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2. Al rescate de las normas de convivencia

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Como hemos señalado, muchas de las características y particularidades que marcan esta faceta de nuestra sociabilidad se han ido forjando desde el inicio mismo de la sociedad peruana. Sin embargo, recién en los últimos veinte años es que se aprecia una creciente preocupación por analizar los procesos detrás de estos patrones de comportamiento. Sin duda, la preocupación por la brecha o distancia entre la formalidad y la informalidad es muy anterior. Tal es el caso del aporte de Basadre al distinguir entre el Perú “oficial” y el “real”. Esta distinción respondía, no obstante, a una visión dual de la realidad peruana que permitía entender los mecanismos de exclusión que operaban desde el inicio de la República.

La dualidad, tema que se recoge en la mayoría de las interpretaciones de lo formal e informal, es una categoría ligada más a representar y explicar la exclusión y no tanto a la relativización de la regla. Y ha sido así porque por mucho tiempo solo una minoría era transgresora y la ley era utilizada para ahondar distinciones y asegurar privilegios.

Durante la segunda mitad del siglo XX, no obstante, hubo poco interés en las ciencias sociales nacionales en analizar el papel de las normas. Esto se debió a varios factores. En primer lugar, porque hasta los años ochenta las ciencias nacionales se encontraban fuertemente influenciadas por los principales paradigmas teóricos de la primera mitad del siglo XX, que hacían hincapié en la importancia de los intereses económicos y políticos al explicar la conducta individual o colectiva.

Como bien analiza Misztal (1996), al revisar el estudio de la confianza en sociedades modernas, desde el punto de vista de las escuelas estructurales, la situación de vida de los diversos colectivos los predisponían a tener ciertos intereses socioeconómicos “objetivos” y la conducta de los individuos estaba guiada por ellos.11 El análisis de clases sociales se prestaba muy bien a esta perspectiva, ya que le imputaba ciertos intereses a los individuos por el simple hecho de pertenecer a una posición estructural. Por otro lado, para las escuelas influenciadas por el liberalismo, de claro corte individualista, los intereses se basaban en el “egoísmo racional”, en la búsqueda del mayor beneficio individual.

En segundo lugar, las ciencias sociales se encontraban en una fase de alta ideologización, lo cual llevaba a que el analista en forma a priori imputara ciertas características al sistema social y a las conductas sociales. Delpino y Pásara (1991), por ejemplo, compararon cómo la informalidad era examinada por tres vertientes que denominaron la izquierdista, la neoindigenista y la liberal.

Para la primera, la informalidad era una expresión de una forma de organización económico-productiva no capitalista, que apuntaba hacia la generación de una economía popular alternativa, muchas veces denominada de “solidaridad”. Para la segunda, como mencionáramos anteriormente, la informalidad era un desborde popular que cuestionaba a la sociedad criolla y al Estado excluyente que la sostenía. Para la tercera, los informales eran una suerte de protocapitalistas que no podían desarrollarse debido a un sistema legal que ponía barreras a la iniciativa privada. La crítica de Delpino y Pásara es que todas estas lecturas solo se fijaban en un aspecto del fenómeno que estudiaban y tendían a ignorar aquellos elementos que relativizaban o cuestionaban su particular punto de vista.12

A pesar de las importantes diferencias en los enfoques e interpretaciones, estas tres fuentes ideológico-científicas compartían una posición similar con respecto a las normas sociales formales: eran consideradas como sospechosas por ser instrumentos que respondían a intereses poderosos y, por ende, sus funciones eran las de garantizar los privilegios de unos cuantos (los capitalistas para el izquierdista, los criollos para el neoindigenismo, los mercantilistas para el liberal) y oprimir a la mayoría. De esta forma se perdía de vista la importancia de las normas y de su acatamiento como parte esencial de la sociabilidad y de la convivencia social.

Estas interpretaciones colocaban al actor transgresor en el papel de “bueno” dado que sus acciones cuestionaban un orden injusto, construido sobre un ordenamiento legal que excluía a las mayorías. De ahí que lo “alternativo”, lo “chicha” y lo “informal” fueran considerados como mecanismos saludables que mostraban la vitalidad de los individuos y colectivos sociales, expresiones que apuntaban además hacia las nuevas normas e institucionalidades que deberían caracterizar una renovada sociedad peruana.

