Читать книгу Baila hermosa soledad - Theodoro Elssaca, Jaime Hales - Страница 9

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CUATRO

Tal vez fue una sorpresa. Se levantó de su sillón con lentitud y ca­mi­nó hasta apagar el televisor. Otra vez el dis­cur­so de la campaña in­ter­na­cio­nal, pero ahora en un tono más cohe­­ren­te, con algo que hacía más creíble el in­for­me. No se tra­­ta­ba de aquellas fra­ses hechas o monsergas elaboradas por los teó­ricos de la pro­paganda pa­ra justificar hechos pun­tua­les. Esta era una ma­nio­bra en gran escala, de­ri­va­da del aten­ta­do, pero que se estaba apro­ve­chan­do para dar un nuevo gol­pe de Estado, con las mis­mas carac­te­rís­ti­cas del anterior, aun­que ahora se da­ba desde la Moneda y con un país en una realidad muy di­fe­ren­te.

Parecía cierto que se había atentado contra el General, esa era la noticia, pe­ro todo lo que se hacía y las de­cisiones que se tomaba eran de­masiado trascen­dentales como para pen­sar que ésta era una ope­ración política o militar más.

Quiso sacarse la idea de la cabeza, pensando que tal vez se ha­bía pues­to de­ma­sia­do suspicaz en los últimos años, des­de que su po­si­ción había cam­biado. Cuando supo, con cer­te­za, que muchos “enfren­ta­mien­tos” no eran si­no asesinatos con un barniz de legalidad y que las ar­mas y los panfletos eran lle­vados a los lugares allanados por los pro­pios agentes, em­pezó a poner en du­da todas las otras cosas que había creído siem­pre. Había creído hasta que supo lo de Pa­tri­cia.

Mientras se servía un café con un poco de leche fría, pre­pa­rán­do­se pa­ra lo que ven­dría, des­­car­tó que en esto hubiera exage­ra­­ción. Por el contrario, tuvo la sen­sación de que el Se­cre­ta­rio General de Go­bierno había sido demasiado cal­mo, exce­si­va­men­te tranquilo y que en realidad lo que estaba haciendo era mi­­ni­­mi­zar una situación mu­chí­si­mo más tur­bu­len­ta.

¿Qué estaría tramando el General?

Carlos Alberto estaba sorprendido.

Aunque en los días previos había es­cu­chado los ru­­mores: que los yan­quis, que la plata de Francia, que los es­pa­ñoles, que el envío interceptado, que iban a detener a los pe­ces gor­dos, que había un autoatentado preparado. El Se­­cre­ta­rio General de Go­bierno hablaba de que se había descubierto una compleja cons­pi­ra­ción: entonces, ¿fue atentado o au­toa­ten­tado? La sorpresa para Car­los Alberto era que hubiera ver­dad en los ru­mo­­res, que no se tratara sólo de nue­vas maniobras del Go­bierno o de ver­sio­nes antojadizas in­ven­­tadas y difundidas por esos revolucionarios de pa­si­llo y de café que siempre es­ta­ban con­tan­do en voz baja que el General es­ta­ba a punto de caer. Ahora, por lo que estaba su­ce­dien­do, pa­­recía que las co­sas eran de verdad y no sólo esos rumores a los que se había acos­tumbrado.

No sería sorpresa un nuevo montaje.

Si, en cambio, que el atentado fuera real.

Es cierto que se había escuchado mucho desde el pa­ro y des­de que fueron descubiertos los arsenales en el norte, pero poca gente cre­yó que esos ha­llaz­­gos fueran reales. Muchos, in­cluidos Carlos Al­berto, pensaron que se trataba de un mon­ta­je más de los servicios. Él creía es­tar bien in­for­ma­do o algo más, pe­ro no había sabido ni escuchado desde la izquierda que se estuviera pla­nean­do aten­tado alguno: ni un plan, ni un mo­vi­miento, sino por el contrario, la veía cada vez más in­vo­lu­cra­da en la estrategia de la movilización social y po­lí­ti­ca. Si real­mente había algo, él de­bió haberse enterado. Recordó el ase­­si­nato del Intendente, que fue ejecutado por militantes de la izquierda, pero la orden fue pro­ducto de una infiltración de man­dos intermedios por parte de CNI. O el famoso COVEMA, integrado por agentes de la policía.

Está impávido: sentado en la cocina tomando su ca­fé, con el cigarrillo con­sumiéndose en la mano, co­mo si simple­men­te esperara la hora de ir a la oficina o que lo pa­saran a buscar para el próximo desafío de golf. No siente mie­do ni desesperación. Ni an­gus­tia

Una vez más todos los sentimientos han sido pos­ter­­ga­dos a un segundo pla­no. O ter­cero, quizás. Solo él, con su ca­fé y su ciga­rri­llo, sorbiendo la sor­pre­sa y tratando de ana­li­zar, co­mo si fuera un es­pectador imparcial, el anun­cio de este Se­cretario General de Go­bier­no, hom­bre mediocre, arri­bis­ta, am­bicioso, aprovechador, que él co­no­cía con tanta per­fección en sus ba­je­zas. Como si acaso todo esto le fuera com­pletamente aje­no, en una actitud que por tanto tiempo le fue sin­ce­ra y que desde hacía unos años no era más que una pose ne­ce­saria, co­­mo si él mismo, con toda su elegancia, portador de una bue­na cuota de po­­der, en­vuel­to en un manto de riqueza personal, in­­merso en una so­le­dad de se­parado serio y pru­den­te, no fue­ra uno de los ac­tores de esta tra­gedia que estaba em­pe­zando a de­sarrollarse.

Para Carlos Alberto no fue sorpresa escuchar su nom­bre en la lista de quienes debían presentarse o serían detenidos.

Pero sería sorpresa para muchos.

Al­gún día ten­drían que des­cu­brirlo, pero no pudo imaginar jamás, pese a su enor­­­me capacidad pa­ra in­ven­­tar, crear, especular, que lle­ga­ría el día en que un per­so­ne­ro de gobierno, de este go­bierno cu­­yo inicio había celebrado in­ten­sa­men­te, pronunciaría su nom­­bre en una lista de personas que es­ta­ban obli­gadas a pre­sen­tarse en los cuarteles, acusadas de estar in­vo­lu­cra­das en un plan para derrocar y asesinar al propio General.

Todo esto lo com­pli­caba, pues él sabía que no era par­te de esa cons­piración, así es que se con­venció de que la vin­cu­lación de los di­ri­gen­tes po­líticos en el presunto aten­ta­do no era más que un montaje, pero siguió pensando que el res­to podía ser todo real, que tal vez en verdad hubiera sucedido algo.

¿Una re­be­lión militar tal vez?

