Читать книгу Informe 2084 - James Powell Lawrence - Страница 9
Australia seca
ОглавлениеAustralia fue uno de los primeros países en sentir los efectos del calentamiento global y uno de los primeros en actuar. La doctora Evonne Emerson ocupó la cátedra Kevin Rudd de Historia de Australia en la Universidad Nacional de Australia hasta que ésta cerró, en 2055. La llamé a su casa, en Perth.
Doctora Emerson, usted tiene raíces profundas en Australia.
Sí, nuestros registros familiares muestran que hace diez generaciones, en 1855, mis antepasados llegaron de Inglaterra y se bajaron del barco en Portland. Comenzaron a hacer prospecciones en los campos de oro de Victoria. Nuestra familia nunca encontró mucho oro, pero sí una buena vida aquí, en Australia.
Pero el calentamiento global fue una amenaza particular para su país, ¿no es así?
Recuerde que Australia es un continente, una isla y un país, las tres cosas. Otros continentes tienen sus desiertos y sequías, pero Australia tuvo más de ambos. Somos el continente más seco fuera de la Antártida, con el nivel de precipitaciones y el caudal medio fluvial más bajos por un amplio margen. Si usted hubiera observado un mapa de nuestras zonas climáticas a principios de siglo, habría visto que la mitad de Australia era efectivamente un desierto y otra cuarta parte eran praderas. Hoy, los pastizales casi han desaparecido, a medida que los desiertos van ganando terreno. Sólo a lo largo de la costa, en particular en Nueva Gales del Sur, Australia tenía suficiente lluvia en ese entonces para que contara algo. No podíamos permitirnos perder una gota.
Dicho esto, mi lectura de la historia es que la familiaridad de Australia con la sequía resultó ser un beneficio. No teníamos que imaginar lo que ocasionaría una sequía severa; más de una ya lo había ocasionado.
La sequía es tan importante en la historia de Australia que varias cláusulas de nuestra Constitución se refieren a ella. De hecho, si no fuera por la sequía, los estados australianos podrían ser un conjunto de países pequeños e independientes como Europa, en lugar de una federación como Estados Unidos. Digo eso porque en la década de 1890, una terrible sequía mató a la mitad de las ovejas y el ganado de Australia, lo que provocó una grave recesión. Esa sequía fue la razón principal por la que las seis colonias se unieron en un estado libre asociado. Como era de esperar para una tierra tan seca, estuvieron a punto de fracasar las negociaciones sobre la cantidad de agua que recibiría cada estado. El problema fundamental fue que, en la mayor parte de su extensión, nuestro río Murray forma la frontera entre Nueva Gales del Sur y Victoria, y abastece de agua a cuatro de los seis estados de Australia. Como en las eternas batallas por el agua entre los estados de California y Arizona, cada uno pensó que merecía la mayor parte del agua. Supongo que aquellos que pensaron que un río era un límite ideal entre estados, no habían contado con que el río se estuviera secando.
En 1915, Australia adoptó el Acuerdo sobre las Aguas del río Murray, en el que los estados río arriba garantizaban caudales mínimos río abajo, y el resto se dividía en partes iguales. Eso, a su vez, inició una gran cantidad de construcciones: represas, diques, esclusas y otras obras hidráulicas que dejaron al Murray y su principal afluente, el Darling, como poco más que un sistema hidráulico.
A finales del siglo xx, el Murray-Darling proporcionaba la mayoría del agua de riego de Australia. Como gran parte de nuestra agricultura depende del riego, tuvimos que chupar hasta la última gota del Murray-Darling; de hecho, lo chupamos hasta dejarlo seco. Para el año 2000, habíamos consumido más de tres cuartas partes del caudal del río, tanto que su desembocadura comenzó a sedimentarse. El bajo Murray se volvió peligrosamente salado y las carpas no nativas expulsaron a los peces nativos, con lo que varias especies fueron exterminadas. El río se encontró tan amenazado que los funcionarios australianos desecharon el antiguo pacto y lo reemplazaron por un nuevo acuerdo. Contenía algunas disposiciones radicales que prometían salvar el río, si algo se podía hacer: los regantes ya no recibirían subsidios federales y tendrían que pagar más, lo cual los disuadió de usar el agua del río. Los agricultores, y no los contribuyentes, pagarían para mantener la infraestructura del río. El uso del agua para preservar el medio ambiente recibiría la misma prioridad que los usos comerciales. Los agricultores y los regantes podrían intercambiar agua tanto dentro de los estados como entre ellos. El acuerdo colocó a Australia por delante de la mayoría de los países en la gestión del agua, pero, viéndolo en retrospectiva, estas medidas resultaron ser insuficientes y se aplicaron demasiado tarde.
