Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 23

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Capítulo XXII

Marianne, que nunca había sido demasiado tolerante de cosas como la impertinencia, la vulgaridad, la inferioridad de índole o incluso las diferencias de gusto respecto de los suyos, en esta ocasión estaba particularmente reacia, dado su estado de ánimo, a encontrar agradables a las señoritas Steele o fomentar sus avances; y a esta invariable frialdad en su conducta, que frustraba todos los intentos que hacían por establecer una relación de intimidad, atribuía Elinor en primer lugar la preferencia por ella que se hizo evidente en el trato de ambas hermanas, especialmente de Lucy, que no perdía ocasión de entablar conversación o de intentar una mayor aproximación mediante una fácil y franca comunicación de sus sentimientos.

Lucy era naturalmente lista; con frecuencia sus observaciones eran justas y amenas, y como compañía durante una media hora, a menudo Elinor la encontraba agradable. Pero sus capacidades innatas en nada habían sido complementadas por la educación; era ignorante e inculta, y la falta de todo refinamiento intelectual en ella, su deficiencia de información en los asuntos más corrientes, no podían pasar inadvertidas a la señorita Dashwood, a pesar de todos los esfuerzos que hacía la joven por parecer superior. Elinor percibía la falta de capacidades que la educación habría hecho tan respetables, y la compadecía por ello; pero veía con sentimientos mucho menos delicados la total falta de finura, de rectitud y de integridad de espíritu que traicionaban sus trabajosas y permanentes atenciones y lisonjas a los Middleton; y no podía encontrar satisfacción duradera en la compañía de una persona que a la ignorancia unía la insinceridad, cuya falta de instrucción impedía una conversación entre ellas en condiciones de igualdad, y cuya conducta hacia el resto quitaba todo valor a cualquier muestra de atención o deferencia hacia ella.

—Temo que mi pregunta le pueda parecer fuera de lugar —le dijo Lucy un día mientras caminaban juntas desde la finca a la cabaña—, pero, si me disculpa, ¿conoce personalmente a la madre de su cuñada, la señora Ferrars?

A Elinor la pregunta sí le pareció bastante fuera de lugar, y así lo reveló su semblante al contestar que nunca había visto a la señora Ferrars.

—¡Vaya! —replicó Lucy—. Qué extraño, pensaba que la debía haber visto alguna vez en Norland. Entonces quizá no pueda informarme sobre qué clase de mujer es.

—No —contestó Elinor, guardándose de dar su verdadera opinión de la madre de Edward, y sin grandes deseos de satisfacer lo que parecía una curiosidad impertinente—, no sé nada de ella.

—Con toda seguridad pensará que soy muy rara, por preguntar así por ella —dijo Lucy, observando atentamente a Elinor mientras hablaba—; pero quizá haya motivos... Ojalá me atreviera; pero, así y todo, confío en que me hará la justicia de creer que no es mi intención ser inoportuna.

Elinor le dio una respuesta amable, y caminaron durante algunos minutos en silencio. Lo rompió Lucy, que retomó el tema diciendo de modo algo vacilante:

—No soporto que me crea empecinadamente curiosa; daría cualquier cosa en el mundo antes que parecerle así a una persona como usted, cuya opinión me es tan valiosa. Y por cierto no tendría el menor temor de confiar en usted; en verdad apreciaría mucho su consejo en una situación tan incómoda como esta en que me encuentro; no se trata, sin embargo, de preocuparla a usted. Lamento que no conozca a la señora Ferrars.

—También yo lo lamentaría —dijo Elinor, perpleja—, si hubiera sido de alguna utilidad para usted conocer mi opinión sobre ella. Pero, en verdad, nunca pensé que tuviera usted relación alguna con esa familia y, por tanto, confieso que me sorprende algo que quiera saber tanto sobre el carácter de la señora Ferrars.

—Supongo que sí le extraña, y debo decir que no me admira que así sea. Pero si osara explicarle, no estaría tan perpleja. La señora Ferrars no es en realidad nada para mí en la actualidad..., pero puede que llegue el momento..., cuán pronto llegue, por fuerza depende de ella..., en que nuestra relación sea muy estrecha.

Bajó los ojos al decir esto, tiernamente miedosa, con solo una mirada de reojo a su compañera para observar el efecto que tenía sobre ella.

