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3.1 Relación cultura-estructura

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Lo expresado no implica que la cultura ocupe un lugar secundario en la determinación de nuestra conducta, sino que existe más bien una relación estrecha y dialogante entre esta y la estructura. En este sentido, Ann Swindler (1986) argumenta que la cultura genera mecanismos mediante los cuales los individuos y los grupos organizan experiencias y evalúan la realidad. Esto lo hace proveyéndoles de un repertorio de ideas, hábitos, capacidades y estilos, que son seleccionados de acuerdo con las características propias de la realidad vivida, es decir, de la estructura. Quienes conducimos autos en el Perú conocemos bien el Reglamento de Tránsito y nuestras calles están repletas de señales que nos guían o advierten al respecto. Sin embargo, al conducir optamos con frecuencia por no seguir las normas, porque sabemos que los demás tampoco lo harán y porque la Policía no es eficiente cuando se trata de sancionar las infracciones. Cuando viajamos a un país con un tráfico ordenado y una Policía eficiente, la mayoría de nosotros no necesitamos reeducarnos al momento de alquilar y conducir un auto, sino que inmediatamente aplicamos lo ya conocido, porque resulta lo más apropiado en ese contexto. Así, se pone fin a la idea de que la cultura es un conjunto de normas, valores y usos monolíticos que llevan a los individuos y colectivos a un número sumamente reducido de patrones de conducta o pensamiento, opciones o reacciones.21 Por el contrario, al reconocer el carácter de repertorio, nos abre la puerta para entender cómo los actores sociales analizan realidades dinámicas y cómo crean y seleccionan modelos de conducta para adaptarnos a ellas.

Durston (1999), por ejemplo, analizó cómo en una zona de Guatemala caracterizada por una cultura fuertemente individualista, un proyecto logró establecer sistemas de cooperación que permitieron la formación de organizaciones comunales y de pequeños productores con acceso a diversas oportunidades y recursos como capacitación, asesoría organizacional, créditos, entre otros. De esta manera, se logró construir y fortalecer el capital social. De acuerdo con su análisis, en esta cultura existían remanentes de formas de solidaridad y cooperación practicadas en el pasado que fueron rescatadas a partir de las nuevas oportunidades que ofrecía el proyecto en cuestión. Es decir, en el “repertorio” de las personas existían habilidades y capacidades para la acción colectiva que recién cobraron sentido y utilidad cuando se dieron varias condiciones, entre ellas, la presencia de un actor externo que intervino con la dotación de recursos considerados importantes por las comunidades, y que sirvió como “colchón” de contención ante la posible opresión de los grupos de poder local que se sentían amenazados por los cambios operados. Cuestiona así dos ideas con frecuencia presentes cuando se trata de la relación entre cultura y cambio social. La primera es que la cultura genera procesos que se retroalimentan en términos positivos (“círculo virtuoso”) o negativos (“círculo vicioso”) y resulta muy difícil cambiarlos. La segunda es que los cambios culturales son lentos porque implican modificar modos de pensar y actuar que están sumamente enraizados en los individuos y colectivos:

[...] todas las culturas, lejos de ser conjuntos coherentes e inmutables de reglas y creencias, cambian constantemente y por ende incluyen una enorme gama o repertorio [...] de sentencias alternativas en desuso y fragmentos de sentencias que son re-elaborados y re-combinados diariamente por personas y grupos de acuerdo a los desafíos de adaptabilidad que los cambios en el entorno presentan constantemente a las culturas (Durston 1999: 15).

Es por ello, como mencionamos en la presentación del libro, que las ideas fatalistas de que “así somos los peruanos”, de que nuestra cultura nos condena o que esto “ni Dios lo arregla”, realmente solo captan una parte de nuestra problemática con respecto al cumplimiento de obligaciones y normas. La otra parte tiene que ver con nuestros vínculos y acceso a recursos sociales. Las reglas que seguimos, salvo en los pocos casos de total anomia, son las que mejor se ajustan a los intercambios, los grupos o las asociaciones en los cuales participamos o de los que formamos parte.

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