Читать книгу El cartero siempre llama dos veces - James M. Cain - Страница 5
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ОглавлениеHacia el mediodía me echaron del camión de heno. Me había subido la noche anterior en la frontera, y apenas me tendí bajo la lona me quedé profundamente dormido. Después de las tres semanas pasadas en Tijuana, tenía mucho sueño atrasado, y dormía aún cuando el camión se detuvo en la cuneta para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que asomaba bajo la lona y me sacaron a la fuerza. Intenté gastarles una broma, pero fue en vano. Pese a todo, me dieron un cigarrillo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la cafetería Twin Oaks, una de tantas en California, cuya especialidad son los sándwiches. Había un pequeño salón comedor y, arriba, las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio, y un poco más atrás media docena de cobertizos a los que llamaban aparcamiento. Me acerqué rápidamente y me entretuve observando la carretera. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un individuo que viajaba en un Cadillac. Le conté que tenía que reunirse conmigo allí para comer. Me contestó que no. Preparó una de las mesas y me preguntó qué quería comer. Pedí zumo de naranja, huevos fritos con jamón, torta de maíz, crepes y café. Poco después el hombre estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Quiero decirle algo. Si ese amigo al que estoy esperando no viniera, tendría que fiarme todo esto. La verdad es que tenía que pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después intuí que el dueño quería decirme algo.
—¿A qué se dedica usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que salga, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me vendría muy bien en estos momentos.
—Tiene usted un buen negocio aquí.
—El clima es muy bueno. No hay niebla, como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Incluso me parece que respiro mejor.
—Sí, se duerme plácidamente aquí. ¿Entiende de coches? ¿Sabe algo de arreglo de motores?
—¡Claro!... La mecánica no tiene secretos para mí.
Siguió hablándome del clima agradable, de lo fuerte que estaba desde que vivía allí, y de lo mucho que le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué me dice? ¿Le gustaría quedarse?
Yo ya había terminado de comer y me encendía el cigarro que me había dado.
—Voy a serle sincero —respondí—. La verdad es que me han hecho dos o tres propuestas, pero le prometo pensarlo. Sí, lo pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento debía de haber estado en la cocina, pero en ese momento entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo el cuerpo, no era una gran belleza, pero tenía una mirada enfurruñada y los labios tan carnosos que me dieron ganas de fundirlos con los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano con que sostenía el cigarro. Nada más. Retiró los platos. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ella ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta para dejarle un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y poco después estaba en la estación de servicio arreglando unos neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una buena voz. Desde la estación de servicio se veía perfectamente el interior de la cocina.