso pasa siem­pre. Entre el per­se­gui­dor y el per­se­gui­do se va pro­duciendo un cre­­cien­te conocimiento mutuo y aun cuan­do no se conozcan personalmente, ya sa­ben cómo es el otro y de qué mo­do reaccionará, incluso hay un sentimiento de per­te­nen­cia.

Siempre do­mi­na­da por el miedo, sin decirle a los ti­pos que los ni­ños no estaban, sin hablar, seguida por la mi­ra­da de los agentes, con las manos en el bolsillo de la bata para que no se notara su tem­blor, ca­minó ha­cia el dor­mi­torio, pero an­tes que ella llegara se abrió la puer­ta y apareció la si­lueta de Is­mael, serio y tranquilo, tú sabes, Javier, cómo es él cuando quie­re estar ele­gan­te, ves­tido con terno claro y corbata roja a lu­nares.

− ¿Me buscan a mí, señores?

Ellos no podían creer que era Ismael, pues es­pe­ra­ban ver a alguien de otro as­pec­to, un combatiente que se re­sis­ti­ría al arresto, que lucharía. Su se­re­­ni­dad era tal que los agen­­tes no pudieron ejercer vio­lencia alguna, ni si­quiera in­sul­tarlo, sino que una vez repuestos de la sorpresa lo rodearon y se lo lle­varon esposado y cuando ellos salieron y la dejaron so­la, la Ca­talina se sen­tó a llorar por mucho rato, hasta que es­tu­vo en condiciones de llamar a Ramón y con­társelo todo.

Javier había mantenido el más completo silencio, es­cu­chan­do una his­toria que só­lo era creíble porque venía de la­bios de Ramón y se refería a la Ca­ta y a Ismael. Le dolió el es­tó­mago pensar en la pobre Catalina, de­sam­pa­ra­da, ame­nazada, ella y los niños, todo para for­zar al amigo a entregarse, en un ver­­­dadero secuestro, sin exhibir orden alguna, sin decir dón­de iban, sin ex­pli­ca­ciones, porque sí, por­que se les antojaba. Ja­vier la imaginó con su pelo ru­­bio, des­peinada, con la bata pues­ta sobre la camisa de dormir, sin ma­qui­lla­je, ex­pues­ta a ti­pos crueles, bandidos, capaces de llevarla detenida sólo pa­ra que Is­­mael se entregara y ellos pu­dieran exhibirlo como presa de caza an­te sus su­pe­rio­res.

Ramón la había pasado a buscar temprano y se ha­bían ido a la Vi­ca­ría de la So­li­da­ridad y luego a hablar con al­gunos diplomáticos. Habían pa­sa­do toda la mañana en eso. Ber­­nardita, expedita como siempre, cariñosa y di­li­­gen­te, había con­seguido que se en­tre­vis­ta­ran con el abogado Jefe de la Vi­ca­ría, Roberto, con quien habían estado un rato muy largo.

− Es un buen abogado, sabe mucho de estas cosas. Es del colegio.

Ramón entendía que con estas interrupciones in­tras­cen­den­tes Ja­vier des­can­saba, se aferraba a circunstancias laterales para ir­se al pasado, co­mo siem­pre, rehuyendo el pre­sen­­te cuando era difi­cul­toso, refugiándose en una es­pecie de san­tidad atribuida a todos los que eran del Colegio.

− Si, es del Co­le­gio, todos son del Colegio, pero no es eso lo que im­porta aho­ra, si­no a qué la­do están, por quién trabajan, por­que hay muchos del Colegio, el sub­­se­cre­ta­­rio del Interior, el Mi­nistro, el propio General, también son del Co­le­gio, todo el mun­­do puede ser del Co­legio, hasta el General que dirige la po­li­cía po­lítica es del Colegio y se sentó en los mismos ban­cos vein­te años antes que no­sotros, pe­ro Ismael, también es del Co­le­gio, está detenido y tal vez lo están tor­tu­ran­do.