El desdén, la desconfianza, el carácter sospechoso de la norma formal y el supeditar los valores y normas a los intereses considerados “correctos” mostraron ser posiciones y actitudes sumamente peligrosas para nuestra sociedad. Estas concepciones llegan a su punto más extremo en la prédica hiperideológica de Sendero Luminoso que, según el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003):

[...] señalaba inequívocamente que los derechos humanos son construcciones ideológicas funcionales al orden social existente y que, por lo tanto, no tenían ningún valor para orientar la acción. Sendero Luminoso negaba que los individuos tuvieran realmente derechos por el hecho de ser seres humanos, y afirmaba que toda consideración humanitaria debía ceder paso a la exigencia de tomar el poder para los sectores sociales oprimidos, a quienes decían representar (215-216).13

Sin embargo, hacia finales de la década de los ochenta, comienza un proceso de reapreciación del papel de las normas y empiezan a ser vistas bajo nuevos ojos al considerarlas como elementos esenciales en la construcción de sociedades justas, estables y desarrolladas. El vuelco se observa en el tratamiento de lo informal, ahora visto como un aspecto negativo que permea, de una manera u otra, a todos los sectores sociales y no solo a los excluidos. Según esta mirada, la legalidad (o formalidad) ya no es vista tanto como una herramienta de exclusión de la mayoría, sino más bien como un sistema de reglas que ha devenido en una cuestión “relativa”, que es acatada o transgredida de acuerdo a múltiples factores relacionados con la conveniencia personal, la posición socioeconómica, las posibilidades reales de ser sancionado, entre otros. Las nuevas interpretaciones tienden a ver las normas como herramientas para la inclusión sobre la base de la vigencia y el ejercicio de los derechos ciudadanos.

Son varios los elementos que contribuyen a estas nuevas miradas, pero remarcaremos los siguientes:

• El debilitamiento del paradigma socialista significó la búsqueda de nuevas utopías y de mecanismos e instrumentos que plantearan la inclusión de las mayorías nacionales. Para muchos analistas, la construcción y el fortalecimiento de la democracia se va convirtiendo en el ideal para garantizar dicha equidad social. Temas centrales como la institucionalidad democrática, la ciudadanía y la participación ciudadana, la reintroducción del concepto de “sociedad civil” y de la concertación, todos tienen a los derechos ciudadanos como referente transversal ya que dependen del reconocimiento y vigencia de “reglas de juego” claras y acatadas por todas las partes. Asimismo, va tomando cuerpo y adquiriendo peso el “enfoque de derechos”, que postula que los derechos son universales, indivisibles e integrados, lo cual significa que no es posible ejercer plenamente uno de los derechos (los políticos, por ejemplo), si no se cuenta con las posibilidades legales y físicas para hacerlo:

Nadie [...] puede disfrutar completamente ningún derecho que supuestamente posee si carece de los elementos esenciales para una vida razonablemente saludable y activa (Shue, citado por O’Donnell, 2004: 59).

Resulta entonces esencial examinar los procesos de toma de conciencia de los derechos, de las capacidades para hacerlo y de las condiciones necesarias para garantizar su vigencia y exigibilidad. Esto implica un cambio importante en las nociones de ciudadanía y democracia en comparación con las manejadas en las décadas de los setenta y ochenta.14

• Las teorías orientadas hacia las clases sociales y sus luchas como mecanismos esenciales en la configuración de una sociedad moderna y democrática, van cediendo paso al concepto de “sociedad civil” como espacio de encuentro y diálogo ciudadano. A pesar de ser un término relativamente amorfo, la sociedad civil se irá convirtiendo en sinónimo de la “buena” práctica democrática debido a que se le caracteriza por su búsqueda de consenso y concertación, alrededor de reglas de juego establecidas y por establecerse (López 1997). Se fortalece así la idea que surge con el liberalismo económico de finales del siglo XVIII de que las sociedades estaban compuestas por tres sectores autónomos pero interdependientes: el Estado, el mercado y la sociedad (Wallerstein 2002).15 El renovado peso otorgado a la socie-dad civil —también denominado el “tercer sector”— lleva a reexaminar aquellos procesos que facilitan y promueven la convivencia y la acción colectiva. Como veremos más adelante, la introducción del concepto de capital social encaja justamente con esta preocupación.