Alguno de sus amigos pensaría que se trataba de un al­can­ce de nom­bres y no daría importancia a la lista. Es de­cir, lo más seguro era que sus ami­gos hubieran apagado el te­le­visor después de que habló el Secretario Ge­ne­ral de Go­bier­no y que no les interesara sa­ber los nom­bres de los cons­pi­ra­do­res, unos porque eran los que podían su­po­ner­se −los po­lí­ti­cos de siempre− y los otros porque les resultarían com­ple­ta­men­te desconocidos. A sus amigos les bas­taría con que se reor­de­­na­ra la situación, con que se pusiera fin a las pro­tes­tas y a los paros, que se cas­tigara a los culpables de toda la agitación, se con­trolara a los curas y que se acabara por fin este clima en que la opo­si­ción mantenía su­mi­do al país.

Se sintió solo.

Siempre con la parsimonia que lo caracterizaba, fue hasta su dor­mi­torio para cam­­biarse de ropa: había que pre­pararse para la de­ten­ción, para ir a algún lugar del norte o del sur, vivir en un cam­pa­mento especial con vi­gi­lan­­cia mi­li­tar o tal vez ser expulsado del país.

Pensó que lo mejor que le po­día suceder era que lo en­via­ran al nor­te. A él le hacía bien el clima seco del Nor­­­te Gran­de, aunque fue­ra cerca de la costa. La humedad y el frío del sur le afectaban di­rec­ta­mente a la salud, es­pe­cialmente aho­ra que ya había cum­­­­pli­­­do los se­sen­ta años, aunque no se no­ta­ran a simple vista. Conocía pal­mo a palmo el país y en el nor­te había zo­nas her­mosísimas, con esos pai­­sa­­jes tan pe­­­cu­lia­res que los hombres del sur no sabían apreciar. Más de una vez ha­bía discutido con personas que sostenían que en el nor­te era todo igual, todo café y puros desierto y cerros, desierto y ce­­rros, de pronto un ar­bus­tito y más arena por todos lados. Car­los Alberto in­sis­tía en que ha­bía que saber mirar los ce­rros y el desierto para descubrir esos ma­­ti­ces de som­bra y sol, de minerales que la tierra lanzaba a los ojos de los hom­­bres co­­mo una especie de provocación o anticipo de sus secretos pro­fun­dos, esos brillos tan especiales de las rocas bajo el sol, to­dos los días diferentes, todas las horas dis­tintas, con una am­pli­tud mágica que da­ba una nueva pers­pec­­ti­va a la vista hu­ma­na, con to­dos esos tonos que mez­claban azules y negros con las variedades más infinitas del marrón, con más estrellas en las noches que las que se puede ver en ninguna otra parte, su­perior in­clu­so a los cielos bri­­llantes de Lonquimay, en esas no­ches largas y frías, muy frías le ha­bían con­­tado, ya que no lo sabía porque nunca había debido pernoctar en el de­sier­to mis­mo sino que había transitado por él, pues se alojaba siem­pre en có­modos hoteles o en las casas de hués­­pedes de las sa­li­tre­ras o las minas de cobre o al­guna vez en los regimientos o cuar­teles. Si las noches eran tan frías, como ha­bía escuchado de­cir, tal vez le convendría que lo enviaran a al­gún lugar cos­tero o a la zona sur, pero no muy al sur, por Parral, por ejem­plo, cerquita de las ter­mas de Catillo.

Lo iban a detener. Esta misma noche, se­gu­ra­men­te. No le im­por­ta­ba mucho, era un riesgo aceptado desde que se embarcó en todo este asunto y creía con certeza que ésta era la única forma que tenía de ser leal con Patricia, de re­cu­pe­rarla de alguna manera, de res­ca­tar en su interior las ho­ras per­di­das, el cariño que quedó a la espera, a la espera de la na­da. No le importó ser de­tenido y aceptó la idea de ir él mis­mo a en­tregarse, porque así podría ele­­gir en qué manos cae­ría y no se­rían los agentes del General, con su bru­ta­li­dad co­no­cida, los que lo arrestarían y lo llevarían con los ojos ven­da­dos hasta sus cuar­te­les se­cre­tos.

Se sintió solo.

Porque estaba solo. No tenía a quien llamar para de­cirle: “me van a de­te­ner o me voy a entregar, aquí están las lla­ves del auto y el li­breto de che­­ques, cuida el dinero, vigila el re­­frigerador, apaga las lu­ces”. Su men­te pa­só rápida re­vis­ta: los amigos habituales no, ellos no sólo no po­drían com­pren­­der, sino que se sentirían traicionados y se negarían a ayu­­darlo, no lo­gra­­­­­rían jamás aceptar que él, Carlos Al­ber­to, su compañero de partidas de golf o de empresas lucrativas, el que com­partía la mesa en el club y los pla­­ceres de la con­ver­sa­­ción y de la bue­na comida, estuviera complicado en un aten­ta­do con­tra el Ge­ne­ral. Tam­po­co al­guna de las mujeres que lo ha­bían acompañado, porque to­­das ellas qui­sie­­ron llevarlo al ma­­tri­mo­nio y cuando él se resistió, partieron de su vida con re­sen­ti­mientos inolvidables, para no volver a ver­lo, salvo Ro­sa­lía, pe­ro ella se­guía muy formalmente casada y no había tenido interés en rom­­per su matrimonio ni él se lo ha­bía pe­dido, pues así resultaba más có­mo­do y am­bos en­ten­dían que el juego había sido sim­ple­men­te irse a la ca­ma una vez cada dos o tres semanas, un audaz y furtivo encuentro en Bue­­nos Ai­res, en­tretención de la rica, simplemente aven­tu­ra en todo el sentido de pa­la­bra, placer. Nadie.

Sólo Sonia.

Se miró al espejo: a pesar de los sesenta años aun te­nía las carnes apre­ta­das, se mantenía delgado y sano, bien pa­recido en su desnudez, no como sus amigos, que d­i­si­mu­la­ban la vejez y la decadencia del cuerpo con la ayuda de bue­nos sastres o la ropa fina, pero que evitaban mostrarse en tra­je de baño en la playa y sólo exhibían la desnudez en la sauna.

Sonia siempre le auguraba un estupendo por­ve­nir físico y quizás esa misma profecía, tan­tas veces pro­nun­cia­da, le incentivó a mantenerse es­bel­to y sano.

Ella se sorprendería cuando él la llamara.

Con toda seguridad no se había en­terado de nada. Lo más pro­ba­ble era que no hubiera escuchado las no­ti­cias y que tampoco le im­­portara nada de esto. La detención de Patricia la había afec­­ta­do demasiado y des­de entonces usaba una coraza para to­da ocupación que no fueran las tri­vialidades de una vida có­mo­­da, con pla­ce­­res tan pequeños co­mo la ro­pa, las joyas o el pei­nado. Aquello los distanció, aunque pen­­sa­ban igual en asuntos políticos, sal­vo que mu­tuamente se lanzaban cargos y culpas, re­pro­ches y agresiones, no comprendiendo nin­gu­no de ellos jamás, has­ta ahora pro­bablemente, que el asunto era ine­vi­table y que ella era ella y no una de­pen­dencia particular de sus padres. Las acusaciones recíprocas eran tan graves que ya ca­si no se hablaban y, cuando empezó efec­ti­vamente a creer que era su­ya una buena dosis de cul­pas, él decidió que debían se­pararse, aunque So­nia no aceptara nada de la que le co­rres­pon­día.

