Читать книгу Elogio de la edad media - Jaume Aurell i Cardona - Страница 7
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Constantino
Mientras Constantino esto imploraba e instaba perseverante en sus ruegos, se le apareció un signo divino del todo maravilloso. En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comienza a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con este signo vencerás” (in hoc signo vinces). El pasmo por la visión lo sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba en el curso de una marcha y que fue espectador del portento. Y decía que para sus adentros se preguntaba desconcertado qué podría ser aquella aparición. En esas cavilaciones estaba, embargado por la reflexión, cuando le sorprendió la llegada de la noche. En sueños vio a Cristo, hijo de Dios, con el signo que apareció en el cielo y le ordenó que, una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos.
(Narración de la batalla de Puente Milvio, octubre de 312, Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino, I, 28-29).
SÍ ERAN LAS COSAS EN aquel tiempo: la historia de la Edad Media comienza con un milagro o, mejor dicho, con un relato de un milagro. La gente confiaba en quienes contaban los relatos, porque, reales o no, esos cuentos respondían a valores bien asentados en la mentalidad de los oyentes. Eusebio de Cesarea, autor de la primera historia eclesiástica, se ocupó de consolidar la leyenda de Constantino, el primer emperador cristiano. Forjó algo así como una fabulación de los orígenes de la conversión del Imperio romano al cristianismo. Eusebio nos persuade de que la conversión del primer emperador, como aquella de san Pablo, fue fruto de una intervención directa de Dios, en un momento culminante de su enfrentamiento con Majencio: en la batalla del Puente Milvio en octubre de 312.
Eusebio era consciente de que su audiencia cristiana comprendería perfectamente los símbolos que utilizó en su narración: el sol y la cruz. De hecho, el propio emperador, todavía pagano, no había captado el significado de la visión hasta bien entrada la noche cuando, en un sueño —otro de los procedimientos habituales utilizados por quienes referían leyendas—, se le hizo ver que lo que había percibido con sus sentidos era el signo propio de los cristianos. La imagen del sol y la cruz, junto al monograma de Cristo —la superposición de las letras griegas “Chi” (X) y “Rho” (P)—, se convirtieron en el estandarte del emperador, que recibió el nombre de labarum. Con ese signo, en efecto, Constantino venció la batalla y fue proclamado único emperador del imperio.
La noticia de la gran victoria llegó rápida a Roma. Informados de la inminente entrada del emperador en la urbe, los funcionarios romanos habían preparado los altares de los dioses paganos para celebrar los sacrificios que debían acompañar a su triunfo, según la costumbre habitual. Pero Constantino, saltándose los ritos paganos, se dirigió directamente al palacio imperial. Cundió el desconcierto. Unos meses más tarde, ya en el 313, promulgó el edicto de Milán, por el que legitimaba el culto cristiano junto a los demás cultos paganos. Dio así fin a las persecuciones, tras dos siglos y medio en que la Iglesia se había mantenido en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte. El Dios cristiano había vencido, aparentemente, a los dioses paganos. Pero, ¿de dónde había surgido esa doctrina?
El cristianismo había sido fundado tres siglos antes por un carpintero llamado Jesús, en Palestina, la tierra de los judíos colonizada por los romanos. Jesús pronto fue conocido como “Jesucristo”, puesto que al nombre elegido por sus padres se le añadió el nombre del Ungido (“Cristo”, en la traducción griega), el Hijo de Dios. Sus seguidores pronto empezaron a ser conocidos como “cristianos”. La conversión al cristianismo implicaba el compromiso de una preparación doctrinal (el catecumenado), la asunción de unas creencias intelectuales (resumidas en un credo), la práctica de unas conductas morales (sintetizadas en diez mandamientos) y la recepción de unos signos que transfundían la energía necesaria para mantener vivos esos compromisos (concretadas en siete sacramentos).
Desde el principio, la evangelización había encontrado una gran resistencia por parte de los judíos, que se negaban a reconocer que Jesucristo era el verdadero Mesías (“el Ungido”) anunciado por los profetas desde antiguo, y por tanto preferían por seguir con sus antiguas tradiciones. Desde la muerte de Jesús hacia el 33 hasta el concilio de Jerusalén hacia el 50, los apóstoles trataron de convencer a los judíos de que no había solución de continuidad entre el judaísmo y el cristianismo y que, por tanto, no había incompatibilidad entre las dos religiones. Pero los evangelizadores enseguida variaron el rumbo, porque se dieron cuenta de la enorme dificultad que entrañaba cambiar la postura de los judíos. Además, cayeron en la cuenta de que el cristianismo, tal como Jesús lo había anunciado, era una religión universal, no restringida a una etnia, y se dirigieron principalmente a los paganos —es decir, a los gentiles, tal como eran llamados por los judíos—.
