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I. DE ENTRESIGLOS A ENTREGUERRAS:

EL AGOTAMIENTO DE POSITIVISMOS E HISTORICISMOS

En el cambio de siglo, la disciplina histórica dio síntomas de agotamiento, tras una larga época de predominio de los esquemas histórico-filosóficos del idealismo y el positivismo y los referentes ideológico-vivenciales del romanticismo. Los historiadores experimentaron una crisis respecto a las cosmovisiones que esos paradigmas representaban. Sentían que se tambaleaban sus fundamentos metodológicos. El agotamiento de los modelos teóricos surgidos en el siglo anterior produjo una sensación de crisis en la disciplina histórica. La edad de oro de los grandes teóricos y filósofos de la historia, como Hegel, Comte o Marx, había terminado. Los viejos paradigmas científicos decimonónicos fueron cayendo progresivamente en desuso, poniendo de manifiesto la radical oposición entre los métodos de las ciencias sociales y los de las ciencias experimentales. En los ambientes académicos, todavía se oían frases programáticas como la que en 1902 profirió John B. Bury: «La historia es una ciencia, ni más ni menos».1 Sin embargo, pocos dudaban ya de que la historia estaba necesitada de una profunda revisión epistemológica.

Los nuevos historiadores, representados por Karl Lamprecht en Alemania y Frederick J. Turner en los Estados Unidos, reaccionaban contra los postulados del positivismo, que había reducido la historia a la búsqueda de leyes generales que explicaran científicamente el devenir histórico. Frente al positivismo generalizante de raíces comtianas, la nueva «escuela metódica» imponía un nuevo tipo de «positivismo», basado en la necesidad de la erudición y la crítica documental como base de la investigación histórica.2 Propugnaban un retorno al hombre como objeto central del conocimiento histórico, que nunca puede ser reducido a fórmulas abstractas, sino que debe ser entendido en todo su contexto.3 Se avanzaba de este modo en la profesionalización de la historia. Los historiadores decimonónicos que no se integraron en esta dirección, como Alexis de Tocqueville y Jakob Burckhardt, quedaron desconectados de las tendencias historiográficas imperantes y fueron marginados del mundo académico, aunque publicaran obras de notable calidad.

Las clásicas polarizaciones de la historiografía decimonónica perdieron toda su eficacia. Los historiadores intentaron crear, con el cambio de siglo, una metodología más flexible. Con ello pretendían superar el maniqueísmo decimonónico, que distinguía entre historiadores profesionales y amateurs; entre románticos y empiristas; entre idealistas y positivistas; entre generalistas y especialistas. Las nuevas corrientes primaban un tipo de historiador que fuera capaz de aglutinar todas estas categorías, aunque ello fuera a costa de entablar un decidido diálogo con las restantes ciencias sociales, como sucedió en Francia con la sociología.

Al mismo tiempo, el patriotismo de los historiadores decimonónicos había puesto seriamente en duda la objetividad de la disciplina histórica. Las escuelas nacionales tenían un peso enorme en el devenir de la ciencia histórica. La escuela rankiana contribuyó decisivamente a la implantación de la historia como disciplina científica, pero no pudo detener su progresiva tendencia a la instrumentalización política y nacionalista de la historia. Como consecuencia, la generación de los historiadores prusianos anterior y posterior a 1870 –Droysen, Mommsen, Treitschke, Sybel– se hizo agente activo de la unidad alemana y, posteriormente, del pangermanismo. Análogamente, la escuela política francesa –Guizot, Mignet, Thiers– se decantaba por el estudio de las instituciones y de lo específicamente francés.

Jules Michelet (1798-1874), por su parte, arrancaba su Histoire de la République romaine. Introduction à l’histoire universelle (1831), declarando que Francia es «la que explicará el Verbo del mundo social». Su Historia de la Revolución Francesa, publicada entre 1847 y 1853, es un audaz intento de compaginar motivaciones políticas con epistemologías filosóficas. Éste sería el modelo que utilizaría la historiografía romántica finisecular para defender las tradiciones nacionales sin estado, como sucede en la Cataluña posterior a la Renaixença.4 La guerra franco-prusiana creaba una polémica sobre los derechos históricos de Alsacia y Lorena, exclusivamente motivada por criterios políticos, en la que intervienen historiadores de la talla de Numa Deny Fustel de Coulanges (1830-1889) y Theodore Mommsen (1817-1903).

La derrota francesa de 1870 había supuesto una enorme conmoción para el entero panorama intelectual francés, al tiempo que confirmaba la superioridad científica alemana.5 Desde el punto de vista estrictamente historiográfico, este acontecimiento representó la progresiva sustitución del modelo historicista clásico a favor de los sistemas histórico-filosóficos del idealismo hegeliano y el positivismo comtiano. La implantación de una nueva historia, que intentaba compatibilizar teoría y práctica, era un reflejo del triunfo del modelo de administración prusiano, más racional y eficaz, frente a un constitucionalismo francés más rígido y anacrónico.6

Fustel de Coulanges y Mommsen representan este momento historiográfico finisecular, que conjuga la tradición racionalista de la duda cartesiana con la aproximación «positivista» a los hechos singulares. Esto les permite elevar la disciplina histórica a la categoría de una ciencia, contribuyendo decisivamente a su modernización y a la fijación del método crítico histórico. Fustel declara explícitamente que la historia está compuesta por una multitud de pequeños acontecimientos; pero un pequeño acontecimiento, en sí, no es historia. La historia no puede quedarse en el estudio de los hechos materiales y de las instituciones. Su verdadero objeto de análisis es el entendimiento humano. Las leyes externas y las instituciones son las que nos llevan a las creencias interiores, que son el objeto propio de la historia.7

Ranke, Burckhardt y Coulanges son los gigantes decimonónicos en lo que se refiere a la fijación científica de la historia. Los tres basan su grandeza en la convergencia entre la filosofía y la historia porque tratan de buscar leyes generales sin las cuales sería difícil hablar de una verdadera ciencia histórica, como ellos mismos postulaban explícitamente.8 Fustel de Coulanges había escrito: «la historia es una ciencia, que utiliza un método riguroso y debe analizar los hechos tal como han sido vistos por los contemporáneos, no como el espíritu moderno los imagina».9 Tanto Ranke como Burckhardt y Coulanges desconfiaban de todo lo que no fuera estrictamente histórico. Este recelo se concretaba en su rechazo de la filosofía. Sin embargo, la utilizaban para hacer más coherente y consistente su acercamiento empírico a la realidad histórica.10

Todo este panorama cambiaría radicalmente, sin embargo, ya a principios del siglo XX, cuando empezó a dejarse sentir en el terreno de la historia un agotamiento de los viejos métodos de la erudición académica profesionalizada del siglo XIX, con sus rígidas pretensiones de objetividad científica. Como punto de partida, la historiografía se enfrentó críticamente con las tres grandes tradiciones intelectuales decimonónicas que tanto habían influido en la historia: el historismus germánico, el positivismo y el marxismo. Cada una de esas tres tradiciones, personificadas por Ranke (1795-1886), Comte (1798-1857) y Marx (1818-1883), se irían proyectando, a lo largo del siglo siguiente, en la hermenéutica, la sociología durkheimiana y weberiana y el materialismo histórico. La historia se convertía desde entonces en una ciencia con objeto propio de conocimiento y quedaba planteado el tema de sus relaciones con las demás ciencias sociales, algunas de las cuales habían quedado seducidas por el historicismo clásico. Superada además la fase en la que la disciplina histórica buscó infructuosamente un lugar entre las ciencias experimentales, es en este período cuando empieza a plantearse su verdadero lugar entre las ciencias humanas y sociales.

LAS ESTRATEGIAS DISCIPLINARES: LA HISTORIA Y LAS CIENCIAS SOCIALES

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la convicción del historismus germánico en la posibilidad del acceso al conocimiento objetivo del pasado, lleva a la historia a consolidarse como una disciplina con unos métodos específicos y bien diferenciados de las restantes ciencias sociales. Al mismo tiempo, se agudiza su tendencia a limitar sus presupuestos epistemológicos al ámbito del pensamiento occidental y a considerar la Europa moderna como centro de la historia del mundo. El historicismo germánico, el positivismo y el marxismo comparten la concepción de la coherencia y la linealidad de la historia. Como consecuencia, la disciplina histórica resta excesivamente condicionada por el peso del contexto histórico en los presupuestos historiográficos –el presentismo–, como se pone de manifiesto en la historiografía de la época de la Alemania de Bismarck o de la Francia de Michelet. Se plantea así, de un modo práctico, el problema de la instrumentalización de la historia y se avanza en su profesionalización, con el efecto perverso de la excesiva ritualización de la disciplina, lo que en ocasiones genera una escasa innovación o la generalización de un lenguaje excesivamente específico o especializado.

