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ОглавлениеINTRODUCCIÓN
LA FUNCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA
Este libro pretende analizar el discurso histórico de los dos últimos siglos, siguiendo el hilo conductor de la escritura de la memoria. Los hombres no sólo viven, sino que se acuerdan de lo vivido y, con no poca frecuencia, tienen el atrevimiento de pasar de la memoria a la escritura. La sociedad entrega a los historiadores esa tarea y ellos se convierten en los fiadores de la memoria. La profesión histórica se convierte así en algo más que una profesión, porque encierra un compromiso personal y una proyección social nada despreciable. De este modo, los historiadores se constituyen en los «guardianes de la memoria», en una expresión que puede tener una connotación negativa pero que en la mayoría de los casos simplemente expresa una realidad.1
El autor de este trabajo parte de la convicción de que se puede hacer una verdadera historia intelectual a través de los textos históricos. Ellos reflejan con extraordinaria claridad los contextos intelectuales e ideológicos de la época en que fueron articulados, con independencia de los datos que proporcionan del objeto que analizan. El Federico II de Ernst Kantorowicz, publicado en los años veinte, respondía al ambiente de una Alemania resentida y sedienta de caudillajes firmes.2 La elección de la figura del soberbio emperador medieval era un reflejo de las inquietudes de la Alemania de los años veinte y treinta. Cuando la obra se reeditó en Alemania durante los años sesenta, el mismo autor se apresuró a mostrar su incomodidad, declarando que la obra debía ser revisada en su totalidad: los dramáticos acontecimientos desencadenados en Alemania durante los años cuarenta y su estancia en Estados Unidos durante los cincuenta habían transformado radicalmente sus convicciones intelectuales, ideológicas y políticas y, por tanto, su visión de la historia.
Los ojos del historiador se mueven siempre a dos niveles. Por un lado, son testigos directos de su mundo, están insertos en un contexto determinado, sufren las consecuencias de unos acontecimientos. Por otro lado, son capaces de trascender ese ámbito inmediato que les envuelve y tomar distancia, actuando como testigos activos más que como sujetos pacientes. Eso es lo que se trasluce de las dramáticas páginas autobiográficas de Marc Bloch sobre la Segunda Guerra Mundial, poco antes de ser fusilado en 1944 por los nazis, a causa de su actividad clandestina en la resistencia francesa.3 De la misma intensidad son las experiencias de Pierre Vilar durante la guerra civil española, narradas muchos años después en su autobiografía intelectual. Ante aquel torbellino de violencia, que le sorprendió en Barcelona, lo único que pretendía el historiador francés era «observar todo con ojos de historiador».4 Ambos actuaron, simultáneamente, como actores y como testigos de esas trágicas escenas. Por su compromiso cívico, no se mantuvieron inactivos ante el desarrollo de los acontecimientos. Por su formación histórica, fueron testigos excepcionalmente cualificados de unos hechos que vivieron con dramatismo e intensidad.5
La mirada del historiador puede, sin embargo, moverse a un tercer nivel, quizás más complejo, cuando dirige su atención a la producción histórica de los que le han precedido. Esta lectura desde el tercer piso ha ido adquiriendo cada vez mayor peso en el panorama académico e intelectual, al concretarse en una verdadera subdisciplina como es la historiografía. A través de ella, son los mismos historiadores los que interpretan y enjuician a sus predecesores. Probablemente, el creciente interés de los historiadores por la historiografía nazca de su recelo por la invasión de la filosofía en su campo, lo que es un reflejo de la máxima de Marc Bloch: «Filosofar, en la boca del historiador, significa... el crimen capital». La historiografía se encuentra de este modo más cerca de la historia intelectual que de la filosofía de la historia. Pero, al mismo tiempo, es indudable que todo historiógrafo precisa de unos conocimientos filosóficos profundos, sin los que es imposible adentrarse en el mundo de las epistemologías históricas. A lo largo del tiempo, la disciplina histórica se ha encargado de poner por escrito la memoria colectiva. Ella avanza a través de los escritos con que los historiadores intentan textualizar el pasado, reactualizándolo a través de un relato riguroso y coherente. Esos textos son su legado principal. No en vano Georges Duby escribía, desde la atalaya de una vida dedicada a la historia: «Je suis tout prêt à dire que ce que j’écris, c’est mon histoire».6 Lo que había escrito era su historia y formaba también parte de la historia: la historia difícilmente puede transmitirse y fijarse de otro modo que no sea a través de la escritura, del texto histórico.