Luego de vein­ticinco años de matrimonio se se­pa­ra­ron, ven­dieron la casa y compraron dos departamentos de lujo. El le fijó una mesada, hasta que ella reclamó que quería ha­cer algo y no seguir como una man­tenida, que se estaba muriendo en vida y, luego de renunciar a esa pensión pactada muy so­­lem­ne­mente, Carlos Alberto le entregó el dinero para abrir una tienda en el nue­­vo centro comercial que ha­bría de causar sensación en el barrio alto. Com­pró el local a nombre de Sonia y lo entregó lleno de mercadería. Como bue­na hi­ja de árabes, Sonia fue capaz de conducir su negocio con efi­­ciencia y nunca más volvió a pedirle dinero, por lo que sus contactos se reducían a oca­sio­­na­les visitas que él hacía a la tienda, por el simple deseo de con­ser­var algo que lo uniera con Patricia, una conversación liviana, una fra­se sim­pá­ti­ca de ella sobre su estado físico, una pu­lla con sorna sobre las tantas mu­je­res que tendría, una consulta sobre algún asunto fi­nan­cie­ro, sobre el precio del dó­lar tan fluctuante, so­bre el banco más se­guro y só­lo muy oca­sio­nal­mente un comentario sobre Juan Alberto, el hi­jo me­nor que un día par­tió a los Es­ta­dos Uni­dos para de­di­car­se a la fí­si­ca y que, inmerso en ese mundo cien­tí­fi­co, sólo se acordaba de sus pa­dres unas pocas veces en el año y le es­cri­bía a Sonia, enviando en el mis­­mo so­­bre una carta más breve para Car­los Al­ber­to, revelando con ello que no acep­taba que se hubieran separado y que no estaba dis­pues­to a cam­biar su cos­tumbre por el hecho que ellos no fueran capaces de en­fren­tar su ve­jez jun­tos. En las cartas de Juan Alberto jamás había una men­ción pa­ra Pa­tri­cia, no por­que no le tuviera cariño, sino porque pa­re­cía entender que no había que rea­­brir he­ridas o alen­tar esperanzas inú­ti­les.

Carlos Alberto se sintió solo.

Le pareció que no tenía sentido llamar a Sonia.

Por primera vez en la noche com­pro­bó que la noticia de su pró­xi­ma prisión lo había afectado y el sen­ti­mien­to de soledad se hi­zo más agudo.

Patricia, en aquella última vez que con­ver­saron, le re­pro­chó su apa­rente frial­dad para todo, esa seriedad, esa so­­lem­nidad, esa pos­tura de prín­ci­pe renacentista que man­­te­nía una sonrisa aje­­na fren­te a todo lo que ocu­rriera en el mun­do, como si nada lo to­c­ara de ver­­dad, sin gritar, sin exal­tarse, manifestando sus enojos con castigos se­ve­ros ex­presados de un modo que casi pa­recía cortés, esa carencia de contacto fí­sico, lo que ella llamaba in­ca­pa­ci­dad pa­ra expresar cariño, para amar y, tratando de exaltarlo sin conseguirlo, le decía las co­sas más duras que se puede decir a un padre, para ter­­minar lan­zando al ai­re o al futuro ese grito do­lo­roso de que algún día, papá, al­gún día quiero verte llo­rar, de­san­grar­­te en lágrimas, implorar, para saber que eres hu­ma­no, na­da más, un día, papá, sufrirás mu­­cho, su­fri­rás y no ten­drás a nadie, no es­taré yo a tu lado y sólo espero que no sea de­­­ma­­sia­do tar­de para que te con­viertas en un hombre, un hom­bre de verdad y no esta especie de máquina para la vida social. Para Carlos Al­ber­to no había sido demasiado tarde el momento, pero si para su re­la­ción con su hija mayor, porque hacía dos o tres años, ¿ tres?, se había re­conciliado con el llanto y esta de­ten­ción inmi­nen­te era justamente porque había dado curso a su ser más profundo, aunque para ello debió asumir como ac­tor consumado, capaz de hacerle creer a todos que él seguía sien­do el mismo de antes, pese a que en realidad hu­biera cam­biado tanto, tan profundamente como había sido el terremoto ex­­perimentado en su vida aquella vez.

Carlos Alberto no fue capaz de poner fecha de ini­cio al dra­ma en su memo­ria. Siempre creyó ser un buen pa­dre, como eran todos, marcando sólo la di­ferencia en el he­cho que jamás golpeaba a sus hijos. Los quería mucho, los pu­­­so en los mejores colegios, les dio vacaciones largas y compró la ca­sa de Con­cón porque les gustaba tanto.

¿Cuándo empezó el dra­ma? ¿Acaso cuan­do Pa­tri­cia entró a la Universidad? ¿Tal vez cuando rompió su largo po­loleo que todos esperaban, incluso el pololo, que terminara en ma­tri­mo­nio? ¿O fue cuando in­gre­só al Partido, ese partido de mierda, que ni siquiera se atre­ven a ser co­mu­nistas le dijo él, en la época de la elección del Doctor como Presidente? ¿O cuando fue elegida presidente del Centro de Alum­nos?

¿O fue esa tarde de Julio de 1974, que ahora Carlos Alberto re­cuer­da con la garganta seca?

Era un día muy frío. Durante casi una semana ha­bía caído la lluvia so­bre la ciudad y esa mañana amaneció des­pejado y con mucha helada, un día de sol, hermoso, pero al co­rrer de las horas las nubes habían regresado an­ti­ci­pando una nueva lluvia para esa noche. Las co­sas no se habían dado muy bien, por­que las medidas económicas recién anunciadas por el ge­­neral que ocu­pa­ba el Ministerio de Hacienda habían pro­vo­ca­do cierto pánico en esferas fi­nan­cieras. Se suponía que de­bía darse una cierta estabilidad para recuperar al país des­pués de tres años de caos y socialismo, pero este segundo mi­nis­tro en me­nos de un año tomaba nue­vas líneas en su acción, los anun­cios pa­ra el fomento del desarrollo industrial no se con­cre­taban y todo indicaba que este nuevo cam­bio de política eco­nómica sería profundo. Su ol­fa­to le se­ña­laba que lo más con­veniente era no invertir, mantener su dinero en ban­cos ex­tran­jeros y tal vez iniciar algunas exploraciones en el co­mercio ex­te­rior. Se decía que bajarían los aranceles, que se con­gelaría el dólar, pero muy pocos creían que eso pu­die­ra su­ce­der. Este se­guía siendo el país del rumor y no existían mu­chas po­si­bi­li­dades de planear seriamente el futuro.

