Читать книгу Redes cercanas - Javier Díaz-Albertini Figueras - Страница 11

1. Nuestro orden fragmentado y particular

Оглавление

El documental Entre vivos y plebeyos presenta a tres personajes de la Lima actual, un microbusero, un hombre de negocios y una estudiante universitaria.2 Narra cómo, a pesar de las diferencias socioeconómicas y de situaciones de vida, los tres justifican y actúan bajo el dictado de la cultura de la “viveza”. El microbusero recoge y deja a los pasajeros en cualquier lugar de la vía pública y soborna a un policía porque no tiene licencia de conducir profesional. El empresario no utiliza los materiales e insumos requeridos y comprometidos para cumplir adecuadamente con la licitación que ha ganado para parchar una vía pública, aumentando su margen de ganancia, pero también los huecos y baches de nuestra ciudad. La estudiante prepara un “comprimido” para copiarse en un examen, porque no tuvo tiempo de leer los textos y libros que entraban en la prueba, a pesar de que había comprado versiones “piratas” de ellos. El mensaje al final del documental es que la viveza y la criollada hacen que los limeños se asemejen en estas conductas egoístas e individualistas que no contribuyen a un proceso de desarrollo nacional y no sientan las bases sobre las cuales se debería edificar la identidad nacional.

Al presentar este documental a un grupo de alumnos del curso Problemática Nacional, algunos manifestaron que era exagerado. Argüían que son muchas las personas que son honestas y respetuosas de las normas sociales y legales. En esencia, pensaban que solo proyectaba una imagen negativa de la ciudad de Lima y del Perú. Esto llevó a un interesante debate sobre cómo los limeños y limeñas interactúan y se relacionan entre sí. Sin duda, casi todos opinaron que los hechos presentados en el documental eran verdaderos y cotidianos, pero sí presentaron resistencias a imaginarse que la sociedad estuviera solo caracterizada por estas conductas.3 Mencionaron, por ejemplo, cómo miles de limeños cada día se organizan en torno a la producción de bienes y servicios públicos, en comités del Vaso de Leche o en comedores populares. Asimismo, conversaron acerca del trabajo voluntario o los altos niveles de convivencia pacífica y respeto mutuo que existían en sus propios barrios, clubes y otros espacios.

Esta doble visión de la sociedad limeña capta quizás, por lo menos en términos intuitivos, lo esencial de nuestra sociabilidad. La percepción es que los espacios públicos y formales son una “tierra de nadie”, donde las normas se relajan y transgreden, las sanciones se debilitan y cada cual debe imponerse sobre los demás o protegerse de ellos. Es el imperio de la viveza, y los quedados —aquellos que siguen las reglas— tienen todo que perder. A pesar de que este entorno genera agresividad y resentimiento, rara vez se traduce en violencia física porque también existe la tácita aceptación de que si alguien saca ventaja es porque otro dejó que así sea.4 Algunos analistas sociales consideran que estas formas de comportamiento son expresiones de una sociedad anómica, a la que comúnmente se denomina “cultura combi” (Neira 2006; Amat y León 2006).

La cultura combi tiene especial significado para los peruanos urbanos porque ofrece una imagen nítida de cómo visualizan e interpretan la sociedad contemporánea. A principios de los noventa, durante el primer gobierno de Fujimori, se liberalizó el transporte público, lo cual llevó al ingreso masivo de operadores privados, muchos de ellos con unidades de transporte que se denominaron “combis”, con una capacidad promedio de diez pasajeros.5 Según Baldoceda (1998) el nombre viene del término ‘Kombi’, un modelo de camioneta de pasajeros de la marca alemana Volkswagen, que fueron las primeras camionetas utilizadas para el transporte interurbano. En poco tiempo, Lima contaba con más de sesenta mil unidades (buses, micros, combis), aunque solo requería la mitad de ellas para satisfacer la demanda. Esto produjo una competencia salvaje entre las propias unidades y sus conductores. Debido a su tamaño, maniobrabilidad y velocidad destacaron por sus acciones temerarias en las vías públicas: invadiendo carriles, deteniéndose en cualquier lugar para recoger o dejar pasajeros, cruzando violentamente a otros vehículos, etcétera. Como resultado, se popularizó el apelativo de “combis asesinas” al convertirse en las principales responsables de los accidentes y las víctimas del tránsito urbano. Carlos Amat y León (2006), por ejemplo, incluye el modelo de comportamiento combi en su apreciación acerca de cómo los peruanos y peruanas se adecuan a la realidad, y describe su estrategia como: “[...] lograr ambiciones sin escrúpulos, satisfacer los apetitos sin límites” (p. 93).