Las circunstancias de la vida de los historiadores son un testimonio elocuente del rastro histórico que ellos mismos han dejado, al tiempo que condicionan su modo de percibir el pasado. De ahí el interés que han suscitado las biografías publicadas en estos últimos años sobre Marc Bloch o Fernand Braudel.7 El estudio de sus escritos es el que permite, a su vez, hacer avanzar la historia. Es tarea del historiógrafo releer esos escritos desde el tercer piso de la reflexión historiográfica, trascendiendo así el primer piso, el de la misma historia –la vivencia de los acontecimientos– y el segundo piso, el de la reflexión histórica –el estudio de una época determinada.
La reflexión historiográfica debe atender, en primer lugar, a la relación del texto histórico con el contexto en el que fue articulado. Los sugerentes estudios sobre historiografía medieval, llevados a cabo por la historiadora norteamericana Gabrielle M. Spiegel, demuestran la eficacia de ese método.8 Llevar a cabo esa contextualización del texto histórico es quizás una tarea más compleja si se trata de tiempos recientes, pero no por ello menos apasionante. Los concienzudos y profundos estudios de Georg G. Iggers sobre el historicismo alemán han actuado como catalizadores de este nuevo ámbito de la disciplina histórica que es la historiografía.9
El objetivo principal de la historiografía es el análisis de las tendencias intelectuales que generan un modo concreto de concebir la historia, de leer el libro de la memoria, de concebir el presente y de proyectar el futuro en función de la lectura que se realiza del pasado. Para ello, una labor capital del historiógrafo es captar el contexto cultural e intelectual en el que los historiadores se hallan inmersos, sus condicionantes geográficos, su ámbito familiar, su formación escolar y académica, sus amistades, sus relaciones profesionales, sus preferencias temáticas.
El historiógrafo debe tener siempre presente que todo texto histórico remite, en mayor o menor medida, al presentismo: cada lectura del pasado lleva inserta en sí misma una lectura del presente desde el que es construido ese discurso histórico. Peter Burke se preguntaba si fue una simple casualidad que los Annales vieran la luz el mismo año de la crisis bursátil de 1929.10 Edward Thompson confesaba que aprendió más de los jóvenes historiadores socialistas –que conoció a raíz de sus actividades relacionadas con el Partido Comunista Británico– que de los académicos de Cambridge. Éste fue su aprendizaje fundamental para la construcción de una de las obras más influyentes del siglo pasado: The Making of the English Working-Class (1963).11 El concepto clave de la historiografía de los años setenta fue la crisis. Se llevaron a cabo concienzudos estudios sobre la crisis de la antigüedad y su transición a un sistema feudal, la crisis del Antiguo Régimen, las crisis de subsistencias, las crisis económicas.12 Al cabo de los años, cuando esos debates han caído en desuso, queda en el ambiente la impresión del fuerte impacto que recibieron aquellos historiadores de la crisis energética y cultural por la que transitaba el mundo occidental durante aquellos años setenta tan grises –y, sin embargo, tan fructíferos desde el punto de vista intelectual y especialmente historiográfico.
El contexto condicionó indudablemente al texto histórico de modo tangible durante esa triste década y le obligó a ceñirse a una lectura economizada y marxistizada del pasado. Y, paradójicamente, durante esos mismos años, un puñado de historiadores (Hayden V. White, Carlo Ginzburg, Natalie Z. Davis, Simon Schama) estaban publicando, desde la arista cortante de la innovación, unos textos basados en el retorno a la narración tradicional, que tanto han influido en el panorama historiográfico del fin de siglo. Ellos supieron desentenderse de un contexto que había empobrecido el debate a causa del hermetismo del paradigma estructural y marxista, que ejercía una hegemonía tan absoluta como anacrónica durante aquellos años.
El influjo del presentismo –el peso del contexto en el texto histórico– es mayor o menor según el grado de conciencia histórica de cada período, pero siempre existe de un modo u otro. Las tesis historicistas de Benedetto Croce, Robin Collingwood o José Ortega y Gasset, desarrolladas en la intensa época de entreguerras, eran quizás excesivamente radicales, pero pusieron de manifiesto el peso real del presente en la labor de quienes leen el pasado. Pocos años después, las ambiciosas construcciones organicistas de Arnold Toynbee y Oswald Spengler representaron el intento de generar unas respuestas globalizantes que atenuaran la conmoción en que se hallaba inmersa la modernidad, seriamente trastocada en sus valores más íntimos por el dramatismo de las guerras mundiales.