El positivismo es la primera de estas tres corrientes en quedar descolgada del influjo directo de la historia. En primer lugar, porque los postulados del positivismo clásico de Auguste Comte son progresivamente sustituidos por los del nuevo positivismo de la escuela metódica francesa que, tal como ha puesto de manifiesto Charles-Olivier Carbonell, aboga por una renovación de la ciencia histórica a través de la preeminencia del empirismo sobre las generalizaciones especulativas. Por tanto, a partir de la época de entresiglos, es más propio hablar de «positivismos», en plural, porque allí converge el positivismo clásico de Comte con el nuevo positivismo postulado por los componentes de la escuela metódica, entre los que destacan Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos (1854-1942), quienes declaran solemnemente que sin un estudio empírico de los documentos no hay historia, con lo que marcan las diferencias entre historiadores y filósofos de la historia.11 El contraste entre los diferentes «positivismos», es decir, entre el generalizante empirismo comtiano y el dogmatismo detallista de la escuela metódica, fue el responsable del colapso del positivismo decimonónico como metodología para un estudio riguroso de la historia y de la sociedad.

Hay otro motivo por el que el positivismo fue sustituido, a principios del siglo XX, como fundamento epistemológico de la historiografía. El término «positivismo» había estado asociado desde sus orígenes a una metodología estrictamente científica que remitía a las ideas de la Ilustración, la cual había considerado el progreso de la ciencia y la liberación de la religión y de la metafísica como un instrumento para la emancipación y el progreso de la humanidad. Ciertamente, los intentos de Henry Thomas Buckle y de Hippolyte Taine habían sido fructíferos. Incluso se les había unido el impacto del darwinismo social, representado por Herbert Spencer, que introdujo determinantes biológicos, como la lucha por la supervivencia, para la explicación de la historia. Pero todos ellos fueron experimentos efímeros porque, en la práctica, los seguidores del positivismo nunca tuvieron éxito en la aplicación del modelo de las ciencias naturales en la metodología de las ciencias sociales o la historia.

Caídos en desuso los positivismos, fueron las diversas derivaciones del historicismo y las diversas aplicaciones del marxismo las que empezaron a influir de un modo más directo en la disciplina histórica. La idea de la linealidad y el progreso de la historia se transmitió a través de estas corrientes. En el entero ámbito de las ciencias sociales, se dejó sentir de un modo muy acusado la idea de que no era posible un análisis de la sociedad sin la ayuda de la historia. Esto posibilitó unas mayores conexiones entre las humanidades y las ciencias sociales, donde, de hecho, la disciplina histórica desempeñaba una función neurálgica.

Ciertamente, hay diversas acepciones del concepto historicismo, como las había del positivismo. Sin embargo, la idea central que subyace en todas ellas es la noción de que el mundo de los hombres está lleno de significados y de valores que pueden ser únicamente aprehendidos en un contexto histórico. Como consecuencia, el estudio del carácter histórico de los actos humanos requiere unos métodos específicos, diferentes de los de las ciencias humanas. Se comprende así la importancia que tiene este postulado en las estrategias disciplinares que dominan el panorama intelectual de Occidente: la divulgación del historismus germano en Europa y Norteamérica durante el siglo XX no sólo representan una extensión «geográfica» sino también «disciplinar», porque las tesis historicistas prevalecen en el análisis de las ciencias sociales y en el estudio de las leyes, de la economía y del estado.

El desarrollo de la sociología histórica durkheimiana en Francia y de la sociología comprensiva weberiana en Alemania en los años diez y veinte y la eclosión de los primeros Annales durante los años treinta, son las respuestas proporcionadas a la búsqueda de una mayor unidad e integración de la historia con las restantes ciencias sociales. Un proyecto que se renovará periódicamente a lo largo del siglo XX, como lo demuestra la reedición del artículo de François Simiand de 1903 por Fernand Braudel en 1960 en la revista Annales o el revival, quizás algo efímero, de los postulados de Max Weber en Francia en aquellos años, junto a la consolidación de la Escuela de Bielefeld en Alemania, en la que se logró un verdadero diálogo interdisciplinar.

Como consecuencia de las diferentes aplicaciones historiográficas de los positivismos, los historicismos y los marxismos, a principios del siglo XX, la historia tuvo que intensificar sus conexiones con las ciencias sociales, especialmente con la sociología. Poco a poco, los historiadores tomaron una mayor conciencia de la conveniencia de abrir su objeto de estudio a todas las manifestaciones de la vida de una sociedad en continuo dinamismo. El contexto principal en el que se dio esta apertura fue la Francia de comienzos del siglo XX, donde los modelos de la tradición positivista fueron radicalmente sustituidos por los de la sociología histórica de Émile Durkheim y los planteamientos teóricos de François Simiand. Ellos se propusieron el objetivo de implantar la sociología como una ciencia independiente y de demostrar las enormes posibilidades que ofrecía en el entero campo de lo que se estaba empezando a llamar entonces en Francia las «ciencias sociales».

Un instrumento muy eficaz para conseguir esta integración fue la revista Année Sociologique, iniciada en 1898, en torno a la cual se formó un grupo de investigadores con el afán de consolidar el trabajo de la joven disciplina de la sociología, tratando de incorporar algunos de los métodos históricos más tradicionales. A distancia de un siglo, todavía se pueden admirar la energía, el rigor intelectual y la capacidad de coordinar el trabajo en equipo por parte de todos los que colaboraron en aquel ambicioso proyecto común, aglutinados en torno a Émile Durkheim.

Un debate similar se produjo por aquellos años en Alemania, donde la tradición historicista clásica sufrió una análoga «sociologización» a través de la obra de Max Weber y Georg Simmel. Este último postuló una sociología a medio camino entre las ciencias sociales y la filosofía social. Esta equidistancia reflejaba con claridad la tendencia de los sociólogos alemanes hacia una interpretación racional hermenéutica y filosófica, en contraste con la investigación sociológica empírica típica de la tradición positivista francesa, sostenida por Comte o Durkheim. Max Weber es quizás el resultado más acabado de este equilibrio, al conseguir situar su obra en un eficaz ámbito «neutro», equidistante entre la sociología, la economía, la filosofía y la historia. En suma, la sociología empirística de Durkheim y la sociología comprensiva de Weber son el legado principal del positivismo, el historicismo y el marxismo del siglo XIX, en lo que hace referencia a los diálogos interdisciplinares en el ámbito continental.

Sin embargo, las relaciones entre la historia y las ciencias humanas y sociales no sólo afectaron al plano epistemológico sino también al institucional. Este dualismo tendrá unas repercusiones concretas, tanto en el debate metodológico de la historia con las ciencias sociales como en las estrategias seguidas por los historiadores. El debate entre historia y ciencias sociales precisa de un escenario, lo que provoca la extensión de esas discusiones al ámbito institucional. Las estrategias intelectuales van necesariamente acompañadas de las estrategias institucionales. El año 1903 se considera un importante punto de inflexión, con la publicación del artículo de Simiand «Méthode historique et science sociale».12 Simiand reaccionaba frente a la rigidez de los planteamientos de Paul Lacombe (De l’histoire considérée comme science, 1894) y frente a la excesiva polarización histórica de Charles Seignobos (La méthode historique appliquée aux sciences sociales, 1901), quien excluía a la disciplina histórica de cualquier diálogo con las restantes ciencias humanas. La historia receló entonces de la filosofía de la historia, porque ésta había fracasado al no haber entendido el carácter anticientífico de los acontecimientos históricos y por haber querido explicar de modo similar las instituciones.

La progresiva profesionalización de las diferentes disciplinas, acelerada durante el último tercio del siglo XIX en Francia y Alemania, afectó de modo muy diverso a cada una de ellas. La reforma universitaria llevada a cabo durante la Tercera República en Francia, no se detuvo en la reorganización de las disciplinas enseñadas tradicionalmente en las facultades. También se preocupó por introducir nuevas disciplinas, especialmente las «ciencias sociales» que, en la época de entresiglos, estaban teniendo tanta aceptación. La geografía había encontrado rápidamente unas formas eficaces de institucionalización académica. La economía política empezaba a ser una disciplina independiente en las facultades de derecho. La psicología permanecía dividida entre las facultades de filosofía y medicina. La etnología estaba relegada como un aspecto de la historia de las religiones. Más o menos consolidadas, todas estas disciplinas sociales no nucleares, tenían su espacio en el mundo académico.

Sin embargo, la sociología, a pesar de su progresivo prestigio como el campo privilegiado de la unificación de las ciencias sociales, no tuvo este reconocimiento: su enseñanza se repartirá entre las facultades de literatura –anexa a la de filosofía hasta los años sesenta del siglo XX– y las de derecho. De ahí su definición de un organismo con una cabeza de gigante con cuerpo de enano, que hace referencia a su enorme influjo en las restantes ciencias sociales pero su escasa implantación institucional.13 Esa falta de anclaje institucional explica probablemente la enorme influencia que tendrán durante esos años algunas revistas como la Revue historique de Gabriel Monod (1876), L’Année sociologique de Émile Durkheim (1898), la Revue de synthèse historique de Henri Berr (1900) o los Annales d’histoire économique et sociale de Marc Bloch y Lucien Febvre (1929): ellas suplirán la función que correspondería, en circunstancias normales, a instituciones como las universidades o los centros de investigación. La débil institucionalización de la sociología contrasta notablemente con el éxito intelectual y la proyección científica de la escuela durkheimiana.