En los espacios más íntimos o cercanos —la familia, los amigos, los paisanos, los grupos del mismo estatus— la conducta de las personas que cometen imprudencias o son prepotentes varía, evidenciándose un mayor respeto y observancia de las normas. Se podría decir que es así porque opera lo que Coleman (1994) define como closure o encierro, en el sentido de que la efectividad de las normas se sustenta en redes cerradas y las relaciones sociales forman una urdimbre densa que promueve la reciprocidad y el cumplimiento. El incumplimiento de normas en estos espacios tiene un costo muy alto, ya que representaría una ruptura con los intercambios sociales que son importantes para la vida del individuo.

Considero que no es correcto, sin embargo, asumir que esta doble visión —dividida entre lo público y lo próximo— conduzca hacia una dualidad en la conducta social, como si los individuos optaran por ciertos patrones en un espacio y por patrones diferentes en otro. Por el contrario, lo que tiende a existir es una continuidad. Aparentemente, lo que opera en la determinación del comportamiento de un buen número de limeños y limeñas son criterios particularistas que nacen de sus relaciones más cercanas: linaje, estirpe, comunidad, estatus. Esto, como hemos analizado en otra investigación (Díaz-Albertini et al. 2004),6 es común en las sociedades tradicionales o premodernas, previas a la construcción de un sentido universal de derechos y de la ciudadanía. Si mi compromiso hacia los demás está limitado por criterios particularistas, entonces solo reconoceré y respetaré aquellos con los cuales me identifico y así se restringe mi capacidad de empatía únicamente hacia mis similares o, en todo caso, hacia los que considero como iguales.

Esto significa que en los espacios públicos como zona de encuentro entre diferentes y desiguales —en los cuales deberían primar los criterios universalistas, de lo que Putnam (1994) llama reciprocidad generalizada—, la tendencia sería a “medir” a los demás de acuerdo a códigos personales, y así determinar el trato que merecen. Santos Anaya (1999) señala que en el Perú resulta difícil pensar y tratar a los demás en espacios públicos como individuos anónimos, es decir como ciudadanos sujetos de derechos universales. Por el contrario, este autor analiza cómo el mecanismo o lenguaje jerarquizador de “¿sabes con quién estás hablando?” cumple diversos propósitos en el proceso de medir y determinar el trato, los derechos y privilegios otorgados al “otro” u “otra”. De acuerdo con este mecanismo, una parte esencial de nuestras interacciones sociales en el mundo público consiste en ubicar y situar al otro u otra según criterios particularistas de posicionamiento social. Es decir, según las nociones que manejamos con respecto a clase, etnia, raza, linaje, procedencia, entre otros.

Lo que existe, entonces, es un arraigado sentido de lo particular, lo cual lleva a personalizar nuestra aproximación hacia otros, sean estos actores individuales o institucionales. Evidentemente, esto conduce a lo que Vallaeys describe como la “cultura del arreglo”:

[...] cuando a uno le conviene, se prefiere obviar la regla moral o jurídica conocida por su carácter público, universal, obligatorio, anónimo y abstracto, para desviar hacia el “arreglo”, concebido esta vez como privado (¡es entre nos!), particular (no se quiere que los demás hagan lo mismo), excepcional (¡por esta vez!), bien personalizado (¡porque somos amigos!), y concreto (en este caso). Una vez instalada la “cultura del arreglo”, cualquier nueva regla, ley o prohibición puede servir de instrumento para nuevos arreglos. De ahí el famoso y desesperante dicho “hecha la ley, hecha la trampa” (2002: 74).

Aunque se podría argumentar que estos mecanismos de diferenciación son comunes en cualquier sociedad y que han sido temática central en las diversas teorías de estratificación en la sociología, hay algunas especificidades que resultan altamente perniciosas para la sociedad peruana:

• En primer lugar, con frecuencia la diferenciación y exclusión no son reconocidas como problemas públicos. Como bien indicara Callirgos (1993) al analizar el racismo peruano, existe un “doble discurso” con respecto a la exclusión. El discurso público que insiste en la igualdad —en el caso del racismo que somos un país “mestizo”— y niega distinciones en la sociedad peruana. El discurso privado, por el contrario, está fuertemente informado por nociones y prácticas de exclusión, entre las cuales destaca el “ninguneo”.7 Al no reconocer el problema, este desaparece del debate público y, curiosamente, se convierte en una suerte de tema “tabú”. Las pocas veces que salta a la luz pública, rápidamente es acallado bajo el pretexto de que dicha discusión genera divisiones entre los peruanos.8 Según Gonzalo Portocarrero (2007), lo que opera en este caso es una “discriminación individualizada” debido a que en el país existe el racismo al mismo tiempo que el mestizaje. Esto implica que no existen comunidades raciales claras, sobre las cuales se ejercería una discriminación pública o colectiva. Cada individuo negocia y construye su identidad racial de acuerdo al momento y entorno en el que se encuentra, siendo posible pasar de discriminador a ser discriminado con suma facilidad.

