Читать книгу Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín - Страница 8
Introducción
ОглавлениеLa tienda que la marca Presidential tiene en el aeropuerto internacional de Johannesburgo es más una atracción turística que un verdadero negocio. Por este comercio, cercano a establecimientos de souvenirs donde comprar gorras de los Springboks, artesanía sotho, tazas y camisetas con la bandera del país del arcoíris, o alguna de las múltiples variedades de biltong –la carne seca que los bóers llevaron hasta tierras sudafricanas–, miles de personas pasan cada día para curiosear, tocar y sentir cómo eran las madibas, las famosas camisas que Nelson Mandela comenzó a utilizar a partir de 1994, cuando se convirtió en el primer presidente negro de la nación más al sur del continente africano. De hecho, la primera de las cerca de 150 que completaron la colección, fue un obsequio de la diseñadora sudafricana Desre Buirski al propio Mandela al alcanzar el poder. Se la hizo llegar a través de uno de sus guardaespaldas con una nota que decía: «Gracias por los sacrificios que ha hecho por nuestro amado país». Un día después del regalo, Mandela se la puso durante el ensayo de la sesión de apertura del Parlamento sudafricano de la que sería su primera y única legislatura al frente del país austral. El nuevo presidente, ataviado con aquella colorida camisa, apareció retratado en un periódico local. A partir de ahí, Nelson Mandela no dejó de ponerse aquellas prendas. Las popularizó hasta el final de su vida y ahora, como cada rastro de cuanto dejó Madiba en su país, se han convertido en un filón que unos y otros, comenzado por la propia familia del histórico líder anti-apartheid, tratan de rentabilizar a costa del mito.
En el caso de Presidential, huele a esto, aunque los pasajeros que están en tránsito en el aeropuerto internacional Oliver Tambo de Johannesburgo gastan más tiempo que dinero en un local pulcramente decorado, y en el que la tentación de llevarte una madiba como recuerdo se opone a los cerca de 300 euros que cuestan algunos de los modelos.
El hombre que durante años, aquellos en los que era uno de los más reputados abogados de la ciudad de Johannesburgo, empleaba buena parte de su dinero en encargar sus trajes a los mismos sastres que confeccionaban la vestimenta de los gerifaltes de la minería sudafricana, al final pasaría a la historia, al menos en cuanto a la forma de vestir se refiere, por aquellas camisas holgadas, simpáticas y festivas con las que Desre Buirski colaboró, de algún modo, a cerrar el capítulo más doloroso de la historia de Sudáfrica. Y que ahora también sirven para matar el tiempo, entre aterrizajes y despegues, en el Oliver Tambo.
Richard Stengel, uno de los periodistas que conoció mejor al político sudafricano, en su obra El legado de Mandela, esbozó en unas pocas líneas el recorrido que transitó la vestimenta de aquel hombre natural del Transkei, y en el cual pasó de la solemnidad de su juventud a la informalidad adquirida a partir del inicio de su mandato: «Cuando era estudiante, quería dar la imagen de meticuloso y organizado. Cuando era un joven abogado, vestía trajes a medida para impresionar a los jueces y a los clientes. Cuando pasó a la clandestinidad, se puso traje de faena y se dejó barba. Cuando se convirtió en presidente, vestía trajes oscuros clásicos. Cuando se estabilizaron las cosas en Sudáfrica, abandonó los trajes de estilo europeo por las camisas de seda hechas de encargo con preciosos estampados africanos. Se convirtieron en su firma sartorial; la gente las llamaba «camisas Mandela». Le encantan esas camisas y tiene un armario lleno de ellas. Además de disfrutar de esos vívidos colores, esas camisas simbolizan una nueva clase de poder: africano, autóctono, seguro. Con esas camisas pretende expresar que a un líder africano no le hace falta vestirse a la manera occidental para parecer serio»1.