—¡Dios mío! —exclamó Elinor—, ¿qué es lo que insinúa? ¿Conoce usted al señor Robert Ferrars? ¿Lo conoce? —y no se sintió demasiado complacida con la idea de tal cuñada.

—No —replicó Lucy—, no al señor Robert Ferrars..., no lo he visto en mi vida; pero sí agregó fijando su mirada en Elinor— a su hermano mayor.

¿Qué sintió Elinor en ese momento? Asombro, que habría sido tan doloroso como agudo era, si no hubiese estado acompañado de una inmediata duda respecto de la declaración que lo originaba. Se volvió hacia Lucy en un silencioso estupor, incapaz de adivinar el motivo o finalidad de tal afirmación; y aunque cambió el color de su rostro, se mantuvo firme en la incredulidad, fuera de todo peligro de un ataque histérico o un desmayo.

—Es natural que se sienta perpleja —continuó Lucy—, pues con toda seguridad no podría haberlo sabido antes; apostaría a que él nunca les dio la menor prueba de ello, ni a usted ni a su familia, ya que se suponía era un gran secreto, y puedo asegurar que de mí no ha salido ni una sola palabra hasta este instante. Ni una sola persona de mi familia lo sabe, salvo Anne, y jamás se lo habría mencionado a usted si no tuviera la mayor confianza del mundo en su reserva; pensaba que mi conducta al hacer tantas preguntas sobre la señora Ferrars debe haber parecido tan extraña que necesitaba una explicación. Y no creo que el señor Ferrars se sienta tan molesto cuando sepa que he confiado en usted, porque me consta que tiene la mejor opinión del mundo respecto de toda su familia, y las considera a usted y a la otra señorita Dashwood como si fueran auténticas hermanas —hizo un descanso.

Elinor estuvo en silencio durante algunos instantes. Su perplejidad ante lo que oía fue en principio demasiado extraordinaria para ser puesto en palabras; pero después de un rato, obligándose a hablar, y a hablar con cautela, dijo con un modo sosegado que ocultaba de manera casi normal su sorpresa y ansiedad:

—¿Puedo preguntarle si hace mucho de su compromiso?

—Hemos estado comprometidos desde hace cuatro años.

—¡Cuatro años!

—Sí.

Aunque tales palabras la golpearon fortísimamente, Elinor seguía sin poder creerlas.

—Hasta el otro día —dijo— ni siquiera tenía idea de que se conocieran.

—Sin embargo, nos conocemos desde antiguo. Él estuvo bajo la tutela de mi tío, sabe usted, bastante tiempo.

—¡Su tío!

—Sí, el señor Pratt. ¿Nunca le habló del señor Pratt?

—Creo que sí —respondió Elinor, haciendo un esfuerzo cuya intensidad aumentaba a la par de la intensidad de su agitación.

—Estuvo cuatro años con mi tío, que vive en Longstaple, cerca de Plymouth. Fue allí donde nos conocimos, porque mi hermana y yo frecuentemente nos quedábamos con mi tío, y fue allí que nos comprometimos, aunque no hasta un año después de que él había dejado de ser pupilo; pero después estaba casi siempre con nosotros. Como podrá imaginar, yo era bastante renuente a iniciar tal relación sin que lo supiera y aprobara su madre; pero también era demasiado joven y lo amaba demasiado para haber actuado con la prudencia que debí hacerlo... Aunque usted no lo conoce tan bien como yo, señorita Dashwood, debe haberlo visto bastante para darse cuenta de que es muy capaz de despertar en una mujer un muy firme cariño.

—Por cierto —respondió Elinor, sin saber lo que decía; pero tras un instante de reflexión, agregó con una renovada seguridad en el honor y amor de Edward, y en la falsedad de su compañera—: ¡Comprometida con el señor Ferrars! Me confieso tan totalmente pasmada frente a lo que dice, que en verdad... le ruego me disculpe; pero con toda seguridad debe haber algún equívoco en cuanto a la persona o el nombre. No podemos referirnos al mismo señor Ferrars.