La historiografía es una expresión y un reflejo de las tendencias intelectuales y filosóficas predominantes en cada momento. Esto se ha puesto especialmente de manifiesto a lo largo de los dos últimos siglos, en los que sociólogos, historicistas, organicistas, annalistas, estructuralistas, marxistas, cuantitativistas, narrativistas y postmodernos han ido sucediéndose, generación tras generación, en el seno de la disciplina histórica. Cada una de estas tendencias historiográficas ha reflejado o se ha visto reflejada –activa o pasivamente– en los contextos culturales, ideológicos e intelectuales hegemónicos. La experiencia demuestra, sin embargo, que el historiador no está ni mucho menos completamente determinado por el contexto en el que se ve inserto desde los años de su formación intelectual. En primer lugar, porque él mismo forma parte de ese contexto y, por tanto, contribuye a consolidarlo, enriquecerlo o debilitarlo. Pero, sobre todo, porque él mismo es el que crea la «arista cortante de la innovación» –expresión acuñada por el historiador británico Lawrence Stone en 1979– que es la que contribuye a su vez a generar un nuevo contexto intelectual. La innovación está representada en un principio por un pequeño grupo de historiadores quienes, a través de sus textos, representan una ruptura con la tradición y devienen con los años modelos de las corrientes que se van convirtiendo en hegemónicas.
Así ha sucedido a lo largo del siglo pasado con esos libros que todos los historiadores tienen como punto de referencia, independientemente de sus tendencias intelectuales o ideológicas, pero que en su momento fueron una arriesgada apuesta basada en renovadas metodologías: El otoño de la edad media de Johan Huizinga (1919), Los reyes taumaturgos de Marc Bloch (1924), El problema de la incredulidad de Lucien Febvre (1942), El Mediterráneo de Fernand Braudel (1949), La formación de la clase obrera de Edward P. Thompson (1963), El Domingo de Bouvines de Georges Duby (1973), la Metahistoria de Hayden V. White (1973), El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg (1976), El regreso de Martin Guerre de Natalie Z. Davis (1982) o Los ojos de Rembrandt, de Simon Schama (1999).13
Todas estas obras, y tantas otras, supieron captar un momento irrepetible de la historiografía, actuando como precursores de nuevas tendencias y configurándose como jalones fundamentales del devenir del discurso histórico. Todo historiador debería conocerlas, independientemente de la parcela concreta que esté cultivando o de la corriente a la que esté adscrito, porque le permiten ahondar en el núcleo fundante de la creación histórica. Quizás por este motivo algunos tienden a considerar que no hay historia sino historiadores. Este enunciado encierra en sí un patente reduccionismo, porque se tiende a identificar la historia con la disciplina histórica, lo que genera incómodos equívocos, como sucedió con el intenso pero efímero debate generado por las tesis de Francis Fukuyama, tras la publicación de su El fin de la historia y el último hombre (1992). Sin embargo, es cierto que la disciplina histórica avanza a base de los textos que dejan por herencia los historiadores. Esos textos son las fuentes históricas secundarias de los historiadores, pero no por ello menos importantes. Al mismo tiempo, se convierten automáticamente en fuentes primarias para los estudios historiográficos y, por tanto, para la historia intelectual.
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La historiografía ha ido evolucionando como subdisciplina de la historia, al socaire de una lectura cada vez más sutil de los textos históricos contemporáneos. Al historiador alemán Georg G. Iggers, junto al historiador francés Charles O. Carbonell, les corresponde el honor de ser considerados unos de sus fundadores.14 Uno de los puntos culminantes de la evolución de la historiografía durante el siglo pasado fue la publicación, en 1973, del libro de Hayden V. White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX.15 El ensayo de White, con sus grandezas y miserias, se ve enriquecido por su trifuncionalidad epistemológica: se trata de un estudio de historia –en el ámbito de la historia intelectual–, de un estudio de historiografía –cuya fuente principal son los textos históricos del siglo XIX– y de un objeto historiográfico en sí mismo –porque se ha tomado en buena medida como punto de arranque del postmodernismo historiográfico.
