Читать книгу El cartero siempre llama dos veces - James M. Cain - Страница 8

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—¿Tienes agua caliente?

—¿Por qué no vas a buscarla al cuarto de baño?

—Porque Nick está bañándose.

—Te daré un poco de la cocina. Le gusta tener el calentador lleno cuando se baña.

Lo decíamos como si fuera de verdad. Eran las diez de la noche y habíamos cerrado la cafetería. El griego estaba en el cuarto de baño, aseándose como todos los sábados por la noche. Yo tenía que llevar agua caliente a mi habitación, prepararlo todo para afeitarme y recordar de pronto que había dejado el coche afuera. Saldría y me quedaría junto al coche para tocar la bocina si se acercaba alguien. Ella esperaría hasta oírle chapotear en la bañera, entraría en el cuarto de baño a buscar una toalla y lo golpearía por la espalda con una especie de porra que yo le había confeccionado con un saquito de azúcar relleno de bolas de hierro. En un principio era yo quien le tenía que asestar el golpe, pero pensamos que él no le prestaría ninguna atención a Cora si entraba en el cuarto de baño, mientras que si lo hacía yo con el pretexto de buscar mi navaja de afeitar podría salir de la bañera para ayudarme a buscarla o algo por el estilo. Después de golpearlo, ella le hundiría la cabeza bajo el agua hasta ahogarlo. Entonces abriría el grifo y saldría por la ventana que daba al tejadillo del porche, y bajaría por la escalera de mano que yo habría arrimado al alero para reunirse conmigo. Allí me entregaría la porra y entraría en la cocina. Yo volvería a poner las bolas de hierro en un cajón, tiraría el saquito, subiría a mi habitación y empezaría a afeitarme. Ella esperaría a que el agua empezase a filtrarse por el techo de la cocina y me llamaría. Forzaríamos la puerta, descubriríamos el cadáver e inmediatamente llamaríamos a un médico. Pensamos que el médico creería que Nick había resbalado en la bañera, que se había desmayado como consecuencia del golpe y que había muerto ahogado. La idea me la había proporcionado un artículo que acababa de leer en un diario, en el que se comentaba que la mayor parte de los accidentes domésticos tienen lugar en los cuartos de baño.

—Ten cuidado. Está muy caliente.

—Gracias.

Me había puesto el agua en una cacerola pequeña; yo la llevé a mi habitación y la puse sobre la mesita. Después, preparé las cosas de afeitarme. Bajé nuevamente y me acerqué al coche; me coloqué de tal forma que pudiese ver al mismo tiempo la carretera y la ventana del cuarto de baño. El griego estaba cantando. Se me ocurrió que convendría fijarse en qué canción era. Presté atención. Era «Mother Machree». La cantó una vez y después la repitió. Miré a la cocina. Cora todavía estaba allí.

Por la carretera apareció un camión arrastrando un remolque. Puse la mano en la bocina. A veces los camioneros se detenían para comer algo; eran de esa clase de hombres que aporrean la puerta hasta que se les abre. Pero el camión pasó de largo. Pasaron otros dos coches sin detenerse. Volví a mirar a la cocina y Cora ya no estaba. Se encendió una luz en el dormitorio.

De repente, noté que algo se movía junto al porche. Estuve a punto de hacer sonar la bocina, pero vi que era un gato. No era más que un gato gris, pero me sobresaltó. En aquellos momentos un gato era lo último que esperaba ver.

Lo perdí de vista unos segundos; después, volvió a aparecer, olisqueando la escalera. No quería tocar la bocina porque sólo se trataba de un gato, pero tampoco quería que anduviese cerca de la escalera. Salté del coche, me acerqué al porche y lo ahuyenté.

Cuando me acercaba al coche, a medio camino, lo vi otra vez. Lo volví a ahuyentar y lo perseguí hasta los cobertizos. Me encaminé al coche, pero decidí aguardar un rato por si volvía.

En la curva de la carretera apareció un policía en motocicleta. Me vio allí, de pie, paró el motor y se acercó lentamente antes de que yo pudiera moverme. Cuando se detuvo, estaba entre el coche y yo.

No podía tocar la bocina.

—Descansando, ¿no?

—He salido a guardar el coche.

—¿Es suyo?

—No. Es del hombre para el que trabajo.

—Está bien. Era sólo una pregunta de rutina.

Miró alrededor y vio algo.

—¡Vaya por Dios! Mire eso...

—¿Qué?

—Ese gato que sube por la escalera de mano.

—¡Vaya!

—Me encantan los gatos. Siempre andan haciendo alguna travesura.

Se puso los guantes, miró al cielo, se volvió a montar en la motocicleta y se alejó. Apenas lo perdí de vista me lancé hacia la bocina. Era demasiado tarde. En el porche se produjo un fogonazo; todas las luces se apagaron en la casa. Cora gritaba:

—¡Frank, Frank! ¡Ha ocurrido algo!

