Читать книгу El cartero siempre llama dos veces - James M. Cain - Страница 9
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ОглавлениеNo nos ocupamos del gato, de los fusibles, ni de nada. Nos metimos en la cama, y Cora se derrumbó. Se puso a llorar y los escalofríos le sacudían todo el cuerpo. Necesité más de dos horas para tranquilizarla. Después se quedó un rato inmóvil entre mis brazos y empezamos a hablar.
—Nunca más, Frank.
—Tienes razón. Nunca más.
—Hemos sido unos locos. Hemos estado a punto de...
—Una suerte extraordinaria nos ha librado de lo peor.
—Ha sido culpa mía.
—Y mía también.
—No, no. La culpa ha sido mía. Yo fui quien lo pensó. Tú no querías hacerlo. La próxima vez te haré caso, Frank. Tú eres listo; no eres un idiota como yo.
—Sí, pero no habrá próxima vez.
—Tienes razón. Nunca más.
—Aun cuando nos hubiese salido bien, lo habrían acabado descubriendo. Siempre lo descubren esos malditos; ya están acostumbrados. Si no, fíjate con qué rapidez se dio cuenta el policía de que ocurría algo anormal. Eso es lo que me hiela la sangre en las venas. En cuanto me vio junto a la escalera de mano, parece que lo intuyó. Si sospechó por tan poca cosa, ¿cómo hubiéramos podido salvarnos si el griego hubiese muerto?
—Estoy convencida de que en realidad no soy una arpía, Frank.
—¡Hum!... No sé.
—De serlo, no me habría asustado tan fácilmente. ¡Cómo me asusté, Frank! Yo también lo he pasado mal. ¿Sabes qué quería cuando se apagaron las luces? Te quería a ti, Frank. En aquel instante no tenía nada de arpía; no era más que una chiquilla asustada en la oscuridad.
—¿Acaso no estaba yo allí?
—Sí, y te quise más por eso. De no haber sido por ti no sé lo que nos habría pasado.
—¿Verdad que estuvo bien lo del resbalón?
—Y se lo creyó.
—No es difícil engañar a la policía. Hay que estar preparado, nada más. Llenar todos los huecos en blanco, pero apartándose lo menos posible de la verdad. Los conozco. He tenido que vérmelas con ellos bastantes veces.
—Lo hiciste de maravilla. Siempre lo solucionarás todo, ¿verdad, Frank?
—Tú eres la única mujer que ha significado algo para mí.
—¿Sabes una cosa? No quiero ser una mala persona.
—Tú eres mi nena.
—Sí, eso es, tu nena, tu nena tonta. Tienes razón, Frank. De ahora en adelante, te haré caso siempre. Tú serás el cerebro y yo el brazo ejecutor. Soy fuerte para el trabajo, Frank, y sé trabajar. Nos irá bien.
—Claro que sí.
—¿Qué te parece si nos dormimos?
—¿Crees que podrás dormir tranquila?
—Es la primera vez que dormimos juntos, Frank.
—¿Te gusta?
—Es maravilloso, maravilloso.
—Dame las buenas noches con un beso.
—¡Es tan dulce poder darte las buenas noches con un beso!
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Se puso Cora, y cuando volvió al dormitorio los ojos le brillaban.
—Frank...
—¿Qué?
—Tiene fractura de cráneo.
—¿Grave?
—No, pero lo tendrán en el hospital unos días. Quieren que se quede allí una semana. Esta noche podremos dormir juntos otra vez.
—Ven aquí.
—No, ahora no. Tenemos que abrir la cafetería.
—Ven aquí si no quieres que te arree.
—¡Loco!
Fue una semana muy feliz. Por las tardes, Cora iba en el coche al hospital, pero el resto del tiempo lo pasábamos juntos. Además, fuimos honrados con el griego. Tuvimos abierta la cafetería todo el tiempo e intentamos ganar dinero. Lo conseguimos. Claro que algo ayudaron aquellos cien colegiales de excursión que aparecieron en tres grandes autobuses y compraron un montón de cosas para llevarse al bosque. Aun sin eso, habríamos ganado bastante, y juro que la caja registradora no podría acusarnos de la menor traición.
