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III Daniel Malan (1948-1952)

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Aquel chico gritaba como si su vida y la de su familia le fueran en ello. Nada anormal para un vendedor de periódicos, cuya soldada dependía del número de ejemplares que fuera capaz de enjaretar a los clientes. Del portal del edificio salió un puñado de hombres tan negros como aquella noche. Salían distraídos, a lo suyo, hasta que el chaval que ofrecía el Rand Daily Mail y, ante todo, sus voces, les pusieron sobre aviso. Después de todo el día reunidos, no tenían ganas más que de volver a casa y reconfortarse en el calor del hogar. Pero no sería así. Las noticias que cantaba aquel mozo eran las que nadie esperaba. La noche era la del 26 de mayo de 1948. El escenario de la secuencia, una calle de Johannesburgo. Los protagonistas, Oliver Tambo, Nelson Mandela y otros compañeros del CNA.

Mandela pasó todo el día con Oliver Tambo y otros líderes del partido. Ese día había elecciones generales y todo el mundo esperaba la victoria del United Party de Jan Smuts. Apenas dedicaron tiempo a cambiar impresiones sobre un hipotético –por poco probable– cambio de titular en el sillón presidencial de Pretoria. Cuando abandonaron, ya de noche, la reunión, un chaval vendía periódicos. El Rand Daily Mail les avisó de lo que habría de venir. Había ganado el Partido Nacional de Daniel Malan. Frente a la sorpresa inicial y al desaliento que generaba la ideología del partido que gobernaría el país, Oliver Tambo trasladó a sus compañeros una alegría matizada. Al menos, no habría que mirar de reojo quién era el enemigo del pueblo negro y qué podría hacer a partir de ahora. Desde el 27 de mayo de 1948, el enemigo venía, orgulloso, de frente. Y llegaba dispuesto a aniquilarlos, si hacía falta.

El Partido Nacional, de la minoría afrikáner, se impuso en las elecciones generales de Sudáfrica al United Party, del general Smuts, e impulsó el apartheid, concepto que literalmente significaba «desarrollo por separado». Malan, fundador y teórico del apartheid ganó. Su símbolo, una esvástica. Su eslogan: «El lema racista de Hitler es nuestro lema». La campaña giró principalmente en torno a un par de cuestiones. Una de ellas, la II Guerra mundial, en la que Smuts había hecho participar a Sudáfrica del lado de los aliados, frente al Partido Nacional, que rechazaba a los británicos y se ponía del lado del nazismo. La otra cuestión relevante, y por la que el Partido Nacional pasaría a la historia, era la racial. O, de modo más concreto, lo que ellos denominaban como el swart gevaar (el peligro negro). Frente al eufemismo habitual en el discurso político, el Partido Nacional manejó ideas elocuentes de lo que habría de ser su ejecutoria hasta el final del apartheid, el odio al diferente. Una de ellas rezaba, en su afrikáans nativo: «Die kaffer op sy plek» (el negro en su lugar); la otra advertía: «Die koelies uit die land» (los coolies –término despectivo con el que se referían a los indios–, fuera del país). De una forma más genérica, y no aludiendo ni a negros ni a indios, los miembros del Partido Nacional resumían su ideario diciendo: «El hombre blanco debe ser siempre el amo». Ello también fue posible por el amparo que dio a este ideario político la Iglesia holandesa reformada, que creía en el afrikáner como un pueblo elegido por Dios. «La justificación teológica de la discriminación racial se fue afinando cada vez más, alcanzando su punto álgido en el período inmediatamente antes y después del triunfo del Partido Nacional en 1948. Uno de sus principales exponentes fue Daniel Malan. En 1954, dirigiéndose a un grupo de clérigos reformados en Estados Unidos, dijo: “La diferencia de color es simplemente la manifestación física del contraste entre dos formas de vida irreconciliables, entre barbarismo y civilización, entre paganismo y cristianismo”. Malan sigue diciendo: “El apartheid se basa en lo que el afrikáner cree que es su llamada divina y su privilegio... Nuestra historia es la obra de arte más grande de todos los siglos. Nosotros conservamos esta nacionalidad como nuestro don más preciado, porque nos fue otorgado por el mismo Arquitecto del Universo”»1.

Los negros, frente a esa elección divina, eran ciudadanos de segunda clase.

Aquella noche, y a pesar de la advertencia de Tambo, no había tiempo para la reflexión. Advirtieron, con el paso del tiempo, que la propuesta del Partido Nacional no hacía nada más que institucionalizar la división racial que ya sufrían millones de sudafricanos casi desde el origen de los tiempos. Así lo reconocería el propio Mandela con los años: «La declaración formal de los principios políticos que alentaban el partido de Malan era conocida como apartheid. Era una palabra nueva, pero resumía una idea ya vieja. Significaba literalmente “segregación”, y representaba la codificación en un sistema opresivo de todas las leyes y normas que habían mantenido a los africanos en una posición de inferioridad respecto a los blancos durante siglos. Lo que hasta entonces había sido una realidad más o menos de facto iba a convertirse de manera inexorable en una realidad de iure. La segregación había sido a menudo implantada sin orden ni concierto a lo largo de los anteriores 300 años. Ahora, iba a consolidarse en un sistema monolítico que era diabólico en sus detalles, implacable en sus propósitos y despiadado en su poder. El apartheid partía de una premisa, que los blancos eran superiores a los africanos, los indios y los mestizos. El objetivo del nuevo sistema era implantar de modo definitivo y para siempre la supremacía blanca»2.

