Читать книгу Tan buena Elenita Poniatowska - Jairo Osorio Gómez - Страница 13
Cuba escatófila
ОглавлениеTrilogía sucia de La Habana. Pedro Juan Gutiérrez. Barcelona: Anagrama, 1998, 362 p.
Trilogía sucia de La Habana es un libro escatológico: El detrito en el que está convertida Cuba en los últimos catorce años, apestan en las trescientas sesenta y dos páginas de un cronista que uno pensaría que miente, si el lector no hubiera visto con sus propios ojos esa realidad cruda durante un viaje de trece días en abril de dos mil tres, y de una semana en agosto de dos mil ocho, mientras los huracanes “Gustav” e “Ike” sacudían la Isla, tal como Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) la describe: El otro infierno en el que devino la Cuba saturnal de Batista.
En sus cuentos instrumentados idénticos a la novela de un náufrago caribeño, Gutiérrez inventaría a los cubanos que el visitante perspicaz –aquél que no viaja a La Habana a jinetear ni a coleccionar pingueros, como los viejos pederastas europeos– encuentra en la ciudad vieja, y a lo largo del histórico malecón, desde la estatua de Calixto García –al final de la avenida de los Presidentes– hasta la plaza de San Francisco de Paula, en Desamparados. En estas líneas está toda la sordidez del universo de ladrones, putas, chulos, mantenidos, yumas, mujeres abandonadas y hombres inútiles, presidiarios, pordioseros, burócratas, negros, mulatos y jabaos…, que invaden la ciudad, disputándoles a las ratas las azoteas y los solares atestados y derruidos del puerto.
Esa población superviviente –mayoritaria, también–, apestosa a orín, mugre y semen, son los seres demolidos por el dolor, el abandono, la soledad y la pobreza, que se prefiguran en el mismo escritor, y que sólo encuentran en el sexo y en los vicios de la marihuana y del alcohol los únicos recursos para soportar los días en esa “sociedad modelo del hombre nuevo y socialista”. Cotidianos como en cualquier metrópoli de Occidente, para un revolucionario que acompañó siempre el proceso fidelista es triste constatar que en Cuba el ron, la droga y la putería no se acabaron con el derrocamiento del dictadorzuelo de los años cincuenta: “Me fui con Monino. Sé en lo que anda. Cargándole mariguana y polvo al Chivo. La gente que compra el polvito es de El Vedado y del Nuevo Vedado. Los artistas, los músicos, los hijos de los gerentes y de los pinchos. La gente grande. La coca está a seis y siete dólares el sobrecito. ¿Quién puede? Un cigarrito de mariguana se consigue a diez pesos. Si vendes dos o tres ya te cubres y la tuya te sale gratis. Ah, carajo, cómo hay que inventar en la vida para sobrevivir” (1998: 237, 238).
La Trilogía también es un inventario de la pobreza isleña: de las covachas desastrosas, oscuras y de malos olores en el centro histórico; de La Habana de los zaguanes lúgubres y hacinados: “En los solares, en cada censo oficial aparecen y desaparecen los cuartos y las personas. Sin embargo, las autoridades del Instituto de la Vivienda se hacen la vista gorda, para no dar explicaciones”; de las puertas podridas, sin bisagras, de los edificios a punto de derruirse; de las paredes agrietadas y de los techos a medio caer; de los baños asquerosos compartidos por cincuenta y hasta doscientas personas en una terraza… De la ciudad que no ausculta el turista de Varadero y del Tropicana, pero que incluso así, destruida por la desidia de sus gobernantes guarda una extraña y demoledora belleza. Cabrera Infante ya lo dijo: “La Habana es una ciudad derruida desde dentro”. Las miles de fotografías que capto de esas mismas calles y portadas y mestizos hermosos que describe Pedro Juan, son testimonio del esplendor que todavía le queda a la ciudad.
Hay una poética en las fachadas lustrosas de La Habana, le digo durante mi visita a un isleño en la esquina de Paseo con la veintitrés, para atraerme su confianza, y lo que me gano es una insultada. ¿Cuál poética, coño de madre?, me grita. ¡Ustedes lo que son unos fisgones de mielda, calajo!
En Huelva, en el año dos mil, un profesor cubano procedente de La Habana, que estudió la maestría de historia conmigo, se refirió a Fidel como “ese cabrón hijoputa que nos tiene jodida la vida”. Yo me molesté, creyendo que era la blasfemia de un desagradecido. Después del viaje de abril de dos mil tres y de la lectura de la Trilogía, ya entiendo por qué tanta rabia acumulada en el corazón de un hombre privilegiado. No se puede comer mierda todos los años por culpa de otro. Nadie es capaz de aguantar un mar de lodo hasta el cuello la vida entera. “Chico, yo creo que los cubanos tenemos también el derecho a disfrutar lo que tú ya tienes”, me afirmó con ira.