LA ECLOSIÓN DE LA SOCIOLOGÍA

La sociología fue, en efecto, la ciencia social que se desarrolló más intensamente durante aquellos años. Las nuevas propuestas teóricas de Émile Durkheim y Max Weber surgían de la necesidad de analizar globalmente la sociedad, considerada como un sistema dentro del que habría que examinar la función que ejercía cada uno de los objetos estudiados. De este modo, se podría llegar a una imagen de la sociedad como un sistema en equilibrio estático, del que se analizarían las reglas para conocer cómo había que actuar para restablecer la normalidad cada vez que ésta fuera quebrada.

Émile Durkheim (1858-1917) es considerado como el fundador de la escuela francesa de sociología, donde cabría incluir también a Bouglé, Davy, Halbwachs, Hubert, Mauss y Simiand. Toda esta generación de intelectuales pretendió crear una especie de imperialismo sociológico, que legitimaba a su disciplina a ocupar todos los ámbitos fronterizos de las diferentes ciencias sociales. El órgano principal del grupo fue la revista L’Année Sociologique, fundada en el año 1898. Su influjo en la disciplina histórica se basaba en la sencilla pero programática idea de que la historia sólo es científica cuando es capaz de trascender lo individual y se adentra en la dimensión sociológica de la realidad.

Durkheim señalaba que la primera regla del método sociológico era la de considerar los hechos sociales como objetos que tenían que estudiarse al margen de sus manifestaciones individuales, examinando la función que cada uno de ellos desarrolla en su contexto.14 La sociología busca una analogía entre organismo biológico y estructura social: se acuñan conceptos como función, organización, ambiente o jerarquía, de resonancia netamente organicista, sobre la base del principio positivista de la continuidad entre naturaleza y cultura. El sociólogo francés partía de la tesis de la diferenciación social del trabajo. El hombre es comprendido a través de lo social, y no a la inversa, por lo que hay una dependencia de la psicología respecto a la sociología, y por esto es tan importante el desarrollo de la disciplina sociológica. Lo individual sólo puede ser entendido en el contexto de una sociedad, lo cual se manifiesta en unas formas concretas, que pueden ser observadas a su vez desde fuera a través de sus manifestaciones concretas.15 El corazón de la sociedad es la conciencia colectiva. Es lógico, por tanto, que Durkheim conceda una gran preponderancia a las normas y a los códigos sociales, que son los mejores indicadores de esa conciencia.16

En la última fase de su obra, Durkheim entra de lleno en la inserción de lo espiritual en el contexto social, a través de un ensayo sobre la religión, publicado originariamente en 1912.17 A partir de entonces ese será uno de los temas que, paradójicamente, tendrá un mayor interés para los sociólogos. La religión es un fenómeno social, que se manifiesta a través de costumbres, celebraciones y rituales. Durkheim se refiere también a la interrelación entre la sociedad y los valores religiosos: así como los sentimientos colectivos deben objetivarse en los símbolos religiosos para ser eficaces, el simbolismo religioso asegura la permanencia de los comportamientos sociales. Hay una función social de la religión y, por tanto, una sinergia entre la religión y la sociedad. La religión legitima los comportamientos sociales y, al mismo tiempo, la sociedad sostiene y asegura la existencia de la religión, porque es todo uno con la sociedad de que forma parte.

El pensamiento de Durkheim se ha estudiado desde diferentes prismas, como el político, el religioso o el económico. Sin embargo, todavía se ha analizado escasamente la función fundamental que juega la historia en su pensamiento y su obra.18 De hecho, Durkheim inspiró su obra particularmente a través de tres ciencias auxiliares de la sociología: la estadística moral, la etnografía y la historia.19 La tercera de ellas, la historia, es un complemento necesario para la sociología. Así lo declaró en uno de sus artículos más programáticos, donde postulaba que las teorías generales de los sociólogos debían ser confirmadas por los estudios inductivos de la historia.20 La sociología necesita de los historiadores: de hecho, no se puede hablar de sociología si ésta no tiene un carácter histórico. La divulgación de la obra durkheniana desató un intenso debate en el seno de la misma historiografía, que se empezó a deslizar hacia las teorías de amplio alcance preconizadas por los nuevos sociólogos, abandonando progresivamente los postulados radicales de los últimos positivistas como Seignobos, cuya tendencia al detallismo poco tenía ya que ver con las aspiraciones sintéticas del primer positivismo.21 Era algo así como volver a los postulados originales del Comte más sociológico. En esta contienda, los historiadores que iban alcanzando mayor prestigio, como Henri Berr, Lucien Febvre o Marc Bloch, se decantaron decididamente por el diálogo de la historia con las ciencias sociales, lo que aisló definitivamente a los apologistas del método histórico-documental.22

La sociología de Durkheim se imponía finalmente entre las nuevas corrientes historiográficas francesas. Ella representaba el final del dominio de la historia narrativa –que no recuperará su preeminencia hasta los años setenta–, la caducidad de la filosofía de la historia –que había sido una de las disciplinas estrella en el siglo XIX23 y que resurgirá, revitalizada, durante los años treinta y cuarenta– y, sobre todo, la sensación de que se abría una nueva era: la implantación de una historia donde se priorizaban los fenómenos sociales por encima de los políticos y que era capaz de articular eficazmente el discurso teórico junto al empírico.

El debate historiográfico en Alemania estaba, por su parte, todavía algo alejado de estos postulados, porque allí el historicismo seguía teniendo un peso enorme. Durante los primeros veinte años del siglo, destaca la labor de Max Weber (1864-1920), uno de esos intelectuales poliédricos que consiguen un notable influjo en los más diversos ámbitos de las ciencias sociales al no adscribirse explícitamente a ninguna de ellas. El sociólogo alemán era el clásico pensador de tercera vía, en su interés por encontrar una alternativa intermedia entre el conservadurismo prusiano y el materialismo progresista de corte marxista.

Desde un punto de vista intelectual, Weber pretendía también reaccionar contra la crítica neokantiana, que proponía una nueva lectura de las ciencias sociales, centradas ahora en lo individual y lo concreto. Junto a Wilhelm Dilthey y Heinrich Rickert, sentó las bases epistemológicas para una nueva historia, al reconocer que todas las ciencias, incluida la historia, eran sistemas de conceptos más que una descripción de la realidad.24 La implantación de esta hipótesis posibilitó el desarrollo posterior de una historiografía basada en una complejidad epistemológica mayor que la que la escuela rankiana había desarrollado durante las décadas precedentes.

Su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo tuvo un gran influjo en la disciplina histórica.25 Publicado entre 1904 y 1905, planteaba el papel de la religión en el desarrollo económico de los pueblos. Su obra ha generado un debate muy intenso y duradero, y ha sido utilizada, a lo largo del siglo XX, para defender ideologías y tendencias completamente opuestas, lo que habla por sí solo de su vidriosidad y complejidad.26 Con su trabajo sobre el espíritu del capitalismo, Weber pone en evidencia la contribución que el cristianismo ha dado a la génesis del mundo moderno, demostrando que el protestantismo en su versión ascética –puritanismo y calvinismo– ha favorecido la consolidación del capitalismo. Sólo una poderosa fuerza espiritual podía liberar al mundo del yugo del tradicionalismo, anclado en una concepción naturalista y mágica del mundo, y avivar el proceso de racionalización intelectual, de innovación científica, de progreso económico y de revitalización social.

Hay una simbiosis estrecha entre el protestantismo ascético y el espíritu del capitalismo inicial. El resultado histórico es la formación de un tipo de emprendedor y hombre de negocios, entre cuyos valores se reafirman la racionalización del tiempo y del dinero. Weber admite, por tanto, que un determinado comportamiento religioso o unas convicciones espirituales pueden generar una mutación social, situándose en las antípodas del determinismo marxista. En su planteamiento, son los intereses y las motivaciones –materiales o espirituales– los que tienden a dominar la actividad del hombre y por lo tanto la historia, no tanto el desarrollo de unas ideas predeterminadas o la aceleración del progreso económico.

Weber pretende analizar la compleja formación de los valores preponderantes de la civilización occidental moderna, muy poco antes de que sufrieran la tremenda sacudida causada por el desencadenamiento de las dos guerras mundiales. Para llevar a cabo con eficacia el estudio de esos valores occidentales, es preciso, según el sociólogo alemán, adentrarse en la combinación de las circunstancias y los fenómenos culturales que aparecen en su formación y que llegan a tener con el tiempo una significación universal.

