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Rompiendo el átomo con Mario Bros

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—No, con Mario no. Soy Luigi, el hermano. Que Mario siempre va de estrellita apareciendo en todas las aventuras y yo soy siempre el que va detrás. Además le duele la cabeza de tanto golpear cajas. Así que lo dejé en casa con Peach y me encargo yo de esto, que lo de buscar piezas, para un plomero es pan comido. Aquí estoy con Yoshi, que es un gusto viajar con él porque, como no habla, pues no molesta. Ni se queja ni hace nada. Ahí está parado, sonriendo. Pobre alma. En fin, a lo que vamos: estaba yo paseando por la Toscana, vi una tubería verde que salía del suelo y ya me involucraron… Aquí estoy, en Inglaterra en 1896. Según dicen es el año en el que va a tener lugar un descubrimiento histórico. ¡Mamma mia, qué ganas, qué emoción!

A esta gente lo que le ocurre es que en las últimas décadas le ha estado dando vueltas a un juguetito en forma de tubería (aunque para mí todo tiene forma de tubería, de seta o de pizza de pepperoni) al que llaman tubo de rayos catódicos. Mira qué interesante: se coloca en un tubo de cristal un gas a baja presión (imagínate que hay poco gas en el tubo) y establecen una diferencia de potencial eléctrico entre los extremos (como las pilas del control de Nintendo, con un polo positivo y otro negativo). Al hacer esto, si la presión es baja, aparece una luz. Una luz parecida a la de los carteles luminosos. Como esa luz que hay en esos clubes sociales que hay por todos los lados en las carreteras de España, también en Italia. El invento fue de Heinrich Geissler, en 1857. Nadie entendía qué era esa luz, pero esto no impidió que fuera un éxito tan grande como la aparición del Game Boy mucho después. Pero la cosa no paró aquí. William Crookes, en 1870, consiguió bajar mucho más la presión y observó algo nuevo: la luz desaparecía, pero se observaba un destello en el ánodo (el electrodo positivo). Además colocó una cruz en medio del tubo (tubería para los plomeros) y pudo ver su sombra proyectada en el ánodo. Algo estaba viajando por el tubo en línea recta. Lo llamaron rayos catódicos. Pero la pregunta seguía en el aire (y en el gas de baja presión): ¿qué diablos son estos rayos?

Ésa es la situación en la que nos encontramos ahora, en este precioso lugar, Cambridge, Inglaterra, mientras me termino este plato de penne a la gorgonzola y estos profiteroles… Bravo. Grazie, tutto delizioso. Andiamo, bambino, que estamos a punto de hacer historia. Ese edificio que tenemos enfrente no es otra cosa que el famoso laboratorio Cavendish. Por aquí han pasado grandes científicos como Maxwell o Rayleigh y hoy vamos a conocer a alguien que se va a convertir en una leyenda, un físico que hará historia. Estamos a punto de conocer a J. J. Thomson.

Pasa, Yoshi. Sube las escaleras. Abre esa puerta, sí, sin miedo. Ya casi estamos. ¡Sí! ¡Ecco! Hemos llegado, ahí está Thomson con su tubería, quiero decir el tubo de rayos catódicos. Como ves, está midiéndolo todo con mucho detalle. Bueno, en realidad ni lo toca. Es que dicen que es un patán con los experimentos y prefiere no tocarlos y que los haga otro. Como yo para limpiar los platos. ¡Qué listo! El caso es que midió la velocidad de los rayos catódicos y descubrió que era menor que la de la luz. También vio el efecto con campos eléctricos y magnéticos, por lo que concluyó que debía de tratarse de partículas cargadas. Además calculó la relación carga/masa de estas misteriosas partículas. Aquí lo vemos en su último experimento, Yoshi, ya sólo le falta obtener la masa y el descubrimiento será suyo. Mira su libreta, ahí lo tiene todo anotado: partículas ligeras con carga negativa. Con una masa… ¡unas dos mil veces más ligera que el átomo de hidrógeno! Ha encontrado la primera partícula más pequeña que el átomo: ha roto el átomo en sus componentes. ¡Los átomos no son indivisibles, Yoshi! ¡Lo ha logrado! ¡Y sin comer una sola seta !

