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El país de los mil mandelas

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Tap, tap, tap

En su diminuta celda de Robben Island, Nelson Mandela corría cada mañana durante una hora sin moverse del sitio. La rutina del deporte matutino la adquirió en su afición juvenil al boxeo y la adaptó luego a las estrecheces de la cárcel. Aquel tap, tap, tap de sus pies rebotando en el cemento despertaba a sus colegas presidiarios, que acabaron hasta el gorro de la vida sana de Madiba. La anécdota me la explicó Ahmed Kathrada, su amigo del alma y compañero de prisión desde el primer día. Llegaron juntos a la isla. En los seis años que viví en Sudáfrica, tuve el privilegio de entrevistar a muchas de las personas del círculo próximo a Mandela. Desde su familia, hasta compañeros de lucha, sus abogados y carceleros o a sus amigos más cercanos. Entre todos ellos, Mandela tenía una predilección especial por Kathrada, a quien consideraba su hermano mayor. El cariño era mutuo. Kathrada, quien murió en marzo del 2017, decía que echaba de menos aquel tap, tap, tap madrugador de su amigo.

Sudáfrica fue un milagro. Un milagro imperfecto y quizás exasperantemente lento, pero un milagro al fin y al cabo. Nelson Mandela fue el arquitecto principal de aquel milagro. A principios de los años noventa, lo normal habría sido que el país hubiera reventado en mil pedazos. El régimen racista del apartheid había convertido a la nación africana en un agujero de privilegios para unos pocos y en un atentado a los derechos humanos. Los muertos, las desapariciones, las humillaciones y la injusticia sostenida habían engendrado un odio candente en millones de sudafricanos negros. Cuando después de 27 años en prisión Mandela salió de la cárcel, muchos sudafricanos no solo querían justicia; querían venganza. Para el líder anti-apartheid habría sido fácil lanzar a los suyos contra la minoría blanca a pesar del coste evidente: Sudáfrica habría quedado arrasada. Prefirió tender la mano.

En el barrio de Melville, donde residí en Johannesburgo, solía desayunar en una cafetería de la 7th Street de sillas bajas y paredes de ladrillo visto. Adornaban la pared tres cuadros pintados a mano. En uno aparecía el rostro del músico Bob Marley, el segundo representaba la imagen del futbolista Diego Armando Maradona y en el tercero estaba dibujado el retrato de Mandela. Aquella pared rota era una confirmación. Sudáfrica había abrazado la conversión de Madiba de héroe anti-apartheid a icono pop. Y no solo Sudáfrica. El mundo también ha aceptado el trato. Madiba se ha convertido en leyenda. En una suerte de líder mitológico perfecto que condensa las bondades del ser humano.

En este libro, Javier se viste de historiador para acercarnos al Nelson Mandela de carne y hueso. Al hombre Madiba. En un trabajo tan minucioso como necesario, el texto se aleja del aura angelical del personaje para narrar sus imperfecciones, contradicciones y temores. Porque solo así se puede entender cómo Mandela llegó a ser Mandela. Y, sobre todo, cómo reunió el valor de estar a la altura de la historia que le tocó vivir.

Este libro también es un reconocimiento a un pueblo que luchó. Sin una Sudáfrica rebelde, orgullosa y que se rebeló en masa contra la injusticia, Mandela no habría sido imprescindible. No habría podido. Desde su niñez hasta sus años de presidencia, Madiba estuvo acompañado por personas que le hicieron evolucionar hasta ser quien fue. Recibió pronto las primeras lecciones prácticas de democracia cuando era un crío en Mqhekezweni o de liderazgo y rebeldía escuchando a Meligqili a orillas del Mbashe. «Nosotros los xhosas, y todos los sudafricanos negros, somos un pueblo conquistado. Somos esclavos en nuestro propio país», le dijo Meligqili a aquel joven Madiba. Y aquellas palabras se grabaron a fuego en su consciencia. Luego llegaron Oliver Tambo, Albertina y Walter Sisulu, Helen Suzman, Ahmed Kathrada y muchos otros. O un pueblo dispuesto a verter su sangre para derrocar a un régimen racista. No fue Mandela. Fueron mil mandelas.

De Madiba se aplaude la fidelidad a sus valores y la firmeza de sus ideales. Y que jamás bajó la cabeza. Pero Kathrada insistía en que eso no hizo de Mandela un líder extraordinario. Cualquier hombre íntegro –decía Kathradadefiende sus principios hasta el final. Madiba hizo más. El héroe sudafricano siempre intentó comprender. Mientras estuvo encarcelado –salió con 71 años y le dio tiempo a ser el primer presidente negro de Sudáfrica, ganar el Nobel de la Paz y casarse enamorado– estudió la historia y cultura del pueblo afrikáner, la del enemigo, y aprendió su lengua. Charló durante horas con sus carceleros blancos. Buscó entender el odio, el desprecio y el miedo. Al principio, Kathrada y los otros compañeros anti-apartheid encarcelados no entendían por qué Madiba se acercaba al opresor. Luego comprendieron: «Al salir libre, estaba listo para liderar a todo un pueblo, no solo el suyo». Cuando venció y pudo humillar, Madiba eligió el respeto. En su primera rueda de prensa libre, el periodista John Carlin le preguntó a Mandela cuál era su mayor reto. «Reconciliar las aspiraciones de los negros con los temores de los blancos», contestó.

Actuó en consecuencia. Al llegar al palacio presidencial encontró a decenas de funcionarios blancos que recogían sus cosas para dejar los despachos libres y les mandó parar. Quería que trabajaran con él. Incluso mantuvo como secretaria personal a una joven blanca, Zelda La Grange, que luego fue su mano derecha.

Mandela también usó el deporte para tapar trincheras. Consciente del valor simbólico del rugby en la comunidad blanca –en el apartheid, los negros apoyaban siempre al rival de los Springboks, el equipo nacional–, se enfundó la camiseta de la selección y celebró su victoria en el Mundial de 1995. Para miles de blancos sudafricanos, ver a un negro alegrarse con su equipo fue un shock. Mandela no fue perfecto. Simplemente fue un líder extraordinario porque tendió puentes con el otro y se atrevió a cruzarlos. Al trote.

Tap, tap, tap.

XAVIER ALDEKOA

(periodista especializado en África subsahariana)

Nelson Mandela

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