La reflexión acerca del cosmos y de la vida, el conocimiento teológico y filosófico y el desarrollo del método científico han sido catalizados por el cristianismo, bajo la influencia del helenismo y algunos restos de las sectas islámicas e indias. Las ciencias sociales hindúes, por ejemplo, están muy desarrolladas en la observación ya antes de Jesucristo, pero carecen del método de experimentación, producto esencial del Renacimiento. Lo mismo se puede decir de la música y del arte. La técnica basada en la arquitectura viene de Oriente. Pero allí nadie es capaz de crear un uso racional del espacio como sí lo crea el gótico. El Renacimiento crea unas pinturas basadas en la racional utilización de las líneas y del espacio en perspectiva. Además, a partir del siglo XVI, se generaliza en Occidente un método científico sistemático y especializado, que ocupa un puesto dominante en la cultura europea y que no se da en otros lugares.

La fundación del Estado moderno es otra de las consecuciones específicas de Occidente: una asociación política regida por una constitución escrita, un espíritu racional, una ley ordenadora y una administración orgánica y eficaz. Los sistemas políticos de Oriente y Occidente no sólo se distinguen por su capacidad democratizadora, como se suele afirmar, sino también en términos de racionalidad. La racionalización de la vida pública en Occidente permite el logro que, según Weber, es el más importante y específico de la vida moderna: el capitalismo. El impulso por conseguir medios, dinero, nada tiene que ver con el capitalismo porque ha existido siempre. Se trata de algo más profundo, basado en un complejo entramado de motivaciones que dan como resultado un nuevo sistema económico y social –el liberalismo–, que posibilita a su vez la creación de un sistema político racional –la democracia.

Además de la vertiente estrictamente historiográfica de Max Weber, otra obra suya tendrá un notable influjo en el desarrollo y la consolidación de la historia de corte socioeconómico cultivada por los historiadores marxistas y de los Annales a partir de los años treinta, que irá supliendo a la de corte político y diplomático que había predominado en el historicismo clásico decimonónico. Desde esta perspectiva, los efectos de la obra de Weber en la historiografía tienen un evidente paralelismo con los de la sociología durkheniana. El volumen donde trata de todos estos temas lleva por título Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva (1922), obra póstuma, fruto de la compilación de escritos del autor, algunos publicados en vida y otros inéditos.27 Esto explica la gran variedad y diversidad de los temas tratados, cuyo denominador común es su relación con la sociología según la entendía Weber: un ámbito muy amplio en el que se encuentran entrelazadas la economía, la interpretación histórica y la antropología.

La obra se puede definir como una síntesis en la que el autor pasa revista a los diferentes aspectos de la realidad social, económica e histórica, desde la perspectiva de la sociología comprensiva creada por él mismo. Weber se declara en varias ocasiones contrario a la explicación de la realidad elaborada por el marxismo. No en vano se le ha llegado a considerar el más elaborado revisionista del marxismo clásico. La estructura del libro delata la preocupación metodológica del autor, al tiempo que pone de manifiesto el carácter ecléctico del material recogido y su diversa procedencia: la primera parte está dedicada al estudio de las categorías sociológicas, mientras que la segunda lo está al estudio de la economía y de los poderes sociales. Lo abstracto de la terminología de los títulos de los diferentes apartados y el hecho de que la segunda parte fuera redactada varios años antes que la primera son bien elocuentes al respecto del carácter heterogéneo y a la falta de unidad interna del plan de la obra.

Weber define la sociología como una ciencia que pretende entender, interpretándola, la acción social para de esa manera explicarla causalmente en su desarrollo y efectos, lo que demuestra su conexión con los postulados positivistas, todavía muy en boga a principios de siglo. El positivismo se refleja tanto en esta definición como en la constatación de que, para el sociólogo alemán, toda interpretación persigue la evidencia. La acción social juega un papel importante en la sociología de Weber, ya que representa el fin natural de toda acción humana orientada hacia el exterior. La sociología permite a la historia acceder a realidades abstractas, conceptos, tipos y leyes generales. Aplicada a la historia, se transforma en sociología histórica, disciplina que ya es capaz de armonizar individuos y sociedades, lo concreto y lo general, los fenómenos y las ideas. En definitiva, la sociología permite racionalizar el discurso histórico.

El sociólogo alemán afronta el análisis del ámbito económico desde un punto de vista abstracto, utilizando para ello la nomenclatura marxista. Así, aparecen en su obra ideas como la apropiación de los medios de producción, el propietario en contraposición del proletario y el obrero, el capital como medio de dominación o las relaciones de apropiación. Ello remite automáticamente al campo de las comunidades políticas, que son manifestaciones de poder y se concretan en tres categorías: las clases, los estamentos y los partidos. Son estos diferentes modos de asociación, naturales o pactados, los que posibilitan una acción de poder, concepto clave en la argumentación de Weber.

En su planteamiento estrictamente histórico, Weber apenas supera el reduccionismo marxista de la lucha de clases. Las ciudades medievales y modernas, por ejemplo, son dominadas por un grupo de notables que monopolizan la administración urbana y se organizan en linajes, cuyos miembros tienen en común la propiedad de la tierra. Sin embargo, el gran influjo de Weber radica en su capacidad de transitar por el entero ámbito de las ciencias sociales siendo capaz de construir un discurso unitario y coherente. El sociólogo alemán muestra un alto grado de dominio de la metodología. A pesar de abarcar un campo tan amplio de las ciencias sociales –sociología, economía, historia, psicología, política–, siempre utiliza una terminología muy precisa y no tiene ningún reparo en definir cualquier término, lo que convierte su obra en un instrumento muy útil para posteriores elaboraciones en el campo general de las humanidades. A través de su metodología, el autor ha pretendido racionalizar todos los procesos humanos de creación de instituciones económicas, políticas, religiosas y jurídicas.

La obra de Max Weber tuvo un doble influjo historiográfico. Por un lado, la publicación de su tesis sobre el nacimiento del capitalismo provocó un intenso debate en el contexto intelectual europeo de la época de entreguerras. En una primera fase, participaron en ese debate historiadores de la talla de Henri Pirenne (1862-1935)28 y Werner Sombart (1963-1941),29 cuyas obras tendrán a su vez una notable influencia en la historiografía posterior. En una segunda fase, el debate se centra en la figura del mercader italiano medieval y renacentista, que es capaz de generar las condiciones adecuadas para el nacimiento del capitalismo, como postulan las monografías de Yves Renouard y Armando Sapori.30

El segundo ámbito en el que se se experimenta la influencia de Max Weber se produce a través de su obra Economía y sociedad. Su influjo es más indirecto pero probablemente más perdurable y profundo que el de su Ética del protestantismo. En esa obra se sientan las bases metodológicas y epistemológicas que favorecerán el nacimiento de una historia socioeconómica, que se presentará como la alternativa totalizante respecto a la parcial y tradicional historia política y diplomática. El proceso será complejo, porque la verdadera aplicación de esta tendencia se realizará una vez hayan cuajado y estén totalmente asimilados los postulados de la escuela francesa de los Annales en la Francia de entreguerras y el materialismo histórico de los historiadores británicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

En Alemania, paradójicamente, su influjo real llegará a partir de 1945, cuando la historiografía de ese país se dé cuenta de que Weber había conseguido combinar lo mejor de la tradición del idealismo alemán –el reconocimiento de la individualidad histórica– con la aplicación de los conceptos generales aportados por la sociología francesa.31 El diálogo entre sociología e historia, verificado en las dos primeras décadas del siglo, había cambiado la fisonomía de la historiografía. De la obsesión empírica de los últimos positivistas de la escuela metódica se había pasado a la generosa recepción de las teorías generales y los afanes sintetizadores de los nuevos historiadores. Sin embargo, antes de que esas ideas cuajaran definitivamente en verdaderas escuelas historiográficas –como lo serán los Annales o el materialismo histórico–, la historiografía experimentó, durante la época de entreguerras, la regeneración de la figura del filósofo de la historia y el resurgimiento de las grandes interpretaciones de la historia.