En una derivada menos relevante, lo inglés quedaba relegado a un plano secundario. El afrikáans, hablado por la minoría, pasaba a ser lengua oficial. El resto, quedaba a rebufo del imperio de la ley, de su ley, que pretendía ante todo el mantenimiento de un estatus económico y político que no entendía ni de justicia ni de igualdad.

Los blancos, que conservaban las tierras, negaban cualquier derecho a la población negra. Los no blancos debían desarrollarse en bantustanes o reservas tribales. El Partido Nacional promulgó en los años siguientes, para amachambrar su supremacía, un conjunto de leyes que dio forma al apartheid. A pesar de que 1948 marcó la ruptura definitiva entre los privilegios de los blancos y el sometimiento de los negros, la historia de segregación había arrancado mucho antes. En 1913 el Gobierno sudafricano había aprobado la Ley de tierras de nativos, por la que la minoría blanca acaparaba el 87% del territorio del país. La herida por esa injusticia aún sangraba cuando el Partido Nacional llegó al poder y apretó más las condiciones que debían cumplir los negros para ser poseedores de tierras. Los pocos resquicios legales que manejaban para ser propietarios de un suelo sobre el que levantar su casa se vieron reducidos considerablemente.

Otras leyes previas a la llegada de Daniel Malan al poder, aprobadas entre 1923 y 1927, ya habían organizado los suburbios de los negros que nutrían de mano de obra el tejido industrial sudafricano; ya habían establecido qué trabajos podían ocupar los negros y habían limitado el peso de los jefes tradicionales africanos frente a la Corona británica. El cerco ya era oprimente antes de la llegada del Partido Nacional. Con ellos en el poder, la opresión se convirtió en asfixia.

Daniel Malan comenzó con fuerza su mandato. Habida cuenta del impulso que habían adquirido los sindicatos, especialmente los mineros, expresó su deseo de controlar o reprimir el movimiento de los trabajadores y retiró el derecho de representación de los mestizos en el Parlamento. Uno de los principales artífices del apartheid, Hendrick Verwoerd, ministro de Asuntos Nativos, recordó de forma categórica que «no hay sitio para el bantú en la comunidad europea por encima del nivel de ciertas formas de mano de obra... ¿Qué sentido tiene enseñar matemáticas a un niño bantú, cuando no va a poder aplicarlas?»3.

Al año siguiente de su elección, el Gobierno de Malan prohibió los matrimonios mixtos, aprobó la Ley contra la inmoralidad, que ilegalizaba las relaciones sexuales entre blancos y miembros de otras razas; así como la Ley del censo y población, que convertía el color de la piel en fundamental para establecer el tipo de ciudadanía de los sudafricanos. Este cuerpo legal, intrínsecamente injusto, obligaba a la Oficina del Censo a guardar fichas de todo el mundo de acuerdo al color de su piel. Por esta legislación se segregaba a los individuos por su raza o por sus rasgos. Un tono de piel más claro o más oscuro podía provocar la división de una familia. El pelo más o menos rizado podía causar el mismo efecto. No había lugar para la discrepancia o el recurso. La ciudadanía se establecía de una simple paleta de color.

Sudáfrica se había convertido en un país de blancos y de negros. El Gobierno de Pretoria había dividido el país por zonas y esta clasificación racial podía tener consecuencias directas e inminentes, como la posibilidad de que el Gobierno obligara al traslado de residencia para evitar los cambios forzosos, o a portar los famosos pases para acceder a determinados lugares. Por eso, y para evitar el estigma de ser negro, indio o mestizo, miles de sudafricanos intentaban cambiar cada año de raza. Intentaban pasar de negros a mestizos o blancos. De mestizos a indios o blancos. Se intentaba, en definitiva, subir en el ranquin establecido por el Gobierno de Pretoria. Algunos de estos casos, por terriblemente ridículos, alcanzaron el estatus de noticia en los periódicos de la época. Uno de ellos, que recuperó Vicente Romero en su libro África en lucha, fue el protagonizado por la hija de Hutchison Maholwana: «El cumplimiento de una ley absurda y cruel produce situaciones absurdas y crueles. Como ejemplo de ellas se puede recordar el caso protagonizado por el mestizo Hutchison Maholwana, que tiempo atrás conmovió a los lectores de todo el mundo cuando contrató a su propia hija como sirvienta doméstica para que pudiera continuar viviendo con él, y que había sido considerada oficialmente como negra»4.

Por interés o necesidad, los blancos podían «descender» de categoría. Para que tal cosa ocurriera solo era necesario que testimoniaran que tenían ascendientes negros o de origen asiático. La palabra, para los blancos, era el único requisito. Los mestizos tenían más complicado adquirir la categoría de ciudadanos blancos, ya que además de la documentación requerida, era necesaria la declaración de testigos. Los negros prácticamente tenían vetado el cambio «oficial» de color de piel.

La Ley del censo se complementaba con la de áreas para grupos, que dividía las ciudades por grupos y que en palabras del propio Daniel Malan se convirtió en el espíritu del apartheid. La Ley de áreas para grupos trajo consigo los odiados pass (pases), que los negros debían portar los días pares y los impares, de lunes a domingo. Eran su salvoconducto para ir a trabajar, para desplazarse, para moverse por su propio país. Sin ellos, la vida podía ser una tragedia, literalmente.