• En segundo lugar, la debilidad de nuestras instituciones, especialmente las responsables de impulsar la defensa y el respeto de los derechos, no permite una actuación eficaz en la disminución de las desigualdades. La inoperancia, la corrupción, la incapacidad sancionadora y la lentitud de las instituciones estatales son prácticas que encajan perfectamente con el patrimonialismo o la apropiación privada de las funciones públicas.9 Al decir de Crabtree (2006) el “peso de la historia” juega un papel central en este sentido, ya que los cambios institucionales deben responder al contexto cultural más profundo. Portocarrero ubica este peso en la conformación, durante la Colonia, del sujeto criollo, “[...] minusvalorado, desconocido y despreciado [...]” por el discurso de la metrópoli, pero el cual —ante la débil legitimidad de la autoridad colonial— “[...] lo convoca a transgredir, a no tomar tan en serio las leyes que lo legislan” (2004: 14). Como bien señala este autor, toda transgresión, a su vez, debe tener víctimas, y la laxitud en el cumplimiento de normas ha significado en nuestra historia la injusticia y exclusión de los “otros”: indígenas, mestizos, negros. El criollo despreciado por la autoridad, sin embargo, no logra reivindicarse vía la “permitida” transgresión, sino que su práctica lo hace más despreciable, ya que lo aleja simultáneamente, por un lado, de las fuentes cercanas y afirmativas de su identidad (lo pluricultural, el mestizaje) y, por el otro, de las sociedades ordenadas que admira (la metrópoli, lo moderno, lo desarrollado).

• En tercer lugar, la exclusión socioeconómica se refleja en la persistente pobreza y desigualdad. Esto es de manera parcial producto de la falta de efectividad de las normas, especialmente las consagradas en la modernidad, siendo la equidad de oportunidades uno de sus principales baluartes. De ahí que nuestras instituciones y normas no solo son débiles, sino también ilegítimas porque, ante los ojos de la mayoría, no son operativas. Esto abre las puertas al fomento de otro tipo de transgresión: la de los débiles. Hace dos décadas, Scott (1985) estudió cómo los débiles reaccionaban ante las autoridades que consideraban injustas y explotadoras. Rara vez expresaban su malestar abiertamente porque reconocían que acarreaba diversos riesgos físicos, económicos y de supervivencia. Por el contrario, desarrollaban estrategias de resistencia a la autoridad basadas en transgresiones pequeñas y cotidianas, como podrían ser la burla, el arrastrar los pies, los pequeños hurtos, los errores intencionales, entre otros. Scott denomina este patrón de conducta como las “armas de los débiles” (weapons of the weak), las cuales no llevan a cambios significativos en la situación vivida, pero sí a una resistencia cotidiana y a una afirmación de las personas. Portocarrero (2004) utiliza el término “la astucia de los débiles”, pero añade que en el caso peruano esta se desarrolla en complicidad con el poder corrupto que se hace de la “vista gorda” ante una serie de actividades que se encuentran al margen de la ley, pero que permiten la supervivencia y el desarrollo de actividades económicas de amplios sectores empobrecidos. La piratería, la venta de productos de contrabando, el no respetar los reglamentos de seguridad para el transporte público (mototaxis), el no acatamiento de normas de higiene y calidad en la producción de alimentos, la venta de medicinas adulteradas, entre otros, son justificados en aras de la supervivencia de las personas porque no tienen trabajo.10

¿Cuán efectivas son las normas? Si definimos efectividad como su capacidad de incidir en la conducta de los miembros de una sociedad principalmente por medio del cumplimiento de obligaciones mutuas, entonces nos encontramos ante una situación compleja y relativa. Es así porque depende de qué normas, en qué contextos y con quiénes nos encontramos. La debilidad de las instituciones no permite atenuar esta relatividad al no establecer mecanismos imparciales y universales de acatamiento y sanciones.

Redes cercanas

Подняться наверх