Mamma mia, qué emoción, estoy extenuado. Con esto Thomson ha hecho una cosa increíble. Ha encontrado el primer componente verdaderamente fundamental, que no se puede romper. Y tiene carga negativa: el electrón. Claro que si el electrón es de carga negativa y el átomo es neutro, necesitamos algo positivo para compensar lo negativo, ¿no? Y además si el electrón es tan ligero… ese algo debe tener toda la masa que falta. Por eso Thomson imaginó el átomo como una especie de panettone. Bueno, los hipsters dirían un muffin y la gente normal diría que es una magdalena con trozos de chocolate. Los pedazos de chocolate serían los electrones, negativos, y el resto, más masivo y positivo, sería como un bloque donde se incrustan los electrones. Éste fue el primer modelo del átomo. Y todo con una tubería, de esas que tenemos siempre Mario y yo encima.

Así empezaron a despedazar poco a poco el átomo y a descubrir las que hoy llamamos partículas subatómicas. Poco tiempo después Ernest Rutherford lanzó partículas alfa (núcleos de helio, que no es otra cosa que dos protones y dos neutrones) contra una lámina de oro. Lo que observó no se lo podía ni imaginar. En primer lugar la mayor parte de las partículas atravesaban la lámina. ¡El átomo tenía que contener mucho espacio vacío! Y aunque la mayoría se desviaba un poquito, algunas partículas alfa rebotaban completamente, volvían hacia atrás. Esto era increíble, como lanzar una bala contra un papel y esperar que rebote. ¿Cómo podía ser esto? Rutherford dio una nueva interpretación: quizás en vez de ser como un panettone, el átomo era una bola concentrada de materia positiva, muy pequeña pero con mucha masa (el núcleo), rodeada por electrones que le dan vueltas, con carga negativa y casi sin masa. Y el espacio entre ellos… ¡estaría vacío! Sería como nuestro Sistema Solar. El núcleo sería como el Sol y los “planetas” serían los electrones. El átomo… ¡estaría muy vacío! Es como colocar un alfiler en un estadio de futbol, como San Siro: pues la cabeza del alfiler sería el núcleo y los electrones estarían lejos, por las gradas.

Este modelo parecía funcionar. Disponemos ahora de electrones que giran alrededor de los núcleos de carga positiva, donde están los protones. El átomo más simple, el de hidrógeno, estaría formado por un protón alrededor del cual gira un electrón. El segundo átomo más simple es el de helio, formado por dos protones en el núcleo y dos electrones orbitando. Y así sucesivamente, añadiendo más protones al núcleo y electrones dando vueltas, pasamos por todos los átomos de la tabla periódica, desde el hidrógeno hasta el carbono, oxígeno, fósforo, hierro, uranio… Todos los elementos se crearían por combinación de electrones y protones formando sistemas neutros, sin carga neta.

Esto tiene sentido, pero algo falla. La masa total de los átomos no parecía ser la suma de las masas de los electrones y protones. Es decir, parecía que dentro del átomo había algo que no podíamos ver. De esto se percató un nuevo héroe, James Chadwick, en la década de 1930, descubriendo, en sucesivos experimentos, una nueva partícula: el neutrón. Ya tenemos el trío montado: electrones, protones y neutrones. Y con ello podemos formar cualquier cosa: hidrógeno, oxígeno, agua, aire, sal, grafito, hierro, oro… Sólo tenemos que combinar estos tres ingredientes de la forma correcta para obtener el elemento que queramos. ¡Es genial! Tenemos un modelo simple, tanto como el de los griegos, con sólo tres piezas. Pero no sólo eso: este modelo lo hemos demostrado con experimentos. Hemos usado la lógica y la experimentación para llegar a ello. ¡Hemos hallado los componentes últimos de la materia!

—No tienes idea de nada —me dijo de repente una voz robótica—. Eres basura.

—¡Stephen Hawking ! ¿Qué haces por aquí?

—Me dijeron que venías y quería curiosear.

—Pues adelante…

—Quería ver tu cara cuando te contara las malas noticias. Porque siento decepcionarte, pero las cosas no son tan fáciles ni tan bonitas.

—Pero… ¿cómo?