—No podemos referirnos a ningún otro —exclamó Lucy sonriendo—. El señor Edward Ferrars, el hijo mayor de la señora Ferrars de Park Street, y hermano de su cuñada, la señora de John Dashwood, es la persona de la cual hablo; debe concederme que es bastante poco probable que yo me equivoque respecto del nombre del hombre de quien depende toda mi felicidad.

—Es extraño —replicó Elinor, sumida en un terrible asombro— que nunca le haya escuchado ni siquiera mencionar su nombre.

—No; teniendo en cuenta nuestra situación, no es extraño. Nuestro principal cuidado ha sido mantener este sentimiento en secreto... Usted no sabía nada de mí o de mi familia, y por ello en ningún instante podía darse la ocasión de mencionarle mi nombre; y como siempre él estaba tan temeroso de que su hermana sospechara algo, tenía bastantes motivos para no hacerlo.

Guardó silencio. Zozobró el espíritu de Elinor, pero el dominio sobre sí misma no se fue a pique con ella.

—Cuatro años han estado comprometidos —dijo con voz serena.

—Sí; y sabe Dios cuánto tiempo más deberemos esperar. ¡Pobre Edward! Se siente bastante apesadumbrado —y sacando una pequeña miniatura de su bolsillo, agrega—: Para evitar la posibilidad de error, tenga la bondad de mirar este retrato. Por cierto no es buena pintura, pero aun así pienso que no puede equivocarse respecto de la persona allí representada. Estos tres años lo he llevado conmigo.

Mientras decía lo anterior, puso la miniatura en manos de Elinor; y cuando esta vio la pintura, si había podido seguir aferrándose a cualesquiera otras dudas por temor a una decisión demasiado rápida o su deseo de detectar una falsedad, ahora no podía tener ninguna respecto de que era el rostro de Edward. Devolvió la miniatura casi enseguida, reconociendo el parecido.

—Nunca he podido —continuó Lucy— darle a cambio mi retrato, lo que me apena extraordinariamente; ¡él siempre ha querido tanto tenerlo! Pero estoy decidida a que me lo hagan en la primera ocasión que pueda.

—Tiene usted toda la razón —respondió Elinor con sosiego. Avanzaron algunos pasos en silencio. Lucy habló primero.

—Estoy segura —dijo—, no me cabe ninguna duda en absoluto, de que guardará fielmente ese secreto, porque se imaginará cuán fundamental es para nosotros que no llegue a oídos de su madre, pues, debo decirlo, ella jamás lo aprobaría. Yo no recibiré fortuna alguna, y creo saber que es una mujer notablemente orgullosa.

—En ningún instante he buscado ser su confidente —dijo Elinor—, pero usted no me hace sino justicia al imaginar que soy de confiar. Su secreto está a salvo conmigo; pero excúseme si manifiesto alguna perplejidad ante tan innecesaria revelación. Al menos debe haber sentido que el enterarme a mí de ese secreto no lo hacía estar más protegido.

Mientras decía esto, miraba a Lucy con gran intensidad, con la esperanza de descubrir algo en su semblante... quizá la falsedad de la mayor parte de lo que venía diciendo; pero el rostro de Lucy se mantuvo sin pestañear.

—Sentía temor de haberla hecho pensar que me estaba tomando grandes libertades con usted —le dijo— al confesarle todo esto. Es cierto que la conozco desde hace poco, personalmente al menos, pero durante bastante tiempo he sabido de usted y de toda su familia por lo que me han contado; y tan pronto como la conocí, sentí casi como si fuera una antigua amiga. Además, en el caso presente, en verdad pensé que le debía alguna explicación tras haberla interrogado de forma tan pormenorizada sobre la madre de Edward; y por desgracia no tengo a nadie a quien pedir consejo. Anne es la única persona que está enterada de ello, y no posee ningún criterio; en verdad, me hace mucho más mal que bien, porque vivo en la constante zozobra de que traicione mi secreto. No sabe mantener la boca cerrada, como se habrá dado cuenta; y no creo haber sentido jamás tanto miedo como el otro día, cuando sir John mencionó el nombre de Edward, de que fuera a contarlo todo. No puede imaginar cómo sufro con todo esto. Ya me sorprende seguir viva después de lo que he pasado a causa de Edward estos cuatro años. Tanto misterio e incertidumbre, y viéndolo tan poco... a duras penas nos podemos encontrar más de dos veces al año. No sé cómo no tengo totalmente roto el corazón.