Esta ley determinaba los lugares donde podían vivir unos y otros. Negros con negros. Indios con indios. Mestizos con mestizos. Y blancos, con blancos y donde quisieran los blancos. Además del desigual e injusto reparto territorial trazado más de tres décadas atrás, la minoría blanca tenía la posibilidad de determinar qué parcela le apetecía ocupar en un determinado momento. Como si de un niño caprichoso se tratara, si una comunidad blanca se sentía tentada a expandirse por una zona previamente ocupada por alguna minoría o por la mayoría negra, no tenía más que sugerirlo. Si no quería negros, indios o mestizos cerca de sus viviendas, no tenían nada más que indicarlo. Si quería tal o no quería cual, no había nada más que pedirlo. Sin nada de evangélico ni de justo, era la versión afrikáner del «pedid y se os dará». Esta política de hechos casi consumados, inició un proceso de reasentamientos que se extendió durante muchos años y provocó la movilización de millones de sudafricanos. Uno de los primeros intentos de reasentamiento fue el de Sophiatown, una de las barriadas más ilustres y esperanzadas, dentro de sus miserias particulares, de Johannesburgo.

Más tarde vendrían la Ley sobre servicios públicos separados y la Ley sobre salvoconductos. Esta última establecía una serie de documentos que todo ciudadano negro debía poseer. El primero de ellos era un permiso de residencia que cualquier persona debía tener antes de instalarse a vivir en cualquier rincón del país. Pero también debían poseer un permiso para circular de día, que le otorgaba su empleador; y otro para poder transitar de noche. En este caso era la policía la que permitía, a través de este documento, que cualquier negro se desplazara fuera del toque de queda. El listado de permisos se sucedía casi hasta la extenuación, casi hasta el ridículo. «Un negro debe incluso obtener permiso de su empleador si quiere ejecutar danzas folklóricas o rituales. Y así, las danzas escenográficas que ejecutan cada domingo, vestidos con su atuendo tradicional, los zulúes que trabajan en las minas de oro de Johannesburgo son autorizadas por los encargados de las minas. Estos últimos, calculadamente, explotan así la pasión instintiva del negro por las danzas tribales colectivas»5.

Esta Ley de salvoconductos, además de la desazón que provocaba en la población no blanca de Sudáfrica, plagó de miedo y detenciones el país más al sur del continente. Sin datos para cotejar, miles de sudafricanos pasaron noches y noches de calabozo durante el período del apartheid simplemente por no portar un documento firmado y sellado por el baas, el amo, el patrón.

«El apartheid –dice Alex Perry en La gran grieta– se construyó sobre una insistencia en ver a los negros no como individuos, como seres humanos con derechos y libertades, sino colectivamente, como una raza inferior. La pobreza de lugares como el Transkei se tomaba como ejemplo de la inadecuación de la raza negra. Los negros eran atrasados, una raza incapaz de salir adelante por sí sola. Y si blancos y negros quedaban separados por la capacidad mental y la cultura, tenía sentido dividirlos también geográficamente. Los negros, como grupo, eran el problema. De modo que se movía a los negros, como grupo, a cualquier otro lugar»6. Todo tenía su porqué. Negros, indios y mestizos no eran considerados como iguales, y por tanto no podían estar en los mismos espacios ni bajo las mismas condiciones que la hegemónica comunidad blanca. Era la lógica del apartheid. Sencilla pero cruel.

Ante este arreón legislativo inicial, el CNA, especialmente a través de la Liga Juvenil, se planteó una campaña de movilizaciones que incluía la resistencia pasiva, la huelga, el boicot, la desobediencia civil y la no cooperación con la Administración. La comunidad india les había hecho perder el miedo a la represión. Y desde el CNA entendieron que era el momento de cambiar de estrategia. De un riguroso seguimiento de la ley a la transgresión de la misma en aras de un bien mayor, la justicia. O en detrimento de un mal infinitamente superior. Ese programa de acción fue aprobado, en medio de grandes resistencias, por el CNA en su conferencia anual de 1949, celebrada en Bloemfontein. Alfred Xuma, su presidente, entendía que un enfrentamiento radical con el Gobierno podría servir como excusa para que su formación política fuera borrada del mapa. Pero Xuma perdió la batalla y fue sucedido en la presidencia por J. S. Moroka. El nuevo secretario general fue Sisulu. Oliver Tambo entró en el comité ejecutivo nacional, al que también se incorporó Nelson Mandela. «Había pasado de ser un moscardón que rondaba en torno a la organización a ocupar uno de los puestos de poder contra los que me había estado rebelando. Me producía un sentimiento embriagador, no carente de emociones encontradas. En alguna medida, es más sencillo ser un disidente, ya que uno no tiene responsabilidades. Como miembro de la ejecutiva, debía sopesar argumentos, tomar decisiones y estar dispuesto a ser criticado por los rebeldes, cosa que yo mismo había sido»7.

Bloemfontein significó el final de la oposición pacífica y de guante blanco que había caracterizado al CNA. Fue la victoria de la corriente en la que navegaba Mandela, un triunfo del que no pudo ser testigo directo, ya que acababa de estrenar empleo en otro bufete de abogados y no le dieron permiso para asistir a la conferencia. Con una economía poco boyante como la suya, la idea de retar a sus nuevos jefes con una ausencia de un par de días para aquel encuentro no hubiera sido lo más oportuno, por lo que se quedó en la oficina en contra de su voluntad.

