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Fastidiando a Borges 4

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En el libro Fervor de Buenos Aires, Borges apunta en el prólogo a la edición de mil novecientos sesenta y nueve, algo que parece común a los muchachos de todas las épocas: la timidez, y el temor “de una íntima pobreza”, que trataban, tanto en esos días como en mil novecientos veintitrés –cuando escribió el libro–, de “escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas”. En aquel tiempo, dice Borges, “buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.

Los jóvenes de mil novecientos setenta y ocho no sólo éramos tímidos. También padecíamos de la íntima pobreza de no saber nada; incluso, entiendo que la disimulamos con escandalosas naderías y mucho de barriadas y sano noctambulismo, como lo permitía el Medellín de entonces. En esos tiempos creo que únicamente nos faltó la desdicha.

Cuando el escritor arribó a la ciudad, a finales de noviembre de aquel año, un puñado de amigos que conformaban ya un clan borgiano, tenía al autor por otro de los grandes de la literatura universal. Yo apenas lo había leído en tres o cuatro de sus libros, y en algunos artículos de prensa, suficientes para empezar a referenciar su nombre en el pedestal de los preferidos. La rigurosidad y el arrojo de los adjetivos de su prosa le ganaban mi admiración juvenil, sin comprender por esos días el prodigio estético al que nos arrimábamos. El atrevimiento, a veces el descaro, obró por nosotros.

El anciano ilustre atravesando las calles de la todavía provinciana Medellín, luego caminando por las rúas empedradas y polvorosas de Cartagena de Indias, soportando tangos mal cantados a media noche y la zalamería de una treintena de curiosos que creyeron demostrarle así la piedad con la que acogían sus textos, el agobio del Poeta por el alboroto del parrandón nocturno, organizado a propósito de su visita y que le obligó a decir lastimeramente, al oído del anfitrión antioqueño: “pero, alcaide, ¿qué hice yo para merecerme esto?” (Doy fe de la expresión en su boca), fueron instantes que viví a su lado, durante los tres días que estuvo en Colombia, más por curiosidad de adolescentes que por la convicción de su gloria inmortal.

A los veinte años no se puede ser inteligente. A lo sumo, temerario. Encontrarse con Borges a esa edad fue un desperdicio. “Un hombre trabajado por el tiempo”, y que ni siquiera esperaba la muerte. En la mocedad es posible ejercer la fuerza o el desenfreno, pero nunca el talento. En esa oportunidad, ¿qué podía uno preguntar al anciano ilustre, sí ya lo había respondido todo? Otros dos interlocutores más, ¿qué examinarían de él, que no lo hubiera dicho en su largo camino por el mundo?

Durante el momento de privilegio hubo instantes en que quisimos apostarle a la familiaridad y a la cercanía. Entonces, le averiguamos por Silvina Bullrich y Bioy y la Ocampo, y el mismo Sabato, como si fueran viejos conocidos del grupo singular. Sonaron falsos los intentos. En los otros minutos, terminamos de majaderos, reiterándonos una y otra vez, con los mismos disparates que distinguen a los periodistas de todos los días y todos los temas.

El enamorado espera que le dejen disfrutar su intimidad. Borges llevó a María a Cartagena de Indias para que ella conociera la ciudad que a él siempre le encantó: sus murallas, sobre todo. Nosotros acabamos por fastidiarlos a la hora del almuerzo –sobre la terraza del hotel, de cara a la playa–, en la quietud de la siesta, durante la noche...

Menos mal, María Kodama –nunca supimos si para tranquilidad nuestra, o por cortesía de extranjera y mujer–, nos alentaba diciéndonos que jamás lo había visto tan afable y tierno con sus interlocutores, como en esta ocasión con nosotros. La juventud, aparte de ardor, inspira condescendencia.

El esteta lúcido, que a donde quiera que fuera provocaba con su palabra inaudita, aquí también siguió asombrando con su desparpajo. A las seis de la tarde del diecinueve de noviembre, hora convenida para la entrevista principal, tocamos a la puerta de su habitación. Séptimo piso, hotel Capilla del Mar. Varios golpes sin respuesta nos hicieron temer que el hombre había escapado. Pero no. Sólo estaba dormido y solitario, en el laberinto de la siesta. María descansaba en una habitación contigua pero aislada. Insistimos para evitar una vergüenza. Al rato, escuchamos cómo Borges se deslizaba lento pegado a la pared, arrastrándose en calcetines. El pasillo exterior estaba envuelto en silencio. Sus manos acariciando el muro de la habitación se sentían lastimosas. Nosotros enmudecíamos del desconcierto. Otro instante más, y ya era el pomo de la puerta el que Borges buscaba a tientas. La impotencia de los tres –Borges adentro tratando de encontrar el cerrojo que lo entregara a nuestro capricho, nosotros afuera esperando el milagro del cerrojo abierto para someternos a su genio– volvió el momento eterno. Ese atributo de Dios, también lo fue de nosotros esa tarde.