En medio de la agitación que se vivía en la Vi­ca­ría, Rober­to se ha­bía dado tiempo de explicarles que las de­ten­cio­nes que se es­ta­ban produciendo res­pondían a dis­­tin­tos es­que­mas. Podía suceder cual­quier cosa, que los ex­pul­sa­ran del país, que los re­legaran o sim­ple­men­te que los tu­vie­ran en cam­pos de de­tenidos políticos como pasa cuan­do hay Estado de Si­­tio en dictaduras y ya pa­só hace un tiempo. Hay otras per­so­nas que han sido llevadas por grupos que pa­recen comandos, co­mo un periodista de Aná­lisis, y de los que nada se sabe. To­dos son de­te­ni­dos de maneras distintas, como el vo­ce­ro del Partido Co­mu­nis­ta, que recibió con tantas gentilezas a los policías, les con­vidó café in­clu­so y ellos esperaron que comiera antes de lle­várselo e hicieron una larga sobremesa con dos o tres ami­gos abogados que llegaron advertidos por los vecinos e in­ten­ta­­ron sa­car algo de in­formación, todo lo que fue muy fluido has­ta que uno de ellos, Jaime parece, preguntó si sa­bían algo de Pepe Carrasco, el periodista de la Re­vista Análisis que estaba desa­pa­re­c­ido, y entonces se acor­daron que tenían que irse. Lo im­por­tan­te, en este momento, les había dicho Roberto, era presen­tar los re­cur­sos, para con­se­guir que cuanto antes se reconociera ofi­cialmente la de­­ten­ción y así se podría saber algo más, ahora que los Tribunales tienen ac­ti­tu­des a ve­ces dis­tin­tas de las que he­mos visto en todos estos años, según la sa­la que toque, les de­cía, mientras en­traban y salían otros abogados, pro­cu­ra­do­res y asistentes sociales, y qui­zás se pueda ob­te­ner que se pida in­for­me te­le­fó­ni­co en el curso del día.

Pero habían salido de la Vicaría con la cer­teza de que las co­sas se­rían para largo, pues con tantos de­te­nidos im­por­tantes el asunto to­maba un ca­riz diferente.

− Chanta, Ramón, ¿de qué detenidos “im-por-tan-tes” estás ha­blan­do?

Ramón perdió la calma y levantando la voz le pre­gun­tó a su amigo has­ta cuán­do iba a seguir aislado, en qué mun­do de mierda o de fantasía es­ta­ba vi­viendo. No podía creer que no supiera nada, pero Javier lo detuvo en su exa­­brupto. En se­co. Porque cada uno en lo su­yo, viejito, tú eres político y yo só­­lo un abogado, que había estado toda la mañana metido en sus papeles, que na­die lo había llamado para con­tarle no­ve­da­des, que en los diarios no sa­lía na­da, que había puesto la radio en la mañana y no escuchó nada que no fuera lo que todos sa­bían, del atentado y el Estado de Sitio y punto. Am­bos se habían al­­terado, pero pronto re­to­ma­ron conciencia del calor, de la ho­ra, de las ten­sio­nes, se acor­daron de Ismael, se con­ven­cie­ron de que lo que sucedía era tan tre­men­do que estaban obli­gados a recuperar la calma.