LA EFÍMERA REVITALIZACIÓN DE LOS HISTORICISMOS

Desde principios de siglo hasta la Primera Guerra Mundial, se experimenta un llamativo empobrecimiento metodológico del historicismo clásico alemán, que se escora cada vez más hacia la erudición, en la que predominan los temas relacionados con la historia política y militar. Paralelamente, en el ámbito de la historiografía francesa heredera del positivismo comtiano, se radicalizan las diferencias entre una escuela metódica partidaria del particularismo empírico y la sociología comprensiva, postuladora de la historia como ciencia social sintética. Sin embargo, antes de que sociólogos, economistas y filósofos planteen sus alternativas, el mismo «positivismo» sufre una crisis interna. Se alzan críticas, como la de Gabriel Monod, contra una historia que ha degenerado en simple y pura erudición. La sugerencia es recogida y comienzan a aparecer proyectos historiográficos con aspiraciones globalizantes, que culminarán con el lanzamiento, en los años veinte, del ambicioso proyecto de síntesis histórica L’évolution de l’humanité, animado por Henri Berr.32

Al mismo tiempo, la enseñanza de la historia en los países con mayor tradición académica, como Francia e Inglaterra, se va acomodando a las nuevas tendencias.33 Por este motivo, algunas ciencias sociales, especialmente la antropología y la sociología, empiezan a ganar terreno a la misma disciplina histórica, aprovechando la estrechez de miras de los experimentos históricos que habían acogido los postulados de Langlois y Seignobos al pie de la letra. De esto se dieron cuenta los historiadores más jóvenes, que acabaron pactando con esas nuevas ciencias sociales e hicieron un verdadero esfuerzo de integración interdisciplinar, como será el caso de la escuela de los Annales en su diálogo con la sociología o la geografía. Las nuevas tendencias sociológicas habían invadido el campo de la historiografía, desacreditando la aspiración de los últimos «positivistas» de dotar a la historia de un estatuto en el ámbito de las ciencias experimentales. El deseo de Fustel de Coulanges de hacer de la historia una verdadera ciencia pura a través del análisis metódico de los documentos, quedó definitivamente desautorizado.34

Sin embargo, en este contexto de crisis epistemológica de los años veinte, de modo paradójico, la historiografía sufre un giro copernicano, al reaparecer la figura de los teóricos de la historia que, como Benedetto Croce, José Ortega y Gasset, Robin Collingwood y Heinrich Rickert, vuelven a ensayar una filosofía de la historia al estilo hegeliano, o los que, como Oswald Spengler y Arnold J. Toynbee vuelven a construir grandes interpretaciones de la historia al estilo agustiniano.35 La labor teórica de estos nuevos filósofos de la historia se inscribe en el complejo debate historiográfico que ha generado la definición del historicismo.36 Parece que el término fue utilizado por primera vez por el historiador de la filosofía Karl Werner, quien en su libro sobre Vico (1879) se refirió al carácter particular de la filosofía del historiador italiano, que afirma que la única realidad que la mente humana puede conocer es la historia, porque la construye ella misma.37 Después, el término fue profusamente utilizado en el debate historiográfico de la Alemania finisecular, donde se denunció a los historicistas por no distinguir la teoría de la historia económica, la disciplina filosófica de la histórica.

Estrictamente hablando, el historicismo no sería aquel de la generación posterior a Ranke, sino el que es encarnado por la generación de filósofoshistoriadores de la época de entreguerras.38 Ellos no temen hacer historia desde la filosofía y reaccionan contra los racionalismos historiográficos de la generación alemana finisecular. Leonard Krieger fijó en 1989 el canon de esa generación de historicistas: Croce, Collingwood, Dilthey, Rickert, Troeltsch, Ortega y Spengler. A ellos habría que añadir a los sociólogos Georg Simmel, Max Weber, Émile Durkheim, Karl Mannheim y a los neomarxistas de la escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Theodor Adorno.

El historicismo se opone, en su acepción más general, al dominio del positivismo, que había sido considerado el humanismo del siglo XIX. Los historicistas intentan crear unas ciencias sociales diversas de las ciencias naturales en las que se originó el positivismo, acentuando el carácter específicamente histórico del hombre.39 Es muy significativo que el mismo término historicismo se implantara de modo peyorativo a principios del siglo XX y se divulgara en cambio como una respetable tendencia historiográfica, en su presente significado, poco después de la Primera Guerra Mundial. El historicismo pasa a convertirse entonces de una historia metafísica a una epistemología histórica. La historia es una proyección en el pasado del pensamiento y de los intereses del presente. Lo que varía entre los historicistas es el sujeto de la historia, que para Spengler es la cultura, para Toynbee las civilizaciones, para Weber la dimensión sociológica del hombre, para Ortega la dimensión circunstancial del hombre, para Croce la dimensión contemporánea de la historia, para Collingwood la capacidad imaginativa del hombre y para Troeltsch la totalidad individual.

El debate sobre el verdadero concepto del historicismo sigue hoy todavía en pie. En un influyente ensayo publicado en los años de posguerra, titulado La miseria del historicismo, Karl Popper despojaba a la historia de cualidad de ciencia por el mero hecho de no ser capaz de predecir el futuro.40 La recepción de las tesis de Popper, marcadamente antimarxistas, no estuvo exenta de una intensa polémica, cuya resonancia ha llegado incluso hasta finales de siglo a través de la obra de Arthur C. Danto.41 La virulencia y la longevidad de este debate demuestran que el historicismo no es una corriente historiográfica unívoca. Hay un historicismo de la generación finisecular alemana posterior a Ranke, Burckhardt y Fustel de Coulanges que sigue bajo los efectos de una historiografía racionalista, sujeta al desarrollo de las leyes generales de la historia. Esta generación fue reemplazada por la de los historicistas de la época de entreguerras (Weber, Dilthey, Croce, Collingwood, Ortega), que provenían de un espectro historiográfico mucho más amplio, tanto desde el punto de vista geográfico (Alemana, Italia, Inglaterra, España) como disciplinar (filósofos, historiadores, sociólogos). La distinción de estas dos generaciones de historicistas disipa los planteamientos excesivamente simplistas como el de Karl Popper y se adecua más a la verdadera naturaleza epistemológica de este movimiento historiográfico.42

Benedetto Croce (1866-1952) parte de la idea de que hay una identidad entre filosofía e historia que está basada en la unidad del espíritu. Esa unidad permite considerar lo particular a la luz de lo universal, que es lo que legitima el conocimiento histórico. En su trayectoria historiográfica, Croce evoluciona de un marxismo incipiente como discípulo de Labriola al apoyo de las tesis fascistas con el ascenso de Mussolini. Sin embargo, a partir de finales de los años veinte, cuando desarrolla su principal labor historiográfica, defiende una posición liberal moderada. Croce desarrolló entonces una doctrina de historicismo absoluto, que identificaba la filosofía con la historia. La historia debe tener un fondo ético y político. La base del juicio histórico es la exigencia práctica: el presentismo.43 La historia debe construirse en función de las necesidades y los problemas actuales. Hay tantas historias como puntos de vista. Lo fundamental de la historia no es su proyección en el pasado, sino la contemporaneidad desde la que se fabrica ese pasado.44

El presentismo es uno de los problemas que más ha preocupado a la historiografía del siglo pasado. John Dewey radicalizó el pensamiento crociano ya en los años treinta: toda historia es necesariamente escrita desde el punto de vista del presente y, por tanto, está siempre basada en lo que es contemporáneamente juzgado como importante en el presente.45 Agnes Heller se preguntaba bastantes años más tarde si el presentismo no sería la verdadera cuestión nuclear de la historiografía: independientemente de que el objeto tratado por el historiador se ubique en el presente o en el pasado, lo importante es si su estudio nos sirve para entender mejor el presente. Cuando Shakespeare relata un acontecimiento pasado en su Julio César, de hecho está narrando un acontecimiento en presente, aunque estrictamente hablando el sujeto de la tragedia haya sido tomado del pasado. La cuestión es si la historiografía puede ser entendida de este modo o no.46

A través de su Storia come pensiero e come azione (1938) el influjo del historicismo crociano se extendió a toda la historiografía occidental. Sin embargo, durante la posguerra italiana hubo una virulenta reacción contra Croce, abanderada por el marxismo y relacionada con la extraordinaria difusión de las ideas de Antonio Gramsci, el mítico redactor de los Quaderni del Carcere, publicados entre 1948 y 1951. Hay entonces una auténtica revolución en la historiografía italiana, basada en una especie de cruzada contra el liberalismo-crociano, la democracia-salvemiana, la historia radical-gobettiana, el socialismo-rousseliano, el reaccionarismo-fascista o las escuelas clericales de la democracia cristiana.47 Con todo, el historicismo crociano sobrevivirá, a medio y largo plazo, a todas estas corrientes, porque se basa en una de las realidades más punzantes de la historiografía actual: las relaciones entre el contexto en que se genera la fuente histórica y el contexto desde el que es articulado el discurso histórico. Las vivencias personales y la formación intelectual del historiador condicionan toda su obra histórica. El mismo historiador debe ser capaz de «integrare il dato storico con la nostra personale psicologia o conoscenza psicologica».48 Todo ello remite, evidentemente, a las nociones del presentismo y del personalismo historiográfico.