Después de dejar la oficina manejó cuida­dosa­men­te, por la llu­via, ca­mino a su ca­sa. Los días de invierno agu­di­zan la melancolía y las dificultades fi­­nan­cie­ras son fuente de an­gustia para cierto tipo de per­sonas, como por ejem­­plo Carlos Alberto. No veía a Patricia des­de ha­cía muchos días. Su última con­­versación había sido muy desa­gradable y ter­mi­na­do abrup­­ta­men­te, cuando ella salió dando un portazo, des­pués de ad­ver­tirle que le llegaría el momento de llorar. Un desahogo emo­cional de la muchacha. El golpe de es­tado la había afec­tado mucho, pues se le tronchaban sus aspi­ra­cio­nes políticas, per­so­nales y, en ge­­ne­ral, las referidas a su visión de la so­cie­dad. Ella creía ver­da­de­ra­men­te que todo esto que se vivía era me­jor y que el caos eco­nó­mico y social era fru­to de la campaña del im­perialismo y de los an­ti­pa­trio­tas, de los reaccio­narios, de los fascistas. El día de su último encuentro an­tes de esa tarde de Julio, ella fue a casa de sus padres porque se sentía es­pe­cial­mente triste. Habían detenido a uno de sus mejores amigos, un poeta que vivía en el mismo edificio, que no ma­taba una mos­­ca. Se enojó mucho cuando Carlos Alberto le dijo que todo te­nía explicación, que quizás en qué estaría me­tido, pero ella tenía miedo que lo tor­turaran, que lo mataran o que le pasara al­go muy es­pan­toso, algunas de esas barbaridades −pensó Carlos Alberto− que según los comunistas y el Car­de­nal es­ta­ban pa­san­do en Chile, todo lo que por su­pues­to debía ser com­ple­ta­men­te falso, porque este país no es la Ale­mania nazi, ni Viet­nam ni Rusia y las Fuerzas Armadas son com­ple­ta­mente dis­tin­tas a las otras fuerzas armadas de América Latina, pero la dis­cu­sión fue su­biendo de tono y él, muy ape­nado por su hija, no fue capaz de mos­trar­le afecto co­mo ella necesitaba, sino sólo co­mo él sa­­bía, lo que no resultaba suficiente, por­que las mu­jeres son tan sensibles y quizás anda en uno de esos días “es­pe­cial­mente sensibles”, reflexionó él.

Patricia había querido independizarse.

Nada me molesta, mamá, había di­cho a So­nia, pero me quie­ro in­de­pendizar. Ex­plicó que ella ya podía tra­bajar, que le faltaba po­co pa­ra re­ci­bir­se y que podría pagar una pie­za. Car­los Al­ber­to le en­con­tró razón, pero, como siem­­pre, hizo las cosas a su mo­do, lo que a Pa­tri­cia la violentó, pero no tuvo más camino que acep­tar. Así, la mu­cha­cha se tras­ladó al de­par­tamento que Car­los Alberto tenía de­so­cu­pa­do. El com­­­pro­mi­so era que ella pagaría sus gas­tos, pero Carlos Al­ber­to y So­nia la lle­naban de re­ga­los, lo que fue un pre­cio por su de­­recho a vivir sin la tuición inmediata de sus padres. Has­ta el golpe com­­par­tió el de­partamento con una amiga que los padres ja­más co­no­cie­ron y que se fue al acercarse la Navidad de ese año. Siguió vi­vien­do so­­la, aunque ca­da vez le era más difícil tener dinero, porque la ha­bían des­pedido del tra­bajo y en­­ton­ces tuvo ne­ce­sidad de recibir esa me­sa­da que su padre siem­pre había que­ri­do darle. No quiso regresar don­de los pa­­dres y Carlos Al­ber­to en eso fue un aliado, aunque Patricia debió re­sis­­tir con ener­gía el empeño de que lle­va­ra a vivir con ella a la prima Ber­­ta que había venido a San­tia­go a es­tu­diar. Oca­sio­nal­mente se que­da­ban con ella algunas amigas y tuvo co­mo gran com­­pa­ñía al poeta del de­­par­ta­men­to del lado.

Ya casi un mes había sido la pelea con su hija y a Carlos Alberto le pareció oportuno apro­ve­char la melancolía de los días de lluvia para irse al Colonia a tomar un cho­co­late con leche, ca­len­ti­to y dulce, con un buen pedazo de kuchen de nueces, con crema, que a los dos les gustaba tan­­­­to.

Desvió el auto, regresó al tráfico. No tuvo certeza de qué fue, pero al­go le había hecho cambiar brus­camente el estado de áni­mo. En realidad, tuvo una urgente necesidad de ver a su hija ma­yor. Per­dió la flacidez de la me­lan­co­lía y tensó los músculos del rostro, mordiendo fuer­te diente con diente, tal co­mo el dentista le decía que no debía hacerlo, mi­rando molesto a los au­to­mo­vi­lis­tas que hacían maniobras torpes. El pa­vi­men­to mojado, la lluvia, el barro que las gotas suaves de la llovizna no conseguían eliminar del parabrisas, todo le fue per­turbando cre­cien­temente, más y más, y aceleró, tocó la bo­ci­na, se abrió paso para llegar pronto. No sabía en­tonces el mo­tivo de la urgen­cia, pero po­co rato después descubriría que era ese don de an­ti­cipación o de percepción especial de los pa­dres cuan­do los hijos tienen problemas, pe­ro en ese momento pensó que era sólo por la hora, pues si no llegaba luego, Pa­tri­cia le diría que no po­día ir, que ya era muy tarde, tal vez por­que llegaría el tal Moncho a verla, ese tipo chico y ra­­ro, del partido se­guramente, clandestino tal vez, que era una es­­pe­cie de po­lolo y ella querría esperarlo en lugar de salir un ra­to con su pa­dre y si no llegaba lue­go, pensó, en lugar de recon­ci­lia­ción iban a tener otra pe­lea, así es que más rápido, más rá­pi­do, con cier­ta im­­pru­den­cia, la que los due­ños de autos grandes y potentes, ase­gu­rados por aña­­di­dura, se pueden per­mi­tir. No quería ver a ese Mon­cho, tipo callado y sin apellido y menos aun ver que le arrebataba a su Patita.

Carlos Alberto nunca corría, sólo tenía el paso lar­go y enér­­gico de un ju­ga­dor de golf, única revelación de sus apuros. Con las lla­ves en la mano y abro­­chándose el abrigo su­bió la escalera. Sus piernas largas y el excelente es­tado físico le permiten subir hasta el cuar­to pi­so de modo constante y rítmico, sin detenerse en los in­ter­medios, sin cansarse, sin que se agi­te el pecho salvo por la ansiedad de en­contrar a su Pa­tita, a su niña, convertida en mujer in­de­pen­diente, la an­siedad de encontrarla sola y que ella aceptara ir a tomar cho­co­­late con le­che, de ése que llena de calorcito el cuerpo en las tardes de frío y re­­conforta el espíritu cuando empieza a anidar la angustia o la me­lan­co­lía...