¿Cuándo se dieron cuenta de que todos sus esfuerzos podrían no ser suficientes?
Hubo dos acontecimientos en 2028 que en verdad nos conmocionaron. Uno se refería a nuestro evento atlético característico, el Abierto de Australia, el torneo de tenis que llevó a Australia y a nuestra entonces hermosa ciudad de Melbourne al escenario mundial. La temperatura había aumentado en el evento durante la década de 2010, incluso mientras nuestros líderes australianos seguían negando el calentamiento global. A finales de 2019, estallaron los peores incendios forestales en la historia de un país de fuego y quemaron un área casi cinco veces mayor que Suiza, aunque resulte difícil creerlo. ¿Eso cambió la cantaleta de los negacionistas? No, siguieron cantando, pero más fuerte.
Luego, en 2020, varios partidos tuvieron que ser suspendidos debido a las altas temperaturas y a la nube de humo provocada por esos incendios. Durante los años siguientes, los jugadores usaron bolsas de hielo durante los cambios de cancha y cada año hubo que retrasar más partidos o realizarlos de noche. El problema era que una cancha de tenis de superficie dura absorbe el calor durante el día y lo desprende por la noche, por lo que el paso a los partidos nocturnos no ayudó mucho. Algunos de los mejores jugadores comenzaron a boicotear el torneo. Luego, en 2028, durante la final de dobles mixtos, dos jugadores murieron debido a un golpe de calor, justo frente a miles de personas en las gradas y millones de espectadores en casa. Ése fue el último partido que se jugó en el Abierto de Australia. También ese año, las 600 millas [966 kilómetros] más bajas del río Murray se secaron por completo. Perder tanto el Abierto como el Murray nos dejó realmente conmocionados.
Nuestra Organización de Investigaciones Científicas e Industriales de la Commonwealth (csiro, por sus siglas en inglés) nos había advertido ampliamente de que el calentamiento global era real y peligroso. Nos dijeron que Australia tenía las emisiones de gases de efecto invernadero per cápita más altas de todos los países. Además, durante la segunda mitad del siglo xx, las temperaturas en Australia se habían incrementado, en promedio,1.6 °F [0.9 °C] más de lo que había aumentado la temperatura global media durante todo ese siglo. Australia no sólo era el continente más seco, sino que puede ser que se haya convertido en el más caluroso. En el mismo medio siglo, aumentaron tanto el número de días extremadamente calurosos como el promedio de las temperaturas nocturnas. Las temperaturas nocturnas de Australia fueron particularmente reveladoras, porque nadie podía negar, como lo hicieron en Estados Unidos y en otros lugares, que las islas de calor urbano habían causado ese incremento; Australia sólo tenía unas cuantas ciudades muy dispersas. Para empeorar las cosas, la precipitación media en la cuenca Murray-Darling disminuyó entre 1950 y 2000. Pero el csiro nos dijo que lo peor estaba todavía por venir. Se calculó que el flujo del sistema Murray-Darling se reduciría en 5 por ciento en veinte años y en 15 por ciento en cincuenta. Pero el peor de los casos hablaba de 20 por ciento menos agua en veinte años y 50 por ciento, en cincuenta. Como sabemos hoy, el peor de los casos resultó ser la realidad.
A pesar de que Australia fue uno de los primeros países desarrollados en tomar medidas serias para adaptarse al calentamiento global, comenzar a actuar nos tomó más tiempo de lo que debería. Una de las razones del retraso fue que Australia tenía el grupo de presión sobre el carbono más organizado y poderoso de cualquier nación. Esta Mafia del Efecto Invernadero, como se les apodaba, presionó en nombre de las industrias del carbón, el automóvil, el petróleo y el aluminio de Australia a fin de evitar una legislación que les costaría dinero a sus empresas. Durante la administración de Howard, estos contaminadores obtuvieron tal acceso que de hecho redactaron proyectos de ley y reglamentos que enseguida se convirtieron en leyes o políticas con pocas o ninguna revisión. Algo similar sucedió cuando el presidente de su país, Donald Trump, puso a los antiguos grupos de presión de combustibles fósiles a cargo de agencias gubernamentales clave. Pero al igual que Estados Unidos, nosotros continuamos votando por los negacionistas del clima que se rehusaban a creer en la evidencia que tenían frente a los ojos.
