Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 28

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Capítulo XXVII

—Si continúa este buen tiempo —dijo la señora Jennings cuando se encontraron en el desayuno a la mañana siguiente—, sir John no querrá abandonar Barton la próxima semana; es triste cosa para un deportista perderse un día de placer. ¡Pobrecitos! Los compadezco cuando eso les sucede... parecen tomárselo tan en serio.

—Es verdad —exclamó Marianne contenta, y se encaminó hacia la ventana mientras hablaba, para ver cómo estaba el día—. No había pensado en eso. Este clima hará que muchos deportistas se queden en el campo.

Fue un recuerdo con suerte, que le devolvió todo su buen ánimo.

—En verdad es un tiempo extraordinario para ellos —continuó, mientras se sentaba a la mesa con aire optimista—. ¡Cómo estarán disfrutándolo! Pero —otra vez con algo de ansiedad—, no puede esperarse que dure demasiado. En esta época del año, y tras tantas lluvias, seguramente no seguirá así de bueno. Pronto llegarán las heladas, y lo más probable es que sean duras. Quizás en uno o dos días; este clima tan benigno no puede seguir mucho más... no, ¡quizá hiele esta noche!

—En todo caso —dijo Elinor, con la intención de impedir que la señora Jennings pudiera adivinar los pensamientos de su hermana tan claramente como ella—, pienso que tendremos a sir John y a lady Middleton en la ciudad a fines de la próxima semana.

—Claro, querida, te aseguro que sucederá como dices. Mary siempre se sale con la suya. “Y ahora”, elucubró en silencio Elinor, “Marianne escribirá a Combe en el correo de hoy”.

Pero lo hizo tan reservado que la carta fue escrita y enviada logrando eludir la vigilancia de Elinor, que no pudo controlar el hecho. Cualquiera que fuese la verdad, y lejos como estaba Elinor de sentirse completamente satisfecha en cuanto a ello, mientras viera a Marianne de buen ánimo, ella tampoco podía sentirse muy a disgusto. Y Marianne estaba en forma, feliz por la suavidad del clima y más contenta con sus expectativas de una helada.

Pasaron la mañana principalmente repartiendo tarjetas de visita en las casas de los conocidos de la señora Jennings para darles cuenta de su vuelta a la ciudad; y todo el tiempo Marianne se mantenía ocupada observando la dirección del viento, vigilando los cambios del cielo e imaginando que mudaba la temperatura del aire.

—¿No encuentras que está más frío que en la mañana, Elinor? A mí me parece que hay una marcada diferencia. Casi no puedo mantener las manos calientes ni siquiera en el manguito. Creo que ayer no estuvo así. Parece que está aclarando también, después saldrá el sol y tendremos una tarde despejada.

Elinor se sentía a ratos divertida, a ratos triste; pero Marianne no se daba por vencida y cada noche en el resplandor del fuego, y cada mañana en el aspecto de la atmósfera, compraba los indudables signos de una cada vez más próxima helada.

Las señoritas Dashwood no tenían más motivos para estar descontentas con la forma de vida y el grupo de relaciones de la señora Jennings que con su conducta hacia ellas, que siempre era cariñoso. Todos sus arreglos domésticos se hacían según las más generosas disposiciones, y a excepción de unos pocos amigos antiguos de la ciudad, a los cuales, para disgusto de lady Middleton, nunca había dejado de tratar, no se visitaba con nadie cuyo conocimiento pudiera en absoluto turbar a sus jóvenes acompañantes. Contenta de encontrarse en ese aspecto en mejores condiciones que las que había previsto, Elinor se mostraba muy dispuesta a transigir con lo poco divertidas que resultaban sus reuniones nocturnas, las cuales tanto en casa como fuera de ella se organizaban solo para jugar a los naipes, algo que le ofrecía escaso entretenimiento.

El coronel Brandon, invitado permanente a la casa, las acompañaba casi a diario; venía a contemplar a Marianne y a hablar con Elinor, que con frecuencia disfrutaba más de la conversación con él que con ningún otro suceso cotidiano, pero al mismo tiempo veía con gran preocupación cómo persistía el interés que mostraba por su hermana. Temía incluso que fuera cada vez más fuerte. Le apenaba ver la ansiedad con que solía observar a Marianne y cómo parecía ciertamente más desanimado que en Barton.

Alrededor de una semana después de su llegada, estaba claro que también Willoughby se encontraba en la ciudad. Cuando llegaron de la salida matinal, su tarjeta se encontraba sobre la mesa.

—¡Ay, Dios! —exclamó Marianne—. Estuvo aquí mientras habíamos salido.

Elinor, alegrándose al saber que Willoughby estaba en Londres, se animó a decir:

—Puedes confiar en que mañana vendrá otra vez.

Marianne casi no pareció escucharla, y al entrar la señora Jennings, marchó con su preciosa tarjeta.

Este acontecimiento, junto con levantarle el ánimo a Elinor, le devolvió al de su hermana toda, y más que toda su anterior agitación. A partir de ese instante su mente no conoció un momento de sosiego; sus expectativas de verlo en cualquier momento del día la inhabilitaron para cualquier otra cosa. A la mañana siguiente insistió en quedarse en casa cuando las otras salieron.