Se mi­raron fijamente a los ojos, disculpándose en si­lencio, rea­vi­van­do la amis­tad construida so­bre la base de que am­bos eran muy distintos, que los cuatro amigos eran di­fe­ren­tes en sus gus­tos, ideas, posiciones, pasiones. Mon­cho, Javier e Is­mael habían in­ten­tado prolon­gar la vi­da juntos ingresando to­­dos a la Escuela de Derecho. Rodrigo Concha se había in­cor­po­rado al Co­legio y al grupo cuando ya tenía de­fi­ni­do su futuro de Ingeniero. Pero ellos tres, que ve­nían juntos desde la ter­ce­ra preparatoria, intentaron un pro­yecto a más lar­go plazo, que el destino ayu­dó a desbaratar. Los tres apro­baron el pri­mer año de Dere­cho, pero sólo continuó regularmente Ja­vier. Pa­ra Mon­cho fue impo­si­ble so­portar el ambiente, el tipo de es­tu­dios, la lógica en­ca­si­lla­do­ra de los ra­zo­na­mien­tos abo­gadiles y se cambió a la escuela de So­cio­lo­gía. Is­mael también su­po que no era su vocación la de ser abogado y andar de corbata por los Tribunales y pensó se­­guir en la Escuela de Derecho, pe­ro orientándose hacia las relaciones in­ternacionales. No sa­bía to­­da­vía que el hecho de recibirse de abogado −un po­co a la fuer­za, un poco por la ne­ce­si­dad de terminar todo lo que em­pe­za­ba, un po­co por no apa­recer des­per­di­ciando el camino re­co­rri­do y los esfuerzos fa­mi­lia­res− le habría de servir enor­me­men­te para ser un defensor de los derechos hu­manos, sobre to­do de aquellos com­pa­ñeros de su partido que la Vicaría no de­­­fen­dería. A partir de su segundo año, Is­mael tomó el mínimo de cré­ditos obli­­gatorios que le per­mi­tía el programa de estu­dios y se de­dicó a leer, a es­tu­diar, a in­formarse. Javier siguió la ca­rrera, siendo ca­paz de volverse im­per­mea­ble a las orien­ta­cio­nes ideológicas que se im­po­nía a los estudiantes desde las cá­­tedras de la Uni­ver­si­dad Católica, asu­miendo con pleno con­ven­­ci­mien­to el ca­mi­no que para él ha­bía trazado su madre, Mar­tita, viuda de un egre­sado de De­re­­cho que ha­bía sido com­ple­tamen­te incapaz de recibirse de abogado, de­di­ca­do a tra­ba­jar en cual­quier co­sa, a ganar y a perder dinero con asom­bro­sa fa­ci­li­dad. Cuando el pa­dre de Javier mu­rió −de un cáncer que lo consumió en sólo tres meses− ha­bía con­so­lidado sus ga­nan­cias de otrora en una her­mo­sa casa, pero, como estaba en ra­cha de pér­didas, el poco dinero ahorrado se diluyó en los inú­­tiles gastos médicos. Él, entonces, iba a ser abogado para sa­tis­­facción de su madre, lo que no lo per­tur­ba­ba y nunca le guar­dó rencor por diri­gir­lo hacia una ca­­rre­ra de­ter­mi­nada. Eran tantas las ga­nas de cum­plir con esa voluntad, que se impuso una coraza con­tra cualquier cosa que lo des­via­ra del camino, co­mo las op­ciones políticas, por ejemplo, in­clu­yen­do a los gremialistas, a los que no veía sino como otro par­ti­do, incluso con más fanatismo que los tradicionales. Se con­si­de­­ra­ba un reformista mo­derado, una es­pe­cie de centrista que sa­be mi­rar con simpatías hacia la izquierda, pero que tie­ne sus pies más orientados ha­cia la derecha. Ra­món e Ismael, co­mo siem­pre pareció que se­ría, se politizaron más, trabajaron en el Mo­­vi­miento Uni­ver­si­ta­rio de Izquierda, pero luego op­­taron por partidos distintos.

Luego de un momento de alteración, Ramón se sin­tió com­pren­sivo con su ami­go y acep­­tó que de alguna ma­ne­ra a él le pasara lo que a la mayoría, esa ma­yoría de per­so­nas que no había percibido el ambiente de los días an­te­rio­res, que no le interesó la suspensión de la pro­testa del cuatro, que se ha­bía enterado del atentado, pero nada sabía de la represión de­satada con­tra los di­ri­gentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que lla­ma­ran al Negro y se jun­ta­ran los tres para acompañar un rato a la Ca­talina y él po­dría con­­tar­les todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a bus­car a Ro­dri­go para encontrarse los tres ami­gos en el esta­cio­na­­mien­to de Javier en me­dia hora. Partirían juntos y sería el mo­­men­to de con­­ver­sar.

Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sen­tía la angustia co­mo una es­pe­cie de amigdalitis que se ha­cía enorme para su garganta y le pre­­sio­na­ba los ojos y los pul­mo­­nes. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le ha­bía con­ta­do, por la percepción del su­fri­mien­­to de la Cata y de Ismael y que­­­dó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para con­tar­le des­pués.

Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía tris­te y can­­sado, de pie mi­ran­do por la ven­tana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acer­­có y se ins­taló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su pre­sencia, su cuer­po, su res­pi­ra­ción, su aroma.

− ¿Pasó algo, Javier?

Despertando de su silencio, la miró larga y pro­fun­­da­men­te. Sin de­cir una pa­labra, ca­­minó dos o tres pasos y se sentó dando un lar­go suspiro. Ha­bló sua­vemente, en tono y vo­­lu­men que en otra cir­cuns­tancia habría sido sim­ple­­mente des­gano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que lle­nan el al­ma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las ro­dillas, hacen perder las fuer­zas.

− Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.

Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la úni­ca causa de su pe­­sa­dum­bre. Por pri­­mera vez tomaba plena con­cien­cia que vivía en un mundo ais­­la­do, lleno de comodidad, aje­­no a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía la pro­fesión de­fen­dien­do los intereses de sus clien­tes, intereses eco­­nómicos casi siempre. No como otros abo­­gados, tan cris­tia­nos como él, por la jus­ticia, por los débiles, por los problemas con­­cre­tos de hom­bres y mujeres. Al­gu­na vez pensó ejercer la pro­fesión como de­­fensor de los débiles, pero no co­no­cía las po­bla­ciones salvo de nom­bre y se había orientado hacia ac­ti­vi­da­des com­­ple­­tamente diferentes, bus­can­do una forma cómoda pa­ra vivir, sabiendo que podía haber he­cho mu­cho más por los demás. Estaba agobiado.

− ¿Quieres que te acompañe?

− No gracias, Marisa, me voy.

Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le ha­ría bien un mo­men­to de re­la­jo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría ha­blar, con­tar algo de lo que le estaba pa­san­do por dentro y que Marisa per­­ci­bía va­gamente. Ama­ble­men­te, dejando ver la pena que lo afec­taba, Javier rechazó la oferta, prometiendo lla­marla en la no­che, aunque ella sabía que él no lo ha­ría, que no pediría ayu­da para su so­­ledad y sus miedos, que huiría de la po­si­bi­li­dad de que ella le mani­fes­ta­ra su cariño de un mo­do más profundo, al­go más que la simpatía de to­dos los días o un instante de in­ti­mi­dad pa­sa­je­ra, no quería nada que pu­die­ra comprometerlo afec­tivamente, nada que lo hiciera de­pen­der de otros. Lo vio po­nerse la chaqueta y abandonar lentamente la ofi­cina, do­lo­ro­­sa­mente solo, tan solo como ella, tan triste co­mo ella, aunque por razones muy dis­tin­tas, y sa­bía que como no la llamaría en la n­o­che, ella pasaría una noche de angustias, de so­le­dad, de pe­nas de amor. Una más.

Javier recorrió las cuatro cuadras que lo se­pa­ra­ban del es­ta­cio­na­mien­to con pa­so cal­mo, observando a la gen­te. No sabía si era la pro­yección de su pro­pio sentimiento o efec­­ti­va­­mente todos se veían un po­co nerviosos, cami­nan­do rá­pido, más personas que lo habitual, co­mo si todos hubieran de­cidido par­tir al mismo tiempo, como si todos es­tu­vie­ran preo­cu­­pa­dos por la suerte de Is­mael y quisieran ver a la Ca­ta, los ros­tros serios y ceñudos, al tiempo en que em­pezaba a levan­tar­se un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas nor­­­ma­les y no co­mo ahora, en que ya nada se puede predecir y pa­­ra muestra es­te tiem­­po en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Sep­tiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe mi­litar, to­do parecido, has­ta el aroma, aun­que la situación ahora era todavía mu­cho peor de lo que él ima­gi­na­ba o de lo que era capaz de apre­ciar desde su pri­vi­le­gia­da posición.

Co­men­zó su severa autocrítica mental, sin­tién­do­­se un aco­mo­dado, egoís­ta, con una situación de vida fácil en la que había re­ci­bi­do mucho sin res­pon­der como era de­bido. ¿La pa­rábola de los talentos?

La llegada al estacionamiento lo sal­vó de seguir con este juicio, su pro­pio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban es­pe­rando. Los tres se sa­ludaron y luego man­tu­vie­ron silencio has­ta que el auto de Javier salió del centro.

Ramón les contó que la agitación ya llevaba bas­tan­te tiem­po. Con­ve­nía mi­rar las co­sas con perspectiva y no só­lo de los últimos días o del propio he­­cho del atentado que en rea­­lidad era una deto­na­ción, pero no una cir­cuns­tan­cia ais­la­da.

Ya desde hacía casi un año y me­dio, en pleno Es­ta­do de Si­tio, la agi­tación se había generalizado. Allanamientos ma­sivos en las po­blaciones, más de dos mil relegados, muchos en­cerrados en campos de concentración, de­­te­ni­dos y vi­gi­lan­cias diaria, allana­miento de ofi­ci­nas y casas de los di­ri­gen­tes, ame­nazas por todos lados. Todo era terri­ble.

