Читать книгу El Proceso Constituyente en 138 preguntas y respuestas - Javier Wilenmann von Bernath - Страница 21
Pregunta N°16. ¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de «trampa»? ¿Acaso no existe en muchos otros sistemas democráticos? ¿Acaso no tiene su origen en la democracia, en 1970?
Оглавление«El Tribunal Constitucional no es un invento de la Constitución de 1980», se dice, «porque fue creado en democracia, en 1970». Por esta razón algunos creen que es incorrecto afirmar que el Tribunal Constitucional es una de las trampas de la Constitución de 1980.
Lo anterior supone una comprensión absurdamente superficial de las instituciones jurídicas. Es verdad que en 1970 se creó un órgano llamado «Tribunal Constitucional», que operó hasta 1973; también es cierto que en 1980 se creó un órgano llamado de la misma manera. La idea que ahora estamos revisando sostiene que, como ambos órganos se llaman igual, son «lo mismo».
El Tribunal Constitucional de 1970 fue una respuesta a la constatación de un defecto del sistema político chileno. Según este diagnóstico, faltaba una solución institucional adecuada para el caso de que existiera un conflicto acerca de las competencias que la Constitución entregaba al Presidente de la República, por una parte, y al Congreso, por la otra. No habiendo un modo institucional para resolver conflictos de este tipo (relativos a, por ejemplo, el poder de veto del Presidente o las materias de iniciativa exclusiva), el proceso político quedaba trabado. Fue con el objeto de destrabar este impasse político-constitucional que se creó el Tribunal Constitucional, lo que quiere decir que este tribunal fue creado para destrabar el proceso democrático y permitir que fluyera, para lo cual debía resolver conflictos no sustantivos sino que competenciales1.
Este tipo de Tribunal Constitucional era defendido por Hans Kelsen, uno de los juristas más importantes del Siglo XX que es citado habitualmente como el máximo defensor (de hecho, el inventor) de los tribunales constitucionales. Quienes lo citan, sin embargo, cometen el mismo error de entender que si dos cosas se llaman igual son lo mismo. Kelsen efectivamente defendía un tribunal con facultades competenciales como las que justificaron la existencia del Tribunal Constitucional en 1970, pero lo distinguía totalmente de otro, uno que pudiera resolver conflictos sustantivos, es decir conflictos acerca de la correcta interpretación de los derechos constitucionales.
Un tribunal constitucional se justificaba, según Kelsen, precisamente porque no tenía competencias substantivas (o estas eran solo marginales). Si las tuviera, decía Kelsen, sería un órgano cuyo poder sería «simplemente insoportable», pues:
la concepción de justicia de la mayoría de los jueces de ese Tribunal podría ser completamente opuesta a la de la mayoría de la población y lo sería, evidentemente, a la mayoría del Parlamento que hubiera votado la ley. Va de suyo que la Constitución no ha querido, al emplear un término tan impreciso y equívoco como el de ‘justicia’ u otro similar, hacer depender la suerte de cualquier ley votada en el Parlamento del simple capricho de un órgano colegiado compuesto, como el Tribunal Constitucional, de una manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político (¿Quién debe ser el Guardián de la Constitución?, Madrid, 2002, p. 37n).
Nótese: la validez de las leyes dependería del capricho de un órgano compuesto de una manera más o menos arbitraria. ¿Por qué dependerían del capricho, por qué sería arbitrario? La respuesta es simple y para notarla no hay que elaborar teorías, sino mostrar realidades, esas que los profesores de derecho constitucional chileno suelen ignorar.
Recordemos el caso de la Ley de Inclusión. Esta no se trataba de cualquier ley: era una que recogía las demandas del movimiento estudiantil del 2011, que había estado en el centro de la campaña presidencial de 2013, que había sido uno de los temas centrales de la discusión pública durante 2014 y que había sido aprobada con los altísimos quórums correspondientes a las leyes orgánicas constitucionales a principios de 2015 (sobre los quórums de las denominadas leyes orgánicas constitucionales, véase Pregunta 17).
Después de haber perdido en el Congreso, la derecha impugnó esa ley ante el Tribunal Constitucional, y éste declaró, el 1° de abril de 2015, que la Ley de Inclusión era constitucional, rechazando los requerimientos que la derecha había presentado en su contra (sentencia rol 2787). Si la decisión del tribunal (la misma decisión, con los mismos argumentos, los mismos ministros, los mismos votos) se hubiera dictado antes del 29 de agosto de 2014, el requerimiento se habría acogido, porque ese día cambió la presidencia del tribunal, que dirime cuando hay empate. Y entonces la Ley de Inclusión habría sido anulada por ser violatoria de los derechos más fundamentales de las personas. Iguales ministros, iguales normas, iguales argumentos, pero todo o nada dependiendo de quién es el presidente del tribunal.
Después de todo lo que había ocurrido, la validez de la Ley de Inclusión terminó dependiendo de la persona del presidente del Tribunal Constitucional. Y como el Presidente al momento del fallo era el ministro Carlos Carmona, y no la ministra Marisol Peña, la ley fue constitucional. Eso es «caprichoso».
Ese «poder insoportable» ha cumplido la función de aumentar el poder de la derecha, para lograr que lo que ella perdía en las dos primeras cámaras lo ganara por secretaría en la tercera, la del Tribunal Constitucional. A veces esto se hace imprudentemente explícito, como cuando el diputado Jaime Bellolio se encogió de hombros después de perder una votación en la primera cámara, porque sabía que su bancada era dominante en la tercera: «no importa. Vamos al Tribunal Constitucional. Allá estamos 6/4» (en La Segunda, 15 de octubre de 2015).
Exacto. «No importa» lo que ocurra en el Congreso. De nuevo, que se trata de un poder insoportable lo muestran no teorías, sino la observación de lo que pasa en la realidad.
El Tribunal Constitucional de 1980 se diferencia del de 1970, entonces, en que existe no para destrabar el proceso democrático decidiendo conflictos competenciales, sino para neutralizar la política imponiendo su concepto de justicia, el que depende, por cierto, del dato políticamente arbitrario y caprichoso de qué bancada es más grande en el tribunal al momento de dictar sentencia, o qué ministros están presentes y no de viaje, o quién es el presidente del tribunal en ese momento. Esto no es gratuito ni casual. El Tribunal existe para impedir, directa o indirectamente, la dictación de leyes que modifiquen nuestras estructuras legales más característicamente neoliberales.