En marzo de 1950, se celebró en Johannesburgo la Convención para la defensa de la libertad de expresión, organizada por el CNA en colaboración con el Partido Comunista y el Congreso Indio. A pesar del éxito de la convocatoria, Mandela no era partidario de mezclar colectivos con intereses tan diferentes. Sin embargo, uno de los frutos de la cita fue la convocatoria del conocido como Día de la Libertad, para el 1 de mayo de ese año. El objetivo era protestar contra la Ley de los salvoconductos, que limitaba el movimiento de los ciudadanos no blancos por el país, así como para la derogación de cualquier ley segregacionista. La huelga había nacido por iniciativa del Partido Comunista, por lo que el CNA no apoyó de manera oficial ese paro, que fue prohibido por el Gobierno, pero que provocó que dos tercios de los obreros se quedaran en casa. Sin embargo, por la noche, Walter Sisulu y él se unieron a una de las marchas ilegales que transcurría por Orlando West. Un grupo de negros en una manifestación ilegal era un objetivo fácil para la policía sudafricana, que comenzó a disparar contra ellos en cuanto tuvo la oportunidad. Sisulu y Mandela pudieron esconderse, pero aquello terminó con 18 muertos y otros muchos heridos de bala o por el impacto de las porras de los agentes. No hubo mayor provocación que participar, ya de noche, en una manifestación. Semanas después, el Partido Comunista era ilegalizado y ser miembro de la formación podía suponer hasta 10 años de prisión. Aunque la medida ponía el acento en el Partido Comunista, era un aviso para los navegantes de la insurrección. El texto advertía de forma implícita que casi cualquiera que protestara contra los postulados y las políticas del Partido Nacional podía ser acusado de comunismo. Se consideraba delito cualquier ideología que incitara a cualquier forma de manifestación que supusiera una alteración del orden público. No había opción. El que se moviera, literalmente no salía en la foto, salvo que la instantánea se tomara en su ingreso en comisaría. El riesgo era, pues, para todos. Por eso el CNA convocó un Día nacional de protesta el 26 de junio de 1950 por los 18 muertos de mayo y por la ilegalización de uno de los grandes partidos políticos de Sudáfrica.

Sisulu recorrió todo el país para informar e invitar a una huelga de marcado carácter político, mientras que Mandela se quedó al frente de la sede del CNA, que se apuntó una pequeña victoria dentro de la gran guerra contra el apartheid. Los comercios regentados por negros no abrieron y algunas manifestaciones, como la que secundaron cerca de 5.000 personas en el Transvaal, merecieron una atención mediática que pocas veces lograban los negros. Fue una llamada de atención al Gobierno de Daniel Malan. No estaban dispuestos a callar ante la vulneración sistemática de sus derechos. El Partido Comunista había desaparecido, pero ahí estaban ellos para mantener vivo el espíritu de la lucha. Ese pequeño triunfo hizo que dentro del partido de Mandela la jornada se rebautizara como Día de la Libertad. Era una pequeña muesca en el revólver.

La disolución del Partido Comunista y la muerte de 18 africanos negros había unido los intereses del CNA con los de la agrupación clandestina. Este hecho y el contacto con amigos comunistas, hizo replantearse a Mandela su inicial aversión a aquel partido, a sus ideales y a la posibilidad de compartir lucha en la Sudáfrica del momento. La dialéctica todavía no era el punto fuerte de Mandela, que casi siempre doblaba el brazo en sus confrontaciones ideológicas con aquellos hombres más avezados que él en el debate de las ideas. Ser consciente de ello le llevó a la lectura, casi compulsiva, de las grandes obras del socialismo y el comunismo. Por sus manos desfilaron Lenin, Stalin, Mao, Marx o Engels. Ahí, en la reflexión sobre aquellos textos, encontró algunos puntos de fuga de su inicial reprobación al comunismo. La sociedad sin clases que propugnaba el socialismo se parecía mucho a la sociedad tradicional africana. Además, la propensión que él percibía dentro del marxismo a la acción revolucionaria era una actitud que encajaba con el impulsivo Mandela de entonces. Y junto a eso, el apoyo que la Unión Soviética estaba prestando a las colonias africanas para su emancipación, se derrumbó su muro de Berlín particular. No tuvo problema en asumir el cambio de posición. A partir de ahora sería uno más en dar la bienvenida a la presencia de seguidores del comunismo en las filas del CNA.

El Día de la Libertad también nació su tercer hijo, Makgatho Lewanika. Por aquel entonces, su matrimonio con Evelyn ya empezaba a dar síntomas de naufragio. De hecho, el esposo y padre solo hizo un breve paréntesis en el hospital dentro de la vorágine del Día nacional de protesta, del Día de la Libertad. Del día de Makgatho. El compromiso con el CNA y la causa anti-apartheid le alejaban más y más de su casa. Los reproches de Evelyn, cuya actitud y convicciones religiosas diferían de los gustos políticos de su marido, eran cada vez más frecuentes. Pero también aquel compromiso con el pueblo sudafricano causaba inquietud en su hijo mayor, que apenas levantaba unos pocos palmos del suelo. «En aquella época, mi mujer me comentó un día que mi hijo Thembi, que por aquel entonces tenía cinco años, le había preguntado dónde vivía papá. Volvía tarde a casa por las noches, mucho después de que él se fuera a la cama, y salía temprano por las mañanas, antes de que se despertara. No me agradaba verme privado de la compañía de mis hijos. Ya en aquellos días, mucho antes de que tuviese el menor atisbo de que pasaría décadas alejado de ellos, les echaba mucho en falta»8.