Elinor no pudo dejar de pensar en lo que estaría pasando en Berkeley Street durante su ausencia; pero una rápida mirada a su hermana cuando volvieron fue bastante para informarle que Willoughby no había aparecido por segunda vez. En ese preciso instante trajeron una nota, que dejaron en la mesa.

—¡Para mí! —exclamó Marianne, yendo rápidamente hacia ella.

—No, señorita; para mi señora.

Pero Marianne, no convencida, la tomó enseguida.

—En verdad es para la señora Jennings. ¡Qué aburrimiento!

—Entonces, ¿esperas una carta? —dijo Elinor, incapaz de seguir guardando silencio.

—¡Sí! Un poco... no mucho.

—No confías en mí —dijo Elinor, después de un corto silencio.

—¡Vamos, Elinor! ¡Tú haciendo tal reproche... tú, que no confías en nadie!

—¡Yo! —replicó Elinor, algo aturdida—. Es que, Marianne, no tengo nada que decir.

—Tampoco yo —respondió con fuerza Marianne—; estamos entonces en idénticas condiciones. Ninguna de las dos tiene nada que contar; tú porque no comunicas nada, y yo porque nada escondo.

Elinor, dolida por esta acusación de exagerada reserva que no se sentía capaz de pasar por alto, no supo, en tales circunstancias, cómo hacer que Marianne se confiara.

No tardó en aparecer la señora Jennings, y al entregarle la nota, la leyó en voz alta. Era de lady Middleton, y en ella anunciaba su llegada a Conduit Street la noche anterior y solicitaba el gusto de la compañía de su madre y sus primas esa tarde. Ciertos negocios en el caso de sir John, y un fuerte resfriado de su lado, les impedían ir a Berkeley Street. Fue aceptada la invitación, pero cuando se acercaba la hora de la cita, aunque la cortesía más básica hacia la señora Jennings exigía que ambas la acompañaran en esa visita, a Elinor se le hizo difícil convencer a su hermana de ir, porque todavía no sabía nada de Willoughby y, por lo tanto, estaba tan poco dispuesta a salir a distraerse como incapaz de correr el riesgo de que él viniera en su ausencia.

Al caer la tarde, Elinor había descubierto que la naturaleza de una persona no se modifica materialmente con un cambio de residencia; pues aunque hacía poco que se habían instalado en la ciudad, sir John había conseguido reunir a su alrededor a unas veinte jóvenes y entretenerlos con un baile. Lady Middleton, sin embargo, no aprobaba esto. En el campo, un baile improvisado era muy aceptable; pero en Londres, donde la reputación de elegancia era fundamental y más difícil de ganar, era arriesgar mucho, para complacer a unas pocas muchachas, que se pregonara que lady Middleton había organizado un pequeño baile para ocho o nueve parejas, con dos violines y un simple refrigerio en el aparador.

El señor y la señora Palmer formaban parte de la concurrencia; el primero, al que no habían visto antes desde su llegada a la ciudad dado que él evitaba minuciosamente cualquier apariencia de atención hacia su suegra y así jamás se le acercaba, no dio ninguna señal de haberlas reconocido al entrar. Las miró apenas, sin parecer saber quiénes eran, y a la señora Jennings le dirigió una somera inclinación de cabeza desde el otro lado de la habitación. Marianne echó una mirada a su alrededor no bien entró; fue suficiente: él no estaba ahí... y después se sentó, tan poco dispuesta a dejarse entretener como a entretener a los demás. Tras haber estado reunidos cerca de una hora, el señor Palmer se acercó distraídamente hacia las señoritas Dashwood para comunicarles su sorpresa de verlas en la ciudad, aunque era en su casa que el coronel Brandon había tenido la primera noticia de su llegada, y él mismo había dicho algo muy chocante al saber que iban a venir.

—Creía que las dos estaban en Devonshire —les comunicó.

—¿Sí? —contestó Elinor.

—¿Cuándo van a volver?

—No tenemos ni idea.

Y así acabó la conversación.

Jamás en toda su vida había estado Marianne tan poco deseosa de bailar como esa noche, y jamás el ejercicio la había fatigado tanto. Se quejó de ello cuando volvían a Berkeley Street.

—Ya, ya —dijo la señora Jennings—, sabemos muy bien cuál es la causa; si una cierta persona a quien no nombraremos hubiera estado allí, no habría estado ni pizca de cansada; y para decir verdad, no fue muy cortés de su parte no haber venido a verla, después de haber sido invitado.

—¡Invitado! —exclamó Marianne.

—Así me lo ha dicho mi hija, lady Middleton, porque al parecer sir John se encontró con él en alguna parte esta mañana.

Marianne no dijo nada más, pero pareció estar muy ofendida. Viéndola así y deseosa de hacer algo que pudiera contribuir a aliviar a su hermana, Elinor decidió escribirle a su madre al día siguiente, con la esperanza de despertar en ella alguna preocupación por la salud de Marianne y, de esta forma, conseguir que hiciera las averiguaciones tan largamente pospuestas; y su determinación se hizo más fuerte cuando en la mañana, después del desayuno, advirtió que Marianne le estaba escribiendo otra vez a Willoughby, pues no podía pensar que fuera a ninguna otra persona.