La historia de la historiografía se inició con el estudio de los historiadores, sus libros, sus ideas, al socaire del impulso original de la historia de la ciencia, tal como se manifestó en las pioneras obras de Eduard Fueter o Herbert Butterfield.16 Durante la segunda mitad del siglo XX, la historiografía dio un paso adelante en la reflexión teórica y se fue imponiendo el estudio de las epistemologías y de las corrientes intelectuales que condicionan un modo determinado de hacer historia.17 Sin embargo, la historiografía no debe limitarse al estudio de la evolución interna de la disciplina histórica, sino que debe reflejar el contexto social, institucional y político en el que se desarrolla. Todos los historiadores conocen bien, por propia experiencia, el enorme influjo de su formación familiar, intelectual y académica en el modo de concebir la historia y en el modo de narrarla.
Todo ello remite al mundo del relativismo histórico, que es uno de los debates más presentes en el panorama historiográfico actual. Claude Lévi-Strauss y Karl Popper consideraron que la historia no puede ser del todo objetiva porque cada historiador posee un punto de vista y su obra tiene solamente validez para el tiempo y la cultura desde donde ha sido articulada. Lo único objetivo sería el consenso, establecido entre los académicos, de ciertas reglas y convenciones que hay que respetar en el momento de la escritura de la historia. Pero las cosas no parecen ser tan sencillas.
Es evidente que cada escuela histórica refleja la tradición y las condiciones culturales que la envuelven. Las transformaciones de los paradigmas que sustentan metodológicamente la disciplina histórica son inseparables de las mutaciones de los valores de la sociedad de la que forman parte. El desarrollo del historicismo clásico alemán estuvo intrínsecamente relacionado con la consolidación del estado prusiano decimonónico. El positivismo finisecular francés se impuso en un ámbito intelectual donde predominaba la deducción, en contraste con la tendencia a la inducción de la ciencia anglosajona. La consolidación del marxismo en el panorama intelectual de la posguerra estuvo en connivencia con la polarización del mundo en los dos bloques, por lo que se erigió en la principal arma ideológica del ámbito soviético.
Sin embargo, esto no debe llevar a pensar que el entorno determina completamente la narración histórica, porque entre el texto y el contexto hay una relación de complementariedad, no de predominio o de oposición. Esto lo demuestra el hecho de que ha prevalecido entre los historiadores un acuerdo en considerar que el adecuado tratamiento de la documentación es la base de una historia objetiva. Los resultados de esa rigurosa encuesta pueden ser presentados de muy diversos modos, según el paradigma con el que sean organizados, pero cuentan ya con una garantía de objetividad. Este acuerdo de mínimos en la objetividad histórica se debe a los historiadores decimonónicos. Aunque, también es cierto, éstos cometieron en ocasiones el error de dejar hablar a los documentos por sí solos, lo que parece insuficiente.
Sentada la premisa del lógico influjo, condicionante pero no determinante, del contexto sobre el texto histórico, cabe afirmar también, siguiendo el sentido común y la experiencia cotidiana, que el historiador es capaz de acceder a un conocimiento objetivo del pasado, siempre que cuente con las fuentes adecuadas. Esto es compatible con que existan tantas formas de reescribir ese pasado como historiadores en activo. El verdadero debate respecto a la objetividad histórica tendría que centrarse, en mi opinión, en la elección de los datos, en el modo de organizar la información y en la exposición del relato (en definitiva, en el momentum de la escritura), más que en una discusión excesivamente teórica en torno a la accesibilidad del conocimiento del pasado. Probablemente por este motivo hoy día hayan influido tanto en la historia planteamientos meta-narrativistas como el de los filósofos franceses Michel de Certeau o Paul Ricoeur.18 Todo ello está expresivamente reflejado en el itinerario que marca el sentido de los títulos de dos tratados historiográficos de François Dosse: de la aparente desorientación de la disciplina histórica en los años ochenta (su «historia en migajas», publicado en 1987) a la función nuclear que hoy día tienen en su seno el relato y la narración (su «historia, entre la ciencia y el relato», de 2001).19
En todo caso, el desacuerdo en tantos puntos de vista entre los historiadores y las escuelas históricas ha generado unos debates teóricos que han contribuido a su vez a aumentar considerablemente el rigor, la amplitud y la perspectiva histórica, tanto desde un punto temático como metodológico. En este contexto es donde se revela la verdadera utilidad del debate historiográfico, que puede parecer en ocasiones excesivamente teórico pero que, en realidad, contribuye enormemente a enriquecer el utillaje del historiador y, por tanto, beneficia a la entera disciplina histórica. Es algo que expresó a finales del siglo XIX, quizás inconscientemente, Lord Acton: «el pensamiento histórico es más que el conocimiento histórico» («Historical thinking is more than historical knowledge»). Los textos históricos, al fin y al cabo, pueden constituirse en sí mismos como testimonios y manifestaciones de una cultura determinada: una sociedad no se descubre jamás tan bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen.