Comprendí, entonces, que una cuestión bien diferente es la austeridad como una opción de vida, y otra, como imposición social y estatal a un pueblo. La austeridad cubana es pobreza. La austeridad personal es virtud, capacidad de renunciación, suficiencia moral y física. La limitación forzosa de los bienes a los que tiene derecho cada hombre libre es una actitud criminal de quienes la propician. La convicción personal asegura que el bloqueo americano es el responsable de ello. Los gobiernos gringos de los últimos cuarenta y cuatro años tienen una responsabilidad grave ante el tribunal de los justos, pero la contraparte cubana debiera hacer algo para no igualar la terquedad y la brutalidad americanas. Es urgente, a mi modo de ver. Tanta resignación es imposible en un hombre común. Que los santos soporten, pero no estos pobres mulatos de la Cuba orgullosa. “Ante todo, nosotros somos cubanos. Yo, mi cubanía la pongo por encima de cualquier diferencia con el régimen.”, me dijo el hostelero que me atendió en la primera visita. Y en América somos muchos todavía quienes firmamos esa declaración política, martiniana, de un isleño simple.
Pedro Juan Gutiérrez es residente habitual de La Habana Vieja. En una de sus calles, Trocadero, José Lezama Lima –autor de Paradiso, libro nublado y difícil– vivió allí sus años completos. Lo que fue el hogar de Lezama Lima –Trocadero 162– debiera ser un museo lustroso, pero está abandonado como otras tantas joyas patrimoniales en el sector. La Habana Vieja espera, como todos los cubanos, tiempos mejores. En la ilusión de esa esperanza, Pedro Juan se le aparece al lector como un Genet tropical. La foto, inclusive, lo iguala: Dolido, feroz, de rostro tallado por el sufrimiento y el hambre, rapado a la manera de un ex presidiario que cogió el gusto por el cráneo limpio. Ejercitante de todos los oficios que ayudan a sobrevivir en ese océano de penurias, desde vendedor de helados y de periódicos en la infancia, hasta zapador, instructor de natación y cayacs, cortador de caña de azúcar (¿Quién no, allí?), obrero agrícola, técnico de obras de construcción, periodista, locutor, pintor, escultor y poeta. Dueño tan sólo de la soledad, “esa inmensa llanura desértica”, que dice, y voyerista eterno del malecón, el lugar más asistido del mundo por los puñeteros enloquecidos.
¿Cómo vive libre Pedro Juan en la Cuba de hoy? Tal vez por la misma razón que otros muchos: Testimonia una época que no se puede ocultar a los ojos del mundo. (El cineasta Humberto Solas, en Miel para Ochún –la primera película digital producida en la Isla– señala en ella, también, la truculencia con la que sobreviven los cubanos de hoy y la forma como asaltan a los turistas, en su ingenuidad de visitantes solidarios). El escritor igual que el cineasta, son, por lo tanto, honrados consigo mismos y con su pueblo, y esto es quizás lo que los salva de una “prisión preventiva”, aquella que dictan las autoridades cubanas “porque presienten no más”. Sin embargo, sus denuncias son atroces como para que los gobernantes del régimen no actúen sobre la situación denunciada. En Cuba todos roban, desde el guarda que te recibe en el aeropuerto José Martí hasta la guía del museo Hemingway, en Cojímar, porque la gente necesita “comida y dólares para el shopping”. No lo digo yo, lo aseguran ellos mismos. Ahí están esas voces, en la literatura y en la vida, que lo advierten a cada segundo.
En Trilogía está La Habana de mil novecientos sesenta, congelada, pero en un helador roto; casi sesenta años petrificada en la esperanza de un cambio. En los textos autobiográficos, catárticos, donde el autor revuelve espontáneos y provocadores los recuerdos que perturban la conciencia colectiva, el lector se pregunta si Pedro Juan es el ser más desgraciado de la isla, con esa fila interminable de amigos y familiares desahuciados por el cáncer, la hambruna, el desempleo, los desenfrenos del sexo, las infidelidades; o la ciudad es un infierno inaceptable de grandes sátiros, pervertidos, desgraciados, locos y sananos. Zanacos, escribe Pedro Juan. Debe ser un cubanismo.
Del libro extraña el curioso una frase amable para alguien. Las pocas tal vez que se puedan hallar –dichas sin mucha emoción– son para los atardeceres de la isla, o las noches frescas que disfrutan los inquilinos de las terrazas, en medio del azore. Aun así, crudo, áspero, rabioso –como aquél su paisano de Huelva–, el autor hace de Trilogía sucia de La Habana la crónica de un país anclado en la frustración, que tendrán que juzgar dentro de poco las generaciones próximas. El relato de la desesperanza humana.
En la visita de dos mil tres aseguré que La Habana es ahora un bar de Miami. En el libro de Pedro Juan es un sanatorio. No engañemos, pero tampoco disculpemos. Cuba necesita salvarse más allá de la retórica de las vallas idílicas que pintan a sus mulatos tratando de alcanzar el cielo azul del Caribe. La deyección en la que están convertidas América y el mundo, no justifica tampoco esta otra de nuestra “isla pequeña rodeada por Dios en todas partes”, como la cantó Eliseo Diego. La responsabilidad de un hombre libre es acusar las esclavitudes que someten a sus congéneres, independiente de sus afectos. “Porque quién vio jamás las cosas que yo amo”.