Mirando al Negro Concha, que sabía mu­cho me­nos que Ja­vier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de ho­rror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el to­que de queda, la po­bla­ción era rodeada por efectivos militares que se ins­­ta­la­ban en pi­quetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hi­le­ras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los ár­bo­­les de las plazas, mien­tras grupos mix­tos de soldados y hom­bres de civil iban re­co­rriendo las ca­­sas obligando a los hom­­­bres a salir a la calle. Con par­lantes se despertaba a los po­bla­do­res, ex­­pli­can­do que ésta era una ope­ración rastrillo para cap­turar a los de­lin­cuentes co­mu­nes, ordenando que los pobladores de­bían permanecer tranquilos y era la obligación de to­dos co­la­bo­rar para con­seguir que esto resultara fácil. Todos los hom­bres ma­yo­res de quince años debían salir a la calle in­me­dia­ta­men­te. Los so­plo­nes ac­tua­ban junto con los civiles, se­ña­lán­do­les las casas de los más des­tacados opo­si­to­res del sector o los más activos po­líticamente, para que los agentes en­­traran rom­­pien­do puertas, golpeando, ame­nazando a los moradores, pa­tean­do los mue­bles y luego detener al de­nun­ciado y arras­trar­lo hasta la calle en las con­di­cio­nes en que estuviera y ha­­cien­do lo mismo con los otros hombres de la casa. Esas casas y al­gu­nas otras ele­­gidas al azar eran revisadas con mayor mi­nu­cio­si­dad, dando vuelta ca­mas y col­chones, rajando sillones, rom­­pien­do a golpes los ta­biques, abrien­do los entretechos si es que ha­bía, maniobras des­ti­na­das no só­lo a amedrentar a los ha­bi­tan­tes, sino también a encontrar panfletos, re­vis­tas, fo­­lle­tos u otras cosas que a sus ojos pudieran parecer subversivas o sos­pe­cho­sas de actividad po­lí­tica. Cuando todos los hombres ya es­ta­ban en la calle, los mi­li­ta­res los obligaban a formarse y mar­char hacia al­gún sitio eriazo o la cancha de fút­bol, donde los des­nudaban, sepa­rán­do­los por grupos, unos forzados a man­te­ner­­­se de pie y otros a estar sen­ta­dos. Lentamente, con más de­mo­ra incluso que la ne­cesaria, los mili­ta­res iban tomando a los gru­pos y se interrogaba a ca­da uno de los po­bla­do­res. Primero era un interrogatorio rutinario y se fichaba al su­jeto, pero si aca­so al agen­te interrogador le parecía necesario o había una de­­­nun­­cia específica de algunos de los sa­pos locales, el detenido de turno po­día ser pr­e­guntado más duramente sobre cualquier co­sa, has­ta exas­perarlo. Pobre de aquél al que se le conocieran an­te­cedentes po­lí­ti­cos, an­­teriores de­­ten­cio­nes o re­legaciones, pues entonces el trato resultaba mu­cho más du­ro y se le des­ti­na­­ba a una sección especial. Miles de hom­bres sometidos a ese ve­­­ja­men du­rante todo el día, has­ta que al final de la jornada se les permitía ves­tirse y algunos de ellos era subidos a bu­ses o ca­miones militares y el resto quedaba en libertad, con se­veras ad­­­ver­tencias respecto de la ne­ce­si­dad de mantener patriótico si­len­cio y mu­cho cui­dado con recurrir a la Vi­ca­ría o a los cu­ras, que ésos son to­dos comunistas y a no ol­vi­dar­se de in­­for­mar a la autoridad sobre los de­lin­cuen­tes o extremistas que pu­die­ran lle­gar a la po­blación.

Mientras duraba el ope­ra­ti­vo, debidamente ad­ver­ti­dos por al­gún lla­mado anónimo, llegaban hasta los cordones mi­litares o po­li­cia­les, nubes de pe­riodistas extran­jeros que pre­senciaban todo esto desde lejos y un poco más cer­ca veían a las mujeres de los detenidos discutir con los oficiales de ca­ra­bi­ne­ros que ayudaban a los mi­litares en el operativo. En una po­bla­­ción de­tuvieron por varias horas a los sacerdotes y les die­ron el mismo tra­ta­mien­to. En otra de­tu­vieron al presidente del Co­legio de Pe­rio­distas y a di­­ri­gen­tes del Colegio Mé­di­co que lle­ga­ron hasta el sector para constatar lo que estaba su­ce­dien­do.