• La década de 1990, como antesala a un nuevo milenio, fue una época de cumbres y conferencias internacionales fomentadas por las Naciones Unidas en las áreas de la demografía, el medio ambiente, el hábitat, la mujer, el desarrollo social, entre otros. Fueron procesos que movilizaron a los Estados y a millones de personas agrupadas en organizaciones de la sociedad civil a diseñar objetivos y planes de acción anclados en los derechos humanos. La suscripción de estos por los Estados miembro condujo a dinámicas continuas de estudios y evaluaciones de las realidades nacionales vis-à-vis con lo acordado.

• En la economía adquiere relevancia el neoinstitucionalismo, marco teórico que subraya la importancia del ordenamiento legal e institucional en el crecimiento y el desarrollo económico. El eje de su análisis son los “costos de transacción” y cómo estos se ven afectados por las instituciones existentes, definidas estas como “[...] las reglas de juego —ambas reglas formales y restricciones informales (convenciones, normas de comportamiento y códigos autoimpuestos de conducta)— y sus características de cumplimiento. Juntas definen la forma en que se conduce el juego” (North s/f). De acuerdo con Douglass North, premio Nobel de Economía y uno de los principales teóricos de esta corriente, el desarrollo económico se explica mejor enfocando los cambios institucionales y su efecto sobre los incentivos ofrecidos a las organizaciones sociales, y no tanto la evolución tecnológica o del capital físico y humano. Los arreglos institucionales afectan la conducta humana, incluyendo su racionalidad económica.

Desde varios frentes, vemos cómo se les atribuye a los valores y las normas un peso esencial en el desarrollo económico, político y social. Contrario a lo postulado en generaciones anteriores, las “buenas” normas son consideradas como allanadoras de las conductas conducentes a la libertad, el diálogo y la convivencia. Un ejemplo claro al respecto es lo señalado por el sociólogo Hugo Neira con respecto al papel de las normas y los derechos en la construcción de la identidad nacional y de un país democrático:

Hoy la verdadera identidad son los derechos ciudadanos. Es cierto que somos una sociedad habitada por varias culturas, pero no somos la sociedad más fragmentada del mundo. México es tan fragmentado como nosotros, igual que España, pero ¿qué hace que un catalán viva con tranquilidad su diferencia con el resto de españoles? ¿Qué hace que haya una identidad americana en Estados Unidos? ¿Qué tienen en común los norteamericanos? Absolutamente, nada. Ni los orígenes raciales o étnicos, hay anglo-americanos, ítalo-americanos, afro-americanos, asiático-americanos, Estados Unidos es el mosaico cultural más complejo del planeta, pero qué hace que todos digan yo soy norteamericano: los derechos ciudadanos. El derecho de ser igual al otro y de ser diferente al mismo tiempo. El tema de la identidad no es qué tipo de comida comemos, sino pasa por si dejan o no dejan entrar a un muchacho a una discoteca de Lima, si hay prejuicios al darle el trabajo a alguien [...] (2007).

Sin embargo, como hemos señalado, los peruanos y las peruanas tenemos una personalísima actitud y relación con respecto a las normas y esto no es noticia nueva. En numerosas encuestas de opinión, se capta con claridad el clamor de una vasta mayoría por vivir en una sociedad en la cual se respetan las leyes. Al mismo tiempo, no obstante, hay también una mayoritaria percepción de que son pocos los que normalmente las cumplen. Nos encontramos, entonces, en una situación interesante, de quiebre, con respecto al análisis de nuestra sociedad. Por un lado, observamos que hay un creciente convencimiento de que el camino al desarrollo humano integral está íntimamente ligado al reconocimiento, la promoción, el ejercicio y la vigencia de un conjunto de derechos, todos ellos sustentados en los principios de la igualdad y la justicia. Por el otro, se constatan las dificultades y obstáculos que existen en la sociedad peruana para el logro de estos principios. De ahí que no debe llamar la atención que en los últimos años se ha estado produciendo un cuerpo creciente de estudios y análisis que intentan explicar nuestra predisposición hacia lo informal y los arreglos personales y sugerencias de cómo se puede revertir esta situación. No pretendo realizar una revisión de los diversos aportes, sino arbitrariamente presentar y comentar algunos de ellos.

