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En casa de Mao
ОглавлениеChina para hipocondríacos. José Ovejero. Barcelona: Ediciones B, 2005, 349 p.
A cierta edad se tiene una gustadura razonada por los libros de viajes. Y es porque se llega a una manera distinta de apreciar el mundo: desde el sillón preferido de la casa. ¿Será acaso la conciencia de que nos estamos bebiendo los últimos vahos de nuestros sueños?
La incomodidad es propia de la juventud. En el prólogo del libro Fervor de Buenos Aires, Borges lo dejó explícito para él y quienes, como el escritor, nos acercamos a esa convicción: En aquel tiempo (anotó, refiriéndose a sus años mozos), buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad. Con lo que pretendió decir que, de muchachos, somos dados a las incertidumbres, los peligros, la noche, las lejanías. De adultos, a la molicie y la infalibilidad, lo que no traen precisamente todos los viajes. Cualquier peregrinaje contiene siempre el desasosiego, las turbaciones de espíritu o cuerpo, las perplejidades de la mirada.
El periodista español José Ovejero (Madrid, 1958) estuvo en China en 1991. Con su experiencia escrita se ganó en mil novecientos noventa y ocho la primera versión del premio Grandes Viajeros, de Ediciones B. Descastado, como él mismo se llama, acostumbrado a la añoranza de la lejanía (el fernweh de los alemanes: el dolor de la distancia, contrario al heimweh, la nostalgia del hogar), a buscar agitadamente lugares remotos y los más extraños posibles, en los que perciba la auténtica extranjería, en esta ocasión el cronista se arriesgó en el territorio de las viejas dinastías reales y las épocas imperiales por un motivo esencial: el hecho de que el país viviese entonces bajo un régimen comunista, en el que no estaría todo el tiempo rodeado de miseria, como la India o el África. “La idea de andar ocupado encontrándome a mí mismo mientras en derredor mío la gente se muere de hambre me parece difícilmente soportable”, advertía. Sin embargo, después del recorrido por el sudoeste de la antigua nación, el lector entenderá que al hombre también lo traicionan sus intuiciones. La hipocondría de Ovejero, con sus miedos, con sus altibajos y sus entusiasmos, le descubre de inmediato todas las endemias de la nación que visita. En este caso, fue la China insoportable de los inimaginables millones de chinos.
Ovejero visitó la República Popular en un año en el que todavía su vida cotidiana era gris (y disciplinada hasta para dormir en la litera del tren; todos los pasajeros tuvieron que hacerlo a la hora en que la supervisora entregó las mantas, también pardas). Encontró plomizos los trajes de sus gentes, el paisaje, los trenes atestados de nativos y de cosas… En ellos descubrió que no se puede tener una visión mínimamente completa del país sin haber viajado en sus vagones insospechados. “El tren es la cara más oscura del socialismo, […] es el universo en que se refleja su fracaso. En él hay primera y segunda clases, asientos blandos e incluso camas para quien pueda permitírselo, asientos duros o el suelo para quien no puede”. Son fundamentales para conocerla, más que sus propias ciudades emblemáticas, aseguró.
El cronista hizo el viaje inverso al del turista occidental común. Previo al recorrido por las provincias más exóticas, vivió y estudió un mes en la Universidad de Nanjing, para intentar familiarizarse con el idioma, esa jungla de signos, no significantes, casi jeroglíficos, que hacen sentir al visitante que lo desconoce, perdido de sí y de los demás. Y cuando se llegó a Beijing fue sólo para responder a la cortesía de un amigo americano que lo invitó. De hecho, en su memoria la capital (tanto como Shanghái) es un lugar ajeno cuyo mapa no llegó a asimilar. Allí, dice, fue un turista más, y para colmo, un turista perezoso, acosado por las muchedumbres que encontró en todas partes, el tráfico denso y un socialismo conservador de los rasgos propios del Imperio, donde entendió, por momentos, que la revolución cambió el orden social pero no los gustos y los secretos deseos de sus gentes por los adornos de seda y los brocados ancestrales de la cultura china.
Prefirió la aventura en comarcas como Guilin, “la región más bella del mundo”, según los folletos promocionales, y Ovejero le dio la razón. Hermosa por el paisaje que arropa a la ciudad, sus montañas han sido pintadas por artistas de tiempos diversos, y el viajero va allá para comprobar esa idealización del paisaje. Pero al llegar, el panorama lo encuentra igual a como lo conoció en las láminas de seda. Entonces, no sabe si defraudarse o alegrarse. Prefirió también a Yangshuo, el lugar apacible para los mochileros del mundo, y pronto invadido por los turistas comunes. A Chengdu, Leshan, Dafu –la cuna de la estatua gigante del Buda excavada en un acantilado. A Xichang, una región de minorías étnicas, y a Jinjiang, Lijuang, o Yunnan, lugares infectos para cualquier mortal, limítrofes con Birmania y Tailandia, y con los mismos problemas de los territorios fronterizos: mafias, drogas, jóvenes pandilleros, economías ilegales e influencias foráneas perniciosas. Desde acá, en el siglo diecinueve los británicos descubrieron la manera lucrativa de equilibrar la balanza comercial con China, mediante la promoción del cultivo y negocio del opio.
En bicicleta, Ovejero visitó monasterios y lugares arcanos para los jóvenes de todo el mundo que sueñan con el nirvana, pero en el camino a Kunming, en Yunnam, descubrió en el restaurante donde estacionó el autobús, la cara sucia del socialismo chino: La indigencia, la miseria, “la mirada embrutecida, destrozada, de los hambrientos […] Esta visión ha echado un poco abajo la imagen que nos habíamos ido formando de China. No me ha hecho falta ir a las zonas prohibidas” (2005: 318).
La historia de China es demasiado compleja para cualquier occidental. Tratar de entenderla desde las páginas de los ensayistas o en un viaje rápido que no deja de ser turismo, es un riesgo. Pero aun así, de la lectura del libro de José Ovejero quedan pocas ganas de viajar a un lugar con tantas incomodidades: en los buses, en los trenes, en los hoteles… Con itinerarios interrumpidos por las inundaciones de los ríos desbordados y las carreteras bloqueadas. El texto contiene reflexiones sin tropiezo sobre las condiciones del viajero en una tierra donde los letreros y el lenguaje no pueden perturbar la mente, porque nada le dicen a su pensamiento, a su mirada. Y no solamente porque el chino sea una lengua desconocida totalmente para el cronista (quien es, además, un políglota europeo), sino porque en muchos lugares a donde se metió nadie más hablaba otra lengua en la que al menos pudiera comunicarse para comprar un bolígrafo. Cuando lo hizo le dieron un cepillo de dientes, y únicamente en el hotel descubrió el error.
No sé si una situación así sea halagadora para quien gusta de caminar solo por el mundo. El viaje por un territorio sin el asidero de la lengua debe llevar, en algún momento, a la frontera de la locura, del desespero, del suicidio.
Quince años son, también, mucho tiempo para un país dinámico como China. El territorio de privaciones que encontró Ovejero en mil novecientos noventa y uno cambió. Él mismo sabe que si regresara en dos mil seis encontraría una república diferente. Y sería, otra vez, un viaje a un lugar desconocido… Aunque sin duda con los mismos chinos supersticiosos, escupiendo sobre el suelo todo el día para alejar las desgracias…, y la misma Ciudad Prohibida de los emperadores, repleta de turistas con celulares, todavía presidida por el retrato oficial y gigante de Mao colgado en sus paredes.