Alrededor del mediodía, la señora Jennings salió sola por algunos encargos y Elinor comenzó de inmediato la carta, mientras Marianne, demasiado inquieta para concentrarse en ninguna ocupación, demasiado ansiosa para cualquier conversación, paseaba de una a otra ventana o se sentaba junto al fuego entregada a tristes pensamientos. Elinor puso gran esmero en su llamada a su madre, contándole todo lo que había pasado, sus sospechas sobre la inconstancia de Willoughby, y llamando a su deber y a su afecto la urgió a que exigiera de Marianne una explicación de su auténtica situación con respecto al joven.

Casi no había terminado su carta cuando una llamada a la puerta anunció la llegada de un visitante, y al momento les dijeron que era el coronel Brandon. Marianne, que lo había visto desde la ventana y que en ese instante odiaba cualquier compañía, abandonó la habitación antes de que él entrara. Se veía el coronel más serio que de costumbre, y aunque manifestó satisfacción por encontrar a la señorita Dashwood sola, como si tuviera algo especial que decirle, se sentó durante un rato sin articular palabra. Elinor, convencida de que tenía algo que comunicarle que le concernía a su hermana, aguardó con impaciencia que él se sincerara. No era la primera vez que sentía el mismo tipo de certeza, pues más de una vez antes, iniciando su comentario con la observación “Su hermana no tiene buen aspecto hoy”, o “Su hermana tiene aspecto deprimido”, había parecido estar a punto de revelar, o de indagar, algo en particular acerca de ella. Tras un lapso de varios minutos, el coronel rompió el hielo preguntándole, en un tono que revelaba una cierta turbación, cuándo tendría que felicitarla por la adquisición de un hermano. Elinor no estaba preparada para tal pregunta, y al no tener una rápida respuesta, se vio obligada a recurrir al simple pero vulgar expediente de preguntarle a qué se refería. Él intentó sonreír al contestarle: “El compromiso de su hermana con el señor Willoughby es algo sabido por todos”.

—No pueden saberlo todos —contestó Elinor—, porque su propia familia lo desconoce.

Él pareció asombrarse, y le dijo:

—Le ruego me disculpe, temo que mi pregunta haya estado fuera de lugar; pero no pensé que se quisiera mantener nada en secreto, puesto que se corresponden sin trabas y todos hablan de su boda.

—¿Cómo es posible? ¿A quién se lo ha oído contar?

—A muchos... a algunos a quienes usted no conoce, a otros que le son muy próximos: la señora Jennings, la señora Palmer y los Middleton. Pero incluso así no lo habría creído (porque cuando la mente no quiere admitirlo, siempre hallará algo en qué fundamentar sus dudas), si hoy no hubiera visto accidentalmente en manos del criado que me abrió, una carta dirigida al señor Willoughby, con letra de su hermana. Yo venía a preguntar, pero me convencí antes de poder plantear la pregunta. ¿Está todo ya resuelto por completo? ¿Es posible que...? Pero no tengo ningún derecho, y ninguna posibilidad de éxito. Perdóneme, señorita Dashwood. Creo que no ha sido correcto de mi parte decir tanto, pero no sé qué hacer y confío totalmente en su prudencia. Dígame que está todo, que cualquier intento... que, en suma, disimular, si es que el disimulo puede darse a estas alturas, es todo lo que queda.

Estas palabras, que fueron para Elinor una tan directa confesión del amor del coronel por su hermana, la afectaron hondamente. En aquel instante no fue capaz de decir nada, y aun cuando recobró el ánimo, se debatió durante un breve tiempo intentando descubrir cuál sería la respuesta más idónea. El auténtico estado de las cosas entre Willoughby y su hermana le era tan desconocido, que al intentar explicarlo bien podía decir demasiado, o demasiado poco. Sin embargo, como estaba convencida de que el afecto de Marianne por Willoughby, sin importar cuál fuese el resultado de ese afecto, no dejaba al coronel Brandon esperanza alguna de triunfo, y al mismo tiempo deseaba protegerla de toda censura, después de pensarlo un rato decidió que sería más prudente y considerado decir más de lo que realmente creía o sabía. Admitió, entonces, que aunque ellos nunca le habían informado sobre qué tipo de relaciones tenían, a ella no le cabía duda alguna sobre su mutuo cariño y no le extrañaba saber que se escribían.

El coronel la escuchó en religioso silencio, y al terminar ella de hablar, de inmediato se levantó de su asiento y tras decir con voz emocionada, “Le deseo a su hermana toda la felicidad del mundo; y a Willoughby, que luche por merecerla...”, se despidió y se fue.

Esta conversación no logró dar sosiego a Elinor ni menguar la inquietud de su mente en relación con otros aspectos; al contrario, quedó con una triste impresión de la desdicha del coronel y ni siquiera pudo desear que esa infelicidad desapareciera, dada su angustia por que se diera el acontecimiento mismo que iba a ratificarlo.

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