—La alegría no dio para mucho. Según fueron ampliándose los experimentos empezaron a aparecer partículas, unas tras otras. Que si un pión, que si un muón, que si un ípsilon… Sin contar las antipartículas, que tampoco tardaron mucho en aparecer: antielectrón, antiprotón, antineutrón… Era un desmadre. Sin comerlo ni beberlo se pasó de un maravilloso sistema de tres partículas fundamentales (protón, electrón y neutrón) a tener que vérnoslas con una multitud de partículas que no sabíamos ni qué hacer con ellas.

—Suena horrible.

—Sí, porque además no se esperaban. Un premio Nobel, Isaac Rabi, dijo una vez: “¿Quién ha pedido esto?”, refiriéndose al descubrimiento del muón. Porque… ¡no pintaba nada! Como tú en los juegos de Mario…

—Sin ofender.

—También se comentaba que en vez de dar premios Nobel a quien encontrara una partícula nueva, habría que multarlo. Era desagradable ver cómo cada vez aparecían más y más partículas sin ningún sentido, sin seguir ninguna regla, sin ningún control. La situación recordaba a… ¿A ti no te recuerda a algo?

—¿La tabla periódica?

—Sí. Como la de Newlands, quien ante tanto elemento químico los dispuso en forma de tabla para ver si encontraba algún patrón.

—¿Y que solución hay ahora?

—Hoy en día estas partículas están ya clasificadas. Se ha descubierto que dentro de protones y neutrones hay unas cositas chiquititas y muy raras que llamamos quarks. Y a partir de aquí comienza a lamentarse la falta de originalidad de los físicos para poner nombre a las cosas. Un protón tiene dos quarks up y un quark down, mientras que un neutrón tiene dos QUARKS DOWN y un up. Además se descubrió una partícula que se llama neutrino, que atraviesa todo lo que se encuentra por su camino. Este neutrino con el electrón forman lo que se llama una dupla, pero yo los llamo electroneutrino. Como Juan Magán y J. Balvin, pero en física de partículas.

—Electrolatino… Madre mía, continúa, Stephen, por favor, antes de que me eche a llorar.

—Los dos pertenecen a una familia de partículas que llamamos leptones. Los quarks up y down forman otra dupla. Con estas cuatro partículas podemos explicar toda la materia del universo visible. Esas dos duplas de quarks y leptones forman lo que se llama primera generación. Ojalá aquí se hubiera acabado todo…

—Pero ¿no es así? ¿Qué más hay?

—Pues resulta que el universo es un poco vago y decide hacer lo que todos alguna vez hemos hecho: copiar. Así que existe una segunda generación de partículas, que es una copia, o una digievolución, de la primera. Tal cual, sólo que ahora cada partícula es un poco más masiva que su equivalente de la generación anterior. Así tenemos una copia de los quarks up y down que son charm y strange (no se quejen de los nombres, no fui yo). Y lo mismo con los leptones: tenemos el muón y el neutrino muónico. Estas cuatro partículas son iguales que sus hermanas de la primera generación, pero un poco más masivas. ¡Pesan más! Y como no hay dos sin tres, pues tenemos la tercera generación, formada por el doblete de quarks top y bottom (olé) y los leptones tau y neutrino tau. Si te fijas bien es como las evoluciones Pokémon: el electrón, el muón y el tau, que son iguales pero con distinta masa; el up, el charm y el top; el down, el strange y el bottom; y los neutrinos electrónico, muónico y tau. Y no, esto no acaba aquí porque por cada partícula tenemos una antipartícula.


—¡Copiando otra vez!

—Sí. La antipartícula es exactamente igual que su hermana partícula, pero con carga opuesta. Así del electrón tenemos el antielectrón; del quark up tenemos el antiquark up… Y así con todas.

—Yo ya me estoy perdiendo.