Las madibas eran camisas, pero no solamente eso. Del mismo modo que aprendió afrikáans, la lengua de aquellos que estaban sometiendo a su pueblo; igual que se interesó por el rugby, un deporte minoritario en el país y que le ayudó a reconciliar a la sociedad sudafricana; tal y como hacía al tender constantes puentes con sus enemigos íntimos. De Klerk o Buthelezi, que hacían lo posible y lo imposible por acabar con lo que él y su partido iban construyendo, aquellas blusas eran un mensaje. La gobernanza también se podía entender en clave africana. Desgraciadamente algunos de esos principios por los que optó Mandela como la escucha, el diálogo, la empatía con el enemigo político, el perdón, la delegación de funciones, la gobernanza compartida o la limitación exhaustiva de los mandatos presidenciales no han calado entre sus sucesores dentro del Congreso Nacional Africano, o entre sus homólogos –africanos o no–.
Pero también las madibas se han convertido en el atuendo con el que se le recuerda, y con el que incluso ha sido inmortalizado en infinidad de lugares públicos del país.
Un día después de que Nelson Mandela fuera enterrado en Qunu, el entonces presidente sudafricano, Jacob Zuma, inauguró una espléndida escultura de Nelson Mandela en los jardines que se abren frente a Union Buildings, el conjunto de edificios que albergan la Presidencia sudafricana, que Mandela ocupó entre 1994 y 1999. Union Buildings fue el sitio donde se personificó el cambio en la historia del país, con un inquilino negro en el despacho presidencial. Pero también fue, durante más de 40 años, el lugar desde el que el Partido Nacional, de la minoría blanca, ejecutó sin piedad un programa político que tenía como epicentro la discriminación racial y el mantenimiento de las prerrogativas de la comunidad afrikáner, en detrimento de los derechos fundamentales de la mayoría negra, y de las minorías de origen asiático y mestizo. Aquel programa político fue conocido en el mundo entero con el nombre de la ignominia: apartheid.
La escultura, fundida en bronce, muestra a un hombre ataviado con una madiba y los brazos abiertos, en un gesto con el que parece querer abrazar y unir a todo el país. Precisamente este fue un detalle que destacó el propio Zuma el día de la presentación de la obra: «Se darán cuenta de que, en todas las estatuas que se han hecho de Madiba, él levanta un puño [...]. Esta es diferente a otras muchas. Él alza sus manos. Él está abrazando a toda la nación».
Es posible que si la obra se hubiera colocado en Soweto, Sharpeville o en cualquiera de los lugares donde la comunidad negra tuvo que llorar sangre para alcanzar la libertad, Mandela hubiera estado con su puño en alto, como el día que fue condenado a cadena perpetua, o el día que fue liberado. El puño en alto era el inequívoco gesto del hombre que se enfrentaba a todo un sistema. Pero cada lugar tiene su liturgia y en Union Buildings, desde donde gobernó el país, la actitud no fue la de luchar sino la de reconciliar.
Otra escultura en la que Mandela no aparece levantando su brazo, pero sí vistiendo la blusa que lleva su nombre, está en Sandton, un lujoso barrio de Pretoria. Al salir de un imponente centro comercial, él se muestra de espaldas. Preside una plaza funcional y cómoda, pero aburrida, que lleva su nombre. Aquí aparece dinámico, como si hubiera quedado inmortalizado en una ágil caminata. En un lugar que evoca más la riqueza y el consumo que destilan las caras y lujosas aglomeraciones de comercios de todo el mundo, no parece oportuna la figura del hombre ofuscado por alcanzar la justicia y la libertad. Aquí tampoco surge grandioso con el puño en alto.