O la sorpresa.

La puerta estaba abierta y desde el pasillo vio el de­sorden. Entró: los muebles del living fuera de su posición, los cuadros torcidos, el bergère que había sido de su madre, ra­jado de arriba a abajo, el florero en el suelo y las siem­pre­vi­vas esparcidas, como si un huracán hubiera pasado por allí. Lla­mó a su hija en voz alta, pero sin gritar. Avanzó has­ta el dor­mitorio, empujó la puerta y el espectáculo fue aun peor: la cama deshecha, el col­chón en el suelo, el closet abierto y de­sor­denado. El otro dor­mi­torio estaba igual y los li­bros del es­tan­te esparcidos por el suelo y encima de la mesa-escritorio.

Su desconcierto se fue convirtiendo en certeza.

Él había escuchado de las de­ten­cio­­nes, la propia Pa­tricia se lo ha­bía contado, pero esto era demasiado. ¿Qué ha­bía pasado? ¿Por qué todo es­ta­ba así? ¿No sería quizás una pelea?

Aceptó la idea de que habían llegado a de­tener a otra persona, no a su Pata, al Moncho ése, seguro, que debe es­tar metido quizás en qué cosas, ca­­ra­jo, el muy ca­ra­jo, entonces se debía haber resistido y los habían llevado a los dos. Ese mi­se­­ra­ble de mierda, ese tipejo, la había involucrado.

Por la misma mierda, que estas cosas le pa­sen a otros, pero no a él, no a su hija, a su familia.

No era posible.

Sonia lloró cuando se lo dijo y Juan Alberto su­gi­rió ir al día si­guiente al Co­mité de la Paz, porque ahí ayudan, di­jo, presentan recursos y todo eso, pero Car­los Alberto, mo­les­to por la proposición de su hijo, que calificó de im­pertinente, pre­tendió ser práctico y llamó inmediatamente a Francisco Jo­sé, quien fue pololo de Patricia por tantos años, para que tú co­mo abogado nos ayu­des, pero él con­tes­tó fría­men­te, demasiado fríamente aun para él, que us­ted sabe, señor, que yo no soy de los abo­gados que se dedican a esas cosas, tal vez mañana le pueda dar algún nombre y aunque acep­tó que había varios ami­gos suyos cumpliendo funciones en el Ministerio del In­te­rior le di­jo que no po­día molestarlos para esto, pues ellos cum­plen sus obligaciones bien precisas, don Carlos Alberto y cosas como estas están a cargo de los servicios de se­gu­ri­dad y quizás en qué estaría metida Patricia, usted sabe, señor, disculpe, con esos amigos que tiene ahora y su partido y el centro de alum­nos, pero es cosa de tener paciencia, si no está metida en nada la van a sol­tar, hay que te­ner con­fianza en las Fuerzas Ar­madas que hacen todo a conciencia.

Chi­qui­llo de mier­da, pensó Carlos Alberto, no es problema de confianza sino de encontrar a Pa­tricia. Mu­chas gracias y punto, eso era todo lo que podía esperar del que de­cía que tanto la amaba.

Quedaron los tres solos. Pasaron toda la noche entre los ataques de llan­to Sonia y las acusaciones de “tú tienes la culpa, Carlos Alberto, porque la ayu­daste a irse de la casa” y la respuesta de “no me hables así, Sonia, porque ella se fue porque tú le hacías la vi­da imposible y a todos por igual, que ya estamos hasta aquí contigo”, mientras Juan Alberto, el hermano, simplemente se entristecía en toda la profundidad posible.

Habló con todos sus conocidos. Incluso consiguió que lo re­ci­biera el Al­mi­ran­te. Una vez habían estado juntos ju­gando al golf. To­dos prometieron ha­cer algo, pronto se va a sa­ber. Habló con las más va­ria­das personas: co­ro­ne­les, ge­ne­ra­les, miembros del poder judicial, abo­­­gados. Todos le re­co­men­­da­ban no presentar recurso de amparo, no ar­­mar es­cán­da­los, no de­cir una pa­la­bra en público, ya que si recurría a las Cortes o al Comité del Cardenal, las co­sas se pondrían peor. Con­­si­guió que un obispo de cuya lealtad no se podía dudar, se in­­­te­re­sa­ra pri­va­damente en la situación. A los pocos días los re­cibió, en esos ai­res costeros cerca de la capital, para ex­plicarles que, efectivamente Patricia ha­bía sido detenida, pues había una de­nun­cia sobre actividades políticas sub­ver­sivas, pero que pronto podrían vi­si­tarla y con los antecedentes de los pa­dres todo se acla­ra­ría rápidamente. Mientras tanto no ha­bía que decir nada ni ha­cer escándalos.

Sonia estaba desesperada y Carlos Alberto le in­­sistía en la ne­ce­si­dad de confiar, había que tener paciencia y confianza, ellos no eran cua­les­quie­ra, pero los días, las se­ma­nas y los meses pasaron y, después del aniversario del golpe de estado, en muchas partes se co­men­zó a hablar de personas que de­saparecían o que habían sido detenidos y los ejecutaban sin proceso o no se sabía más de ellos.

Hasta su oficina lle­ga­ron algunas mujeres, di­cién­dole que habían sa­bido que su hija estaba detenida y que se­ría con­veniente que se presentara un recurso de amparo, que ése era el camino para saber al­go y que así las co­sas se­rían mejores. El las olió de inmediato, se dio cuen­ta que eran co­­mu­nis­tas y como ellas guardaron silencio cuando les pre­guntó si habían solucionado su pro­blema con el recurso de am­paro, con el Comité de la Paz, el obispo luterano, el cardenal y todo eso, las des­­pi­dió y resolvió no recibirlas más, pues, tal co­mo le había dicho el Co­ronel en la entrevista que le habían conseguido, esas son injurias y pa­trañas inventadas por los co­munistas y la Igle­sia, manejada por los de­mócrata cris­tia­nos, que se han em­peñado en una tarea in­ter­na­cio­nal de des­pres­tigio y lo de la niña se arre­glará, es cosa de unos días o al­go así, no se preo­cupe, había dicho al alto oficial, que todo se arre­glará, tenga confianza. Se notaba que el Coronel tenía po­der, que era más importante incluso que varios generales.