Gonzalo Portocarrero (2004) en su libro Rostros criollos del mal, incluye varios artículos sobre el tema del mal y la transgresión en nuestra sociedad caracterizada por lo “criollo” y la “criollada”. Lo analiza primero desde una perspectiva histórica, al examinar cómo el criollo —desde su desvalorada posición frente al peninsular— es cooptado por el sistema colonial vía la laxitud en la exigibilidad de la norma, sea por medio de la corrupción, la falta de sanción, la vista gorda y muchas otras conductas que abrían el camino a la excepción y la trampa.

Como anotamos anteriormente, Portocarrero señala que toda transgresión tiene víctimas, y la de los criollos normalmente eran los sectores excluidos y empobrecidos. Es a partir de la segunda mitad del siglo XX que la transgresión criolla comienza a ser incorporada en el repertorio de otros sectores como reacción a una urbanización acelerada, que no estuvo acompañada de procesos simultáneos de crecimiento del empleo y la institucionalización. Los restantes artículos desarrollan —desde diversas ópticas— cómo el mal criollo se manifiesta en la actualidad. Incluye una interesante investigación a jóvenes en la cual se analiza con profundidad la relación cínica hacia la norma y cómo la conveniencia personal se transforma en la vara con la cual se mide la conducta apropiada.

Portocarrero conjuga factores históricos (el surgimiento del “criollo”), estructurales (la debilidad de estructuras, el elogio a la transgresión, la incitación a la codicia) y subjetivos (el goce propio que produce el mal). Su gran aporte es enfocar en el actor social, que busca el goce fácil, a pesar de que produce en él o ella la mala conciencia o el resentimiento.

El estudio de la institucionalidad es otra aproximación interesante en el intento de entender la poca efectividad de nuestras normas formales. Normalmente enfoca las dificultades en la construcción de instituciones (institution building), especialmente las que conducen hacia el desarrollo humano, entendido este último como la institucionalidad democrática. El peso de las instituciones ha cobrado especial importancia desde las ciencias económicas, en un intento de explicar mejor los factores que facilitan las relaciones sociales (incluyendo las económicas) vía procesos que reducen los costos de transacción. En este sentido, el neoinstitucionalismo considera que el tipo de instituciones que se construyen en una sociedad, tiene una importante incidencia sobre su actuar económico y desarrollo.16 North (s/f) define las instituciones como “las reglas de juego” (formales e informales) y las “características de su ejecución”.

Recientemente John Crabtree (2006) editó un libro al respecto con sendos artículos sobre las características y el funcionamiento de diversas instituciones en nuestro país, como son los partidos políticos, la descentralización del Estado, las fuerzas de seguridad, los programas sociales, la reforma judicial, las empresas, entre otros. En la introducción, Crabtree señala:

[...] el período de Velasco vio la abolición o modificación de las viejas instituciones y prácticas, pero aún no se ha establecido una nueva institucionalidad que refleje normas más democráticas. En algunos sentidos, la nueva arquitectura institucional se está polarizando más que la anterior. De ahí que no resulte sorprendente que los intentos de diseñar reformas políticas democratizadoras no tuvieran eco entre la opinión pública. Está demostrado que alcanzar un grado de consenso en la sociedad acerca de lo que se necesita hacer es una meta difícil de lograr (2006: 8).

Las dificultades en hallar los consensos básicos que permitan la actuación institucionalizada democrática son producto de un complejo conjunto de factores que son analizados en este libro. Drinot, por ejemplo, examina cómo el racismo —y las desigualdades que surgen a partir de él— son fundamentales para entender el funcionamiento de nuestras débiles instituciones, sean estas públicas o privadas.