En Sandton, estereotipo de la riqueza que todavía rodea a una parte minoritaria de la población sudafricana, se puede coger la Rivonia Road, una carretera que en poco más de 10 minutos te lleva a Liliesleaf. En ese lugar, el Congreso Nacional Africano (CNA) compró una pequeña granja donde podía operar en la clandestinidad, después de que el Gobierno de Pretoria hubiera ilegalizado el histórico partido. En este lugar –uno de los más visitados de la historia del apartheid, junto a la casa de Mandela en Soweto o el Museo del apartheid– el propio Mandela vivió algún tiempo cuando ya era el hombre más buscado por la policía sudafricana. Además, cuando ya se encontraba en prisión, tras regresar de un intenso periplo por todo el continente africano, en Liliesleaf cayó la cúpula del CNA en una redada que dio lugar al juicio contra los más altos representantes del partido, un proceso en el que se incluyó al propio Mandela, y que fue conocido como el juicio de Rivonia, por la cercanía de la granja con esa población. Del juzgado salieron para Robben Island.
Así, con autopistas de peaje que abandonan Pretoria o Johannesburgo, con inmensas barriadas suburbiales, un desarrollo cultural poco frecuente en el continente, una ingente desigualdad en el reparto de la riqueza o un aroma a segregación todavía evidente, la Sudáfrica de Mandela digiere todavía la herencia recibida por un hombre que el 18 de julio de 2018 hubiera cumplido 100 años, y que hace poco más de dos décadas alcanzó el Himalaya por el que tantos habían luchado desde que en 1948 se implementara el apartheid.
Unos meses antes de que San Pablo me pidiera este recorrido biográfico de uno de los hombres más importantes de nuestro tiempo, tuve la oportunidad de pasar dos días –literalmente dos días– entre Johannesburgo y Pretoria, camino de Mozambique. De ahí los apuntes de Sandton, de Presidential, el biltong o lo que uno puede hacer o dejar de hacer en el aeropuerto internacional Oliver Tambo.
En 48 horas escasas, y sin la perspectiva de acometer esta obra, apenas tuve la oportunidad de rascar nada de lo mucho que se cuece en el país austral. Sin embargo, sí me permití una pequeña escapada para conocer un enclave, Orange Farm, donde trabajan los Misioneros Combonianos, visita que me concedió la oportunidad de intuir que buena parte de aquello por lo que Mandela había estado dispuesto a entregar literalmente su vida se había despilfarrado con la generosidad mal entendida que visten los nuevos ricos.
En un reportaje que publicamos en la revista Mundo Negro2, recordábamos que «en tiempos del apartheid, cualquier asentamiento similar a este, donde se hacinaban miles de ciudadanos negros, recibía el nombre de township. Hoy, con la herida de aquello todavía supurante, aunque oficial y legalmente superada, prefieren hablar de una ciudad dormitorio que, sin embargo, sí comenzó a fraguarse en tiempos del Gobierno supremacista del Partido Nacional. Entre 1970 y 1980 comenzaron a llegar hasta este sitio muchos inmigrantes de Lesoto, Zimbabue o Mozambique, más miles de familias procedentes de otro de los townships míticos de la lucha racial: Soweto. Hoy son cerca de 400.000 las personas que viven en Orange Farm. [...] Uno de los tres misioneros combonianos que forman la comunidad de Orange Farm incide en que el color de la piel sigue marcando de forma elocuente el devenir de cada día, las relaciones de unos y otros: “Pasarán muchas generaciones hasta que se dé una integración plena de blancos y negros, porque en el cerebro esa diferencia está muy arraigada. [...] La relación entre unos y otros está condicionada por la raza, definitivamente. Las leyes segregacionistas terminaron, y ese acercamiento trae cosas buenas, pero también es conflictivo”».
Cuando Mandela fue liberado y volvió a Soweto, lo hizo en helicóptero. Al sobrevolar el gueto reconoció internamente que en 27 años no había cambiado nada de aquel lugar inhóspito y rugoso como las lijas. En casi tres décadas el Gobierno del apartheid no se había tomado la libertad de mejorar las condiciones de vida de aquel lugar creado para la opresión y para la represión.
Orange Farm o Soweto, dos enclaves donde la población no negra se cuenta literalmente con los dedos de las dos manos, matizan el significado del final del apartheid, que en muchos lugares es más una página de la historia que una realidad.