¿Cómo influyó el carácter nacional australiano en su respuesta al calentamiento global?
Nuestra historia y nuestro carácter fueron importantes, por eso le di esa pequeña lección de historia cuando empezó esta charla. Si nuestros antepasados no hubieran sido gente resistente y obstinada, nunca habrían llegado a Australia y, una vez que llegaron aquí, pronto se habrían rendido. Para colonizar el continente más seco, la primera regla debía ser: “Que no cunda el pánico”. Las sequías vendrían, sí, pero aprieta los dientes y aguanta y con el tiempo terminarán. A principios de este siglo, todos los australianos maduros habían pasado por al menos una sequía, cada una de las cuales finalmente había llegado a su fin. Por lo tanto, la estrategia que nos había servido era resistir, cuidar el agua y esperar. Si eras un ganadero, algunos o la mayoría de tus animales podrían morir, pero sobrevivirían los suficientes para que, cuando volviera la lluvia, pudieras reconstruir tu rebaño.
Una de las peores sequías en la larga historia de sequía de Australia se produjo a fines de la década de 1990. Las dragas en la desembocadura del Murray tuvieron que trabajar las veinticuatro horas del día para evitar que se llenara por completo de sedimentos. Cortamos sustancialmente el suministro de agua a los regantes y a la ciudad de Adelaide. Nuestra cosecha de arroz se vino abajo, lo que provocó que muchos agricultores cambiaran a las uvas de vinificación, pero la industria del vino sólo duró hasta la década de 2030. La gente puede vivir sin Riesling, pero no sin arroz.
A pesar de que en 2008 hubo buenas lluvias con el fenómeno de La Niña, la sequía había agotado los embalses y había dejado el suelo tan reseco que la lluvia no hizo mucha diferencia. Sídney estaba atravesando una de las peores sequías de su historia; en 2005, sus reservorios se encontraban gravemente agotados.
En la costa oeste, el suministro de agua de Perth había alcanzado un mínimo histórico, lo que provocó que la ciudad construyera plantas desalinizadoras. Nuestros científicos y el nuevo gobierno de Rudd nos dijeron que estas condiciones podrían volverse permanentes y que debíamos actuar, pero decidimos ignorarlos y elegir una sucesión de primeros ministros negacionistas. Sin embargo, para mediados de la década de 2020 habíamos recuperado la cordura y decidimos enfrentar los hechos y tomar al toro por los cuernos, como verdaderos australianos de pura cepa.
¿Cómo funcionaron las plantas de desalinización para Australia?
De hecho, uno de nuestros primeros pasos a principios de siglo había sido la construcción de plantas de desalinización en Adelaide, Perth y Sídney. No se suponía que las plantas produjeran toda el agua que cada ciudad necesitaría, pero sí la suficiente para marcar la diferencia. La planta de Perth, por ejemplo, cuando funcionaba a plena capacidad, abastecía alrededor de 17 por ciento de las necesidades de agua de la ciudad a principios de siglo. Pero a medida que los habitantes de Perth preservaban el agua, la fracción suministrada por la desalinización aumentó. En 2000, el consumo de agua per cápita en Perth era de alrededor de 130 galones [492 litros] por día. El solo hecho de restringir a dos días a la semana el uso de aspersores para regar céspedes y jardines redujo el consumo a 110 galones [416 litros] por día. A finales de los años veinte, Perth prohibió el uso de aspersores y cerró sus campos de golf. Claro, se quejaron los golfistas, pero para entonces hacía aún más calor y estaba más seco, así que sus alaridos de aflicción deben haber desatado muchas risas, eso es seguro. Pasamos a la reutilización total de las aguas grises, el drenaje de las duchas y del lavado de la ropa, lo cual representaba aproximadamente un 30 por ciento del consumo doméstico. Perth prohibió crear nuevos jardines y comenzó un programa de “efectivo por césped” para pagar a los propietarios existentes para que quitaran el pasto y lo reemplazaran por un xerojardín, cactus, piedras o lo que quisieran, siempre y cuando se viera bien y no necesitara agua. Se prohibieron las regaderas y se subsidió a los propietarios de las viviendas para que pudieran reacondicionarlas. Elevamos el precio del agua municipal hasta el punto en que dolía y adoptamos un sistema de precios escalonados de manera que la tarifa fuera mayor cuanto más agua se usara. A principios de siglo, los agricultores pagaban por el agua menos de una décima parte que los usuarios municipales. La mayoría de las ciudades descubrieron que no podrían salirse con la suya subiendo el precio a los regantes hasta que hubieran eliminado por completo el agua para céspedes y jardines. Una vez que eso sucedió, el precio para los agricultores comenzó a subir drásticamente y la cantidad que ellos usaban disminuyó. Por supuesto, debíamos mantener parte de la producción agrícola, por lo que ajustábamos el precio del agua de riego continuamente a fin de no llevar a los agricultores a la quiebra.