Mandela pasó a presidir la Liga Juvenil del CNA a la vez que comenzaba a fraguar la necesidad de dar un paso más en la lucha contra el sistema impuesto por el Gobierno de Malan que, quizás, pudiera incluir cierta forma de violencia contra el sistema. Ahí, sin embargo, sabían que tendrían un duro hueso que roer dentro del propio partido, Albert Luthuli, el histórico líder del Congreso Nacional Africano. Luthuli «era un ferviente discípulo del Mahatma Ghandi y creía en la no violencia por ser cristiano y por principios. Muchos de nosotros no..., porque adoptarlo como principio implica que, sea cual sea la posición, te aferrarás a la no violencia... Adoptamos la actitud de que nos aferraríamos a la no violencia solo cuando las condiciones lo permitieran. Tan pronto como las condiciones giraran en contra, abandonaríamos automáticamente la no violencia y utilizaríamos los métodos que requiriese la situación»9.

Esa rabia contenida comenzó a ser combatida en el ring. Literalmente. En 1950, Mandela comenzó a practicar el boxeo en el Donaldson Orlando Community Center de la mano de Skipper Molotsi quien «le enseñó que, para triunfar, un boxeador no solo debe ser ágil y fuerte, tiene que conocer a su contrincante»10. Se entrenaba cuatro días a la semana.

Después del bufete.

Después del CNA.

Antes de la familia.

Una hora y media de deporte que le permitía evadirse del aquelarre de reuniones y problemas más o menos cotidianos. Era un centro mal equipado, sin un cuadrilátero adecuado, con pocos pares de guantes, sin cascos, sin protectores dentales. A pesar de lo rudimentario que era, Eric Ntsele, campeón de los pesos gallo sudafricanos, o Freddie Ngidi, campeón mosca del Transvaal, fueron algunos de los humildes logros de aquel club en el que una veintena de jóvenes negros pegaban golpes al saco todas las noches. Mandela, que ya había practicado el boxeo en Fort Hare, nunca consideró dedicarse a ello de manera profesional. Peso pesado con poca pegada y movimientos torpes, consideraba esta práctica deportiva, además de una forma de escapar de la rutina, como un cauce para estudiar la estrategia del adversario, fuera cual fuera su naturaleza y condición. Cómo rodear al enemigo. Qué hacer. Cómo moverse. Cómo encontrar sus puntos débiles. Cómo y dónde golpear. Con el tiempo, su hijo Thembi se convertiría en asiduo en la práctica de este deporte.

El desarrollo legislativo del apartheid corría casi tanto como los deseos de la minoría blanca que había votado al Partido Nacional en 1948. Tres años más tarde, el Gobierno aprobó la Ley de representación segregada y la Ley de autoridades bantúes, que provocó la desaparición del Consejo de Representación Nativa, el único espacio en el que, de forma indirecta, los africanos tenían cierta presencia en el gobierno de las distintas áreas en que se dividía el país. A partir de ahora, este organismo quedaría sustituido por un sistema de jefes tribales nombrados por el Gobierno. A través de estos se pretendía perpetuar un sistema que, objetivamente, solo beneficiaba a la minoría bóer.

La firma de estas leyes generó una insatisfacción entre negros, indios y mestizos que comenzó a fraguar en lo que sería una gran campaña nacional de desobediencia civil. Esa campaña contemplaba la posibilidad de una resistencia pasiva que podría llevar a cientos, o miles, de voluntarios a las cárceles sudafricanas. Superada la hostilidad intelectual al comunismo, ahora las reservas de Mandela se centraban especialmente en los partidos que representaban a la minoría india, por lo que defendió con vehemencia que esa campaña estuviera monopolizada por la mayoría negra. Trasladó esa oposición al comité ejecutivo nacional y a la Conferencia nacional del CNA en diciembre de 1951. En ambos casos, tumbaron sus reticencias con solemnidad y contundencia. Mandela, tan vehemente como obediente, acató la decisión. En la protesta contra el Gobierno de Pretoria irían de la mano con indios, mestizos y con aquellos blancos que renegaban de la discriminación racial.

El 29 de febrero de 1952, el CNA pidió al Gobierno que revocara la ley que había convertido al comunismo sudafricano en una página de su historia contemporánea. Además, exigió que anulara las leyes en las que se sustentaba su entramado de injusticia: la de áreas para grupos, la de representación segregada, la de autoridades bantúes, la de pases y salvoconductos.

Antes de la Campaña de desafío de las leyes injustas, realizaron una convocatoria para el 6 de abril de 1952. No era un día más. La fecha coincidía con el 300 aniversario de la llegada de Jan van Riebeck a Ciudad del Cabo en 1652. Aquel momento era, de algún modo, el inicio del descalabro del pueblo negro en su propio país. Los blancos celebraban los tres siglos del nacimiento de la nación. Ese mismo día, los negros repasarían, uno a uno, los 300 años de opresión que llevaban anotados en su colectivo libro de familia.

Cuando Mandela comenzó a trabajar en el bufete de Sidelsky, este le dejó un traje. El día de su graduación en Fort Hare, le dejaron dinero para comprarse otro y le prestaron los ropajes académicos. La suya parecía una vida fiada por otros, porque el día que obtuvo el carné de conducir, se examinó con un coche que no era suyo. Mientras el país vivía bajo el yugo del Partido Nacional y el endurecimiento de las leyes contra los negros y las minorías no blancas, la historia personal de Mandela se escribía, muchos días, a golpe de embrague y viajes con la ventanilla bajada por las más que decentes carreteras sudafricanas.