Los segundos en los que Borges trató de agarrar el pomo de la puerta, bastaron para el remordimiento insospechado por nuestra crueldad, que me atormentó por años: un anciano ciego y somnoliento que intenta abrir la habitación a dos desconocidos llegados de Medellín, para responder a un interrogatorio de policía inexperta.

Cuando por fin el Poeta encontró la chapa y estuvo frente a frente, erguido pero sin vernos, sólo atinamos a decirle: Tranquilo, Borges, por aquí... “No, respondió él, sí los que deben estar tranquilos son ustedes”. Entonces se volteó y empezó a regresar de la misma manera: pegado a la pared, buscando el cuarto de dormir. “Por aquí debe estar la luz”, anotó. Nosotros, detrás de él, sin saber cómo actuar, pensamos que la charla iba a realizarse allí. Tampoco. Atravesó el pasillo únicamente para apagar la bombilla de la habitación, que permanecía encendida, como si esa luz le molestara a sus ojos de conejo, de lo frescos y hermosos que los tenía a esa hora. Juro que nunca más he vuelto a encontrarme con unos ojos más vivaces que los suyos esa noche. Tenía unos globos encendidos y sanos de recién nacido, verdad que de conejo alegre. Parecía imposible que no cumplieran la función para lo que estaban hechos.

“Ahora sí, por aquí”, dijo Borges al apagar la luz, y siguió hacia la sala, adornada de fotografías con paisajes marinos. La costumbre de apagar las bombillas, nos explicó luego, le quedó desde Ginebra, durante la Primera Guerra Mundial, cuando tenían que economizar energía para afrontar los gobiernos la contienda a la que estaban sometidos.

Sentado en el centro, sobre el sofá principal, sentíamos que algo incomodaba a Borges. Cuando María llegó minutos más tarde, asustada, preguntándonos quién abrió la puerta, entendimos la molestia casi extravagante del escritor. La falta de la corbata y del saco de paño lo hacían sentir ‘desnudo’, dijo. “Es que sigo siendo un caballero inglés del siglo diecinueve”, nos explicó, para disculparse de recibirnos en camisa. Al arrimarle María una corbata azul con rayas amarillas, él mismo se la vistió, con la habilidad de un gentleman consumado. Entonces sí volvió él a sentirse completo, con el linaje de los Suárez y los Acevedo de España, y los Borges de Portugal. Para las fotografías hizo traer su bastón infaltable de caoba.

Al alimón preguntaron esos dos jóvenes irrespetuosos. Creo que Borges respondió por consideración; es el precio que se paga por la celebridad. Ya lo había dicho en algún lado: “mi fama basta para condenar a esta época”. Llegar hasta él en ese hotel de playa fue obra de una colecta pública de amigos, eufóricos en medio de los tragos la noche del dieciocho –la misma de la fiesta en la que “aturdieron y atormentaron” a Borges con tangos y milongas en la Casa Gardeliana–. Qué preguntarle, lo dejaron a nuestro talante de mozos. Y al destino, que después nos ha gobernado con harta generosidad.

El silencio del piso, el día sosegado también, dieron un aire mágico a las dos horas de la conversación: su voz, apenas audible en algunos tramos, se escuchó con la reverencia que obliga el superior al dictar un precepto a los súbditos. Hasta María atendió reverente.

A las ocho de la noche dejamos a Borges en la recepción del hotel, a donde lo aguardaba el historiador [Eduardo] Lemaitre, para saludarlo en nombre de la ciudad blasonada. Agitados, entonces nos dimos a recorrer las calles de “La Heroica” para apaciguar los ánimos enloquecidos que nos dejó el encuentro con el anciano insigne.

Las preguntas y sus respuestas no son memorables. Lo es quizás el gesto –el de perseguir a Borges por medio país rural–, insólito si se admite la época y lo que éramos nosotros: dos púberes criados en los azares de la calle Pichincha y sus cruceros de Tenerife, Facio Lince y Salamina –en el caso mío–, y Carlos Bueno en las mangas de La Floresta, un barrio de camajanes y gente bullanguera.