Perth estaba preparada para colocar válvulas de cierre automático en las líneas de agua residenciales, pero nunca llegó a eso. Para 2030, el consumo de agua per cápita había caído a 50 galones [189 litros] por día, lo que significaba que la planta de desalinización podía suministrar casi la mitad del consumo total de agua de Perth. Las plantas desalinizadoras necesitan mucha energía, pero la de Perth la obtenía de un parque eólico. Entonces, a diferencia de la mayoría de las otras plantas de desalinización, su operación no costaba mucho y tampoco aumentaba las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, en última instancia, tanto en Australia como en los otros lugares, la desalinización podía ayudar, pero no resolver el problema.
Intentamos también reducir nuestras emisiones de CO2. En los primeros años del siglo, no teníamos ningún requisito de millaje para los automóviles. Para 2030, habíamos introducido un requisito de 80 millas por galón. Aun cuando la industria automovilística se había quejado de que no sería capaz de producir automóviles con una eficiencia de combustible tan alta con un beneficio, terminó por hacerlos, y la gente acudió en masa a comprarlos. Hoy, por supuesto, los pocos autos que circulan por la carretera son eléctricos y funcionan con paneles solares. Para encontrar un automóvil que funcione con gasolina, tendrá que acudir a un museo, si es que encuentra alguno abierto. Pero lo más insidioso del calentamiento global fue que un país por sí solo podía hacer poco. Era necesario que todos los países actuaran juntos, pero no sucedió así. En la década de 2020, a medida que nos volvíamos más duros e intentábamos todo aquello en lo que podíamos pensar para reducir las emisiones, los japoneses, asustados por el accidente nuclear de Fukushima, ¡construyeron veintidós plantas nuevas de carbón!
Nos dimos cuenta muy pronto de que si la población de Australia crecía, las nuevas personas simplemente consumirían más de todo, cuando en realidad tendríamos menos de todo, a excepción del calor. Entonces, un aumento de, digamos, 10 por ciento en la población habría significado una disminución de 10 por ciento en nuestro nivel de vida. Para evitarlo, restringimos la inmigración a neozelandeses, estudiantes, migrantes calificados y trabajadores temporales. Si una persona no pertenecía a alguno de esos grupos, no podía ingresar a Australia salvo para una breve visita. Reforzamos nuestro departamento de inmigración para hacer cumplir esas reglas.
Aunque la tasa de fecundidad necesaria para una población estable es de aproximadamente 2.1 hijos por mujer, a principios de siglo la tasa de Australia era de sólo 1.76. Eso significó que no tuvimos que implementar controles de población como lo hicieron muchos otros países. Sin embargo, sólo para estar seguros, establecimos un programa educativo masivo que mostraba lo que sucedería si la población de Australia aumentaba tanto en los siguientes cincuenta años como lo había hecho en los cincuenta previos, y pedimos a cada familia que hiciera su parte. A pesar de la objeción de la Iglesia católica, proporcionamos todas las formas de anticoncepción sin costo alguno. Hicimos que los abortos fueran seguros, fáciles de conseguir y gratuitos, sin preguntas. El resultado fue que la población de Australia disminuyó de veintidós millones en 2010 a dieciocho millones en 2050. Esa reducción tuvo el mismo efecto per cápita que si hubiéramos aumentado los recursos en alrededor de 20 por ciento.