El capítulo trece de Los Hechos de los Apóstoles narra con detalle el momento en que se produjo esta ruptura. En su primer viaje evangelizador por la actual Turquía, Pablo y Bernabé llegaron a Antioquía de Pisidia, donde obraron como de costumbre. Se dirigieron un sábado a la sinagoga y ahí predicaron a los judíos. Pero estos «se llenaron de celo, y contradecían con injurias lo que decía Pablo». Entonces, Pablo y Bernabé alzaron la palabra y declararon valiente y solemnemente: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles». A partir de entonces, su predicación se encauzó principalmente hacia los gentiles. Este giro encontró también resistencia entre los judíos que se habían convertido al cristianismo, quienes se consideraban poseedores de ciertos privilegios. Pero finalmente se impuso esta orientación universal.
Pablo fue especialmente enérgico en este cambio de estrategia. Pero pronto pudo experimentar de que si la resistencia de los judíos frente al cristianismo se basaba en discrepancias doctrinales (la fe), los paganos veían problemático asumir el cambio de vida que implicaba convertirse (la moral). Hasta la irrupción del cristianismo, el paganismo había funcionado eficazmente como religión del Imperio. Su eclecticismo doctrinal, su amalgama de confesiones y su diversidad de cultos se avenían a la perfección con la realidad del estado universal, multiétnico y multinacional romano. Representaba una religión política, y por tanto generaba ningún tipo de tensión entre el ámbito espiritual y el temporal. Su exigua normatividad se podría asimilar a las sociedades occidentales secularizadas de la actualidad.
Pablo, originario de Tarso, fue un personaje clave en la primera expansión cristiana a lo largo del mundo pagano. Su triple condición de judío por nacimiento (de nombre, Saulo), por cultura griego (que adoptó como lengua de escritura) y romano por ciudadanía (de sobrenombre, Paulus), fue providencial para la extensión universal del cristianismo. Su figura ensambla las tres capitalidades que, para muchos, constituyen la esencia de la civilización occidental: Jerusalén, Atenas y Roma. Su apasionamiento por la nueva religión y su genuino aprecio por la civilización romana aunaron una combinación perfecta para persuadir a sus correligionarios de que era posible una cristianización del imperio. Empezó a escribir tratados doctrinales y morales en griego (destacando la Epístola a los Romanos por su densidad doctrinal y la Epístola a los Hebreos por sus sublimes razonamientos), para alcanzar una audiencia más amplia y culta. Se presentó ante los sabios de Atenas, en un discurso memorable, recogido en el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles, en el que les apelaba en su propio lenguaje anunciándoles ese “Dios desconocido” con el que se había encontrado en uno de sus monumentos. Romanización y cristianización no eran incompatibles, sino más bien lo contrario: se enriquecían mutuamente. El visionario Pablo se había adelantado tres siglos a la conversión de Constantino, y cuatro a la síntesis de Agustín.
Pero habría de pasar mucho tiempo antes de que esa armonización se hiciera una realidad. Pronto surgió el problema de la cohabitación del papa y el emperador en Roma. Desde la época de Augusto, el emperador ostentaba con orgullo el título de Pontífice (Pontifex Maximus), cabeza de la antigua religión romana. Había importado del Oriente helenizado la mística de la divina realeza (tal como se reflejaba en el título Basileus) para justificar su absolutismo imperial y legitimar su autoridad religiosa, según lo harían posteriormente los líderes bizantinos y rusos, desde Justiniano a Stalin. El cristianismo, en cambio, implicaba una cosmovisión que excluía tanto la adoración del emperador como el politeísmo. El papa estaba investido de una autoridad espiritual universal al ser la cabeza de la Iglesia cristiana y sucesor del primero y primado de los apóstoles: san Pedro. Por este motivo, al cristianismo se le consideró, desde sus orígenes, cuando apenas contaba con unas decenas de miles de seguidores, una amenaza para el Imperio. Los emperadores emprendieron entonces feroces persecuciones contra los cristianos, desde Nerón, a mediados del siglo i, hasta Diocleciano, a finales del siglo III. Sin embargo, debido a la llamativa actitud de quienes vivían en la esperanza de Cristo y a su firmeza ante esas dificultades, las persecuciones tuvieron un efecto contrario al que buscaban. Los mártires consolidaron la fe de los cristianos porque les proveyeron de unos héroes a quienes admirar e imitar.