Es en ese contexto epistemológico donde hay que situar el trabajo de otro gran filósofo de la historia de este período: Robin G. Collingwood (1889-1943). En su obra más importante, The Idea of History, reflexiona sobre algunos temas esenciales en la historiografía como la imaginación histórica o la historia como re-actualización (re-enactment) de la experiencia pasada.49 La idea de la historia (1946) fue publicada poco después de la muerte de su autor a partir de manuscritos recogidos por Malcolm Knox, convirtiéndose desde entonces en uno de los volúmenes más influyentes en la historiografía del siglo pasado.50 Está dividido en dos partes. En la primera, el historiador inglés relata el proceso de transformación de la historia en una ciencia; en la segunda, reflexiona sobre la naturaleza, el sujeto y método de la historia. Coolingwood justifica la necesaria interconexión entre filosofía e historia desde los orígenes de la historiografía. Los historiadores decimonónicos basaron sus investigaciones en un organizado y sistemático cuerpo de noticias documentales, a las que aplicaban un paradigma que les permitía elaborar leyes generales. Esta es la idea que, cuarenta años después, Hayden White radicalizará con su Metahistoria, absolutizando el valor de las hipótesis acríticamente formuladas por los historiadores y filósofos de la historia.51

Uno de los conceptos claves de Collingwood es el de la imaginación histórica, que recrea el pasado. La historia no debe ocuparse de lo universal sino de lo concreto. Sólo hay conocimiento histórico de lo que puede ser revivido en la mente del historiador. El concepto clave de Collingwood es que el conocimiento histórico tiene como objeto propio el pensamiento: no las cosas pensadas, sino el acto mismo de pensar. Esto es lo que le lleva a concluir, de modo aparentemente algo ingenuo, que cuando el historiador descubre lo que realmente ocurrió, de hecho conoce por qué sucedió.52 O, dicho de otro modo todavía más radical, el mero hecho de la fijación de un hecho histórico lleva consigo su misma interpretación.53 El filósofo británico trascendía así el historicismo de Ranke, Dilthey y Croce, aunque su recepción parcial en el ámbito historiográfico haya abortado en parte la divulgación de esa visión tan radical.54

En España también descolló durante los años veinte y treinta el filósofo José Ortega y Gasset (1883-1956), cuya filosofía de la historia se halla dispersa entre sus diferentes obras pero tiene una entidad en sí misma.55 Formado en ambientes culturales alemanes, derivó del vitalismo al existencialismo. Una de las obras claves de su pensamiento histórico es Meditaciones del Quijote (1914). Su filosofía se basa en «la metafísica de la razón vital», a la búsqueda de una estructura de vida que sea trascendente en su relación con la realidad de cada instante. Es así como el hombre deviene esencialmente razón histórica:

El hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. [...] Las experiencias de la vida estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado. El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia.56

Ortega vuelve al tema del presentismo al afirmar que nada existe más que el presente; si el pasado existe, lo hace en cuanto presente. El conocimiento histórico consiste en buscar lo que de pasado hay en el presente. Por tanto, cada presente ha de replantearse el problema de la historia reescribiéndola de nuevo. El presentismo de Ortega remite a lo que Collingwood había llamado el re-enactment y en Croce era la absolutización de la historia contemporánea. La investigación histórica consiste en proyectar la atención sobre el tiempo pasado desde un determinado punto de vista que varía en el presente de cada generación. Con su planteamiento presentista, circunstancialista y generacionalista, Ortega completa un pensamiento histórico muy original. Aunque ciertamente hoy en día su pensamiento está periclitado, no en balde es uno de los intelectuales españoles que ha merecido mayor interés entre la bibliografía internacional dedicada a los temas de investigación en la vertiente más filosófica de la historiografía contemporánea.57

El historiador alemán Heinrich Rickert (1863-1936) es uno de los abanderados de la escuela neokantiana de Marburgo. Su tesis se basa en que la realidad empírica es múltiple e inabarcable en su totalidad y sólo se puede afrontar parcialmente, según el punto de vista utilizado por cada ciencia.58 Las ciencias de la naturaleza utilizan un método generalizador, basado en los conceptos de ley, género y especie, por lo que queda fuera de su ámbito el individuo. Las ciencias humanas incorporan, por su parte, el concepto del valor, lo que les permite llegar a lo personal. El historiador selecciona los hechos en función de unos valores trascendentes a su objeto. Esto condena a la disciplina histórica indefectiblemente a la subjetividad, ya que se basa en una construcción mental. Algunos conceptos, como el de progreso, se convierten así en una trampa, porque no son más que selecciones mentales a priori.59

Ortega y Rickert cierran este capítulo de los filósofos de la historia que habían proliferado durante la época de entreguerras, haciendo renacer una figura que había sido creada con la Ilustración a través del pensamiento volteriano. Pero este período también experimentaría la aparición fugaz de otra vertiente historiográfica aparentemente sin continuidad en el resto del siglo XX: el de las grandes interpretaciones de la historia.

Además del acercamiento de la historia a la sociología y a la filosofía, la época de entreguerras fue también un interesante caldo de cultivo para las grandes interpretaciones de la historia, que llegaron sobre todo de la mano de los morfologistas como Oswald Spengler y Arnold J. Toynbee. Lo que se proponían plantear estos historiadores era la cuestión de la Historia Universal, en unos momentos en los que las dolorosas experiencias vividas especialmente en Occidente entre 1914 y 1945 habían dado al traste con el optimismo filosófico y científico edificado por la Ilustración del Dieciocho y el positivismo del Diecinueve.60 Las morfologías construidas por estos audaces historiadores se basan en la idea de que lo que no puede alcanzarse en la historia mediante la formulación de leyes –la vieja aspiración positivista– se puede obtener mediante la contemplación y la comparación. A través de la ampliación planetaria de los objetos históricos analizados, los morfologistas deducen unas regularidades que les sirven para diseñar unas pautas cíclicas. De este modo, se accede a las reglas del pasado y hasta se aspira a predecir el futuro.

Oswald Spengler (1880-1936) publicó su célebre obra La decadencia de Occidente al final de la Primera Guerra Mundial. Aunque nunca acabó de integrarse en el mundo académico universitario, su ambiciosa obra pretendió dar una visión global de la historia, que influyó notablemente en su tiempo. A través del estudio de ocho grandes civilizaciones, se propuso descubrir los mecanismos de su apogeo y decadencia, aplicando esa tesis a la civilización occidental. Cada cultura o civilización es un fenómeno cerrado en sí mismo, específico e irrepetible, pero que experimenta una evolución que es posible comparar morfológica y analógicamente con las restantes y da la clave para comprender el presente.

Con Spengler, el presentismo volvía a aparecer en el panorama historiográfico de entreguerras, tal como lo habían planteado los filósofos de la historia como Croce –toda historia es historia contemporánea– o Collingwood –la historia como reactualización de la experiencia pasada. Spengler fue incluso más allá, pretendiendo augurar el futuro de la civilización occidental y cayendo en uno de los efectos perversos de todo presentismo: la politización e instrumentalización de la historia con fines políticos. Había redactado su libro en Munich, en el tiempo de la crisis final del poder del segundo Reich alemán –una época de derrota bélica, revolución marxista y eclosión del nazismo– y ofrecía una visión culturalista de la historia que cualquiera podía manejar con una cierta soltura a la búsqueda de respuestas en esa hora difícil de la historia de Alemania y de Occidente.61

Otra gran interpretación de la historia en la época de entreguerras, aunque ya con claras repercusiones posteriores, es la de Arnold J. Toynbee (1889-1975). Su epopéyica Estudio de la historia sería celebrada, sobre todo en la primera posguerra, como la más grande narración histórica que se había escrito jamás. Sin embargo, su celebridad fue efímera, y a pesar de su magnitud es hoy considerada más por ser un original objeto historiográfico digno de análisis que por su influjo posterior desde el punto de vista metodológico y epistemológico. Al igual que Spengler, la carrera académica de Toynbee fue poco convencional, lo que cuadra bien en el contexto historiográfico de entreguerras, que ha sido definido como un período de agotamiento del modelo académico.62

El Estudio de la historia apareció en doce volúmenes entre 1934 y 1961.63 La obra de Toynbee se adentra en el mundo de la teología de la historia, al plantear una visión globalizante del devenir histórico, basada en una sucesión de veintinueve sociedades o civilizaciones. La clave para la comprensión de esas civilizaciones es el análisis de su nacimiento, desarrollo y decadencia. Los protagonistas reales de estos procesos no son las colectividades, sino algunos individuos excepcionales y las pequeñas minorías creadoras que encuentran unas vías que los demás siguen por mimesis o imitación. Aquí Toynbee realza un aspecto también propio de este período: la función de las elites, tal como Ortega y Gasset había expuesto años antes en su influyente ensayo La rebelión de las masas, cuya primera edición data de 1929.64 Cuando las elites dejan de ser creadoras para convertirse en dominantes, las civilizaciones se estancan y pierden cohesión.65

Algunas de las obras de los años cuarenta del influyente y polivalente historiador catalán Jaume Vicens Vives (1910-1960) habría que situarlas también en este contexto epistemológico. Él nunca ocultó su admiración por la obra de Toynbee y su teoría de las elites, aunque ciertamente a partir del año 1950 todas sus energías se centraron en la introducción de los postulados historiográficos de la escuela de los Annales en España. Durante los veinte últimos años de su corta e intensa existencia, los que van desde el final de la guerra civil española (1939) a su prematura muerte (1960), Vicens estimuló continuamente la construcción de obras enciclopédicas y de síntesis, lo que es bien elocuente del notable influjo que ejercieron sobre él los experimentos globalizantes de los historiadores británicos de los años treinta y cuarenta.66