De las fotografías tampoco nada interesante se guardó (aunque hay quienes las tienen de icónicas y las rememoran cada día). En suma, sólo recuerdos, memoria de instantes felices: El hombre más festejado de la Tierra, viajando solo por los humedales del trópico, apretujado entre María y yo, en el asiento trasero del taxi; también, y de igual manera, en la primera fila de sillas del avión, mirándolo “entre formas luminosas y vagas que no son aún la tiniebla”; Borges tomado de mi brazo izquierdo, recorriendo anónimo el malecón de Bocagrande (“bueno, anónimo no, ya que ustedes han venido desde Medellín a Cartagena de Indias para conversar conmigo y yo no he hecho nada para que ocurra eso”); o cruzando la pista en construcción del aeropuerto de Crespo, apoyado otra vez en mi brazo, mientras una brisa coqueta le revuelve su pelo blanco de seda –a María, Borges la sujeta por el lado derecho de ella–; su cabeza gris, dulce y agradable, entre mis manos, protegiéndolo de algún golpe fortuito, al abordar el taxi que nos llevó del hotel al terminal aéreo; Borges de regreso a la montaña, con el alcaide anfitrión al pie de las escalerillas y otra vez la misma treintena de curiosos; Borges enfrentado al auditorio repleto de la Biblioteca Pública Piloto... En fin, Borges.

Tal vez lo que nunca entendieron los incrédulos de la Academia Sueca fue su humor. “Los que deben estar tranquilos son ustedes, muchachos”. Pues, no. Nunca más volvimos a estarlo. La sensación de habernos acercado a un dios tutelar –a Shakespeare, a Cervantes, a Swedenborg..., a Borges–, y no haberlo aprovechado para nuestra conversión definitiva, atormenta como la imagen de la mujer joven que se escapó “hace ya tantos años”. (“Mientras dura el remordimiento dura la culpa”, escribió él en su Leyenda de Caín y Abel).

Cuando murió, un periódico local me solicitó un texto con las impresiones del encuentro; no fui capaz de hacerlo. Seguía sin entender lo ocurrido.

Ahora Borges disculpará esta usurpación que hacemos de su memoria. Él también las cometió con Lugones y Kipling y Emerson. Quedamos en paz.

2

En esa época, ni ahora, se nos ocurre dedicar estas páginas a alguien. Habrá que apropiarse de las líneas de Borges, en Historia de la noche, para destinarlas a la propia María: “Por la que usted será; por la que acaso no entenderé. Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama”.

Ella después reconocería tanta consagración –ya entrada el alma del Poeta en el Gran Mar–, a propósito de una muestra de dibujos inspirados en las obras que Borges le dedicó: “No lo olvidé nunca; esto signó de algún modo mi vida y se proyectó en lo que sería nuestra relación. Nuestra decantada relación, que fue pasando, a través del tiempo, por distintas facetas hasta culminar en el amor que nos habitaba mucho antes de que usted me lo dijera, mucho antes de que yo tuviera conciencia de mis sentimientos.

“Ese amor que, revelado, fue pasión insaciable para colmar el sentimiento vago, indescifrable, que experimenté por usted siendo niña, cuando alguien me tradujo un poema dedicado a una mujer a la que amó años antes de que yo naciera. A esa mujer a la que le decía

I can give you my loneliness, my darkness,

The hunger of my heart;

I am trying to bribe you uncertainty,

With danger, whit defeat.

“Ese amor del que fue dejando trazas a lo largo de sus libros, sin decírmelo, hasta que me lo reveló en Islandia. Ese amor protegido, como en la Völsunga Saga, por un mágico círculo de fuego, cuyo resplandor nos ocultaba de las miradas indiscretas... Aunque parezca una paradoja, la muerte y la vida no son signos opuestos, sino que son un solo fluir, y el vínculo entre el ser que parte y el que se queda es el amor.

“Desde el centro de nuestro jardín secreto se alza esa llama que pertenece a la dinastía de los amantes. Esa llama que espero sea como un faro cuya luz alcance el inimaginable confín del Universo, para que si algo, de alguna forma, persiste del alma humana, le llegue y sienta que esa llama, hecha de amor, de lealtad, de pasión, que una vez compartimos, sigue viva en mí para usted “for ever, and ever..., and a day’”.

Es decir, podemos asegurar que lo dedicamos al amor que cada día nos gobierna secretamente.

La primera edición del libro fue pulcra y necesaria. Esta otra ya es sólo jactancia. La edad, que a veces nos la exige. Algunos textos y fotografías inéditos que no se conocieron por la época, agregan cierta utilidad al volumen de hoy.

Al final incluimos el poema Mateo, XXV, 30. Borges lo pidió alguna vez: “yo creo que este poema tendría que imprimirse en la última página de cualquier libro mío. No perdido entre otros poemas tendría que ser siempre el último: Has gastado tus años y te han gastado,/ Y todavía no has escrito el poema. Tendría que ser el último de todos. Yo habría debido morirme para escribir esto. Pero sigo viviendo, y puedo pedir que se imprima en la última página siempre”.

Su voluntad está servida. El libro de alguna manera es suyo, Borges.

Tan buena Elenita Poniatowska

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