Como no eran muchos los negros que tenían carné, el novel conductor se convirtió en una especie de recadero del CNA. Si había que traer o llevar compañeros o materiales, si había que hacer mandados o llevar algo de correspondencia a las diferentes agrupaciones del partido, ahí estaba Mandela. Una de aquellas encomiendas tuvo como contexto la Campaña de desafío de las leyes injustas. El CNA iba a dirigir una carta al mismísimo Daniel Malan indicándole la forma, el modo y, ante todo, los plazos que le marcaban para la anulación de ese cuerpo legal irreconciliable con la dignidad y con los derechos de los negros y de las minorías india y mestiza. La carta debía ir firmada por el presidente del CNA, James Sebe Moroka, que sería arrestado precisamente con motivo de la Campaña de desobediencia civil. Camino de Thaba ‘Nchu, Mandela se acercó demasiado a un par de chavales blancos que iban en bicicleta por la carretera. Uno de ellos, sin percatarse de la presencia del vehículo, invadió el carril e impactó levemente contra el coche. Bicicleta y muchacho se desparramaron por la carretera. A pesar de lo aparatoso del golpe, el chico no se lastimó, pero un camionero que pasaba contempló la escena y avisó a la policía. Un negro había atropellado a un chico blanco. Nelson Mandela, en su autobiografía recuerda bien el episodio, porque uno de los agentes que llegó hasta el lugar de los hechos le dijo en afrikáans: «Kaffer, jy sal kak vandag», algo así como: «La acabas de cagar, cafre». Mandela, preocupado por el chaval y por la situación, no se arredró. «Estaba conmocionado por el accidente y me consternó la violencia de sus palabras, pero le dije con toda firmeza que cagaría cuando quisiera, no cuando me lo dijera un policía»11. Eso, como era de esperar y como Mandela sabía, solo podía empeorar las cosas. Lo agravó su respuesta, como también el ejemplar de la revista The Guardian, tildada de izquierdista en la Sudáfrica del momento, que el sargento encontró debajo de la alfombrilla del coche. La carta que debía firmar Moroka quedó a salvo bajo su ropa. Con la publicación en la mano, y con el Partido Comunista ilegalizado, Mandela se convirtió en carne de cañón para un arresto seguro. El agente no se cohibió de gritar nada más que a los vientos el hallazgo de aquella presa. Lo hizo, como era de esperar, en afrikáans: «Wragtig ons het’n Kommunis gevang». Traducido, aquel mensaje era como el vozarrón del grumete al avistar tierra desde lo alto del mástil: «Válgame, hemos cogido a un comunista». La entonación iría encadenada a varios signos de exclamación que equivalían al deber cumplido, al reconocimiento de los compañeros y al hecho de acabar, poco a poco, con la plaga de comunistas –y encima negros– que termiteaban el país.

La predicción no siempre se cumple, y Mandela pudo continuar un viaje que, sin embargo, prosiguió accidentado. Por la mañana, después de una noche de conducción casi eterna, se quedó sin combustible. Con un bidón vacío en la mano, Mandela se acercó hasta una explotación agrícola donde una mujer mayor, y blanca, directamente le dijo que para él no tenía gasolina. En realidad, la mujer podía haber dicho que no tenía gasolina ni para él, ni para nadie que fuera como él. Pero resumió el mensaje. Para él no había nada que vender ni que prestar ni que regalar. Siguió caminando, lo que le permitió razonar un cambio de estrategia. La situación no daba para orgullos estériles, sino para una humildad práctica, aunque fuera falsa. Por eso, en la siguiente granja, Mandela se dirigió al granjero con el término baas, que significaba amo o patrón. Odió la palabra y lo que ella denotaba y connotaba, pero obtuvo el combustible.

La secuencia que siguió fue sencilla. Llegó a Thaba ‘Nchu. Moroka firmó el documento. Mandela volvió a Johannesburgo.

Lo que vino después, no lo fue tanto. El CNA advirtió al Gobierno de que debía derogar las seis leyes antes del 29 de febrero de 1952. Si no lo hacía, se sentían legitimados para emprender acciones fuera del marco legal para conseguirlo. Malan respondió con un lenguaje que no auguraba nada bueno. El Gobierno tenía, en su opinión, la autoridad suficiente para tomar cualquier medida que considerara oportuna frente a aquella postura. Cualquiera era cualquiera.

Mandela, en su autobiografía, calificó este momento como una declaración de guerra. En cualquier caso, aquello sirvió para preparar la desobediencia civil como forma de lucha contra la injusticia. Después de varias manifestaciones por las principales ciudades del país, el CNA y el Congreso Indio de Sudáfrica (CISA) anunciaron el 31 de mayo que la Campaña del desafío comenzaría el 26 de junio de 1952, cuando se cumplía el segundo aniversario del Día nacional de protesta. Mandela fue el responsable en su organización, de reclutar voluntarios y de recaudar fondos. La campaña se preveía difícil. El objetivo era la resistencia pacífica a la acción del Gobierno, lo que podía suponer el arresto y encarcelamiento de los voluntarios. «Uno de los objetivos de la Campaña de desobediencia civil de 1952 fue... imbuir cierto espíritu de resistencia ante la opresión; no tener miedo al hombre blanco, al policía, a su cárcel, sus juzgados..., y aquella vez 8.500 personas fueron a la cárcel deliberadamente porque rompieron leyes cuya intención era humillarnos y mantenernos aislados, reservar determinados privilegios a los blancos. Rompimos aquellas leyes y nos expusimos al encarcelamiento, y como resultado de campañas de esa naturaleza conseguimos que nuestro pueblo ya no temiera la represión, que estuviera preparado para desafiarla Y si un hombre puede enfrentarse a la ley e ir a la cárcel y salir de ella, no es probable que ese individuo se deje intimidar por la vida carcelaria»12.