Un día, en lugar de ir Cora al hospital sola nos acercamos los dos juntos, y al salir nos fuimos directamente a la playa. A ella le dieron un traje de baño amarillo y un gorrito rojo, y cuando salió del vestuario casi no la reconocí. Parecía una cría. En realidad era la primera vez que veía lo joven que era.
Jugamos alegremente en la arena. Después nos metimos en el agua y dejamos que las grandes olas nos meciesen. A mí me gusta ponerme de cara a las olas; a ella le gustaba más ponerse se espaldas. Nos quedamos así, mirándonos a la cara, tomándonos de las manos por debajo del agua. Yo miraba hacia el cielo, que era lo único que podía ver. Pensé en Dios.
—Frank.
—Sí.
—Mañana vuelve a casa. ¿Sabes lo que eso significa?
—Lo sé.
—Tendré que dormir otra vez con él en vez de contigo.
—Tendrías, porque cuando llegue nosotros ya nos habremos ido.
—¡No sabes cuánto deseaba oírte decir eso!
—Tú, yo y la carretera.
—Tú, yo y la carretera.
—Dos vagabundos.
—Dos vagabundos, pero siempre juntos.
—Eso es, siempre juntos.
A la mañana siguiente preparamos nuestras cosas. Es decir, ella preparó lo que pensaba llevarse. Yo me había comprado un traje poco antes y me lo puse. No tenía nada más que hacer. Ella metió sus cosas en una sombrerera. Cuando terminó, me la alargó.
—Pon esto en el coche, ¿quieres?
—¿En el coche?
—¿No nos llevamos el coche?
—Claro que no. A no ser que quieras pasar la primera noche en el calabozo. Robarle a un hombre la esposa no es nada, pero llevarse su automóvil es un hurto penado por la ley.
—¡Oh!
Partimos. Había una distancia de unos tres kilómetros hasta la parada del autobús y teníamos que recorrerla a pie. Siempre que pasaba un coche nos deteníamos con una mano extendida, como estatuas, pero ninguno se detuvo. Un hombre solo puede conseguir que le lleven; una mujer, también, si es lo suficientemente loca como para aceptar; pero un hombre y una mujer juntos no tienen muchas posibilidades.
Cuando ya habían pasado unos veinte coches, Cora se detuvo. Habíamos recorrido aproximadamente medio kilómetro.
—Frank... ¡No puedo!
—¿Qué te pasa?
—Es esto.
—¿El qué?
—La carretera.
—¿Estás loca? Lo que pasa es que estás cansada, eso es todo. Escucha. Quédate aquí, y yo conseguiré que alguien nos lleve a la ciudad. Eso es lo que teníamos que haber hecho desde el principio. Todo va a salir bien, ya lo verás.
—No, no es eso, Frank. No estoy cansada. Es que no puedo. No puedo, Frank.
—¿No quieres estar conmigo, Cora?
—Ya sabes que sí.
—Ahora no podemos volver. No podemos volver y seguir como antes. Lo sabes perfectamente. Tienes que venir conmigo.
—Ya te dije que yo no soy realmente una vagabunda, Frank. No me siento gitana. No me siento nada, solamente avergonzada de estar aquí, pidiendo que me lleven.
—Pero acabo de decirte que encontraré un coche que nos lleve a la ciudad.
—Y después, ¿qué?
—Y después empezaremos a vivir.
—¡A vivir!... No, Frank. Pasaremos la noche en un hotel, y después nos pondremos a buscar trabajo. Acabaremos metiéndonos en un cuchitril.
—¿No era un cuchitril la casa en la que has vivido hasta ahora?
—Es distinto.
—Cora, ¿vas a echarte atrás ahora?
—Sí, Frank. No puedo seguir. Adiós.
—¿Quieres escucharme un minuto?
—Adiós, Frank, me vuelvo a casa.
Tiraba de la sombrerera. Yo intentaba retenerla, por lo menos llevársela hasta la cafetería, pero me la quitó y emprendió el camino de vuelta con ella. Estaba preciosa cuando salimos, con su trajecito azul y su sombrero del mismo color; pero ahora estaba hecha un desastre. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y el llanto no le permitía caminar derecha. De pronto descubrí que yo también estaba llorando.