− El hecho mismo no puede ocultarse, agregó Ramón, pero la in­­formación se en­tre­­ga en forma com­pletamente distinta, es­pe­cial­men­te por la censura de pren­­sa. No falta la declaración, y us­te­des deben haberla leído, que explica que el alla­­namiento fue pedido por los pobladores pa­ra ser liberados de los de­­lin­cuen­­­tes o que proclama que grupos de mujeres aplaudían a los mi­­­­li­ta­res cuan­do pasaban y les agradecían a gritos su acción. La verdad es que los grupos de mu­­­­jeres estaban, pero hacían exac­tamente lo contrario.

Hizo una pausa antes de continuar con el relato. Les habló de los alla­­na­mien­t­os a las oficinas de los dirigentes po­líticos, la vigi­lan­cia sobre sus ca­s­as, las amenazas por te­lé­fo­no o por papeles que lle­ga­ban de las más dis­tin­tas maneras, las gol­pizas que daban a otros, las de­ten­ciones de los di­ri­gen­tes de ba­se, de dirigentes sindicales, todos por el so­lo hecho de ser di­­si­­den­tes. Les re­cordó los asesinatos de Parada, Guerrero y Na­tti­no (y Javier no pudo evitar pen­sar que había conocido a Pa­rada y a Guerrero, que ambos eran simpáticos e in­teligentes, se acordó de la mujer de Parada, ¿Estela?, tan bonita y que le cau­­só tanta pena verla de ne­gro y con los ojos hundidos por el do­lor), el se­cues­tro de la sicóloga, que Javier se calló re­cor­dar que era la hermana de Jai­me, el del Colegio, el mismo de los poe­mas y de la barra en los cam­peonatos in­te­rescolares, para evi­tar que lo miraran con reproche. Así fue avan­zan­do en tiem­­po, recordando cada paso de los muchos que se ha­bía dado has­­ta la for­ma­ción de la Asam­blea de la Civilidad, esa enorme con­­cer­ta­ción de gremios y de po­líticos, del paro de dos días, les re­cordó de la Car­men Gloria y de Rodrigo, a quie­nes los quemó una patrulla militar. Con mucha claridad les fue mostrando los dis­­­­tin­tos aspectos de la realidad que revelaban con precisión sin­gular el cli­­ma que se vivía en el país y les habló de la rea­li­dad eco­nó­mica, que ellos la sa­bían, pero los buenos sueldos y las ma­­ravillas de los su­per­mer­cados fa­ci­li­taban el olvido, de las dificultades de los más pobres, de la crisis de los no tanto, de la fal­ta de expectativas de los sectores me­dios, de las de­ses­pe­ran­­­­zas de los jó­ve­nes, de esas medidas erráticas que no estaban sien­do su­fi­cien­tes para que se cum­pliera el repunte de que tan­to se ha­bla­ba.

El cuadro de agitación había sido creciente, con la su­ma de más y más sec­to­res so­­­ciales. La presión internacional es­taba en au­men­to y hasta los ame­­ri­ca­nos optaron por pre­sio­­nar para una salida pac­ta­da, enviando casi se­ma­­nal­mente a pe­riodistas importantes, par­la­men­­­tarios republicanos o de­mó­cra­­tas y hasta importantes funcionarios del Depar­ta­men­to de Es­­­tado y del Pen­tágono. El embajador americano, dijo Ra­món, ha­bía afirmado ante varios tes­ti­gos que la historia de la dic­ta­du­­ra podía dividirse entre antes y después del paro de dos días. La salida pactada les era urgente para dar una apa­riencia de­mo­crática que ga­ran­ti­­zara la mantención del esquema y la per­­manencia del General al­gunos años más. El pacto de­­bía con­siderar el ais­la­miento de los co­mu­nis­tas y su margi­na­ción de la vida política, crean­do un mar­co de to­le­ran­cia hasta sec­to­res de centro izquierda, moderados, según su con­cep­to de mo­de­ra­dos. Pero el General, cada vez más convencido que él es el sal­­vador del país y un ver­dadero faro para el mundo occi­den­tal, no acep­­tó la solución así sugerida, de­safió a todo el mundo, lla­mó a sus ge­ne­rales que debieron ir un día muy temprano has­ta la Escuela Militar, pa­ra jurarle leal­tad a toda costa, or­ga­ni­zó actos cívicos, retó pública y pri­vadamente a los di­ri­gentes de­rechistas que es­ta­ban dispuestos a en­tre­garlo a cambio del re­­conocimiento de la Constitución, su propia Cons­titución, por par­te de al­gu­nos opositores y, convencido que tenía que agu­di­zar la re­pre­sión, lo hizo.