Corrí a la cocina, pero estaba completamente a oscuras. Como no tenía cerillas, tuve que avanzar a tientas. Nos encontramos en la escalera, ella bajando y yo subiendo. Cora volvió a gritar.

—¡Cállate, por el amor de Dios! ¿Lo has hecho?

—¡Sí, pero se han apagado las luces y no he podido meterle la cabeza debajo del agua!

—Tenemos que hacerle volver en sí. ¡Hace un rato ha estado aquí un policía en motocicleta y ha visto la escalera de mano!

—Hay que telefonear en seguida a un médico.

—Llama tú. ¡Yo voy a sacarlo!

Bajó y yo seguí escaleras arriba. Entré en el cuarto de baño y me incliné sobre la bañera. El griego estaba en el agua, pero no tenía la cabeza sumergida. El cuerpo cubierto de jabón me resbalaba entre las manos, y tuve que meterme en la bañera para poder levantarlo. Entretanto, oía la voz de Cora que hablaba con la operadora telefónica. No la habían comunicado con un médico; lo había hecho con la policía.

Por fin conseguí colocarlo en el borde de la bañera, salí y lo arrastré hasta el dormitorio. Lo tendí en la cama. En aquel momento subió ella; encontramos por fin una caja de cerillas y encendimos una vela. Envolví la cabeza del griego en dos o tres toallas húmedas, mientras Cora le frotaba las muñecas y los pies.

—Van a mandar una ambulancia.

—Bien. ¿Te ha visto cuando le dabas el golpe?

—No sé.

—¿Estabas detrás de él?

—Me parece que sí, pero las luces se han apagado y no sé lo que ha ocurrido. ¿Qué has hecho con las luces?

—Yo, nada. Debe de haberse quemado un fusible.

—Frank, creo que es mejor que no vuelva en sí.

—Ni hablar. Si se muere, estamos perdidos. Te digo que ese agente ha visto la escalera de mano. Si se muere, lo sabrán todo. Nos pescarán.

—¿Y si me ha visto? ¿Qué dirá cuando recupere el conocimiento?

—Tal vez no te ha visto. Tenemos que inventarnos algo. Tú estabas allí y las luces se apagaron; le oíste resbalar y caerse, y no contestó cuando le hablaste. Después me llamaste a mí. Eso es todo. Diga lo que diga él, tú tienes que insistir en lo mismo. Si ha visto algo, diremos que son imaginaciones suyas. Eso es todo.

—¿Por qué no llega aún esa maldita ambulancia?

—Lo hará de un momento a otro.

En cuanto llegó la ambulancia, pusieron el cuerpo en una camilla y lo subieron al vehículo. Cora fue con ellos. Yo los seguí en el coche. A medio camino nos alcanzó un policía en motocicleta que nos acompañó, precediendo a los dos coches. La ambulancia iba a gran velocidad y no me era posible seguirla. Cuando llegué al hospital, estaban sacando al griego en la camilla mientras el policía dirigía la operación. Al verme, hizo un gesto de sorpresa y se me quedó mirando. Era el mismo de antes.

Entraron en el hospital, pusieron el cuerpo en otra camilla con ruedas y se lo llevaron al quirófano. Mientras, Cora y yo aguardábamos en el vestíbulo. Al rato vino una enfermera y se sentó a nuestro lado.

Después llegó el policía, acompañado de un sargento. Los dos se miraban insistentemente. Cora le estaba contando a la enfermera cómo se había producido el accidente.

—Yo había entrado en el cuarto de baño a buscar una toalla, cuando de pronto se apagaron todas las luces y oí un estallido, como si alguien hubiese disparado un revólver. Fue una detonación terrible. Oí el ruido del cuerpo al caer. Lo había visto de pie, disponiéndose a abrir la ducha. Le hablé, pero no me contestó. Estaba todo a oscuras y no podía ver nada. No sabía qué había ocurrido. Pensé que podía haberse electrocutado o algo por el estilo. Frank me oyó gritar y vino en seguida. Sacó el cuerpo de la bañera y yo bajé corriendo a llamar a la ambulancia. No sé qué hubiera hecho si no hubiesen llegado tan pronto.

—Siempre se dan prisa cuando llaman de noche.

—¡Tengo tanto miedo de que sea algo grave!

—No creo. Lo están examinando con rayos X. Así sabrán lo que tiene; pero no creo que sea nada grave.

—¡Dios lo quiera!

Los policías no dijeron una palabra; estaban allí sentados y no nos quitaban los ojos de encima.