Poco antes de Navidad se presentó en la casa de Car­los Alberto y Sonia un grupo de hombres vestidos de civil. El que hacía las veces de jefe fue muy amable. Dijo que lo de Pa­tricia estaba en conformidad e iba a quedar en li­­ber­tad, que ya to­do estaba arreglado y que necesitaban llevarse ropa suya. So­nia pidió permiso para enviar una carta, en la que sólo le ex­presó que la que­rían mucho y la estaban esperando. Dos o tres días después se pre­sentó un ofi­cial, esta vez vestido de uni­forme. Pidió hablar a solas con Car­los Alberto y en un tono excesivamente solemne, le dijo que su hija ha­bía quedado en libertad, pe­ro no había aceptado que la enviaran donde sus pa­dres, sino que quiso irse de inmediato al extranjero por lo que la ha­bían de­jado en una micro que iba a Men­doza. Parecía que ami­gos suyos la iban a ayu­dar con dinero. Solamente man­dó un recado, que para mí señor, es muy do­loroso darle a su es­po­sa. Ella di­jo que nunca más regresaría a vi­vir con pa­dres que no la querían y no com­par­tían sus ideas. Perdone, señor, pero eso es. No, el oficial no ha­bía hablado con ella, pero el Coronel si y era él quien había enviado tal recado. El Coronel.

Carlos Alberto estaba completamente descon­cer­ta­do. Hizo todo ti­po de ges­tio­nes para ubicar a su hija en Ar­gentina, pero alguien vinculado a los mi­­li­ta­res de allá le hizo sa­ber que había tomado el avión con destino a Cuba.

Al poco tiempo se dejó de nombrarla, por pre­cau­ción o por miedo y cuando, un año después, se publicó en Ar­gentina la lista de muer­tos en un en­fren­ta­mien­to, todos chilenos, ellos buscaron con avi­dez, pero como no figuraba en­tre esas ciento diecinueve personas, acep­taron la versión de que estaba en Cuba. Las re­­la­ciones en­tre Sonia y Carlos Alberto fueron cada vez peores, hasta que can­­sa­do de tantas recrimi­naciones, Carlos Alberto decidió se­pa­rarse. Total, ya no tenía sentido que siguieran juntos: Pa­tri­cia estaba en Cuba y Juan Alberto en Estados Unidos, al pa­re­cer ambos para no regresar jamás.

Así fue todo hasta aquel día de marzo de mil novecientos ochenta y dos.

Había ido a pasar unos días a Con­cón, la casa que era el único re­si­duo del matrimonio con Sonia, pues la com­par­tían ami­ga­ble­mente. Ella todo el ve­rano, para sí misma o pa­ra arrendarla. El, desde marzo a diciembre, para ir los fines de semana, con tus amiguitas, le había dicho Sonia, entre ce­lo­sa y contenta de sa­ber que su hom­bre, el que había sido de ella cuan­do joven, el que siendo tan atractivo la ha­bía elegido, to­davía fuera interesante para mu­chas mujeres más jó­ve­nes que ella. Al comenzar marzo, ya no que­daban ve­ra­nean­tes y era el me­jor tiempo, un poco me­­nos caluroso que el verano, la playa dis­puesta para él, para asolearse y caminar. La primera se­ma­na de mar­zo la pa­saba sólo y lue­go, a veces, invitaba a alguien a compartir su descanso.

El cuidador le entregó un sobre. Se lo había de­ja­do una señorita “que venía en un au­tito chico, don Carlos Al­ber­to”. Abrió el sobre, sorprendido. Se en­­con­tró con un papel sen­ci­­llo, que decía simplemente que tenía un recado de Pa­­tricia y lo esperaba esa misma tar­de a las siete en la terraza de la playa. Car­los Alberto se percató que tenía poco tiempo, lo suficiente para cambiar de ro­pa y tomar el auto. No quiso pensar en nada, si­no que dejó sentir la emoción de des­cubrir que su hija aun se acor­daba de él. Tal vez era ella misma quien lo vería y había ingresado clan­destinamente al país. Tal vez era una de las mu­jeres que el Gobierno calificaba de ex­tre­mis­tas y de las que ponen bombas. Na­da de eso le im­portaba. Sintió una enorme excitación.

Fue.

Detiene el auto frente a la terraza de la playa. A esa hora aun no se ha puesto el sol. Pare­ce verano, por el brillo del mar y la temperatura agra­­da­ble. Baja con la mis­ma par­simonia de siempre. Luego de cerrar el auto mi­ra hacia el mar y per­cibe el enorme pino de siempre y tras él, el sol que se va, len­ta­mente, al mismo ritmo que Carlos Al­ber­to avan­za. Treinta años y el pino sigue igual, como si nada pasara, cuando en rea­li­dad es lo úni­co vigente de aquellos tiem­pos, pues los demás lugares, la Parker, el Astoria, la casa de los Aguirre, to­do ha ido dejando el paso a enormes edificios de de­par­ta­mentos y ahora son otras las familias que vienen. No ve a nadie y de­ci­de cumplir su ritual de caminar de lado a la­do por la terraza. Llegó con dos o tres minutos de adelanto y salvo el ven­­de­dor de re­vis­tas nadie queda en el sector. La te­rra­za, con sus ban­qui­tos para mirar la pues­ta de sol, tiene casi tres­cien­tos metros haciendo re­co­ve­cos y rincones apropiados pa­ra que se instalen los ena­mo­ra­dos o des­can­sen las mamás de re­greso de la playa. Muchos años recorriendo de ex­tre­mo a ex­tre­­mo la te­rra­za, tran­cos largos de golfista, manos atrás mi­ran­do ca­da detalle que se le pre­­sentara. El ri­to empezó en los años de papá joven, cuando traía a Pa­tricia recién nacida y en su coche a to­mar el fresco de la tarde y desde ese momento pa­ra siempre, sólo o acompañado, leyendo o mi­rando. Pa­­ra él, es­te lugar sig­ni­fica­ba in­me­dia­tamente paseo en las tardes y to­dos quie­­nes lo conocían sabían que era el lugar ideal para en­con­­trarlo.

− Buenas tardes, señor.

Al primer vistazo le parece una muchachita, pe­ro luego, al verla de cerca, ve que ya no es una niña, sino de­be tener por lo menos treinta años. Rubia, muy bajita y me­nuda, de una delgadez que le arrebata sen­sua­li­dad, pero le añade ternura a su rostro alar­ga­do. Su vestido blanco, de fal­da am­plia, muy liviano, como para que el vien­to lo moviera igual que a su me­lena do­rada, le da un aire ange­lical. Bonita, se di­jo, con su costumbre de ob­ser­var­lo todo y calificarlo de in­me­dia­to, sintiendo simpatía por este ser que le hi­zo pensar en una aparición, como las que estaban de moda por aquel en­ton­ces.

− Soy Teresa. Yo le envié el papel.