Uno de los actos simbólicos de aquella campaña fue la quema del carné que habilitaba la circulación de los ciudadanos negros, el conocido pass. Mandela fue el primero en hacer arder aquel documento, antes de lo cual «escogió el momento y el lugar que podían causar el máximo impacto en los medios. Las fotografías de la época le muestran sonriendo para las cámaras mientras infringía aquella ley fundamental del apartheid. En el plazo de unos días, miles de personas negras siguieron su ejemplo»13.

La campaña contemplaba dos niveles de acción. En la primera, grupos reducidos de voluntarios irrumpirían en espacios exclusivos para blancos. Trenes. Bancos. Playas. En este caso, incluso se preveía avisar a las autoridades del tipo de acción que se pretendía desarrollar para que las detenciones y acciones policiales fueran lo menos violentas posible. La segunda, sin acuse de recibo, pretendía movilizaciones masivas y paros organizados por todo el país. Cuatro días antes de la Campaña tuvo lugar el Día de los voluntarios, en el que Mandela ofreció un mitin a cerca de 10.000 personas. Todo estaba a punto.

La primera acción fue en Port Elizabeth. Un grupo de 32 voluntarios entró en la estación de tren por la puerta de los ciudadanos blancos. Fueron detenidos; los primeros de un total de 250 voluntarios que se habían saltado de forma pacífica las normas del apartheid. Entre ellos estaba Mandela, que fue abordado por la policía cuando regresaba a casa después de un duro día de trabajo. Eran ya más de las once de la noche, por lo que estaba vigente el toque de queda, y un ciudadano negro no podía circular por la calle sin un permiso extraordinario. Entre sus planes no estaba ser detenido tan pronto, pero no hubo excusas. Era uno de tantos que durmió en Marshall Square, una cárcel sórdida y oscura en la que, a pesar de todo, los huelguistas entonaron a todo pulmón el Nkosi Sikelel’ iAfrika (Dios bendiga a África), el himno del pueblo negro sudafricano que, con el tiempo, formaría parte del nuevo himno de la nación. La preocupación de Mandela en aquella noche de canciones y reivindicación fue quién llevaría adelante la campaña si él iba a estar mucho tiempo encerrado. Al final, fueron solo tres días.

Antes de esa breve detención ya había pasado por la cárcel. Bueno, hablar de cárcel sería mucho. Pasó apenas un día en el calabozo no por participar en la Campaña de desobediencia civil, sino por pasar a un baño para blancos. ¿Se equivocó al leer el letrero que determinaba quién podía orinar o no en ese lugar o convirtió aquello en un gesto simbólico de lucha contra todo un sistema? En una conversación con Richard Stengel, y entre risas, reconocería que fue por un error. Aunque esa sonrisa escondía, quizás, otra intencionalidad14.

Durante la campaña, al final fueron detenidas 8.500 personas. Entre los que estaban dentro y, sobre todo, entre los que no habían sido arrestados, se hizo viral un llamamiento dirigido al Primer Ministro: «Malan, abre las puertas de la cárcel. Queremos entrar». La estancia en prisión solía ser breve, apenas unos días que terminaban tras la asunción del pago de una pequeña multa, pero la repercusión del hecho fue mayúscula durante los seis meses que duró el desafío. El impacto tuvo un efecto directo e inmediato en el CNA, que multiplicó por cinco sus afiliados, pasando de 20.000 a 100.000 miembros. «Cometimos muchos errores, pero la Campaña de desafío abrió un nuevo capítulo en la lucha. Las seis leyes que habíamos cuestionado no fueron derogadas, pero no nos habíamos hecho ilusiones al respecto. Las habíamos elegido porque eran la manifestación más inmediata y visible de la opresión, y el mejor mecanismo para incorporar a la lucha al mayor número posible de personas»15, cosa que lograron con la primera embestida.

El 30 de julio de 1952, Nelson Mandela estaba trabajando en un despacho de abogados cuando llegó la policía con una orden de detención. Se le acusaba de violar la ilegalización del Partido Comunista. El requerimiento, replicado con otros líderes del partido en Johannesburgo, Kimberley y Port Elizabeth, era una nueva forma de actuar del Gobierno de Daniel Malan. La Policía se había hecho con documentación en diversas redadas en sedes del CNA y en casas de sus afiliados, lo que permitió la detención de militantes del partido, de la Liga Juvenil, del CISA y del Congreso Indio del Transvaal (CIT). James Sebe Moroka, presidente del CNA, Walter Sisulu o el propio Mandela se sentaron en el banquillo en un juicio que se desarrolló en septiembre de ese año en Johannesburgo. Eran, en total, 21 acusados. Si salían condenados, las autoridades descabezarían a los principales actores de la inestabilidad en la que se veía inmersa Sudáfrica desde el inicio de la Campaña de desobediencia. Si eso hubiera ocurrido, se habrían cumplido los planes del Gobierno, pero también los de los acusados, ya que estos habían planificado ser condenados en grupo. Sin embargo, Moroka se desmarcó y actuó por cuenta propia. Eligió un abogado diferente y en pleno proceso renegó de la causa anti-apartheid, expresó su convencimiento de que los negros nunca podrían tener los mismos derechos que los blancos y señaló a algunos de sus compañeros de banquillo como seguidores del Partido Comunista. Una traición en toda regla que quebró el ánimo del resto de los antiguos compañeros de brega. El juicio, que social y mediáticamente tuvo gran impacto entre la ciudadanía, se saldó con una condena de nueve meses de cárcel y trabajos forzados por «comunismo estatutario». La sentencia quedó en suspenso durante dos años. El juez tuvo en consideración que, a pesar del efecto de las movilizaciones, decidieron intencionadamente no utilizar la violencia.