—Pues espérate, porque esto es un fiestón, pero de los buenos. Tenemos 6 quarks distintos y sus 6 antiquarks. ¡Escucha y verás! Si juntas 3 de estos 12 quarks formas una partícula de un tipo genérico llamado barión. Un protón (dos ups y un down) es un barión. Pero si juntas un quark con un antiquark formas otro tipo de partícula, los mesones, como el pión (un up y un antidown). Te puedes imaginar la cantidad de combinaciones diferentes que se pueden hacer con todas esas partículas, juntando ups, downs, charms, stranges, antiups, antistranges… ¡Cientos de partículas diferentes aparecen al mezclar así! Es una locura. ¿Qué pensaría Demócrito de todo esto? ¿Hay alguien que ponga orden a este lío?

—Parece difícil de resolver. Especialmente para un plomero.

—Sí. Y volvemos siempre a la misma pregunta: “¿Quién ha pedido esto?”. Porque realmente con los quarks up y down y el electrón tenemos suficiente para formar cualquier cosa: madera, corcho, hierro, agua, un limón, una silla de ruedas… Cualquier cosa, incluso las estrellas más lejanas, sabemos que están hechas exactamente de esto. Entonces, ¿para qué queremos el resto de las partículas? Es una pregunta muy interesante y la respuesta es: para nada. El resto de las partículas no forman parte de la materia que conocemos. No son importantes para entender los fenómenos naturales como la lluvia, la electricidad, el magnetismo terrestre, las corrientes de aire, las mareas. Pero si no sirven para nada, ¿qué hacen ahí?

—¿Molestar?

—Pues esto es algo que no sabemos. Estas partículas son importantes porque existen. No sabemos por qué existen ni cuál es su papel, pero la naturaleza las ha puesto ahí y nosotros no tenemos nada que decir al respecto. La naturaleza es quien manda en este juego, es como el Súper de Big Brother o el dungeon máster en los juegos de rol. No tiene sentido pedirle cuentas. Las cosas son así y ya está. Ha decidido crear un mundo con muchas partículas y nosotros no somos aún lo suficientemente listos para entender de qué va todo esto. En cualquier caso, la pregunta es razonable: si estas partículas existen, ¿dónde demonios están?

—Yo no las he visto nunca, pero claro, yo vivo en un videojuego de 16 bits.

—Pues deja que lo explique dando un pequeño rodeo. Seguramente estudiaste en la secundaria o en la preparatoria y seguro que en un examen tuviste una pregunta tipo “¿por qué...?” que no sabías responder.

—Bueno, Stephen, yo soy plomero… Pero sí fui al colegio.

—Mejor. Pues, por si te vuelve a ocurrir, aquí va una pequeña ayuda, muchacho. Respuesta universal: “Porque minimiza la energía”. Una pelota que cae de un tejado, un átomo que se fisiona en dos más pequeños, una masa de aire que asciende a capas superiores de la atmósfera... Son ejemplos de cómo diferentes tipos de fenómenos físicos buscan un estado de energía inferior para lograr una mayor estabilidad. Con las partículas ocurre lo mismo. Un muón se puede considerar un electrón gordo. Interacciona igual que el electrón, y casi todas sus propiedades son idénticas (ya vimos que era su digievolución). La masa no lo es, pues pesa unas doscientas veces más que su primo hermano el electrón. Ahora bien, la ecuación famosísima de Einstein, E = mc2, nos dice que la masa es un tipo de energía. “E” en esta ecuación es “energía”, “m” es “masa” y la “c” es una constante, la velocidad de la luz en el vacío. Nos dice esta ecuación que energía y masa son equivalentes. Sabido esto, resulta que el estado de alta masa que es el muón es también un estado de alta energía, y será por tanto inestable. Es como una pelota que está en el tejado (muón): sólo necesita un empujoncito para convertirse en una pelota en el suelo (electrón). Este fenómeno se denomina desintegración y es un proceso físico bien conocido. El muón tiene un tiempo de vida de 2.2 microsegundos (el tiempo que tarda por término medio en desintegrarse) y ese empujoncito que necesita para desintegrarse al muón se lo da la fuerza electrodébil. En su desintegración surgen, además de un electrón corriente, dos neutrinos.

—Yo ya me estoy desintegrando.