Es decir, no era un ángel ni una aparición. La sa­lu­dó muy for­mal­men­te y no pudo evitar ponerse nervioso, pre­sintiendo que este en­cuentro se­ría muy importante. Le pre­­gun­tó si querría acom­pa­ñar­lo a la casa o ir a algún lugar a tomar un trago o un ca­fé, pero ella le respondió que prefería ca­mi­nar, sin agregar que allí sentía que estaba más segura, pues no sabía cómo iba a reaccio­nar él cuando le di­jera lo que tenía que decirle. Sólo le comentó este mie­do de esa tarde varios me­ses después cuan­do, un día en forma inesperada volvieron a en­con­trarse en la ca­sa del poeta, el mismo que ha­bía sido tan ami­go de Patricia.

− Yo lo invité a venir. Le tengo un recado de su hija, de Pa­tricia. Quizás ten­ga mu­chas cosas que contarle, que le pueden in­teresar.

Hace una pausa y traga saliva. Le dice que para ella esto es muy difícil.

− Le rue­go que no me interrumpa, señor, si me deja contarle todo, después pue­do contestarle sus preguntas.

Lo miraba con algo de asustada y mucho de fuer­za interior.

− Antes de hablarle he averiguado muchas cosas respecto de us­ted y de su fa­mi­lia, porque siempre me sorprendió que Pa­tricia no estuviera en las lis­tas de los detenidos desa­parecidos y no leer jamás su nombre en las cam­pa­ñas que se ha hecho en todo el mundo en favor de las per­sonas de­tenidas.

Ella necesitó saber qué clase de personas eran éstas que no decían na­da ante el do­lor y la pérdida de un ser querido. Sabía que había cientos de fa­mi­lias que habían si­len­cia­do su condición de vícti­mas de esta dictadura ho­rro­rosa, tal vez como una vergüenza, tal vez por miedo, pero nunca había co­no­ci­do ninguna de cerca.

Carlos Alberto la mira con atención. Teresa ha­bla­ muy rápido, casi sin res­­pi­rar, con un tono suave, como debía ser su pelo rubio; rápido, muy rá­pido, temiendo ser in­te­rrum­pida. El hombre había aceptado una con­di­ción de no interrumpir el relato, no pre­gun­tar nada hasta que hu­bie­ra ter­minado, pero ella no sabía si él cumpliría su pa­la­bra y que es­ta­ba en­tre­nado por su trabajo para es­cu­char mucho y ha­blar sólo lo ne­ce­sa­rio, co­mo te­nía que ser entre per­sonas que se dedican a los negocios y sa­ben ga­nar siempre.

Teresa le dijo que como fruto de sus averigua­cio­nes se ha­bía en­te­ra­do que a la fa­milia, a los padres de Patricia, se les dijo que la mu­chacha ha­bía que­da­do en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Ar­gen­tina y luego a Cu­ba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían to­ma­do la actitud de olvidarse que existía, lo que en­tendía que era im­posible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hi­jo.

− Eso lo sabemos todos, incluso yo, se­ñor, porque tuve un hijo que mu­rió cuan­do tenía un año y lo sigo re­cor­dando, aunque des­­pués he te­ni­do otros, así es que sé que usted tiene que se­guir preguntándose por ella.

Él la mira con los ojos fijos.

− Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es ver­dad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, si­no que murió en prisión.

Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agen­tes la se­pa­raron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos ven­dados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el sue­lo de una habi­ta­ción y al poco rato se dio cuenta que no estaba sola, pero no hi­­zo na­da, no pudo hacer nada, ni hablar ni mo­ver­se, pues te­nía mucho miedo y no sabía si había guardias mi­rán­do­la. Pasó mucho rato en esa posición, pre­sa de un terror que le do­mi­na­ba to­do el cuerpo, su frágil cuerpo, pensó Carlos Al­berto, hasta que la puer­­ta se abrió y la obligaron a levantarse. Luego hi­cie­ron po­nerse de pie a la otra persona, las esposaron juntas.

− Me di cuen­ta que era mujer y caminamos a través de pasillos y es­ca­le­ras has­­ta lle­gar a una pieza en la que nos sentaron, es­ta vez en si­llas de ma­de­ra. Era una especie de oficina de in­gre­so, en la que un hombre de voz du­­ra y pre­­po­tente nos pre­guntó los nombres y otros datos personales.

Allí su­po que la otra persona detenida junto a ella, era Pa­tricia.

− Su hija, señor, a la que conocía de nom­bre y de vista co­mo di­rigente de la Uni­versidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nom­bre.

El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.

− Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me some­tie­ron a mu­chas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y has­ta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.

Quedó muy mal después de las sesiones de tor­tu­ras. Sólo des­pués de varios días le permitieron descansar.

− Me enviaron a una es­pe­cie de sala de recuperación en la que pu­­de sa­carme la venda, au­to­ri­zada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le en­tra­ba algo de luz na­tural, muy fría, muy húmeda, con seis ca­mas y una me­sa.

Había col­cho­ne­tas y frazadas so­bre las camas, tos­cas, grises, ás­pe­ras. No estaba sola. Estaba Pa­tricia. Tendida so­bre una cama, en muy mal es­ta­do, en una especie de som­no­len­cia, pálida. Tenía fiebre.

La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le di­jo que la co­no­cía y que también estaba de­te­ni­da como ella.

− Pa­tri­cia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de tor­­tu­ra­dores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.

Durante va­­rios días no la dejaron dormir. La in­te­rro­garon mucho, duramente, le preguntaron por mu­cha gen­te, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y que­rían comprobar de­claraciones.

− Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.

Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que re­cibió Patricia. Pri­mero los golpes en el rostro y en el es­tó­ma­go. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las pier­nas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no re­sistía los dolores en la vejiga. En me­dio de una golpiza se orinó, lo que apro­vecharon para humillarla. El grupo de torturadores se in­te­gró con mu­je­res cuando tocó el turno de la electricidad.

− En los pies, en las axilas, en los ge­nitales, introduciendo alam­bres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede ima­ginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.

Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre des­nuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.

− El descanso que nos dieron duró tres días. Nos hicimos muy ami­gas. Ha­bla­mos de todo, nos contamos la vida entera, des­cu­bri­mos pun­tos co­mu­nes, ami­gos, conocidos, fiestas, ale­grías, terrores.

Patricia se re­cuperó mucho, pero le per­sistió un dolor muy fuerte bajo el es­tó­ma­go. Les daban algo de comer ca­da cierto tiempo, pero ella no re­te­nía na­da y botaba mucha san­gre.

− Me con­tó de ustedes, de la familia, de los re­sen­timientos pen­dien­tes y de las peleas. So­bre todo se acordaba de usted.

Al cuarto día empezó una nueva etapa de torturas pa­ra ella. Re­gre­só a la celda dos días después, en un estado peor que el an­te­rior.

− Fue terrible, do­lo­­ro­­so verla, más aún cuando ya la sentía mi ami­­ga.

Teresa habla, mientras Car­­­los Alberto siente un bulto que le gi­ra­ por el tórax.

− Dijo que se iba a morir, que no soportaría el terrible su­fri­miento.