El panorama empezó a cambiar cuando Constantino llegó al poder a principios del siglo IV. Concibió una novedosa estrategia de consenso entre el cristianismo y el paganismo, basada en la convicción de que esa vía sería más eficaz que la confrontación sostenida por sus predecesores. La política de tolerancia de Constantino no fue la causa de la expansión del cristianismo, sino la astuta respuesta del emperador ante su incesante crecimiento. Tras convertirse, Constantino no aparece como el clásico prototipo de converso vehemente, azote de los viejos ritos paganos. Su interacción con el cristianismo fue ambigua, no solo porque ni siquiera podemos documentar si su conversión fue genuina, sino también por su deliberadamente ambigua promoción de símbolos que integraban cristianismo y paganismo. El relato de su conversión en la batalla del Puente Milvio combina la creencia pagana en el Dios sol (sol invictus), en la que había sido educado el emperador, con el signo cristiano de la cruz. La fusión de los dos símbolos esenciales de cada una de las religiones es una vívida plasmación de su deseo de conciliar ambas, para contentar al pueblo.
La ambivalente actitud religiosa de Constantino tuvo unas consecuencias imperecederas para el devenir de la historia, puesto que inauguró el largo capítulo de las tensas relaciones entre la Iglesia y el estado. De entrada, evitó cualquier tensión con el papa, obrando con una astucia digna de encomio. Entregó al papa Silvestre I un palacio que había pertenecido a Diocleciano, sobre el que se construyó la primera gran basílica de culto cristiano, conocida hoy como san Juan de Letrán. La basílica era un edificio civil romano, dedicado a la administración de justicia y a las transacciones mercantiles, cuya estructura longitudinal se adaptó perfectamente a las necesidades de la liturgia cristiana. Básicamente, respondía a la configuración arquitectónica de las iglesias tal como las conocemos hoy. La asunción de la basílica romana como modelo de construcción de los templos cristianos constituye una de las manifestaciones más características de la ambivalente política pagano-cristiana de la época de Constantino.
Como segunda medida, Constantino promovió la primera reunión ecuménica (“universal”) de los obispos de la Iglesia: el concilio de Nicea (325). Esta gran asamblea inauguró la lucha frente a las herejías, un fenómeno típicamente tardoantiguo, que también es de naturaleza ambivalente, en su doble dimensión política y religiosa. La condena del arrianismo tenía, ciertamente, evidentes motivaciones estrictamente teológicas y doctrinales. La reducción de Jesucristo a su naturaleza humana, prescindiendo de la divina, hubiera desnaturalizado por completo al cristianismo. Pero su reprobación también beneficiaba al emperador. La herejía se había extendido en las regiones más periféricas del imperio, habitadas mayoritariamente por los pueblos germánicos, que eran su principal amenaza. Esto explica por qué los siguientes concilios fueron tan determinantes no solo para la integridad doctrinal de la Iglesia, sino también para las políticas del Imperio romano, y después del bizantino. Los herejes no eran solo enemigos de la Iglesia, sino que también constituían una amenaza para el imperio —este fue, de hecho, el espíritu de la Inquisición en la primera modernidad y de la represión religiosa de todos los tiempos—.
Constantino se las arregló para presidir el concilio de Nicea. El emperador era consciente de la solemnidad del momento. La unificación política del imperio occidental y oriental bajo un solo gobernante (324) coincidía con la unificación religiosa de la Iglesia cristiana surgida del concilio de Nicea (325). En su discurso inaugural, se presentó ante los obispos ataviado de lujosas vestiduras púrpuras (el color imperial), bordadas de oro y engastadas de piedras preciosas. Beneficiado por la ausencia del papa Silvestre, ocupó su sitió presidencial en el ampuloso trono que se había dispuesto para la ocasión. Los obispos le reconocieron como máxima potestad temporal, y le respetaron también como autoridad espiritual. La cosmovisión cristiana había reemplazado la pagana, pero el objetivo de Constantino de hacer compatibles política y religión permanecía intacto.
Jesucristo había declarado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero la casuística se hacía tan compleja que no siempre resultaba sencillo acertar. No sabemos hasta qué punto los obispos eran conscientes del riesgo que esta estrategia comportaba, pero lo cierto es que se dejaron querer por Constantino. Algunos estaban exhaustos tras casi tres siglos de persecuciones, otros se alegraban por los cuantiosos beneficios económicos que les reportaba tal colaboración, y el resto tendría sencillamente miedo. Es algo parecido a lo que sucede hoy con la sumisión de la Iglesia ortodoxa rusa o de la Iglesia patriótica china a sus soberanos. Pero pronto se dieron cuenta de que no podían caer en la trampa de una excesiva dependencia del poder temporal.