Con ese epidérmico bagaje, llegó la posibilidad de afrontar este relato, coincidente con el centenario del nacimiento de Rolihlahla Mandela, el chico que luego se convertiría en Nelson y que acabaría siendo conocido como Madiba. Un ofrecimiento que se concretó en un tormentoso día del verano de 2017, cuando jarreaba sobre Madrid. La lluvia, considerada en tierras africanas como una bendición de Dios, no era mal presagio.
Esos apuntes eran la plataforma desde la que tocaba afrontar este trabajo y encontrar la perspectiva adecuada para hacer justicia a la grandiosidad del hombre sobre el que debía escribir. A ello me ayudaron las lecturas, las consultas, las preguntas y una certeza: tan importantes como el propio Nelson Mandela fueron las personas con las que compartió cada uno de sus días. La suya había sido una vida singular y única pero, a la vez, una vida colectiva, tramada por muchos, entretejida por una multitud. La suya, su vida, no hubiera podido ser nada parecido al resultado final sin el aporte de todos aquellos de los que se rodeó, de cuantos pasaron por allí en algún momento determinado, o simplemente coincidieron en las intersecciones de su vida.
Esto, que Mandela ejemplifica muy bien, es sin embargo algo muy común en buena parte del continente africano, donde la individualidad se empequeñece al lado del valor del colectivo, algo que comienza a ponerse en cuestión con el progreso de unas tecnologías que priman al sujeto frente a la comunidad.
Muy lejos de Mbezo, donde nació; de Qunu, donde se trasladó tras quedar huérfano; no menos alejado de Johannesburgo, donde desarrolló buena parte de su actividad profesional y política; de la isla de Robben, donde pasó años encarcelado; o de Pretoria, lugar desde el que dirigió los designios de la nación más austral del continente africano, se dice en lengua baribá que dâa teeru ta ku ra soko, sere teni tu yôra tè tu maa yôra, es decir «un árbol no hace el bosque, sino que lo hacen todos los árboles». El baribá, que se habla en el centro de Benín, a miles de kilómetros de esos lugares mencionados antes, es una de las incontables lenguas del continente que convierten a África en un lugar que asimilamos con una sola palabra, pero para la que necesitaríamos miles de libros para poder comenzar a comprender.
La bailarina zimbabuense Nora Chipaumire, en una entrevista a la revista Mundo Negro publicada en marzo de 2018, hablaba del nhaka, concepto que da nombre a un tipo de danza que ella misma se ha encargado de colocar en escenarios de todo el mundo. A la pregunta por el significado de nhaka, un término shona, la lengua materna de Chipaumire, esta decía que «significa “herencia”, lo que uno hereda en la familia y colectivamente como nación, algo que está más allá de un trozo de propiedad. Incluye ideas, formas de estar, formas de ver, de escuchar, de pensar y también formas potenciales de ser. Es la realidad de lo que has heredado, pero incluyendo la posibilidad para hacer cambios»3.
En la sudafricana lengua tswana, refranean con una intencionalidad parecida a la práctica coloquial del centro geográfico de Benín, o del vecino Zimbabue. Motho ke motho ka batho. O lo que es lo mismo, «cada uno de nosotros nos convertimos en personas gracias a otros». De forma más concisa: «Tú haces que yo sea». O, cambiando la perspectiva, «Yo soy gracias a ti». Esta breve concepción del individuo criado y desarrollado «en medio de» y «gracias a» una comunidad, encierra el concepto del ubuntu. Frente al individualismo exacerbado del Occidente rico y desesperanzado, la sociedad africana en general, y la sudafricana en particular, se reafirma en este principio, en la importancia de los demás para moldear lo que somos cada uno de nosotros.
La historia de una persona, incluso a través de su grandeza, solo es posible gracias a los demás. Nelson Mandela no se puede entender sin sus padres. Sin su infantil orfandad. Sin el regente, Jongintaba Dalindyebo. Sin su amigo Justice, con el que emprendió una huida como Telma y Louise hacia un abismo llamado Johannesburgo. Sin Oliver Tambo. Sin Walter Sisulu. Sin Winnie. Sin Desmond Tutu. Sin su hijo Thembi. Pero también sin sus enemigos íntimos. Sin Frederick de Klerk. Sin Terre’Blanche. Sin Kobie Coetsee, Peter Willem Botha o cualquiera de los carceleros que convirtieron en una tortura cada día que pasó en Robben Island.