− Y así se ha movido la cosa, les dijo Ramón, durante los últimos me­­ses, con el Ge­­ne­ral re­pri­miendo, los pobladores protestando y los po­líti­cos activando sus cua­dros y sus orga­ni­za­cio­nes para ha­cer más efi­cien­te la lucha. Ustedes han es­cu­chado que se ha­bla de algunos aten­ta­dos contra carabineros, pero en ver­dad hay muchas más bombas por todas partes, asaltos y otros, pe­ro la pren­sa se silencia. Los folletos de los partidos o de otros gru­pos están rom­pien­do el cerco que esa censura y la au­to­cen­su­ra han levantado y cir­cu­lan cada vez con mayor pro­fusión; cuan­do allanan un lugar e in­cau­tan una imprentita, el folleto si­gue sa­liendo en otra parte.

El Negro se acor­dó, sorprendido, de ese mi­meó­gra­fo ma­nual que una vez regaló a unos amigos estudiantes uni­ver­sitarios e ima­­­ginó el uso que se le estaría dando.

El pueblo estaba deso­be­de­ciendo a la au­to­ri­dad, que res­pon­día in­cre­men­tando la violencia.

− Ustedes saben, dijo Ramón a sus amigos que lo escuchaban ex­tasiados, que en es­tos días hu­bo varios paros y ahora estaba en preparación el paro na­cio­nal. Ahora sí que debía venir.

Estaban ya muy cerca de la casa de Catalina y Ja­vier de­tu­vo el au­to, pues que­ría escuchar completo el relato de su amigo antes de llegar. Es cier­to que mucho ya lo sabían, pe­­ro la claridad con que ha­bla­ba, la crudeza de los de­ta­lles, los per­sonajes del mundo político que apa­recían con una fa­mi­lia­ri­dad no imaginada, la evidente tozudez del Ge­neral, todo ello ad­quiría a sus ojos una fuerza diferente. Ramón hizo una nue­va pau­­sa cuando el auto frenó, pa­ra aco­modarse mejor y se­guir entregando la in­formación que sus amigos espe­ra­ban ávi­dos.

Durante la semana anterior hubo una serie de ru­mo­res, que co­men­za­ron cuando se denunció el aparecimiento de arsenales secretos en el norte. Los rumores más parecían fru­to de los deseos de algunos, que pro­ve­nien­tes de la realidad: que los ameri­canos estaban pro­mo­vien­­do un golpe con­tra el Ge­ne­ral, que había generales presos pues habían sido des­cu­bier­tos com­­­plotando, que se había alzado un re­gi­miento en el sur, que había re­da­das y se temía una ma­­tanza. La cosa se ha­bía puesto muy seria el viernes último, cuando el en­­­cargado de la or­ga­nización del Co­man­do entregó in­for­ma­ción so­bre cierta agi­tación en cuarteles. Era información y no rumores.

− Yo estaba ahí, por el par­tido y pude ver que la cosa era en se­rio. Y se habló también del aten­­ta­­do, que habría un atentado en preparación. Cuando Rafael, el secretario del Co­man­do, ter­mi­nó de en­tre­gar su información, se hizo un largo silencio. Lo rom­pieron algunos que di­je­ron que no creían nada y que estas eran maniobras para dis­traer la atención de lo central: la pre­pa­ración del paro. Se trabó una dis­cusión que quedó sus­pen­di­da hasta la reunión si­guien­te. Pero cuando se fueron, quedó al­go flotando en el ambiente y yo me fi­jé que Rafael se en­ce­rró a trabajar con el equipo de organización. Ha­bía que pre­pa­rar­se.

El General se había ido a pasar el fin de semana a su casa de la cor­dillera. El do­min­go en la tarde bajó a la ciudad. A los pocos me­tros de haber cru­zado el río la comitiva fue in­ter­ceptada por un nu­me­roso grupo armado. La ba­lacera fue in­tensa y los atacantes y los agen­tes combatieron por largo ra­to, quedando bajas de ambos lados. No se había logrado sa­ber has­ta la noche qué ha­bía pasado con el General, pe­ro un auto de la comitiva que pudo se­guir fun­cio­nando, había re­gre­sa­do al recinto amurallado y poco después hubo in­ten­so tráfico de he­li­cóp­te­­ros.

La información del hecho se había conocido por los muchos san­tia­gui­nos que regresaban a la ciu­dad ese atar­de­cer. Luego lo dio la televisión.