La ocasión para darle la vuelta al marcador se presentó propicia en el año 390 en Tesalónica. Esta historia es bastante rocambolesca. Uno de los más laureados corredores de cuadrigas fue condenado a prisión acusado de homosexualidad. La plebe se levantó en sedición, puesto que —hoy, como ayer— no querían dejar de gozar de su héroe deportivo. El emperador Teodosio cedió, y permitió al auriga acudir al hipódromo para participar en las siguientes carreras. Pero, llegado el momento, ordenó a sus soldados entrar al estadio y masacrar a la muchedumbre reunida allí, como castigo por la sedición acaecida semanas antes. Las fuentes hablan de la muerte de siete mil personas. Probablemente exageran, pero la cifra da en todo caso una idea aproximada de la magnitud de la matanza. Indignado por el suceso, el obispo más célebre y respetado del momento, Ambrosio de Milán, obligó al emperador a arrodillarse en su presencia, ante el pórtico de la catedral, vestido de harapos, para que mostrara públicamente su arrepentimiento. Teodosio acudió y rectificó. Ambrosio justificó su postura con expresiones como “los palacios pertenecen a los emperadores como las iglesias a los sacerdotes” o “el emperador está dentro de la Iglesia, no sobre ella”.
Entre el gesto cesaropapista de Constantino en Nicea (325), presidiendo el concilio ataviado con las vestes imperiales, y la hierocracia de Ambrosio (390), que había obligado al emperador a arrodillarse en su presencia, habían pasado tan solo seis décadas. Constantino había presidido desde el mullido trono, mientras que Teodosio se había tenido que postrar en el duro suelo. De la política religiosa de Constantino se pasó a la religión política de Ambrosio; de la autocracia constantiniana, a la teocracia ambrosiana; de la sumisión de los obispos al emperador, a la sumisión del emperador a los obispos. A partir de entonces, la historia de Occidente quedó teñida de rojo por las tensiones generadas en esta oscilación, siendo el Concordato de Worms en 1122 y la paz de Wesfalia en 1648 puntos de inflexión y de consenso cruciales pero efímeras. En Oriente, las cosas fueron —por desgracia, quizás— mucho más sencillas. A partir de entonces, el cesaropapismo predominó, desde Bizancio a Persia, pasando por Rusia y el inmenso territorio dominado por el islam. En Persia (Irán), el presidente de la república posee también el título de Ayatolá, asimilable al de sumo sacerdote. En Rusia, el presidente de la nación tiene un dominio casi absoluto sobre la Iglesia ortodoxa, empezando por el privilegio de autorizar el nombramiento de los obispos. En estas cuestiones, sentir que existe una tensión entre lo político y lo religioso suele ser buena señal porque, de otro modo, suele significar que una de las dos prácticas —cesaropapismo o hierocracia— ha prevalecido sobre la otra.
Además de su ambigua política religiosa, Constantino dejó otro legado de enormes repercusiones históricas. Decidió revitalizar la antigua ciudad de Bizancio, fundada en un lugar estratégico por colonos griegos en 667 a. C., y rebautizándola como Constantinopla en 330. La Nueva Roma fue durante muchos siglos la ciudad más importante del mundo conocido. Estaba situada en un lugar estratégico, con unas murallas que la aislaban del continente e hicieron de ella un lugar inexpugnable. Desdichadamente, solo quedan algunos restos de la pretérita grandeza bizantina: una maltrecha columna dedicada a Constantino el Grande, que medía originariamente cincuenta metros de altura; el hipódromo, que constituía el centro deportivo y social de la ciudad; y el palacio de los Porfirogénetas. La ciudad no dejó de prosperar, y ganó progresivamente la partida a Roma, hasta convertirse de manera gradual en la capital del Imperio. Esto propició, por un lado, la preservación de las esencias imperiales durante un milenio más, hasta la caída del imperio bizantino en 1453. Por otro, aceleró la caída del imperio de Occidente.
Tras la muerte de Constantino ya nada fue igual en sus dominios. La historia de Roma desde su muerte en 337 está llena de altibajos, entre los que destaca la reaccionaria —aunque efímera— política filopagana del carismático y cultivado emperador Juliano el Apóstata. Pero ningún evento tuvo unas repercusiones tan desgarradoras y sensibles como el saqueo de Roma perpetrado por las tropas visigodas de Alarico en 410. Jerónimo, uno de los intelectuales y traductores más influyentes de la época, se lamentó: «Mi voz se ahoga en mi garganta y mis lágrimas empañan el texto cuando escribo. La ciudad que había conquistado el mundo entero ha sido conquistada». Un nuevo actor irrumpía en el escenario histórico: los pueblos germánicos.