Pocos países se adaptaron al calentamiento global tan bien como Australia y estamos orgullosos de eso. Conocíamos la sequía como pocos y usamos ese conocimiento a nuestro favor. Pero teníamos otra ventaja: nuestro aislamiento. Como el mundo ha aprendido por las malas, los países que mejor se adaptaron al calentamiento global se convirtieron por lo común en mecas para los refugiados climáticos. Si Australia hubiera tenido vecinos al otro lado de una frontera, como la suya con México, o incluso al otro lado de un mar fácilmente navegable, como el estrecho de Gibraltar, sin duda los refugiados climáticos también nos habrían invadido. Pero no tenían forma de llegar aquí, excepto en barco. Algunos lo intentaron en botes improvisados desde Filipinas e Indonesia, pero nuestra guardia costera los detectaba pronto.
Por otro lado, nuestro aislamiento y el colapso de los viajes internacionales destruyeron nuestros ingresos turísticos. La Gran Barrera de Coral solía generar casi siete mil millones de dólares anuales, pero ¿quién querría venir a ver su esqueleto? ¿Quién querría observar a Uluru en medio de la nada? Cualquiera que quiera ver la desolación, tal vez ni siquiera necesite salir de casa.
Aun así, en conjunto, creo que nuestro aislamiento ayudó. Es extraño pensar que la ubicación de Australia en las antípodas, que fue la razón por la que los británicos enviaron a nuestros antepasados prisioneros a esta isla en primer lugar, resultó ser nuestra salvación.
¿Qué le depara el futuro a Australia?
Nadie puede saberlo, ¿verdad? Nuestro aislamiento ciertamente ha dejado nuestro destino en nuestras manos. Dado que el comercio internacional y el transporte marítimo se han interrumpido, lo que sea que necesitemos lo debemos cultivar o fabricar nosotros mismos. Me duele decir esto, pero un país tan seco y sin forma de importar productos no puede alimentar a tanta gente como la que ahora vive en Australia. Nuestros agrónomos estiman que si se abandona la mayor parte del oeste y el interior, y se concentra a la gente en áreas que todavía tienen suficiente lluvia y no son insoportablemente calurosas, Australia podría sostener una población de alrededor de diez millones. Suponiendo, por supuesto, que el calentamiento global no empeore de manera constante. Entonces cualquier cosa puede pasar aquí y en todas partes.
Doctora Emerson, si hace décadas la gente hubiera podido prever el futuro y comprender lo que le sucedió a Australia, ¿cuál cree que hubiera sido la lección?
Esa pregunta me hace pensar en mi abuelo. Cuando era joven, le encantaba leer ciencia ficción de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En particular, un género llamado ficción postapocalíptica, en el que los autores imaginaban el mundo después de una guerra nuclear global. Cuando era adolescente, encontré muchos de esos libros en su biblioteca y los leí. Algunos tenían un inmenso poder: recuerdo La tierra permanece, Cántico por Leibowitz y, en especial, La hora final, del famoso autor Nevil Shute. Estos libros hicieron que los lectores entendieran el verdadero peligro de una guerra nuclear y, sin duda, ayudaron a prevenirla. Ninguno tuvo más impacto que La hora final. Se ubicaba después de una guerra nuclear en el hemisferio norte, pero antes de que las consecuencias mortales llegaran a Australia. Sin embargo, se estaban acercando y todos lo sabían, lo que daba una poderosa sensación de muerte inminente a los australianos y a la tripulación de un submarino estadunidense que se encontraba estacionado en Australia.
La hora final le mostró a la gente de todo el mundo que ningún rincón de la Tierra, por distante y aislado que se encuentre, puede escapar a los efectos de la guerra nuclear global. Lo mismo ocurre hoy en día con un desastre global que nadie en la época de Shute habría podido imaginar. Australia está tan bien posicionada como cualquier otro país para evitar lo peor del calentamiento global. Sin embargo, aunque tal vez tome algo más de tiempo, sus efectos llegarán; ya no hay duda de que eso sucederá, lo único que no sabemos es cuándo. Para la gente del mundo, no hay ningún refugio a salvo del calentamiento global. La atmósfera, que Shute imaginó llevando las mortíferas precipitaciones atómicas y que ahora lleva un exceso de CO2, llega a todas partes. Ésa habría sido la lección para la generación de nuestros abuelos: si dejas que el calentamiento global ocurra, ningún país podrá escapar.