En ese instante sacó su pañuelo; pero Elinor no se sentía demasiado misericorde.

—A veces —continuó Lucy tras enjugarse los ojos—, pienso si no sería mejor para nosotros dos terminar con todo el idilio por completo —al decir esto, miraba directamente a su compañera.

—Pero, otras veces, no tengo bastante fuerza de voluntad para ello. No puedo soportar la idea de hacerlo tan desdichado, como sé que lo haría la única mención de algo así. Y también por mi parte..., con el amor que le tengo... no me creo capaz de ello.

—¿Qué me aconsejaría hacer en un caso así, señorita Dashwood? ¿Qué haría usted?

—Perdóneme —replicó Elinor, asustada ante la pregunta—, pero no puedo darle consejo alguno en tales circunstancias. Es su propio juicio el que debe de conducirla.

—Con toda seguridad —continuó Lucy tras unos minutos de pausa por ambas partes—, tarde o temprano su madre tendrá que proporcionarle medios de vida; ¡pero el pobre Edward se siente tan deprimido con todo eso! ¿No le pareció terriblemente desanimado cuando estaba en Barton? Se sentía tan desafortunado cuando se marchó de Longstaple para ir donde ustedes, que temí que lo creyeran muy enfermo.

—¿Venía de donde su tío cuando nos visitó?

—¡Oh, sí! Había estado quince días con nosotros. ¿Creyeron que venía directamente de la ciudad?

—No —respondió Elinor, sufriendo lo indecible a cada nueva circunstancia que respaldaba la veracidad de Lucy—. Recuerdo que nos dijo haber estado quince días con unos amigos cerca de Plymouth.

Recordaba también su propia sorpresa en ese entonces, cuando él no dijo nada más sobre esos amigos y guardó silencio total incluso respecto de sus nombres.

—¿No pensaron que estaba terriblemente deprimido? —repitió Lucy.

—En realidad sí, en especial a la llegada.

—Le rogué que hiciera un esfuerzo, temiendo que ustedes sospecharan lo que pasaba; pero le entristeció tanto no poder estar más de quince días con nosotros, y viéndome tan afectada... ¡Pobre hombre! Temo le ocurra lo mismo ahora, pues sus cartas revelan un estado de ánimo tan desventurado. Supe de él justo antes de salir de Exeter —dijo, sacando de su bolsillo una carta y mostrándole la dirección a Elinor sin mayores cumplidos—. Usted conoce su letra, me imagino; una letra preciosa; pero no está tan bien hecha como acostumbra. Estaba agotado, supongo, porque había llenado la hoja al máximo escribiéndome.

Elinor vio que sí era su letra, y no pudo seguir dudando. El retrato, se había permitido creer, podía haber sido conseguido de manera fortuita; podía no haber sido regalo de Edward; pero una correspondencia epistolar entre ellos solo podía existir dado un compromiso real; nada sino eso podía autorizarla. Durante algunos instantes se vio casi vencida... el alma se le fue a los pies y apenas podía mantenerse en pie; pero era totalmente necesario sobreponerse, y luchó con tanta decisión contra la pena de su espíritu que el éxito fue rápido y, por el momento, total.

—Escribirnos —dijo Lucy, devolviendo la carta a su bolsillo— es nuestro único alivio durante estas prolongadas separaciones. Sí, yo tengo otro en su retrato; pero el pobre Edward ni siquiera tiene eso. Si al menos tuviera mi retrato, dice que le sería más fácil. La última vez que estuvo en Longstaple le di un mechón de mis cabellos engarzado en un anillo, y eso le ha servido de algún alivio, dice, pero no es lo mismo que un retrato. ¿Quizá le notó ese anillo cuando lo vio?

—Sí lo noté —dijo Elinor, con una voz serena tras la cual se escondía una agitación y una pena mayores de cuanto hubiera sentido antes. Se sentía mortificada, turbada, confundida.

Por fortuna para ella habían llegado ya a su tea, y la conversación no pudo seguir. Tras permanecer con ellas unos minutos, las señoritas Steele volvieron a la finca y Elinor quedó en libertad para pensar y sentirse desgraciada.

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