El carácter excluyente de muchas de las políticas públicas y las mismas concepciones con respecto al gasto estatal, están imbuidas con una concepción del “otro” no blanco “[...] como depositario y agente de la pobreza, el atraso cultural y el fracaso nacional” (2006: 25). Esta exclusión se ve reforzada, paradójicamente, por los programas sociales que deberían tener como función fundamental establecer y proteger los derechos sociales básicos de todos los ciudadanos. Francke analiza la evolución de estos programas en el país y constata que ha predominado un manejo clientelista, en el cual los criterios políticos partidarios y el personalismo propio de un sistema construido alrededor de un caudillo o patrón, han socavado las posibilidades de construir un sistema gestionado con eficiencia y eficacia.

Finalmente, existen muchos intereses en el país que serían afectados si existieran instituciones sólidas, y de ahí la resistencia o inacción frente a reformas institucionales orientadas a fortalecer el papel del Estado. Durand considera que “[...] la gran empresa se ha acostumbrado a operar con un Estado ineficiente y corrupto pero funcional para la defensa de sus intereses” (2006: 189). Se refiere a las resistencias a las diversas regulaciones (laborales, defensa de consumidor, ambientales, sanitarias) y las posibilidades de escabullirse debido a la corrupción.

Hay otras aproximaciones que corresponden más bien a la relación entre la ética y el desarrollo, tema que ha estado cobrando importancia en los últimos años, incluso desde las ciencias económicas.17 Amartya Sen (2003), premio Nobel de Economía, es uno de los que ha trabajado con más dedicación la relación entre virtudes como la honestidad, la confianza, la equidad y la justicia, con el proceso de desarrollo y el crecimiento económico. Para Sen, el medio y el fin del desarrollo es la libertad, pero:

[...] resulta difícil entender una perspectiva de libertad que no tenga a la equidad como elemento central. Si la libertad es realmente importante, no puede ser correcto reservarla únicamente para unos pocos elegidos. En este contexto es importante reconocer que las negaciones y violaciones de la libertad se presentan típicamente bajo la forma de negar los beneficios de la libertad a algunos aun cuando otros tienen la plena oportunidad de disfrutarlos. La desigualdad es una preocupación central en la perspectiva de la libertad (2003: 11).

De ahí que Sen considere que no basta el “esclarecido interés propio” para lograr una ética del comportamiento conducente al desarrollo, sino que son necesarias instituciones que impulsen los valores de la libertad y la justicia. Para él “[l]a fuerza de la conexión valorativa de la ética con el desarrollo depende de las instituciones, y existen significativos elementos para probar esos enlaces de forma más profunda” (2005: 37).

Françoise Vallaeys (2002) ha utilizado esta aproximación en el caso peruano, intentando entender las dificultades que enfrentamos para construir una sociedad democrática, en la cual se respeten los derechos y se cumplan las normas. En su opinión, el desarrollo necesita de confianza y esta se logra sobre la base de costumbres de conducta ética que permitan generar la expectativa de que las cosas ocurrirán como deben de ocurrir. Añade que esto no se puede lograr por decreto porque no se puede obligar a nadie a ser moral, mas sí se puede crear un ambiente social que promocione el cambio.

La situación actual de la sociedad peruana, sin embargo, es de crisis moral, producto de la desigualdad, el autoritarismo, el debilitamiento de la comunidad, los desplazamientos, entre otros fenómenos, que en conjunto se constituyen en formidables obstáculos a la búsqueda y el logro de intereses comunes y de consensos. Como consecuencia, prevalece la tendencia del “sálvese quien pueda” y del “todo vale”. Estas tendencias, según Vallaeys, no siempre se construyen en un vacío de valores, sino que con frecuencia tienden a edificarse sobre la base de valores tradicionales como la amistad, la lealtad y la jerarquía, pero que se vuelven perversos en una sociedad en proceso de modernización que busca construirse precisamente sobre la base de la igualdad, los derechos y la democracia.