El rígido mecanicismo de Spengler y el esquematismo simplista de Toynbee convierten su magna obra en unos originales pero infecundos ejercicios de especulación histórica a priori, dejando de lado la verdadera investigación histórica, que tantos frutos estaba dando paralelamente a través de la construcción de las grandes monografías generadas al socaire de la escuela francesa de los Annales. En este sentido, es bastante significativo que el camino emprendido por estos grandes morfologistas de la historia como Spengler y Toynbee haya terminado en un callejón sin salida. Ya en su momento, el mismo Lucien Febvre dedicó unas durísimas críticas a los intentos globalizadores de Spengler y Toynbee. La historia académica se revolvía con toda energía contra esos experimentos procedentes de unos ámbitos no reglados, con ciertos «ardores de neófitos», según la agria expresión de Febvre.67

* * *

Sociólogos, filósofos y morfologistas dominaron la historiografía en la época de entreguerras, aprovechando la crisis en que se hallaba tanto la disciplina histórica como la misma civilización occidental, herida en lo más íntimo de los valores propios de la modernidad. Sin embargo, el modelo académico no se había agotado por completo, y es ahí donde se volverá a regenerar el tejido propiamente histórico e historiográfico.

La instrumentalización de la historia por parte de los duros movimientos ideológicos del momento –fascismo alemán e italiano, falangismo español; capitalismo inglés y americano; marxismo en la URSS y los países satélites–sólo parecía poder ser superada a través de un mundo académico libre de los condicionantes propios de un presentismo que, paradójicamente, había sido uno de los temas de debate principales de la historiografía de entreguerras. Es en este contexto en el que, a mi entender, hay que valorar la verdadera aportación de los Annales, que consideraban la historia como historia, sin aditamentos de ningún tipo aunque con el enriquecedor y necesario debate interdisciplinar con las restantes ciencias sociales.

El mundo académico francés fue más capaz que el alemán de mantener una independencia real respecto a las circunstancias políticas e ideológicas del momento, como ha puesto de manifiesto brillantemente el prestigioso historiógrafo Georg G. Iggers.68 El mundo académico inglés, por su parte, quedó como encerrado en sí mismo en la época de entreguerras, dando sólo alguna que otra figura descollante como la de Lewis Namier (1888-1960), aunque durante aquellos años se sentarían las bases de la importante corriente de la historia económica y social desarrollada después de la guerra.69 En Italia, el peso del fascismo fue tal que historiadores de la talla de Gioacchino Volpe o, más matizadamente, Benedetto Croce, no pudieron desprenderse de su influjo.70 En España, a pesar de las enormes tensiones del momento, aparecieron dos de las principales figuras de este período desde el punto de vista del pensamiento histórico: José Ortega y Gasset y, posteriormente, Jaume Vicens Vives.

Pero no se acaban aquí las aportaciones de este período, que además experimentó el nacimiento de la escuela francesa de los Annales, los notables precedentes del marxismo como los de Lefebvre y Labrousse y las extraordinarias obras de historiadores de la talla de Charles H. Haskins, Ernst Kantorowicz, Henri Pirenne y Johan Huizinga, todos ellos medievalistas. La coexistencia del inmovilismo del mundo académico más tradicional con el surgimiento de las nuevas tendencias reformadoras –un ambiente de convivencia forzada, característico de las épocas de transición intelectual– es el contexto específico en que se incubaron las líneas maestras que consolidaron a la que quizás ha sido la escuela histórica más influyente del siglo XX: los Annales.

Es la época en que Henri Berr afronta su gran proyecto de síntesis a través de la colección L’évolution de l’humanité, el historiador belga Henri Pirenne elabora su influyente obra, la geografía estrecha vínculos con la historia a través de Vidal de la Blache71 y la sociología sienta las bases de su proyección histórica a través de Émile Durkheim y Max Weber. La sociología, la geografía y la filosofía habían ganado un espacio metodológico teóricamente específico de la disciplina histórica. Esto le había hecho perder parte de su contenido epistemológico específico, pero le había abierto definitivamente las puertas a un verdadero diálogo e integración con las ciencias sociales. Todo este contexto intelectual ayuda a entender el enorme peso que, desde sus orígenes, tuvo la escuela de los Annales, en su decidida apuesta por una historia verdaderamente independiente desde una perspectiva epistemológica, aunque bien anclada en el ámbito de las ciencias sociales.

1 John B. Bury, «The Science of History», Bury’s Inaugural Lecture as Regius Professor of Modern History at Cambridge in 1902, recogido en Fritz R. Stern (ed.), The Varieties of History, Cleveland, 1956, p. 210.

2 La distinción entre el positivismo decimonónico de raíces filosóficas y el «positivismo» de entresiglos preconizado por la «escuela metódica» es una de las conclusiones de Charles-Olivier Carbonell, Histoire et historiens: Une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, 1976. Ver también Andrée Despy-Meyer (ed.), Positivismes: philosophie, sociologie, histoire, sciences. Actes du colloque international, 10-12 decembre 1997, Turnhout, 1999.

3 Georg G. Iggers, «Introduction», en Georg G. Iggers y Harold T. Parker (eds.), International Handbook of Historical Studies. Contemporary Research and Theory, Westport (Conn.), 1979, p. 4.

4 Jaume Aurell, «La formación del imaginario histórico del nacionalismo catalán, de la Renaixença al Noucentisme (1830-1930)», Historia Contemporánea, 16 (2001), pp. 257-288.

5 Vicente Cacho Viu, «Francia 1870-España 1898», en Repensar el 98, Barcelona, 1997, pp. 77-116.

6 Leonard Krieger, Time’s Reasons. Philosophies of History Old and New, Chicago, 1989, p. 96.

7 Numa D. Fustel de Coulanges, The Ancient City: A Study of Religion, Laws and Institutions of Greece and Rome, Nueva York, s.d., p. 94.

8 Sobre la historiografía del siglo XIX, Hayden V. White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore & Londres, 1973.

9 Numa D. Fustel de Coulanges, Histoire des institutions politiques de l’ancienne France, t. 3, París, 1905, p. 303.

10 Leonard Krieger, Time’s Reasons. Philosophies of History Old and New, Chicago, 1989, p. 102.

11 Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos, Introduction aux études historiques, París, 1898, pp. 1-2.

12 François Simiand, «Méthode historique et science sociale», Revue de syntèse historique, 1903.

13 Para este contexto epistemológico es muy útil la excelente síntesis de Robert Leroux, Histoire et sociologie en France. De l’histoire-science à la sociologie durkheimienne, París, 1998.

14 Steven Lukes, Émile Durkheim: his Life and Work. A Historical and Critical Study, Stanford, 1985.

15 Émile Durkheim, Les règles de la méthode sociologique, París, 1895.

16 Émile Durkheim, De la division du travail social, París, 1992 (1893).

17 Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse. Le système totémique en Australie, París, 1994 (1912).

18 Robert N. Bellah, «Durkheim and History», American Sociological Review, 24 (1959), pp. 447-461.

19 Philippe Besnard, «L’imperialisme sociologique face à l’histoire», en AA.VV., Historiens et sociologues aujourd’hui, París, 1986, p. 29.

20 Émile Durkheim, «Préface», L’Année sociologique, 1898, p. II.

21 Hoy en día todavía se tiende a identificar los valores del detallismo y la obsesión por el dato empírico con el positivismo comtiano, cuando éste en realidad postulaba la necesidad de encontrar leyes generales que dieran una explicación científica al conocimiento del pasado (Jean Lacroix, La sociologie d’Auguste Comte, París, 1967). Para la distinción entre el positivismo decimonónico y el retorno a la erudición del «positivismo» postulado por la escuela metódica, vid. Charles-Olivier Carbonell, Histoire et historiens. Une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, 1976.

22 Robert Leroux, Histoire et sociologie en France. De l’histoire-science à la sociologie durkheimienne, París, 1998, p. 170.

23 Un magnífico recorrido por las filosofías de la historia más sobresalientes del siglo XIX en Leonard Krieger, Time’s Reasons. Philosophies of History Old and New, Chicago, 1989, pp. 52-106.

24 Georg G. Iggers, New Directions in European Historiography, Middletown, 1984 (1975), pp. 85-90.

25 He utilizado la edición de inglesa Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, Nueva York, 1956 (1904-1905), que contiene una jugosa introducción de Richard H. Tawney.

26 Norbert Wiley (ed.), The Marx-Weber Debate, Newbury Park, Cal., 1987.

27 Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, México, 1977 (1922), 2 vols.

28 Henri Pirenne, Histoire économique et sociale du moyen âge, París, 1963.

29 Werner Sombart, Le bourgeois. Contribution à l’histoire morale et intellectuelle de l’homme économique moderne, París, 1928.