Junto a las noticias co­men­za­ron a circular los ru­mo­res, por qué si y por qué no, respecto de los si­lencios ofi­cia­les más pro­lon­gados que lo que con­ve­nía para el clima de es­ta­bi­lidad que necesitaba crearse. Algo más podía estar pa­­san­do.

-Rá­pi­da­men­te, decía Ramón con una voz lenta y profunda, re­ci­bimos ci­ta­ción y cuando recién ha­bían pasado dos horas de es­to, ya algunos de los en­car­gados de partidos lle­gábamos a la reu­­nión.

No todos llegaron. Algunos no lle­garían nunca. La reu­nión fue muy ten­sa. Junto el re­la­to de los hechos, que el mis­mo Rafael resumió con enorme fa­cilidad, empezó la ola de ru­­mo­­res. Según al­gunos ya había oficiales del Ejér­ci­to de­te­ni­dos. Según otros se ha­bía le­van­­ta­do un regimiento en el Norte. Los que no habían creído la noticia el día viernes se veían tre­men­damente asus­ta­dos y pronosticaron muer­tes, atentados y otras bar­ba­ri­da­des. Todos estaban se­­gu­ros que el General se ha­bía salvado, pues era un hom­­bre de mucha suer­te. En todos es­taba la duda, no ya de la veracidad de la operación pues ha­bía de­ma­­sia­dos tes­ti­gos, sino que por si era un au­toa­ten­ta­do, un atentado de su pro­pia gente, un aten­tado de los americanos o de la izquierda. Todos te­nían ar­gu­men­tos abun­dan­tes para de­fen­der cada una de las posiciones y los mismos ser­vían pa­ra de­fender las tesis con­tra­rias. Por ejem­plo, el del fracaso en re­la­ción con la muerte del General, era esgrimido por los que de­­cían que ésta era una ad­­vertencia de los americanos, los que afir­maban que era la típica in­com­pe­ten­cia de la izquierda y los que sostenían que eran los propios militares que qui­sieron arres­tarlo, pero no matarlo.

Nada se sabía en esos momentos. Pasaron varias ho­ras an­tes que el Secretario Ge­neral de Gobierno apareciera con alguna infor­ma­ción coherente, aunque no nece­sa­ria­men­te creí­ble.

− Recibimos ciertas instrucciones y pautas de carácter ge­ne­ral, algunas orien­ta­cio­nes de se­gu­ri­dad, sin perjuicio de las nor­mas de cada Partido. Me fui a reu­nir con mi Secretario Ge­ne­ral, que me descolgó de inme­dia­to. No te metas en na­da más, chi­co, me dijo, hasta que nos con­tac­te­mos contigo nue­va­men­te. La ins­trucción era hacer vida común y corriente y por nin­gún mo­tivo intentar to­mar contacto con el Partido o con el Co­­man­do, aunque mi Partido es chi­co y no nos van a dar mu­cha impor­tancia.

Ramón se aceleró para contar lo que había su­ce­di­do des­pués. La mis­ma no­che del do­mingo salieron los agentes co­mo de­sa­fo­ra­dos, llenaron la ciu­dad, ce­rraron los caminos y co­­men­zaron a detener a cualquier cantidad de gente. Por lo que se sabía, que era muy poco, va­rios regimientos habían lle­ga­do a con­centrarse en Santiago, se había allanado cientos de casas y muchos di­ri­gen­­tes sociales y políticos es­ta­ban siendo de­tenidos.

No se sabe nada de ellos y los mecanismos de se­gu­ri­dad ela­bo­ra­dos con tanto esmero han fracasado casi por com­ple­­to, porque parece que han caído hasta los de la segunda lí­nea. Ojalá que no sea cierto, pensaron.

Rodrigo preguntó por nombres de detenidos, tal vez para me­dir la im­­por­tan­cia de lo que estaba sucediendo y Ra­món mencionó a los más des­ta­ca­dos di­ri­gen­tes, incluso aque­llos que pa­re­cían tener fuero es­pe­cial para hacer tan­tas co­sas, los presidentes de los partidos, los di­ri­gen­tes sindicales, los de los colegios profesionales.

− También Ismael.

Llegaron a la casa de Ismael y Catalina. Ella les abrió la puerta y ca­si sin saludarlos los hizo pasar.

− Apúrense que está empezando una cadena. Van a leer un co­mu­nicado oficial.

Baila hermosa soledad

Подняться наверх