—Tranquilo, que queda lo más fácil. Esas partículas existen porque el universo lo permite, la naturaleza les ha guardado un papel. Pero su existencia es efímera porque son inestables. En cuanto se crean… rápidamente se destruyen en otras partículas con menos masa. ¿Y cuándo fue que se crearon? Fue en el inicio del universo, en el Big Bang. La energía era tan alta que aparecieron todo tipo de partículas en la mayor fiesta de la historia de las partículas. Era un carnaval, un despiporre, un descontrol… Partículas por aquí y por allá… Todas las partículas posibles estaban en esa fiesta. Pero como todo en la vida, tuvo un final. Las partículas inestables fueron desintegrándose en otras con menos masa y según el universo se expandía, iban desapareciendo para siempre, quedando únicamente las más ligeras: protones, neutrones y electrones. Por eso no las vemos: no forman parte de la materia, no están. Se fueron, PARA SIEMPRE. Pero el universo las recuerda y la naturaleza les ha guardado un hueco. De hecho, sin ellas nunca entenderíamos bien cómo funciona. ¡Qué irónico! La clave de todo parece estar justo en las partículas que no tenemos a nuestra disposición. Pero al igual que Newlands y Mendeleiev abrieron la puerta a un nuevo mundo al clasificar los átomos en una tabla, la nueva clasificación de las partículas, la “tabla periódica” de las partículas subatómicas, puede abrir las puertas a una nueva era en física.

Muchas veces el pensamiento es cíclico. Aunque avancemos, llegamos en multitud de ocasiones a puntos en donde ya hemos estado. Y eso es genial, porque podemos aprender de los errores del pasado. En ciencia esto también ocurre con mucha frecuencia. Si no, mira la gráfica. En el eje horizontal están los años transcurridos desde la Grecia clásica hasta hoy. En la vertical tenemos lo que en cada momento histórico se pensaba que eran los componentes últimos de la materia. Pasamos del aire, tierra, agua y fuego de Empédocles a los elementos químicos de la tabla periódica, luego a los electrones, protones y resto de partículas subatómicas, y llegamos al final a lo que tenemos hoy en día: quarks y leptones. Se observa un comportamiento cíclico: subimos poco a poco hasta que un día un gran descubrimiento rompe la dinámica, reduciendo drásticamente el número de elementos. Parece que cada vez que el número de “elementos” aumenta sin control, algo nos está avisando de que una revolución en la comprensión está a punto de llegar.


Cada vez que veo esta gráfica me paso un buen rato absorto, perdido. Nuestra comprensión del universo es cada vez mayor, pero por cada pregunta que respondemos surgen otras tantas más. Parece que no hay límite. Entendemos muy bien la mayor parte de los fenómenos que ocurren en la naturaleza, pero aun así parece evidente que estamos lejos de entenderlo todo. Hay algo que está esperando a ser descubierto, y ese algo tiene que ser fascinante. Está ahí, enfrente de nuestros ojos, al doblar la esquina. Cualquier chico que hoy estudia física puede ser el que lo descubra, porque estamos en una situación muy similar a la de Thomson cuando encontró el electrón o Rutherford cuando rompió el átomo. Cualquiera que lea este libro podría ser el protagonista, la persona que cambie la física para siempre. Porque algo está claro para nosotros, los físicos, y es que la naturaleza no puede ser tan complicada. Para los griegos bastaban cuatro elementos, dos fuerzas y unas pocas formas de algo diminuto que llamaban átomo. En la sencillez está la belleza y el universo no puede ser de otra forma que no sea tremendamente bella. Seguro que si Demócrito me oyera decir esto, sonreiría.

—Vale, tenemos controladas a las partículas... Más o menos. Pero entonces, Stephen, ¿qué pasa con las fuerzas? ¿Cómo funcionan las fuerzas que mantienen la materia unida pero también permiten que se transforme, como el agua en hielo, o un papel en cenizas?

—Buena pregunta. Para estudiar las fuerzas que controlan el universo, que van desde lo infinitamente pequeño hasta lo desmesuradamente grande, contaremos con la ayuda de nuestro último friki-héroe en la búsqueda del saber. Un viajero inagotable, que no teme a la muerte ni a la soledad, alguien distinguido por su valentía y coraje. Sus historias legendarias trascienden el espacio y el tiempo, y es el mayor explorador galáctico que ha visto la humanidad: Luke Skywalker .

El bosón de Higgs no te va a hacer la cama

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