Lo sacaron de la sala de operaciones con la cabeza cubierta de vendas. Lo metieron en un ascensor, en el que también entramos Cora, yo, la enfermera y los dos policías. El ascensor se detuvo en el segundo piso y se llevaron la camilla a una habitación. Todos entramos detrás. No había suficientes sillas y, mientras lo acostaban, la enfermera salió a buscar las que faltaban. Todos nos sentamos. Alguien dijo algo y la enfermera le mandó callar. Llegó un médico, examinó al paciente y salió de nuevo. Estuvimos allí una eternidad. Entonces la enfermera se acercó a la cama y observó al herido.

—Creo que ya está volviendo en sí.

Cora me miró y yo aparté los ojos rápidamente. Los policías se inclinaron para escuchar lo que pudiera decir el griego, que en aquel instante abrió los ojos.

—Se siente mejor ya, ¿verdad? —preguntó la enfermera.

No contestó, y los demás tampoco dijimos nada.

El silencio era tan absoluto que podía oír los latidos de mi corazón.

La enfermera volvió a inclinarse sobre él y dijo:

—¿No reconoce a su esposa? Está aquí. Mírela. ¿No le da vergüenza caerse en la bañera como si fuese una criatura porque se ha ido la luz? Su mujer está desesperada. ¿No le va a decir nada?

El herido hizo un esfuerzo por hablar, pero no pudo. La enfermera empezó a abanicarlo. Cora le tomó una mano y se la acarició.

Nick estuvo unos minutos con los ojos cerrados; luego empezó a mover los labios y miró a la enfermera:

—Todo se quedó a oscuras.

Cuando la enfermera dijo que el herido tenía que estar tranquilo, llevé a Cora afuera y la hice subir al coche. Apenas lo había puesto en marcha, cuando salió el policía de la motocicleta. Nos seguía.

—Sospecha de nosotros, Frank.

—Es el mismo que vio la escalera de mano. En cuanto me vio allí, vigilando, intuyó que ocurría algo. Y todavía lo piensa.

—¿Qué vamos a hacer?

—No sé. Todo depende de la escalera; de que se pregunte para qué estaba allí. ¿Qué hiciste con la porra?

—La tengo todavía en el bolsillo.

—¡Santo cielo! Si te hubieran detenido la habrían descubierto y estaríamos perdidos.

Le di mi navaja para que cortase la cuerda que ataba la boca del saquito y sacase las bolas de hierro. Después le dije que pasara a la parte trasera, que levantara el asiento y que metiese la bolsita vacía allí. Parecía un trapo cualquiera, uno de esos que se guardan con las herramientas.

—No pierdas de vista a ese polizonte. Voy a ir tirando las bolas a los matorrales una a una. Vigila a ver si se da cuenta.

Ella lo miraba. Conducía con la mano izquierda y dejé la derecha libre sobre el volante. Solté una. La tiré por la ventanilla como si fuera una canica.

—¿Ha vuelto la cabeza?

—No.

Tiré las últimas. El policía no se dio cuenta de nada.

Llegamos a la cafetería, que estaba todavía a oscuras. No había tenido tiempo de buscar un fusible nuevo, y menos de ponerlo. Cuando paré el coche, el policía, que nos había adelantado, nos esperaba.

—Voy a revisar la caja de los fusibles —dijo él.

Entramos los tres, y él encendió una linterna. Inmediatamente, lanzó un gruñido y se agachó. Bajé la vista y vi al gato tumbado boca arriba, con las cuatro patas al aire.

—¡Qué lástima! —dijo el agente—. Se ha quedado seco, el pobre.

Enfocó con la linterna el interior del porche y recorrió la escalera de mano.

—Sí, sí —añadió—. No hay duda. ¿Recuerda? Usted y yo lo estábamos mirando. De la escalera de mano saltó a la caja de los fusibles y se quedó frito.

—Tiene razón. Eso habrá pasado. Apenas había desaparecido usted en la curva de la carretera cuando se produjo el fogonazo. Parecía el disparo de un revólver. Ni siquiera tuve tiempo de guardar el coche. Usted no había hecho más que desaparecer...

—Saltó directamente de la escalera a la caja de los fusibles. Bueno... Así ocurren las cosas. Estos pobres animales no entienden de electricidad, ¿verdad? Es demasiado complicado para ellos.

—Está rígido.

—Sí señor, está bien frito. Era un gato bonito. ¿Recuerda lo que parecía cuando iba subiendo la escalera? Creo que nunca he visto un gato más bonito que éste.

—El color era muy bonito.

—Sí, y se quedó seco. Bueno. Será mejor que me vaya. El asunto está aclarado. Yo tenía orden de investigar, comprenda usted...

—Sí, comprendo. Está bien, agente.

—Bueno, hasta la vista. Adiós, señora.

—Adiós.

El cartero siempre llama dos veces

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