1 Una expresión similar es utilizada, en su acepción menos positiva, por Ignacio Peiró Martín, Los guardianes de la historia. La historiografía académica de la Restauración, Zaragoza, 1994.
2 Ernst Kantorowicz, Kaiser Friedrich der Zweite, Berlin, 1927. Ver David Abulafia, «Kantorowicz, Frederick II and England», en Robert L. Benson y Johannes Fried (eds.), Ernst Kantorowicz: Erträge der Doppeltagung Institute for Advanced Study, Stuttgart, 1997, pp. 124-143.
3 Marc Bloch, L’étrange défaite; témoignage écrit en 1940 suivi de écrits clandestins, 1942-1944, París, 1957.
4 Pierre Vilar, Pensar históricamente. Reflexiones y recuerdos, en Rosa Congost (ed.), Barcelona, 1997.
5 Pierre Nora (ed.), Essais d’ego-histoire, París, 1987; Jeremy D. Popkin, «Historians on the Autobiographical Frontier», American Historical Review, 104 (1999), pp. 725-748; James E. Cronin, «Memoir, Social History and Commitment: Eric Hobsbawm’s Interesting Times», Journal of Social History, 37 (2003), pp. 219-231.
6 Citado en Patrick Boucheron, «Georges Duby», en Véronique Sales (ed.), Les historiens, París, 2003, p. 227.
7 Por ejemplo, Giuliana Gemelli, Fernand Braudel, París, 1995 y Olivier Dumoulin, Marc Bloch, París, 2000.
8 Gabrielle M. Spiegel, The Past as Text. Theory and Practice of Medieval Historiography, Baltimore & Londres, 1997.
9 Georg G. Iggers, The German Conception of History. The National Tradition of Historical Thought from Herder to the Present, Middletown, 1968.
10 Ver su excelente síntesis de la evolución de la escuela de los Annales, Peter Burke, The French Historical Revolution. The Annales School, 1929-89, Cambridge, 1990 (edición castellana: Peter Burke, La revolución historiográfica francesa: «la escuela» de los Annales 1929-1989, Barcelona, 1994).
11 Edward P. Thompson, The Making of the English Working Class, Londres, 1963.
12 Un ejemplo clásico de esta tendencia es el volumen de Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism, Londres, 1974.
13 Todas estas obras están recogidas en el ANEXO 2, donde se recoge una selección de las que son, a mi juicio, algunas de las obras históricas más representativas del siglo XX.
14 Sus obras más representativas en esta dirección son Georg G. Iggers, New Directions in European Historiography, Middletown, 1984 (1975) y Charles-Olivier Carbonell, Histoire et historiens. Une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, 1976.
15 Hayden V. White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore & Londres, 1973.
16 Herbert Butterfield, The Origins of Modern Science, 1300-1800, Londres, 1949 y Man on his Past. The Study of the History of Historical Scholarship, Cambridge, 1955; Eduard Fueter, Histoire de l’historiographie moderne, París, 1914.
17 La historiografía española puede congratularse, hoy en día, de ser uno de los ámbitos donde el debate propia y específicamente historiográfico tiene una mayor vitalidad. Este libro debe mucho a la riqueza de este debate y a las conversaciones mantenidas con sus principales protagonistas. Sus obras más representativas van siendo citadas en el momento oportuno.
18 Michel de Certeau, L’écriture de l’histoire, París, 1975; Paul Ricoeur, Temps et récit, París, 1983-1985, 3 vols.
19 François Dosse, L’histoire en miettes. Des «annales» a la nouvelle histoire, París, 1987 y François Dosse, Història. Entre la ciència i el relat, Valencia, 2001.