Para Vallaeys, el patrón moral tradicional lleva a personalizar nuestras relaciones, condicionando el respeto a la norma o conducta ética de acuerdo con lo que nos conviene a nosotros o a nuestros allegados. Santos Anaya también examina la personalización de nuestras relaciones en su ensayo sobre la dinámica individuo-persona en la sociedad peruana:

En el Perú (como en otras sociedades de Latinoamérica —Brasil, por ejemplo—) nos resulta difícil pensarnos y tratarnos, en espacios públicos, como individuos anónimos que merecen igual trato y respeto. Los desconocidos o extraños no son para nosotros con-ciudadanos, sino más bien personas dotadas de características peculiares que exploramos con lupa lo más que podemos (1999: 6, cursivas en el original).

Santos señala que el lenguaje jerarquizador cobra vida en la expresión: “¿Sabes con quién estás hablando?”, que busca marcar distancias y privilegios entre el locutor y los demás. Este lenguaje, puntualiza el autor, se utiliza de diversas maneras: para el logro de un privilegio o excepción, para defenderse de la discriminación y para que se cumpla la ley.

En cada una de ellas se apela no al derecho, sino a una posición personificada, a arreglos sociales informales pero vigentes y a evocar privilegios muy propios de una sociedad con un pasado estamental que se niega a morir. El espacio público se convierte, así, en un escenario de pugnas por ubicarse en una jerarquía fugaz, en un orden forjado de acuerdo a personajes y circunstancias, más que de consensos entre individuos anónimos.18

Esta breve revisión nos muestra cómo la tendencia hacia lo particular, hacia la excepción y no la regla, está fuertemente arraigado en la sociedad peruana. Desde el mismo proceso histórico de nuestra fundación, en la cual se genera la excepción y la laxitud como mecanismo de cooptación de los criollos, hasta la actualidad, en que se ha convertido en una estrategia de supervivencia en una sociedad con instituciones débiles e inoperantes. Todo esto contribuye a generar una cultura que algunos llaman del “arreglo”, otros del “todo vale” y unos más la denominan “combi”.

Estas miradas diversas también concuerdan sobre la debilidad de las instituciones —especialmente las democráticas— y su efecto sobre la exclusión. Para Santos, esto se manifiesta de dos maneras. En primer lugar, en la ley injusta, aquella que tiene nombre propio, que beneficia a un grupo pequeño pero que causa daño a muchos. Esto le resta credibilidad al sistema de normas y a las instituciones que legislan. En segundo lugar, en la poca acción de las instituciones estatales para hacer valer los derechos de los individuos anónimos.

Después de examinar estas aproximaciones, nos podemos preguntar: ¿Es realmente necesario añadir otras miradas y perspectivas para entender nuestra relación con las normas? Considero que hay dos aproximaciones que no han tenido igual desarrollo en la pesquisa de esta temática. Por un lado, se necesita desarrollar más la mirada interna, es decir, qué ocurre en las mentes de las personas y cómo procesan el supuesto deseo de orden construido sobre la modernidad, al mismo tiempo que permanentemente se refugian en la excepción estamental y la premodernidad.

Desde la década de 1980, se ha ido construyendo un importante bagaje de estudios desde una perspectiva interna, en especial desde el psicoanálisis, para entender la identidad nacional, la vivencia de la injusticia, la pobreza, el terrorismo, la corrupción y, más recientemente, la discriminación racial.19 Pero aún existe un campo importante, casi virgen, para examinar cómo los procesos socioculturales responsables de la formulación y generación de normas inciden sobre la vida psíquica.

Por otro lado, nos falta un mejor entendimiento de lo normativo desde una perspectiva estructural, aspecto al cual quiere contribuir esta investigación. Lo que proponemos en este trabajo es tratar de entender la predisposición hacia lo particular y lo personal desde una mirada estructural. Es decir, observar cómo la configuración de nuestras relaciones sociales y su estructuración en grupos, redes y organizaciones nos conducen hacia el particularismo. Cómo, a pesar de los buenos deseos e intenciones, resulta más factible y hasta racional optar por conductas que debilitan la llamada sociedad formal e institucional; aquella que debería garantizar los derechos ciudadanos, principalmente la igualdad y la convivencia nacional.

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