La brisa es menos tibia, las estrellas están lejos, demasiado lejos.

− Me habló de su amigo poeta, de sus otros amigos, de la gente que más quería. Esa noche, de­­ben haber sido como las tres de la mañana, la sentí quejarse. Me acer­qué y tomó mis ma­nos con mucha fuerza. Eso me pa­reció buen signo, pero me dijo que se moría. Me muero, Te­resa, me voy a morir. Y entonces me pidió este favor. Teresa, me dijo, si es que al­gu­na vez sales de aquí, anda a ver a mi pa­dre, no a mi madre, a mi padre, y le cuentas todo esto que has visto. Di­le que le he tenido rencor porque siem­pre estuvo lejos de mí, pero que en rea­lidad lo quie­ro mucho, que siempre lo quise mucho y que lo he per­do­na­do. Dile que me perdone él a mí, por lo malo que le hice, yo só­lo quise ser leal con mi con­ciencia, quise ser honrada, jamás qui­­se dañarlo. Dile que nunca he hecho nada de lo que él tenga que avergonzarse y que to­do lo que le puedan decir de mí es men­tira. Anda, me dijo, y se lo dices en persona. Nunca lo es­cri­bas. Debes estar segura que él se entere, aunque pasen mu­chos años.

Ya está oscuro y ellos sentados en el banco, frente al pino le­gen­da­rio de Concón. Carlos Alberto, el pecho com­pungido, incrédulo mirando a la mu­­chacha, ambos emo­cio­nados y ella con la vista en la profundidad de las es­trellas, sintiendo el frescor de la noche que ya caía, agra­de­cien­do aliviada que este hombre hubiera sido capaz de man­te­ner­se en silencio du­rante su largo dis­curso. Retomó el aire y siguió contando.

− Poco después Pa­tri­cia perdió el conocimiento, pero mantenía su mano en las de Teresa, res­piraba cortito y rá­pi­do. Una o dos ho­ras después empezó a que­jarse, arrugó el rostro y la vi que se iba a morir. Me puse a gritar para que vi­nie­ran los guar­dias y llamaran a un médico. Vino un guardia, me hi­zo callar pe­ro no obedecí y luego lle­ga­ron otros más, hasta que por fin trajeron una ca­milla pa­ra lle­vár­sela. No puedo asegurarlo, señor, pero creo que cuando se la llevaron ya había muerto.

A Teresa la cambiaron de lugar de encierro.

La llevaron de una a otra parte, la tor­turaron nue­va­men­te, otros in­te­rro­gadores, otros expertos en inte­rro­ga­torios políticos, otros hom­bres y mu­jeres, que la insultaron, la amenazaron, la dañaron, la fusilaron fingidamente dos ve­ces. Uno de los agentes le contó que su hijo había muerto, pero ella no lo creyó.

− Es­taba convencida, se­ñor, que no era sino una maniobra para quebrarme, pa­ra debilitarme, pe­­ro resultó que fue la única verdad que los canallas me di­je­ron en to­do el tiempo que per­ma­necí en sus manos.

Tuvo suerte: estaba destinada a morir porque ha­bía visto de­ma­sia­do, pe­ro un fiscal militar creyó ne­ce­sario lle­varla a prestar declaración en un proceso que cul­mi­na­ría en Consejo de Guerra. La dejaron recuperarse, la aco­modaron y la llevaron a las Fiscalías. Guardias y oficinas, mucha gente por todas partes, hasta que la sentaron frente a una mujer muy amable, con cara bonachona que la interrogó por largo tiem­po y le convidó una taza de té. Cuan­do ter­minó la di­li­gen­cia, el Fiscal consideró que no tenía nada que ver en el pro­­ceso y no había razón para mantenerla detenida, por lo que or­de­nó su libertad por fal­ta de méritos. Ella sabía que tenían que de­volverla al lugar don­­de estaba prisionera y temía que entonces la mataran. La ac­tuaria también.

− Con sus ojos cálidos me dijo, “para el taxi” y me en­tre­gó un po­co de dinero, llamó al gen­­­­­darme y le dijo que yo estaba en li­ber­tad, que me iba desde ahí mismo y me hizo salir por una puerta dis­tin­ta, mientras al interior del edificio que­daban es­pe­rando los agentes que me habían traído.

Teresa estaba libre, libre, caminó rá­pi­do y tomó el primer taxi que apareció.

− Esa noche mis padres me llevaron a una embajada. Estuve fuera hasta Di­ciem­bre del año pasado. Ahora me autorizaron a re­gresar y aquí estoy, cum­pli­do ya el encargo. Eso es todo.

El silencio parece un alivio. Mira a Carlos Al­ber­to y lo ve llorar, muy sua­ve durante mucho tiempo y luego más y más, con sollozos e hi­pos, con so­nidos agudos y el rostro descompuesto, llora como no podía re­cor­dar ha­berlo hecho jamás. Hace frío y ella misma le sugiere que se vaya a casa dis­puesta a acompañarlo. Llegan y él sigue llorando. Te­­resa se instala a su la­­­do y lo acompaña, acariciándole el pe­lo, suavemente, hasta que se que­da dor­mido sobre el sillón. Ella sale en puntillas, silenciosamente, ante la sor­pre­sa del cui­da­dor que creyó que había venido a dormir con el patrón.

Nunca lo dijo a Sonia. Nunca lo dijo a nadie. ¿Por qué? No sabe. Por eso ahora, cuando lo van a meter preso, a Car­los Alberto le parece ridículo llamar a Sonia, porque ella no entendería nada, si acaso no se lo contaba todo, lo que po­dría ser de­ma­sia­do largo. Y difícil.

Fue después de ese encuentro en la playa, con el do­lor aplastando el pecho, con un desgarro de parto en el al­ma, con los ojos ya desocupados de las lágrimas acumuladas en tan­tos años de parecer un tipo correctito y formal, fue en­ton­ces, recuerda esta noche antes de ser detenido, que decidió ubi­car al tal Moncho y al poeta, sin saber exactamente para qué, pero con la total seguridad que su vida habría de cambiar.

Esta noche no tiene a quien contarle todo lo que pa­sa en su in­te­rior, a nadie quien ex­pli­car­le, a nadie a quien dejar instrucciones sobre las cosas de trabajo que quedan pendientes, a na­die para compartir su miedo, a nadie para despedir su libertad con un poco de ternura. Fal­ta ya poco pa­ra la diez de la noche y va a empezar el toque de queda. De­mo­ra­rán en de­te­ner­lo, tendrá tiempo de presentarse volunta­ria­­mente.

La decisión está tomada. Con su pequeña maleta, donde ha puesto las cosas más ele­mentales, sale del de­par­ta­men­to, toma su auto y lue­go de cru­zarse con dos o tres ca­mio­nes militares, llega hasta el edi­fi­cio donde vive Sonia.

Baila hermosa soledad

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