Una de las cosas que cambió la Campaña del desafío fue el estigma del prisionero. Antes de la misma, ir a la cárcel se convertía en una rémora para el ciudadano negro, mestizo o indio. Ahora era casi un orgullo. Y había, al menos, 8.500 orgullosos ciudadanos de haberse plantado desarmados y pacíficos frente al mecanismo opresor del Partido Nacional. La campaña se fue desvaneciendo y a finales de año cayó casi por agotamiento y apatía. Era muy difícil mantener un alto nivel de emoción y actividad durante tanto tiempo. Además, frente a lo que algunos pensaban –que el Gobierno estaba noqueado por el impacto de las acciones de desobediencia–, el enemigo se mantuvo firme y tenía unos cimientos que ni siquiera habían comenzado a oscilar. La segunda fase de la campaña no llegó ni a plantearse, y el CNA se mostró incapaz de llevar la resistencia pacífica al ámbito rural. En las ciudades la repercusión había sido significativa. En el campo, apenas perceptible. Sin embargo, entre sus logros, uno se embutió en el alma de uno de los principales impulsores de la campaña, Nelson Mandela. Ahora sí, después de la participación directa en aquella protesta, tras su paso por la cárcel unos días, y con una condena en su expediente, se consideraba preparado para la lucha. Ese sería, sin duda, el momento de suscribir su compromiso de por vida contra el apartheid.

A finales de 1952, con la traición reciente de James Sebe Moroka, el CNA eligió nueva dirección. El presidente electo era un hombre más enérgico, Albert Luthuli. Mandela emergió ya como primer vicepresidente, cargo que se acumulaba a la presidencia del CNA en el Transvaal que ya ostentaba. Luthuli, que ocupaba el cargo de jefe tribal elegido por el Gobierno, recibió meses antes presiones del Ejecutivo para abandonar el CNA y renegar de la Campaña del desafío. Luthuli se negó y se reafirmó en la lucha no violenta contra el desafío del Gobierno del Partido Nacional. Hizo pública entonces una carta titulada «El camino a la libertad pasa por la cruz», en la que reincidía en su compromiso por la lucha no violenta y la resistencia pacífica. A pesar de la apuesta de Mandela por Luthuli, no pudo asistir a su elección, igual que le ocurrió unos años antes cuando se votó al ahora repudiado Moroka. Entonces un empleo recién estrenado imposibilitó su presencia. Ahora la causa vino de manos del Gobierno, que prohibió participar a 52 líderes políticos del país en mítines o encuentros durante seis meses. Junto a esa limitación para tomar parte en actividades políticas, se limitaban sus movimientos a Johannesburgo, ciudad de la que no podía salir. No podía hablar con dos personas a la vez. No podía ir a reuniones familiares. Se perdió el cumpleaños de su hijo.

Era, literalmente, un proscrito.

«La proscripción –dejó escrito Mandela– representa tanto un confinamiento físico como espiritual. Induce una especie de claustrofobia psicológica, que hace que uno añore no solo la libertad de movimientos sino también la de espíritu. Era un juego peligroso, ya que uno no se encontraba cargado de grilletes ni entre rejas. En este caso, las rejas eran leyes y reglamentaciones que eran fáciles de violar, y a menudo se violaban. Era posible escapar sin ser visto durante breves períodos de tiempo y disfrutar temporalmente de una libertad ilusoria. El efecto más insidioso de aquellas prohibiciones era que llegaba un momento en que uno podía acabar pensando que el opresor no estaba en el mundo exterior, sino dentro de uno mismo»16. Aquella sería la primera de muchas.

A pesar de que el partido diseñó, con su nueva dirección, una nueva estructura, Mandela era consciente de que el Gobierno podía plantear en breve la ilegalización tanto del CNA como del CISA, igual que hizo antes con el Partido Comunista, por lo que debían organizarse de tal modo que el movimiento no desapareciera, la lucha no se perdiera y las ilusiones de tantos ciudadanos negros no mutaran en una profunda decepción. Desde el partido le pidieron idear un camino alternativo que les permitiera trabajar en la clandestinidad. Aquello se denominó Plan Mandela o, en clave, Plan M. El propio Mandela, proscrito en Johannesburgo, participó en encuentros y reuniones formativas furtivas, normalmente por la noche, para establecer la que sería forma de organización del partido cuando estuviera fuera de la ley. El objetivo era «consolidar el mecanismo administrativo del CNA. Permitir la difusión de importantes decisiones tomadas a un nivel nacional a cada miembro del organismo sin necesidad de reuniones públicas, de declaraciones de prensa ni de circulares impresas. Crear, en las mismas ramas locales, congresos locales, que representaran efectivamente la fuerza y la voluntad del pueblo. Extender y dar más ímpetu a los vínculos entre el Congreso y el pueblo y consolidar la dirección del Congreso»17.

Esta estrategia, el Plan M, fue adoptada de forma desigual por el país, por lo que cuando llegó la ilegalización, el CNA no tenía una estructura sólida y engrasada para hacer frente a lo que habría de venir.

Nelson Mandela

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