30 Yves Renouard, Les hommes d’affaires italiens du Moyen Age, París, 1949, y Armando Sapori, Il mercante italiano nel Medioevo, Milán, 1983. Sobre este debate historiográfico, Jaume Aurell, «Introducción», en J. Aurell (ed.), El Mediterráneo medieval y renacentista, espacio de mercados y de culturas, Pamplona, 2002, pp. 9-32.

31 Georg G. Iggers y Konrad Von Moltke, «Introduction», en Leopold Von Ranke, The Theory and Practice of History, Nueva York, 1973, p. LXVI.

32 Sobre este proyecto, Robert Leroux, «Une encyclopédie historique: L’évolution de l’humanité», en Histoire et sociologie en France, París, 1998, pp. 141-149.

33 Para el ambiente académico en la Inglaterra de este período, Reba N. Soffer, Discipline and Power. The University and the Making of an English Elite, 1870-1930, Stanford, 1994; para Francia, Pim den Boer, History as a Profession. The Study of History in France, 1818-1914, Princeton, 1998.

34 Numa D. Fustel De Coulanges, «De l’analyse des textes historiques», Revue des questions historiques, 41 (1887), p. 5.

35 Sobre la filosofía de la historia, William H. Dray, On History and Philosophers of History, Leiden, 1989.

36 Para este complejo asunto, son especialmente útiles las obras de Leonard Krieger, Time’s Reasons. Philosophies of History Old and New, Chicago, 1989 y Otto G. Oexle, L’historisme en débat. De Nietzsche à Kantorowicz, París, 2001 (1996).

37 Carlo Antoni, Lo Storicismo, Turín, 1968 (1956).

38 La compleja distinción entre los conceptos de historismus y de historicismo está sútilmente explicada en Georg G. Iggers, The German Conception of History. The National Tradition of Historical Thought from Herder to the Present, Middletown, 1968.

39 Nohemi Hervitz y Leonor Ludlow, Problemas de la historiografía contemporánea, México, 1984, p. 17.

40 Karl Popper, The Poverty of Historicism, Londres, 1960 –se trata de una edición revisada del texto original, publicado en 1945–; Paul A. Schlip (ed.), The Philosophy of Karl Popper, La Salle, 1974, 2 vols.

41 Arthur C. Danto, After the End of Art: Contemporary Art and the Pale of History, Princeton, 1997, en el fondo una continuación de su clásica obra de los años sesenta: Analytical Philosophy of History, Cambridge, 1965.

42 Georg G. Iggers, «Historicism», en Dictionary of the History of Ideas, Nueva York, 1973, vol. 2, pp. 456-468; D. E. Lee y R. N. Beck, «The Meaning of Historicism», American Historical Review, 59 (1953-1954), pp. 568-577; Maurice Mandelbaum, The Problem of Historical Knowledge, Nueva York, 1967, pp. 88-93; Carlo Antoni, Dallo Storismo alla Sociologia, Florencia, 1940.

43 Una excelente visión general del presentismo en William H. Dray, «Some Varietes of Presentism», en On History and Philosophers of History, Leiden, 1989, pp. 164-189.

44 Benedetto Croce, Teoría e historia de la historiografía, Buenos Aires, 1955; León Dujovne, El pensamiento histórico de Benedetto Croce, Buenos Aires, 1968.

45 John Dewey, «The Theory of Inquiry», en Hans Meyerhoff (ed.), The Philosophy of History in Our Time, Nueva York, 1959, p. 168 –el texto original de Dewey es de 1930–.

46 Agnes Heller, A Theory of History, Londres, 1982, p. 81.

47 Ver algunas interesantes reflexiones al respecto en A. William Salomone, «Italy», en Georg G. Iggers y Harold T. Parker, International Handbook of Historical Studies. Contemporary Research and Theory, Westport, Conn., 1979, pp. 233-251.

48 Benedetto Croce, Teoria e storia della storiografia, Milán, 1989 (1915), p. 43.

49 Robin G. Collingwood, The Idea of History, Oxford, 1946.

50 Sobre el complejo proceso de reconstrucción y publicación del libro póstumo de Robin Collingwood, ver Jan Van der Dussen, «Collingwood lost manuscript of The Principles of History», History and Theory, 36 (1997), pp. 32-62.

51 Hayden V. White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore & Londres, 1973.

52 «When (the historian) knows what happened, he already knows why it happened» (Robin G. Collingwood, The Idea of History, Oxford, 1946, p. 214).

53 Así lo formula Alan Donagan, Later Philosophy of R.G. Collingwood, Oxford, 1962, p. 18.

54 Sobre la recepción de las ideas de Collingwood en la historiografía, Albert Shalom, R.G. Collingwood, philosophe et historien, París, 1967; William H. Dray, History as Reenactment. R.G. Collingwood’s Idea of History, Oxford, 1995.

55 Sobre la teoría de la historia de Ortega, John T. Graham, Theory of History in Ortega y Gasset: «The Dawn of Historical Reason», Columbia, 1997.

56 José Ortega y Gasset, Historia como sistema, Madrid, 1966 (1936), p. 51.

57 Ortega es, quizás, junto a Rafael Altamira, uno de los historiadores y filósofos españoles del siglo XX que más interés ha suscitado en el mundo anglosajón. La bibliografía es enorme, pero se puede citar también a Christian Ceplecha, The Historical Thought of José Ortega y Gasset, Washington, 1958.

58 Heinrich Rickert, The Limits of Concept Formation in Natural Science. A Logical Introduction to the Historical Science, Cambridge, 1986 (1902).

59 Josep Fontana, La història dels homes, Barcelona, 2000, pp. 172-173.

60 Un ambicioso recorrido por los ensayos de historia universal en la historiografía contemporánea en Paul Costello, World Historians and their Goals. Twenty-Century Answers to Modernism, De Kalb, Illinois, 1993.

61 Oswald Spengler, La decadencia de Occidente (bosquejo de una morfología de la historia universal), Madrid, 1923-1927, 4 vols., con un prólogo de José Ortega y Gasset que es también útil para conocer el estado de la historiografía en aquel período.

62 Josep Fontana, La història dels homes, Barcelona, 2000, p. 175.

63 Véase un compendio de la obra en tres volúmenes con un sumario y una cronología bastante prácticos en Arnold J. Toynbee, Estudio de la historia, Madrid, 1970.

64 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid, 1943.

65 Algunas de las originales ideas de Toynbee están recogidas en George R. Urban, Toynbee on Toynbee. A conversation between Arnold J. Toynbee and G.R. Urban, Oxford, 1974.

66 Sus ensayos Aproximación a la historia de España, Barcelona, 1981 (1952) y Notícia de Catalunya, Barcelona, 1982 (1954), son, en este sentido, bien elocuentes. Estos dos ensayos fueron retocados por Vicens Vives poco antes de su muerte, por lo que las ediciones de 1960 son algo diferentes a sus originales. Sobre el historiador catalán, que ha tenido una enorme influencia en la historiografía española durante el tercer cuarto del siglo veinte, ver la notable biografía intelectual de Josep Maria Muñoz i Lloret, Jaume Vicens i Vives. Una biografia intel·lectual, Barcelona, 1997.

67 Esa es la expresión utilizada por el historiador francés en una reseña publicada en los Annales: Lucien Febvre, «Dos filósofos oportunistas de la historia. De Spengler a Toynbee», en Combates por la historia, Barcelona, 1970, pp. 206-208. Ver también las críticas vertidas contra los «filósofos de la historia» por Philip Bagby, La cultura y la historia, Madrid, 1959, pp. 10-13.

68 Georg G. Iggers, «Nationalism and Historiography, 1789-1996. The German Example in Historical Perspective», en Stefan Berger, Mark Donovan y Kevin Passmore (eds.), Writing National Histories. Western Europe since 1800, Londres, 1999.

69 Sobre la historiografía británica de ese período es útil el ensayo vivencial de Alfred L. Rowse, Historians I have known, Londres, 1995.

70 Martin Clark, «Gioacchino Volpe and fascist historiography in Italy», en Stefan Berger et al. (eds.), Writing National Histories. Western Europe since 1800, Londres, 1999, pp. 189-201.

71 Especialmente interesantes, y no siempre del todo exploradas, son las estrechas relaciones entre historia y geografía que dan lugar al ambicioso programa historiográfico de «La tierra y los hombres», preconizados por los primeros Annales: ver Roger Dion, Essai sur la formation du paysage rural français, París, 1991, especialmente su prólogo y el sintomático volumen de Fernand Braudel sobre el espacio y la historia en su L’identité de la France, París, 1986 y, muy especialmente, Lucien Febvre y Lionel Bataillon, La terre et les hommes. Introduction géographique a l’histoire, París, 1922 (se trata del primer tomo de la citada colección «L’évolution de l’Humanité», dirigida por Henri Berr).

La escritura de la memoria

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