Si el Congreso Nacional Africano no se hubiera anticipado incluso al nacimiento de Nelson Mandela para luchar contra una discriminación que antes de la llegada del Partido Nacional ya era evidente, Mandela no habría podido ocupar un primer plano en la escena política de su país. Sin un sistema como el apartheid, tampoco.
Por eso la historia personal de Nelson Mandela no deja de ser la historia colectiva de un pueblo que necesitó casi medio siglo para zafarse de una de las mayores inmoralidades, injusticias y desigualdades generadas por el hombre en los últimos siglos: un sistema que separaba, discriminaba y acosaba o agasajaba a los individuos tan solo por el color de su piel. Los blancos a un lado. El resto a otro.
Mandela no habría podido emular a Gary Cooper. Nunca hubiera podido estar solo ante un peligro institucionalizado, irracional y sólidamente arraigado en Sudáfrica desde 1948. Mandela necesitó a todos los demás, a los personajes secundarios de esta gran película de su vida que hemos de leer, obligatoriamente, a través de la existencia de otros. Incluso su forma de hacer política se puede interpretar a través de este principio, el del ubuntu, «que transmite la idea de que nos conferimos poderes los unos a los otros, de que damos lo mejor de nosotros mismos a través de la desinteresada interacción con los demás»4.
En una afirmación que mantengo viva, que intento cumplir –no siempre con éxito–, a la que me agarro y cito a hora y a deshora y que me reafirma en mi profesión, el fundador y director durante años de La Reppublica, Eugenio Scalfari, afirmaba que «periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente». La definición, intuitiva y rigurosa, me sirvió para afrontar un reto como el de poner en este soporte la vida de Nelson Mandela, sobre el que tanto y tan bien se ha escrito. Sin la posibilidad de conocer o entrevistar al protagonista, ni de emplear en Sudáfrica el tiempo necesario para percibir el aroma que dejó allí el político sudafricano y entrevistar a personas que me ayudaran a tejer una historia sin duda singular, quedaba mirar al individuo a través de lo escrito por él mismo y por otros. Lecturas y lecturas que se solapaban y en las que, ante todo, aparecían familiares, amigos, adversarios, carceleros, profesores, novietas que calaron más o menos en sus entretelas, líderes comunistas y jugadores de rugby. Todos formaban parte de ese plano secuencia que fue su vida, y que sin ellos no hubiera tenido ni el mismo principio ni el mismo final. La ausencia de muchos de ellos, por nimio que haya sido el papel que han jugado en este laberinto, hubiera condicionado el desenlace de esta historia. Esto, que el propio Mandela entendió desde el primer momento, y que asimiló a su forma de liderar la causa anti-apartheid, el Partido Nacional Africano o la propia Presidencia sudafricana, no surge de forma tan evidente en una lectura apresurada sobre alguien que es capaz de absorber todo el protagonismo de un solo golpe.
Entre el principio del ubuntu, la sabiduría popular baribá, la herencia colectiva de los zimbabuenses que hablan shona y la definición de Scalfari he trabajado estas páginas. De ahí que cada capítulo lleve el título de alguien que ayudó a Mandela a ser como fue, a convertirse en un árbol más –aunque fuera uno de los más robustos– del bosque que era la Sudáfrica del apartheid. «Gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la comunidad», parafraseando y retocando el ideal periodístico de Scalfari.
Un relato que conocemos en sus principales coyunturas, pero que no deja de cautivarnos y ponernos ante nuestro espejo democrático y de valores 100 años después del nacimiento de aquel hombre del Transkei que, junto a otros muchos, hizo posible lo que, unos pocos años antes, no era nada más que una utopía.